Mama

Mama


Capítulo 2

Página 4 de 28

Capítulo 2

—MÁTALO —masculló Curly Mae mientras se derrumbaba en la tumbona de la galería.

El sol se filtraba a través de las persianas y dibujaba rayas ocres en las piernas de Curly. En la tele daban «Mientras el mundo gira», pero ninguna de las dos le prestaba mucha atención. El alcohol siempre hacía desvariar a Curly.

—Como el mamón ese vuelva a ponerte las manos encima se lo tendrá más que merecido. Me importa un bledo que sea mi hermano, ¿qué derecho tiene a desfigurarte la cara de esa manera?

Apuró de un trago el resto de la bebida y, no sin ciertas precauciones, dejó el vaso de plástico en el suelo. Pero lo volcó.

—Cuando uno es un cabrón es un cabrón y no hay más que hablar —sentenció Curly.

Levantó el brazo como si pesara cuarenta kilos y lo descargó sobre su regazo.

Mildred estaba desgranando habas a poca distancia de ella, pero eran más las que iban a parar al suelo que al cuenco. También estaba borracha.

—Yo no quiero matarlo, Curly. Lo único que quiero es que no se me abalance encima cuando vuelva. Hace dos días que no sé nada de él, aunque puedo imaginar dónde está.

—Con la furcia esa, ¿verdad?

—Supongo… Que le aproveche —dijo Mildred.

—Eso… pero yo que tú me hacía con un arma. Para protegerme. Un arma siempre asusta a un negro.

—¡Y a mí! De sobra lo sabes.

—Pero dime una cosa, ¿quieres? ¿A ti qué te parece mejor? ¿Estar aquí con los críos, muerta de miedo, o tener algo en la mano que lo haga poner tierra de por medio? ¿Te acuerdas de la última vez que llamaste a la policía? ¿Cuánto tardaron en llegar? Te lo digo yo: cuarenta y cinco minutos cuando no se tarda ni diez. Podrías estar muerta. Cuando la cosa va de negros que quieren matarse, a los blancos se la trae floja.

—Ni que lo digas, bonita, ni que lo digas.

Mildred apartó con el pie el cuenco de plástico y se bebió lo que quedaba de Old Crow. Cuando volvió, Curly estaba haciendo esfuerzos para levantarse de la tumbona.

—Mira lo que te digo —le espetó—. Te dejo mi pistola hasta que te hayas librado de él… ¿No podrías prestarme veinte dólares?

—¿Veinte dólares? Es lo que tengo para el recibo del gas. ¿Hasta cuándo, Curly?

—Hasta el sábado por la mañana o el domingo por la tarde como mucho.

—De acuerdo… Pero ¿a mí quién me enseña a usar una pistola?

—Te enseñaría yo, pero hoy tengo un montón de cosas que hacer en casa y solo Dios sabe cuándo estaré serena del todo.

Se oyó un golpecito en la puerta. Era Deadman. Solía ir a casa de Mildred para ayudarla. De todos los hijos tontos y feos de Lucretia Bennett, el más feo y el más tonto era Deadman. Tenía poco más de veinte años y leía como un niño de quinto curso. Pero era de fiar y no podía ser más amable, por lo que siempre que iba a casa de Mildred, esta se veía obligada a encargarle algún trabajo, aunque no hubiera nada que hacer. De todos modos, siempre encontraba algo, porque Crook en casa no pegaba sello. Pero cuando Deadman terminaba lo que Mildred le hubiera encargado, el problema era que se marchara.

Mildred abrió la puerta.

—¡Hola, guapote! —lo saludó.

Deadman sonrió y, al hacerlo, mostró unos dientes minúsculos y amarillentos. Tenía la cabeza en forma de enorme almendra por un lado y de sandía pequeña por el otro. Se sabía feo y por eso estaba hecho un tunante y acabó cayendo bien a Mildred y a los niños. Tenía un sentido del humor contagioso. Cuando les contaba los chismes del barrio, Mildred y los críos se revolcaban de risa por el suelo. Sabía quién jodía con quién, a quién habían echado de su casa, a quién le habían hecho una cara nueva, a quién le habían cortado la luz o el gas, a quién le habían quitado el coche por falta de pago, aunque tenía más de cronista que de cotilla, porque decía las cosas sin malicia. También sabía arreglárselas para salir con bien de los apuros y siempre tenía algunos dólares en el bolsillo. En muchas ocasiones había prestado dinero a Mildred cuando estaba sin blanca.

—Voy a la carnicería y venía a ver si necesitas algo. La mama me ha dicho que hoy hay oferta de huesos del cuello y de costilla de cerdo.

—¡Vaya! Gracias, Deadman, pero es que acabo de hacer un préstamo a Curly. De todos modos, todavía nos queda algo de carne. Oye una cosa, ¿tú sabes disparar una pistola?

—¡Mujer, todo el mundo sabe disparar una pistola! Se aprieta el gatillo y ya está.

Soltó una carcajada y sus ojos traspasaron a Mildred como dardos. Pero fue para mirar a Freda. Estaba loquito por ella, pero en la vida se lo habría dicho a Mildred por temor a que pudiera variar su opinión sobre él. Siempre estaba haciendo regalitos a Freda: que si patatas fritas, que si un zumo, que si chicle y otras golosinas, es decir, detalles que no se notaran demasiado. Dicho sea de paso, esta era una de las razones de que frecuentara tanto la casa de Mildred. Recogía las hojas con el rastrillo aunque solo hubiera cuatro, limpiaba la carbonera cuando no hacía falta, restregaba las contraventanas, pintaba el zócalo exterior de ladrillos y los que bordeaban la entrada del garaje, en fin, todo lo que se le pusiera por delante.

—¿Tú podrías enseñarme? —preguntó Mildred.

—¡Claro! ¿Tienes la pistola aquí?

—Te la traerá uno de los niños —dijo Curly, que pasó junto a Deadman prácticamente restregándole su cuerpo—. La tengo en el bolso azul viejo.

Mildred le dio los veinte dólares, Curly bajó los escalones con mucho tiento y cruzó la calle haciendo eses en dirección a su casa. A los pocos minutos volvía el hijo de Mildred con el bolso. Una vez Deadman hubo explicado a Mildred cómo se usaba el arma, esta la escondió bajo el colchón del dormitorio.

Mildred sabía disimular y eso fue lo que hizo desde que Crook salió del hospital. Hacía como si no supiera que seguía liado con Ernestine, como que no sabía que la hija mayor de Ernestine era clavadita a Crook. Lo que no le cabía en la cabeza era lo que Crook había visto en aquella tipeja borracha de mirada malévola y ojos saltones. A Ernestine tampoco le había gustado nunca Mildred. Ya desde niñas. Mildred no solo era más guapa, para decirlo sin rodeos, sino mucho más lista, y nunca había tenido problemas para atraer a los chicos. Mildred siempre había pensado que no por ser pobre había que ir hecha una facha.

Ernestine no sonreía nunca debido a que un tío le había saltado los dos incisivos hacía unos años. Había quien decía que había sido Crook, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Pero Mildred tenía claro que, por mucho que Ernestine hubiera tenido un hijo de Crook, con quien se había casado era con ella, no con Ernestine. Hubo un tiempo en que tuvo la impresión de que había ganado porque ella valía más. Qué demonios, cualquier mujer puede tener un hijo, pero no todas consiguen un hombre.

Al ver que Crook no llegó aquella noche a casa, Mildred decidió que no esperaba un minuto más. Se vistió, dejó a los niños delante de la tele viendo El robo del millón de dólares y se fue derecha a casa de Ernestine. Lo primero que vio fue el Mercury aparcado en la calle. Mildred se puso furiosa, no porque Crook se hubiera ido con Ernestine, sino porque no era lo bastante hombre para dar la cara. Pensó en coger un ladrillo que vio junto al coche y romperle todos los cristales, pero se acordó de que quien lo había pagado era ella. Decidió que mejor sería arrojar el ladrillo contra la ventana de Ernestine, pero al final también lo descartó. En lugar de eso, volvió a casa a través de la nieve, cogió todas las cosas de Crook y las metió en cajas y bolsas de basura. Avisó después un taxi, volvió a casa de Ernestine y lo arrojó todo sobre un enorme montón de nieve.

Pasó una semana y Mildred seguía sin saber nada de Crook. Era la noche del domingo, volvía a nevar y estaba viendo a un grupo nuevo cuyo nombre era The Beatles en «El show de Ed Sullivan». Eran unos chicos blancos de aspecto muy curioso, con trajes que les iban pequeños y unos cuellos apretados. Oyó un ruido en la puerta trasera y Mildred se figuró que era Prince, aunque sabía que estaba dentro de casa. Fue a la puerta y allí estaba Crook, sentado en los escalones cubiertos de nieve, el culo del pantalón empapado y castañeteando. Parecía un huérfano. Mildred lo hizo entrar, lo empujó hacia uno de los cuartos de los niños y abrió la ventana de par en par porque olía como si acabara de salir de un albergue de vagabundos. Crook se desplomó.

Mildred se calzó las botas para la nieve, se puso el chaquetón, entró en su dormitorio, sacó el revólver de debajo del colchón y se lo metió en el bolso. Después cogió las llaves del bolsillo de Crook y fue en coche al Red Shingle, donde sabía que encontraría a Ernestine.

En el Red Shingle no había nada de color rojo, salvo el cerco de las ventanas blancas, que tampoco eran ventanas de verdad, puesto que no se veía nada a través de ellas. No eran más que recuadros abiertos en la pared de ladrillo. En el aparcamiento no cabían más allá de veinte o treinta coches, aunque grandes, como los de todo el mundo en Point Haven. Cuanto más grande era el coche, más valías, aunque muchos de los que conducían aquellos coches vivían en ellos. Tenían los trajes en el portaequipajes, los trastos de afeitar en la guantera y un edredón en el asiento de atrás por si encontraban alguna amiguita que no le hacía ascos a pasar allí la noche. La mayoría de los negros consideraban que sus coches eran una demostración de su valía. Y lo mismo ocurría con las fundas de oro que llevaban en los dientes. ¡Y, demonio, cómo brillaban! Los había incluso, sobre todo inmigrantes del sur que trabajaban en fábricas de las inmediaciones de Detroit, que se las arrancaban unos a otros. Empezaban poniéndose una cosa sencillita, como una funda de oro, después ya pasaban a oro y diamantes, a continuación venían las estrellas y, finalmente, las iniciales.

Los negros frecuentaban el Red Shingle porque era el único local donde eran bien recibidos.

La bebida era el entretenimiento más positivo para muchas personas de Point Haven. El alcohol era un auténtico elixir, la compensación inmediata por la existencia que todos y cada uno se veían obligados a llevar. Era como si la ciudad los tuviera dominados, como si les hubiera prometido que algún día, por arte de magia, les daría todo lo que les hiciera falta, que satisfaría todos sus deseos. A nadie le importaba lo más mínimo lo que ocurría fuera de Point Haven. Corría el año 1964 y casi nadie había oído hablar de Malcolm X y eran muy pocos los que tenían idea de quién era Martin Luther King. Era una vida de letargo, de estar esperando no se sabe el qué.

La mayoría de los negros no encontraban trabajo y, en consecuencia, disponían de tanto tiempo que, cuando estaban lo que se dice sin un puto chavo, hartos hasta de ellos mismos y cagándose en todo, al ver que la vida se les hacía tan insoportable, acababa por estallarles todo su descontento, toda la rabia acumulada. Y esto pasaba por comportamiento viril y a menudo eran sus mujeres, sus amigas o sus fulanas las que sufrían las consecuencias.

Como el Shingle estaba en pleno South Park y todo el mundo vivía tan cerca que podía ir andando desde casa, la mayoría de los hombres se pasaban allí las horas muertas. Y hasta venían de sitios tan apartados como New Winton y St. Clemens, a unos cincuenta kilómetros de distancia, cuando actuaba algún grupo.

El Shingle estaba justo enfrente de la casa de putas de Miss Moore y a tres puertas de la tienda de licores de Stinky. Dove Road, a la altura de Stinky, tenía mucho tráfico porque era la arteria que conducía al cruce con la Veinticuatro. También era la primera calle del barrio negro que había sido pavimentada y provista de alumbrado público.

La única vez que el Red Shingle vio entrar a un blanco por sus puertas plateadas fue cuando un canadiense se presentó allí en busca de unos muslos y unas tetas color caoba. Como la cosa se fue repitiendo, acabaron por ni fijarse cuando se dejaba caer algún blanco, a no ser que fuera alguna de las pocas mujeres que se instalaban en la barra y que se llamaban a sí mismas prostitutas. La mayoría no eran más que madres acogidas a la beneficencia que buscaban redondear sus ingresos o esposas cuyos maridos estaban en paro o las habían abandonado.

El propietario del Shingle era Fletcher Armstrong. Había tenido la suerte de nacer en una familia con un buen pasar. Su padre, que vivía a unos sesenta y cinco kilómetros de Detroit, estaba metido en loterías clandestinas. Aunque aparentemente era un secreto bien guardado, todo el mundo lo sabía y siempre lo había sabido. Fletcher vivía en Ross Road, donde se había hecho construir una casa. Era de tres pisos, como las de los blancos de Strawberry Lane. A veces, cuando iban al campo, los negros de South Park pasaban por delante de la casa de Fletcher simplemente para soltar unos cuantos «¡oh!» y unos cuantos «¡ahí!». Los había que sentían envidia y el adjetivo más clemente que se les ocurría era el de horroroso.

—Los negros se figuran que son algo cuando tienen dinero, ¿no os parece? Te lo restriegan por la cara. ¡Habráse visto! ¡Losetas de color rosa! ¿Tú pondrías una cosa tan chillona en tu casa? Al negro no hay quien le quite el color, ¿verdad, tú?

Los había, sin embargo, que se sentían orgullosos.

—Es agradable ver que la gente de color se abre camino, ¿eh? Hace diez años aquí no veías una sola persona de color. Y ahora, mira. ¡Losetas rosas! Bonitas, ¿no?

Fletcher tenía los ojos verdes y la piel de color del melocotón. No solía relacionarse con la gente normal de Point Haven porque se consideraba superior. A lo máximo que llegaba en sus contactos era cuando abría el Shingle por la tarde y empezaba a asar pollos, freír patatas y hacer girar la parrilla de la barbacoa para preparar aquellas costillas que le habían dado fama.

A un lado de la barra había un estrado en el que cabían apenas un cantante y un pianista, pero más de una noche un cuarteto consiguió apretujarse allí e interpretar piezas de jazz, blues y rhythm-and-blues y el Shingle tuvo que cerrar las puertas a las dos de la madrugada, cuando la mayoría del público estaba completamente borracho y no tenía intención de volver a casa. Era un público del estilo de Ernestine Jackson.

Como no podía ser de otro modo, cuando Mildred entró, Ernestine estaba sentada a la barra, con su escaso cabello peinado con fijador y con adornos en las puntas. Ernestine hablaba a voz en grito, como siempre. Mildred se sentó a su lado y encendió un L&M.

—He venido para decirte que puedes quedarte con aquel hijo de puta si lo quieres, que lo tengo en casa pero que me voy a divorciar de él mañana por la mañana, en cuanto abran las puertas del juzgado. Y por Dios que lo hago.

Mildred se levantó del taburete y se fue directa al lavabo. Oyó cómo Ernestine arrastraba los pies tras ella.

Mildred estaba delante del espejo cuando Ernestine entró en el lavabo como una tromba. Mildred remetió el labio y se aplicó una capa de carmín sobre la que llevaba, todavía reciente.

Ernestine cerró la puerta de un puntapié y se quedó brazos en jarras.

—Oye, tía petarda, no es que tú me lo pases, él ya tenía decidido dejarte.

—¿Ah, sí? —preguntó Mildred mirando a Ernestine desde el espejo.

—Para empezar, a ti Crook no te ha querido nunca y demasiado bien lo sabes. Lo enredaste para que se casara contigo. Y eso que ibas de decente. ¡Ja, ja! Pues mira lo que te digo, ahora va a volver a mi lado y al lado de su hija. La vida nos hace estas putadas, ¿verdad, Mildred?

Mildred habría querido sacar la pistola del bolso y volarle los sesos, pero sabía que aquella lagarta tenía la cabeza hueca. Además, no estaba para que la metieran en la cárcel por haber liquidado a una furcia simplemente porque se había prendado de la joya de su marido. Se limitó a mirar a Ernestine como si fuera una mamarracha, sacudió la cabeza, soltó una carcajada y salió del lavabo.

Así es que, después de diez años de actuar a hurtadillas, de esperar y amar al hombre que se había casado con su rival, por fin Ernestine tenía su oportunidad. Y como un imbécil, Crook se había ido con ella. Mildred tenía la impresión de haberse desprendido de diez capas de piel muerta. Sabía que había tomado la decisión adecuada porque, cuando se paraba a reflexionar, lo único que había apreciado de Crook durante estos años eran sus dotes de buen amante cuando estaba sobrio y el hecho de que le hubiera proporcionado cinco hijos sanos y hermosos. Le parecía, sin embargo, que la mayoría de hombres guapos solo ponían interés y verdadero empeño en follar y hacer barrigas, sin preocuparse de más; y luego se sentían tan orgullosos que se habría dicho que acababan de ganar el Derby de Kentucky o cosa parecida.

Ir a la siguiente página

Report Page