Mandala

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Ceremonia de la medianoche » Capítulo 22

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Recuperada la serenidad, el corazón tranquilo, la respiración normalizada, de vuelta del teléfono, trata de sopesar pros y contras, la cabeza fría, los ojos abiertos, en disposición de tomar una decisión importante y no volver a equivocarse, mientras recompone con precisión la conversación con Lola:

—Tenías razón, me he metido en una búsqueda imposible. Me rindo.

—Parece mentira, Ana, que a estas alturas aún no quieras enterarte.

—¿No te ha ido bien con Juan? —se sorprendió a sí misma con sarcasmo.

—¿Juan? No quiero ser yo quien rompa tan feliz matrimonio —ahora era Lola la que sonaba sarcástica—, si quieres saberlo, no ha sido más que un ligue tonto, el típico fin de fiesta, para qué querría yo a Juan si ya tengo un novio, además, gracias a Juan lo he visto claro.

—El qué.

—Hasta qué punto eres una ilusa, irreal, y es verdad que no te enteras.

—Vale, no voy a darte más la lata con lo que te contó John en Londres, ni siquiera voy a preguntarte por Crazy Krishna.

—Crazy Krishna…, debía habértelo dicho ese tonto de Luis, si tan incapaz eras de verlo por ti misma.

—¿El qué? ¿Que tuviste noticias de Alan? Eso nunca me lo habrías dicho.

—Y tú nunca te preguntaste de dónde Alan sacó tus señas en Madrid, claro.

—Bueno, sé que hablaste con John, y John se las daría a Jim y Jim a… Pero eso fue después. A no ser que tú, tú… —no le salían las palabras.

—Sí, yo. No todos nos fuimos sin dejar una dirección. —Lola parecía enfadada—. Y cuando alguien escribía o llamaba, contestábamos…

—Claro, y te llamó él —aventuró sin dar crédito.

—Después de tantos años de tenerlo a la espera de una respuesta, ni se te ocurrió que Alan podía llamar preguntando por ti.

—¿Ah sí? ¿Y de qué hablasteis? —le parecía que su traición no tenía límites.

—Lo sabes muy bien. Dijo que no iba a esperarte más.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—Si te lo dije.

—No, no me lo dijiste.

—Pero si por esos tiempos andabas de lo más acaramelada con Juan. Ni me habrías escuchado.

—Y se lo contaste.

—Alguien tenía que abrirle los ojos, ¿no? Pero olvídate ya, ¿vale?

Por qué habría perdido tantos meses escribiendo a unos y a otros, buscando a alguien que se lo confirmara, por qué, se desespera, cuando seguramente estaba tan claro en la carta de Luis, y aun mucho antes, en esas mismas cartas que Alan le había escrito desde la India y con las que empezó esta historia.

Hey Ana, aún estoy aquí,

contemplando los nubarrones arrastrados de un lado a otro del cielo por los vientos, mientras el sol cede el paso a la luna.

Te diré que la luna está en cuarto menguante y a unos 60 grados dé Júpiter. Júpiter, el planeta de los cielos del sur, esos cielos de Goa que en un tiempo lejano observaban complacidos cómo dos enamorados se amaban the hard way. Y ahora, ¿qué hay bajo la luna? Un solitario con un exceso de sentimientos acumulados que no tiene dónde depositar. Una condición bastante peligrosa.

¿Qué te parece? ¿Hablando ya como hablarías tú? Como hablaba esa Ana que ya ni siquiera debe existir, esa Ana que conocí hasta un día de febrero de 1976. Eso fue hace cuatro o cinco años. So, who am I writing to?

¿Acaso no podía leerse, aunque sea intuirse, el final al que se estaba precipitando?

En el chiringuito de la playa donde se lo encontrará Luis por última vez en esa estación de entre lluvias, de bruces sobre la mesa, los brazos colgando, las rodillas casi tocando el suelo, un cigarrillo quemándole los dedos, lo que, combinado con la llegada de Luis, le hará despertar, Hey Chandra, ponme otra de esas cervezas, o té, o café o lo que quieras, para seguir escribiendo:

Ya lo sé, la culpa es de toda esta cantidad de té y de café y de what not absorbida. O tal vez es el miedo. ¿Miedo? ¡¡Puaf!! ¿Y eso qué es? Miedo: algo que se siente ante lo desconocido, ante lo que uno no controla. En resumen: un producto mental, pura ilusión. Lo sé, el miedo no existe, y sin embargo, por primera vez siento miedo.

Casi cinco años y todavía la espera, anclado a esa India, ese café frente al mar desde donde escribe, mientras afuera sube la marea. Esperando y andando por esa playa de la vieja Goa, ausente de sí mismo, porque, como él mismo al fin descubre, cuando uno encuentra su lugar ya no puede dejarlo; como concha rota y varada sobre la arena en esa tarde de cielos revueltos y aguas color chocolate.

Hasta esas tres últimas cartas de finales de julio que llegarán metidas en el mismo sobre,

Panaji, 3.30 a. m.

Sé que es lunes, no me preguntes de qué semana ni de qué mes, solo sé que ese maldito reloj que ha dejado no sé qué japonés en esta habitación marca las 3.30 de la madrugada, y no se me ocurre otra cosa mejor para matar el tiempo que escribir una de esas típicas cartas de insomne.

Y ahora que me he puesto a escribir, ya no sé qué decirte. Tal vez podría decirte que te espero, pero ahora ya sé que no te espero, acaso solo espero que llegues para justificar esta espera de años, cuando nada justifica nada.

Panaji, 4.50 horas

Seguramente es idiota seguir aquí, sentado frente a esta ventana, fumando estos Camel que no tiran en la madrugada húmeda, esperando el monzón, esperando algo, todavía una respuesta, yo mismo contagiado por esa enfermedad tuya de las preguntas y respuestas, enviándote preguntas que no sé cómo contestar, cuando sé que ninguna respuesta puede estar en tus cartas ni en tu silencio, lo sabía desde el principio, mucho antes de que comenzara toda esta historia, no hay respuesta a nada.

Panaji, 6 a. m.

cartas que relee sin querer creer aún que son las cartas de un muerto. Cuando lo dice bien claro: Panaji, 6 a. m. seguido de un papel en blanco con el que ya le anunciaba su silencio. Ese silencio que ella se negará luego a aceptar con tanta resistencia como la que había mostrado antes él. Que se negaba aún a aceptar.

Adiós, hace con la mano.

Los papeles tiemblan entre sus dedos. Este hombre que un día amó. Adiós, Juan. Asomada a la puerta de la habitación no puede evitar preguntarse si también este amor que ahora aparece aquí bien muerto y dormido forma parte de esos sentimientos retraídos a una región del olvido de la que un día han de volver avasalladoramente. Sobre todo ahora que entra en esta segunda parte de la vida en la que te devuelve todo lo que has ido metiendo antes en el saco negro de la memoria sin pensar, sin medir sus efectos secundarios posteriores. Y en cuanto te resistes, siempre encuentras alguna Lola que hace ese trabajo por ti.

Traga saliva, reúne fuerzas, antes de ser capaz de volver a la conversación con Lola:

—¿Y luego? —se vio con ánimos de preguntar.

—Si es que me alucinas, Ana, él dejó de escribirte y ni se te ocurrió que algo pasaba.

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