Mama

Mama


Capítulo 4

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Capítulo 4

POCO después del día de Acción de Gracias comenzó a nevar con tal intensidad que se dio la alarma. Se aconsejaba que nadie saliera de casa, ni siquiera al jardín. En casa de Mildred la nieve llegó hasta el quinto peldaño de las escaleras; era imposible ir a trabajar. Precisamente debía cobrar aquel día y en casa no había más que un dólar y sesenta y tres centavos. Comenzó a notar un tic en el ojo izquierdo. ¿Quería eso decir que le iba a caer encima un dinero inesperado o era solo un deseo? En cualquier caso, Mildred sabía que, como no fuera Dios en persona el que se presentara, no aparecería nadie con un fajo de dólares. Y de momento, no veía probable aquella visita.

Los niños estaban jugando en el sótano, los oía alborotar a través de los respiraderos de la ventilación. Por una vez, a Mildred no le importaba que armaran ruido. Estaba concentrada en la cena. Últimamente había tenido tantas cosas en la cabeza, tantos problemas a la vez, que una simple decisión, a veces equivocada, podía hacer variar todas las demás. Por esto a menudo se abstenía de tomarla.

Cuando abrió el armario, sintió un alfilerazo que le bajaba desde la frente y le perforaba las fosas nasales. A continuación proseguía su camino, igual que una flecha, hasta el interior del cráneo y de allí le bajaba a la nuca, para volver a su punto de origen, como si no supiera dónde quedarse. Mildred sacudió la cabeza. Sus ojos descubrieron unas bolsas de judías de careta, de alubias pintas, de judihuelas, judías blancas y judiones, además de un saquete de arroz. Abrió otro armario y encontró en él un tarro de manteca de cacahuete que estaba por la mitad, una lata de guisantes y zanahorias, otra lata de maíz y dos latas de judías con tocino. Y en la nevera solo había unas manzanas arrugadas, compradas al vendedor ambulante dos semanas atrás, margarina, cuatro huevos, un litro de leche, manteca, una lata de leche Pet y una tajada de tocino de unos cinco centímetros de grueso.

Preparó un puchero de alubias pintas. Sabía que los niños estaban de ellas hasta la coronilla, lo mismo que ella, pero por lo menos habría comida para unos días. Estaba a punto de ocurrir algo bueno, no sabía qué podía ser, pero siempre que las cosas se ponían tan mal ocurría algo bueno. Por fuerza. Picó una cebolla y la dejó sobre la mesa, después sacó de la nevera la solitaria tajada de tocino, lo echó todo en el puchero, estornudó y se secó los ojos, que le habían empezado a lloriquear. La única vez que Mildred se permitía llorar era cuando picaba cebollas.

Se secó los ojos con un paño de cocina y se quedó clavada en el sitio, como hipnotizada, contemplando todo el arco iris de especias, alubias pintas y cebollas que flotaba en el puchero, pero notó un olor raro. Al mirar a la sala de estar, vio que por los respiraderos salía humo y que iba dejando una capa de hollín en las paredes de color crema. Inmediatamente soltó la cuchara y se precipitó escaleras abajo. No vio a ningún niño.

—¿Qué demonios ocurre aquí? Salid de ahí.

Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando los cinco niños, cubiertos de hollín, salieron mansamente del cuarto de la caldera. Mildred dio una patada en el suelo y pasó como un meteoro junto a sus hijos. La manivela de la caldera estaba floja.

—¿Quién ha sido? —preguntó brazos en jarras.

Los niños adoptaron el aire de una cuerda de presos y se encogieron de hombros.

—Lo pregunto una vez más antes de que os deje el culo marcado. ¿Quién ha sido?

—Nosotros no, mamá —dijo Angel, cogida de la mano de Doll.

Siempre respondía una por las dos, como siamesas y, además, siempre estaban de acuerdo. Aunque una tenía seis años y la otra siete, entre las dos no había más que diez meses de diferencia y jamás emitían opiniones que no fueran intercambiables.

Money estaba allí dando la cara, perfectamente consciente de que el culpable era él.

—Mama, estábamos jugando —explicó—, yo no quería tocarlo, pero como Bootsey y Doll me estaban persiguiendo, he chocado. Pero lo puedo arreglar. ¿No te acuerdas, mama, de que la última vez que se estropeó fui yo quien lo arregló?

—Está bien, está bien. Lo que ahora os pido es que os vayáis directos al cuarto de baño y os quitéis toda esta carbonilla de encima. Después os ponéis a ver la tele o cogéis un libro y no quiero oír ni media palabra más si no queréis que os zurre la badana. ¿Ha quedado claro?

Las niñas fueron corriendo al cuarto de baño. Money ya estaba acostumbrado y sabía que cuando sus hermanas se desnudaban le cerraban la puerta en las narices. Mientras las niñas se bañaban, trató de arreglar la caldera, pero esta vez se había roto de verdad. En cuanto oyó que corrían escaleras arriba, se tomó una ducha después de asegurarse de que la puerta estaba cerrada. Aunque quería a sus hermanas, a veces las habría estrangulado por el simple hecho de ser chicas. Siempre había tenido la esperanza de que el siguiente fuera un chico, pero no hubo suerte. Mientras tomaba la ducha, Money pensó que ojalá hubiera podido decir a alguien lo mucho que echaba de menos a su padre.

A las seis de la tarde, aunque las alubias seguían cociéndose, la casa estaba cada vez más fría. Mildred se percató entonces de que la caldera estaba estropeada de verdad. Telefoneó para saber cuándo podrían ir a reparársela, pero le dijeron que no podían saberlo hasta que las carreteras estuvieran despejadas. ¿Cuándo sería eso?

A las ocho la casa estaba tan fría que los niños veían sus vaharadas. No querían salir de la galería porque querían ver «El superagente 86», uno de sus programas favoritos, pero Mildred los agrupó a todos delante del horno abierto y les dio de comer las alubias, el arroz y el maíz. Como ella no tenía hambre se limitó a beber a pequeños sorbos la última cerveza que quedaba.

Dos días más tarde, cuando por fin se presentaron los de la caldera, lo primero que le dijeron fue que la reparación le costaría ciento setenta y cinco dólares y que, como la última vez había tardado tanto en pagar, no estaban dispuestos a empezar el trabajo sin un adelanto mínimo de cincuenta dólares.

—Pues cojan una silla y no se muevan de aquí —dijo Mildred a los operarios.

Mildred cerró la puerta de su dormitorio y telefoneó a Buster, su padre. Sabía que era su hija favorita y que, si podía sortear a Miss Acquilla, no habría problema. La madre de Mildred, Sadie, había muerto en 1958 a los cuarenta y ocho años de un ataque al corazón. Mildred fue, de todos los hermanos, la que peor lo pasó al morir su madre. Estuvo mucho tiempo pensando que Dios le había jugado una mala pasada arrebatándole a su madre de aquella manera. Dos años más tarde Buster se casó con Miss Acquilla. Su padre le dijo, a modo de explicación, que en aquella casa tan grande, sin ninguna mujer, se encontraba muy solo. Durante esos dos años, Crook se había ocupado de los niños mientras ella preparaba la comida a su padre, le lavaba la ropa de trabajo y limpiaba la descuidada casa en que vivía.

Mildred y Miss Acquilla no se soportaban. A Miss Acquilla no le gustaba Mildred porque sacaba de Buster lo que quería y a Mildred no le gustaba Miss Acquilla porque era una zorra egoísta que le recordaba a Ernestine: alta, negra y malévola. Hasta donde llegaban los recuerdos de Mildred, Miss Acquilla siempre había tenido los cabellos grises. Además, aspiraba rapé. Pero el motivo principal de que no le cayese bien era que se había casado con su padre y que lo llevaba como un perrillo.

Buster no dijo a su mujer que pensaba prestar más dinero a Mildred. Sabía que no volvería a verlo en la vida. Sacó el pañuelo blanco del viejo baúl que tenía al pie de la cama, contó tres billetes de veinte y uno de diez, se metió de un salto en el Buick y se fue directo a casa de su hija. Le había pedido setenta dólares porque los niños estaban resfriados y no podían ir a la escuela. Tendría que comprar como mínimo dos frascos de jarabe para la tos, un tarro de Vicks y rollos de papel higiénico para que pudieran sonarse.

Los niños no fueron a la escuela en toda la semana, pero Mildred no pudo ir a trabajar. También estaba enferma. Faltaban tres semanas para Navidad y dos de las familias cuya casa limpiaba la llamaron para decirle que prescindían de sus servicios. Le enviaban el cheque por correo y le adjuntaban una pequeña bonificación como aguinaldo. Poco podía hacer, pues, salvo acercarse al Departamento de la Seguridad Social como todo quisque y solicitar ayuda. Le parecía una humillación y le reventaba a morir, porque Mildred detestaba las limosnas y consideraba que aquello no era otra cosa. Tampoco le gustaba ni pizca que los fisgones del pueblo metieran las narices en sus asuntos. Ya le daban bastante a la lengua, una de las razones por las cuales había dejado de ir a la iglesia, y no tenía ganas de que encima se enteraran de lo mal que iban las cosas en su casa. Siempre se había enorgullecido de ser autosuficiente, independiente; pero como Navidad estaba a la vuelta de la esquina, por una vez se tragó el orgullo.

—Mama, aquí tienes mi lista —dijo Freda, dando a Mildred una hoja donde detallaba todo lo que quería.

Los demás también dieron a Mildred otras hojas similares con sendas listas igualmente largas.

—Yo quiero a Baby Sleepy —dijo Bootsey—. Es una muñeca que hace pipí, llora y después se duerme. Y ya viene con todos los vestidos.

Money dijo:

—Yo lo único que quiero son unos coches de carreras, un Mighty Moe… ¡ay, y se me olvidaba!, unos patines de hielo. Los otros se me han quedado pequeños.

—Nosotras también queremos patines, mama, pero con borlas —dijo Angel—, y un juego de cocina.

Doll hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para indicar que estaba de acuerdo.

—¡Un momento! Vamos por partes. Primero dejadme que os diga una cosa. En primer lugar, sabéis muy bien que desde que vuestro padre se fue de casa no me da ni un puñetero dólar. También sabéis que todavía tengo que pagar la factura de la caldera y que, con un poco de suerte, tendremos para comer lo que queda de mes, o sea que todas estas listas tienen que recortarse. Primero lo que necesitáis, luego, lo que se pueda. Pero en esta casa no nos podemos gastar una fortuna en unos juguetes de chichinabo que estarán rotos antes de que acabe el invierno. ¿Me habéis comprendido?

—Sí, mama —respondieron todos con la cabeza gacha, y volvieron a instalarse en la galería.

—A Chunky y a BooBoo les van a regalar unas bicicletas —dijo por lo bajo Money a las niñas.

—Sí, y a Rita Morgan y a los demás unos trineos nuevos, un tobogán y unos esquís de verdad —dijo Bootsey—. No quiero que se rían de mí cuando volvamos a la escuela y les diga que no tengo esquís nuevos.

Bootsey se las daba siempre de ser la mejor en todo y a menudo se peleaba con Freda porque aseguraba que ella era más inteligente. Una vez incluso dijo que era más fuerte y que se peleasen para demostrarlo. Freda le pegó un mamporro con tanta saña que a Bootsey le sangró el labio. Ya no volvió a insistir más.

—Yo nunca he tenido bicicleta —dijo Freda—, lo que yo querría sería ropa porque el semestre que viene empiezo las clases de economía doméstica. ¡Lo que daría por tener una máquina de coser! ¡Podría haceros toda la ropa!

—A mí no me gusta la ropa hecha en casa —dijo Bootsey, que tenía tres años menos que Freda.

—¿Por qué? —preguntó Freda.

—Porque se ve a la legua que está hecha en casa. —Y Bootsey sacó la lengua a Freda al decir la frase.

Cuando solo faltaban dos días para Navidad, Mildred llamó a Freda desde su habitación.

—¿Quieres venir un momento, por favor?

Freda se asomó a la puerta.

—Entra y cierra la puerta, niña.

Freda la cerró con aire desconfiado.

—Siéntate —dijo Mildred, indicándole el colchón con la palma de la mano.

Freda se sentó. Mildred parecía preocupada. Había contado el dinero diez veces y siempre le había salido la misma cantidad. No había suficiente. No había manera de que pudiera alargarlo, ni dejando un depósito a cuenta. Alguno tendría que prescindir de algo… o esperar a que llegase el próximo cheque. Sabía que los pequeños no lo entenderían, pero Freda tenía casi doce años, casi una mujercita. Sabía asar el pollo mejor que Mildred, preparar una comida en menos que canta un gallo, y tenía más sentido común que muchas personas mayores.

—Freda, la mama te quiere decir una cosa y quiero que procures comportarte como una persona mayor y prestar atención a lo que voy a decirte.

A Freda todavía le entró más desconfianza, porque hasta entonces su madre no había empleado nunca aquel tono de voz tan dulce ni le había pedido que cerrara la puerta para poder hablar.

—Pues claro, mama, yo ya soy mayor.

—Sí, y por esto te agradezco mucho todo lo que haces, desde cuidar de los niños como si fueran hijos tuyos hasta llevar la casa y procurar que todo funcione cuando no estoy aquí. Has trabajado de lo lindo, has hecho de madre y te has hecho cargo de que yo también he trabajado como una esclava para que todo funcionara desde que tu padre se marchó.

Mildred volvía a irse por las ramas y lo sabía y Freda también. Pero era una situación difícil y Mildred no conocía mejor manera de resolverla.

—No te darás cuenta y estarás hecha una mujercita, ¿eh?

Freda asintió con un gesto y trató de imaginarse a qué se refería Mildred y que, fuera lo que fuese, cuanto antes acabara con lo que tenía que decir, mejor para todos. Faltaban pocos minutos para que empezara el programa especial de Navidad de Garlitos y Snoopy y Freda no quería perdérselo.

—Lo que quiero que sepas, niña, es que la mama va mal de dinero y que hay que tomar una decisión y que, cuanto antes la tome, mejor. —Mildred juntó las manos como si estuviera rezando—. Como no pague los recibos del gas y de la electricidad, esta casa estará a oscuras en Navidad y, si no hay carbón, nos moriremos de frío. Sé que los niños esto no lo entenderán y lo que yo quiero, lo que quiero de verdad, es que seáis felices. Lo único que me puedo permitir es comprar unos cuantos juguetes para los más pequeños, ¿me has entendido?

—Sí —respondió Freda, que ya empezaba a entender adónde iba Mildred.

Y aunque el pecho se le llenaba de aire y su primer sostén le subía y bajaba como si tuviera pechos de verdad, Freda trataba con toda el alma de ser tan fuerte como Mildred.

—Lo más imprescindible es que tengáis botas y abrigo. No podéis ir a la escuela ni a la iglesia como un hatajo de mendigos, ¿no te parece?

—Claro, mama.

—Si consigo que me den los juguetes dejando una cantidad a cuenta y pagamos todas esas facturas, podemos damos por satisfechos si tenemos pollo en Navidad, ya no hablemos de jamón o de pavo. Lo que la mama se estaba preguntando es si sabrías comportarte como una niña mayor y esperar hasta el Año Nuevo, que es cuando empiezan las rebajas. Entonces podré comprarte aquel jersey rosa de mohair que vimos en el escaparate de Arden y, en febrero, la máquina de coser. Todo es cuestión de aplazar las cosas. Así tus hermanos podrían disfrutar de la Navidad. ¿Eres capaz de hacer eso por la mama?

—Sí, mama, yo puedo esperar —dijo Freda, sin ni siquiera darse cuenta de que lo decía.

A los ojos de Freda asomaron unas lágrimas y Mildred sintió que algo iba creciendo en el centro mismo de su pecho, aunque sabía que Freda no lo habría entendido. Freda todavía era una niña. El corazón de Mildred le decía que se levantase y estrechara a su hija entre sus brazos, pero no podía, porque en aquella zona del corazón de Mildred se había formado una especie de tabique que le impedía traspasarlo y obedecer el impulso de arrojarse en brazos de Freda. No quería exteriorizar el afecto, sabía que aquello revelaba debilidad y no quería parecer débil porque entonces se volvía vulnerable. ¿Quién juntaría los pedazos si se estrellaba? Mildred se daba cuenta de que tenía que ser fuerte en todo momento y a toda costa.

A Freda le habría gustado que su madre le diera un abrazo, pero no quería ser ella la primera en hacer el gesto. No quería que Mildred la considerara una niña. Freda no recordaba que Mildred la hubiera abrazado nunca, ni a ella ni a sus hermanos. Las dos se quedaron rígidas, como camisas almidonadas, pero, por dentro, cada una lo sentía por la otra.

Freda, por fin, se levantó y se dirigió a la puerta. Dándole la espalda a su madre, dijo:

—Mama, yo puedo esperar. Ya te he dicho que soy mayor y te lo he dicho en serio.

Al salir, cerró suavemente la puerta.

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