Mama

Mama


Capítulo 3

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Capítulo 3

PESE a que había transcurrido ya un año y el aguante de Mildred estaba bajo mínimos, en ningún momento se arrepintió de haberse divorciado de Crook. La habían echado del Diamond Crystal Salt porque se había puesto enferma demasiadas veces durante los pocos meses que había trabajado allí. De todos modos, no le importaba, aquel trabajo la tenía frita. Desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde su única ocupación era incorporar un ingrediente a la sal fina para que no se apelmazase a causa de la humedad. No tenía ningún sentido. Lo que ella hacía en su casa era poner unos granos de arroz en el salero, o sea que, ¿para qué tanta historia?

Los niños habían estado más enfermos que ella: catarros, paperas, sarampión… A Freda le había venido la regla en plena clase de ciencias y, al llegar a casa, había vomitado por todo el baño. Y ahora Mildred se arrastraba por los suelos seis días por semana limpiando las casas de los Hale, de los Graham y de los Callington.

Mildred detestaba limpiar las casas de los blancos (la verdad es que no le gustaba limpiar las casas de nadie), pero por lo menos era un trabajo fijo y por lo general la dejaban sola y podía trabajar a su aire. Nadie le estaba encima como cuando trabajaba en el Big Boy o en el Shingle, dándole órdenes o diciéndole qué tenía que hacer. Iba a su ritmo. Es decir, a tope.

Una mañana, después de que Freda le diera la lata durante seis meses, Mildred dejó que su hija la acompañara a ver las casas de los ricos aunque con la condición de que la ayudara en la limpieza y no se metiera por en medio.

Cuando llegaron a la casa en el Mercury, parecía como si Freda hubiera salido de una limusina, tal era el orgullo con que cruzó aquellas puertas de roble.

—¡Oooooh, mama! ¡Es increíble! —dijo Freda mientras iban pasando de una habitación a otra.

—No toques nada, niña, que todo esto es fetén y cuesta mucho dinero. No tenemos ni para gasolina, así que imagínate si rompes algo y hay que pagarlo.

Freda le prometió que no tocaría nada pero, en cuanto, Mildred se puso a lo suyo, los dedos de Freda comenzaron a deslizarse por los bronces, los cobres y los alabastros. Estaba fascinada. Cuando oyó el aspirador en la otra habitación, se desplomó en el blanco sofá y se desperezó. Sus ojos negros y brillantes exploraron la estancia. Quiso calcular la altura del techo. ¿Qué mediría? ¿Cuatro metros y medio? ¿Seis? Una araña de cristal que tenía como mínimo cinco mil lucecitas destellaba al sol que se derramaba a través de los ventanales. En el centro de la habitación había una chimenea tan alta que habría cabido ella entera. Freda se preguntó cuántas veces la habrían encendido y si en invierno prepararían en ella dulces de malvavisco o asarían salchichas. ¡Menuda vida!, pensó. Cerró los ojos, dejó caer la cabeza en el respaldo e imaginó a sus seis mejores amigas tumbadas junto a aquella chimenea con sus camisones de franela, comiendo palomitas y soñando en voz alta con los novios que tendrían algún día. Se lo pasaban muy bien en casa de Freda, la envidiaban, les encantaba las fiestas que daba en su casa y quedarse a dormir, siempre había mucho que comer y la casa estaba limpia como los chorros del oro.

—Freda, ¿qué haces aquí, niña? Te veo muy quieta y, cuando estás demasiado quieta, quiere decir que algo estás tramando. Te he dicho que no tocaras nada, ¿vale?

—No he tocado nada, mama. Ya voy contigo.

Freda entró en la cocina blanca y amarilla, donde Mildred estaba llenando de agua caliente un cubo de estaño.

—Tengo hambre, mama. ¿Puedo comer algo?

—Mira en la nevera.

Abrió la puerta de la nevera y los ojos de Freda zigzaguearon de compartimento en compartimento. En su vida había visto un frigorífico tan atiborrado de comida: encurtidos, aceitunas, un gran cogollo de lechuga, fiambres de todas clases, tres tipos de pan diferentes, naranjas, manzanas y uva, todo perfectamente ordenado en recipientes de plástico. Pero era una nevera tan extremadamente pulcra que a Freda no le apetecía tocar nada. Faltaba algo, faltaba alma. También lo había echado de menos en el resto de la casa, ese olor que indica que en una casa vive alguien, que vive de verdad, ensucia los suelos, utiliza de vez en cuando la cocina… Los radiadores no olían a calor, no había en ellos ninguna marca que demostrara que sobre ellos se hubieran puesto nunca a secar botas de goma ni manoplas húmedas. Su casa, en cambio, olía a cantidad de cosas: a pollo frito, a berzas, a pan de maíz, a Pine-Sol y a detergente, a Windex y a cera Aero y a aquel incienso que Mildred encendía siempre que hacía una limpieza a fondo de la casa.

Freda decidió que no tenía hambre y cerró la nevera. Mildred la llamó a gritos desde la sala de estar y le dijo que fuera al piso de arriba y empezara a limpiar el cuarto de baño. Freda subió lentamente por la escalera de caracol y se metió en el cuarto de baño alicatado en azul. En soportes plateados había toallas cuidadosamente dobladas, como si no se hubieran utilizado en la vida. Aquel baño azul relucía como una colcha de satén. Allí no había nada que limpiar. Freda se bajó los leotardos para utilizar el retrete, pero se acordó de que su madre siempre le decía que no usara nunca ningún retrete si no conocía a los dueños de la casa, por lo que se apoyó con las manos en el asiento y mantuvo su culito a media altura. Cuando terminó, se lavó las manos, se las secó en los leotardos y bajó corriendo escaleras abajo.

—Ya estoy, mama.

—Muy bien. Quizá te parezca que estamos jugando a las casitas, pero yo me gano aquí los centavos. Ahora solo me falta encerar el suelo y habremos terminado. Mira en aquel armario, saca un paño y unos zorros y limpia los muebles del salón y del comedor aunque no veas polvo por ningún lado.

Mientras Freda sacaba el polvo, de pronto comprendió a qué habían ido allí: a limpiar. ¿Cuánto tiempo tendría que hacer su madre aquel trabajo? ¿Hasta que saliera algo mejor? ¿Hasta que encontrara otro marido, quizá, otro padre para ellos? Es decir, un hombre que corriera con todos los gastos. En cuanto Freda terminó, se quedó en el umbral de la puerta observando a Mildred, que estaba arrodillada en el suelo. Vio que el sudor le resbalaba por las sienes, y el pañuelo rojo que se había atado en la frente parecía empapado en sangre. A Freda no le gustaba ver a su madre haciendo aquello, por más dinero que le pagaran. De regreso a casa, Freda trató de imaginar cómo podría decirle a su madre que, si un día estaba en su mano, quería que no tuviera que trabajar tanto para ganar una miseria.

—¿Sabes una cosa, mama? —le dijo mientras iban en coche por la serpenteante carretera que bordeaba el río.

Era una tarde despejada de otoño, una de esas tardes en que los niños se mueren de ganas de salir a la calle y luego vuelven jadeando, hambrientos y con los dedos ateridos hasta el punto de no poder desabrocharse las prendas de abrigo.

—¿Qué? —preguntó Mildred, prestándole solo atención a medias.

—Pues que cuando sea mayor y rica, compraré una casa para todos nosotros mejor y más grande que la de los Hale y entonces ya no tendrás que fregar más los suelos de los blancos.

—Me gusta oírte decir eso, cariño. Ojalá ya fueras mayor ahora mismo. Pero aún es pronto para que te plantees cosas así, con el tiempo no te faltarán preocupaciones. Créete lo que te dice tu madre. Y por mí, tranquila, que no me voy a pasar el resto de la vida de rodillas por los suelos. Valgo más que eso. Voy a resolver esto muy pronto sin tener que pedir ningún favor. Yo no estoy hecha para lamerle el culo a nadie. Y esto no me va a matar. Hay mujeres que hacen cosas peores para ganarse la vida y yo aún no he caído tan bajo.

Mildred se paró ante el semáforo en rojo y hurgó en el bolso para buscar un cigarrillo. Como cambió la luz muy rápidamente, pasó el bolso a Freda.

—¿Me quieres encender un pitillo, niña?

Freda sacó el paquete de Tareyton. Mildred había dejado de fumar L&M desde que ella y Crook habían roto por el solo hecho de que la marca le recordaba a su marido. Freda le encendió un cigarrillo. Estuvo a punto de tragarse el humo de la primera calada pero optó por no hacerlo y se lo pasó a Mildred.

—De una cosa estoy segura —continuó Mildred—, y toma buena nota de mis palabras. Jamás pasaréis hambre, eso por descontado. Quizá no comeréis filete con cebollas, puré de patatas y salsa, pero no pasaréis hambre como si fuerais huérfanos. Si no os puedo proporcionar todo lo que necesitéis, tendréis que conformaros, pero no me importa tener que pedir limosna, o prestado, ni robar si hace falta, para que podáis ir a la escuela. Y que conste que lo digo en serio. Sois inteligentes y quiero asegurarme de que sacaréis el máximo provecho de vuestra inteligencia.

Mildred dio dos rápidas caladas al cigarrillo y lo arrojó por la ventanilla. Freda era toda oídos. Le encantaba cuando su madre se iba por las ramas.

—Y quiero decirte una cosa, para que se te quede grabada en la cabeza. Aquella casa tan estupenda no es la única cosa en la vida por la que vale la pena luchar. La decencia, un buen marido, unos hijos sanos, estar en paz con uno mismo, esas son las cosas buenas de la vida. Lo demás llega solo. Siempre. ¿Me escuchas?

—Sí, mama, te escucho.

—¿Y qué dices?

—Pues que sí, pero que quiero ser rica, porque los pobres no van a ninguna parte y casi todos los que conocemos son pobres, salvo los blancos. ¿Y eso por qué, mama?

—Porque los negros son imbéciles, por eso. Se figuran que se lo van a dar todo a cambio de nada y que si rezan a Dios todos los domingos les van a caer las cosas del cielo y se solucionarán sus problemas. Y ya los ves. Lo que hay que hacer es trabajar de firme. En este mundo nadie te regala nada. Ya os pueden decir lo que quieran en la iglesia. Lo único cierto es que los blancos lo tienen todo porque llegaron primero y arramblaron con todo. Esa es la madre del cordero. No les gusta que los negros levanten cabeza, así que nos lo ponen difícil. Pero con todo lo que os enseñan los libros de la escuela, lo menos que podéis hacer es aprender a evitarlo; ni que decir tiene. Mantén abiertos los ojos y no te tragues todo lo que te digan, no te creas ni la mitad de lo que habla la gente porque no hay nadie que lo sepa todo, ni siquiera tu madre. Créeme, que tu madre no te va a engañar. Fíjate bien en lo que te digo. Si aprendes a pensar por tu cuenta, si no te tragas todo lo que te dicen, no hay razón para que me preocupe. Importa poco que tu prójimo sea blanco, morado o verde. Lo que debes tener muy presente es que tú vales igual que él. ¿Cuántas veces te lo tengo dicho? Lo único que falta es que tú lo creas.

Mildred apretó el acelerador y el coche pegó unas cuantas sacudidas. Ya se empezaban a ver algunas casas pequeñas. A Freda no le gustaba Point Haven y soñaba con marcharse de allí en cuanto hubiera terminado sus estudios. No tenía ni idea de cuál sería el lugar al que iría, pero sabía que tenía que haber un lugar mejor que aquel donde vivir. A Mildred, en cambio, no se le había ocurrido nunca que pudiera vivir en otro sitio.

Casi nadie de los que vivían en un radio de cien kilómetros a la redonda había oído hablar en su vida de Point Haven. Estaba en lo que se suele llamar el pulgar de Michigan y la población, vista desde una altura de treinta metros, parecía una manta a rayas grises y negras extendida junto al lago Huron. El pavimento de gran parte de sus calles estaba constituido por un polvo negro debajo del cual era todo piedra. Había tal cantidad de árboles y campos que nadie les daba importancia, salvo durante los bochornosos veranos. En los jardines crecían arándanos, zarzamoras, bayas de saúco, fresas y cientos de árboles.

Y había agua en abundancia, lo que suponía buena pesca, una ventaja apreciada sobre todo por la población negra. Nunca pescaban bastantes lucios, barbos, percas o budiones para satisfacer su insaciable apetito de filetes rebozados en harina de avena y huevo, fritos en manteca muy caliente y bañados en salsa picante de Louisiana.

Eran muchos los que se habían ahogado en las contracorrientes del río St. Clair, junto a los lugares más propicios para la pesca. Solían perjurar que las corrientes venían del Canadá, como se veía con claridad meridiana cuando uno se apostaba junto a la orilla. Ni siquiera el predicador, cuando vestía su túnica blanca para bautizar a los fieles, se adentraba mucho en el río. Cierta vez le cayó la Biblia en el agua después de purificar a Melinda Pinkerton, y el libro fue arrastrado por las aguas. No trató siquiera de ir tras él.

En Point Haven había tres zonas. La mitad de la población negra vivía en South Park, junto a la vía del tren o en las cercanías de las pequeñas fábricas enclavadas en la periferia. En South Park había cinco iglesias, un banco, dos tiendas de comestibles, una lavandería, un bar y cuatro comercios de licores. Viniendo de Detroit, el primer barrio que se encontraba era South Park y la primera impresión que tenía la gente era que aquello era una especie de ciudad fantasma. De hecho, lo era, porque estaba poblada de fantasmas negros que se arrastraban por sus calles, en su mayoría sin pavimentar, sin otro sitio donde ir aparte del Shingle. Si uno tenía menos de veintiún años, había una pista para patines sobre ruedas que se abría dos veces por semana, en el Centro Cívico McKinley, pero solo en verano, y estaba en la zona alta. En esa parte solo había tres calles importantes, con tiendas en las que se vendían los mismos artículos que en las otras solo que a precios diferentes. En toda la población no había ningún edificio de más de cuatro pisos, a excepción de la YMCA y de la Telefónica, que tenían seis. Asimismo, la ciudad disponía de un cine, tres establecimientos de comidas para llevar, tres playas, un campo de béisbol y, en otoño, se jugaban partidos de fútbol americano en el campo del instituto. En invierno también se podía practicar el patinaje sobre hielo al aire libre. Pero el entretenimiento principal era la tele.

Había corrido la voz de que pensaban demoler todas las destartaladas viviendas de la calle Veinticuatro para crear un polígono industrial. En teoría el proyecto estaba en fase de planificación pero la población de color no acababa de creérselo, por algo llevaban toda la vida en el barrio, algunas familias desde hacía tres generaciones. ¿Cómo iba la ciudad a derribar unas casas que la mayoría de la gente había comprado invirtiendo todos sus ahorros y rebañando dinero de aquí y de allá? ¿Adónde iban a ir? También había corrido la voz de que se pensaba llevar a cabo un programa de viviendas nada menos que en pleno South Park, pero eso no debían de ser más que habladurías. Después de todo, allí no se había construido ningún edificio desde que se levantó la biblioteca y las oficinas estatales, y donde vivían los blancos, en la zona alta.

La zona del centro era donde vivían los llamados «medio negros», No era gente pobre, puesto que la mayoría no había recibido en su vida un cheque de la seguridad social o, en caso de haberlo recibido, había trabajado lo suficiente para poder considerarse clase media. Muchos ahora compraban en lugar de alquilar y en la vecindad había incluso algunos blancos, aunque calificados por todos de «basura blanca».

A medida que se proseguía por la calle Veinticuatro, pasado el centro, comenzaban a verse revestimientos de aluminio en las casas y estas se encontraban algo más apartadas de la calle. Cuando se veían jardines frontales más largos y más anchos era una indicación inequívoca de que el barrio estaba habitado en su totalidad por blancos. Aquella zona no tenía nombre y detrás de ella estaba la autopista, que después se desviaba hacia la izquierda e iba a parar a Strawberry Lane, donde vivían blancos de clase media que se consideraban de clase alta. Los únicos negros que había en aquel sector eran los encargados de limpiar casas, rastrillar hojas o recoger basura. Los negros decían que era la zona de los gañanes. Estos blancos, de hecho, no odiaban a la gente de color, aunque preferían no tenerlos demasiado cerca. Gente como los Leonard, que dirigían el NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), o los Coleman, en cuya familia había muchos maestros, o los Hall, matrimonio formado por dos doctores en psicología, no podían comprar una casa en el vecindario sin temer por sus vidas.

Más al norte aún estaba el North End. Se encontraba a solo diez minutos de Sarnia, Ontario, y allí había un poco de todo: pobres, no tan pobres, clase media y clase media alta, blancos y negros, todos los cuales se consideraban mejores que el resto de la ciudad.

La mitad de la población de Point que sabía leer y escribir —blancos y negros— trabajaba en las fábricas. Una de ellas, Presto-Lite, estaba en South Parle y fabricaba bujías, amortiguadores y platinos para camiones diésel, como también algunas piezas de coche para las fábricas de automóviles próximas a Detroit, como Ford, General Motors y Chrysler, Por Jo que toca a la otra mitad, las mujeres solían hacer trabajos por horas, como Mildred, mientras que los hombres lo hacían en los servicios de limpieza, como había sido el caso de Crook, o vivían de subsidios. Los que dependían de la seguridad social andaban buscando siempre un agujero dónde meterse pero, cuando encontraban trabajo, comprobaban que el subsidio era mucho más seguro y daba para mucho más. Esta era la razón de que muchos dejasen de buscar y se dedicasen a matar el tiempo viendo los seriales de la tele o a charlatanear.

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