Mama

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Capítulo 7

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Capítulo 7

SPOOKY COOPER no era trigo limpio y Mildred lo sabía de sobra. Era un hombre tranquilo, pero quizá habría sido mejor decir astuto, si había que prestar oído a lo que se rumoreaba. Era tan guapo que solía mirarse dos veces en el espejo cada vez que se peinaba o se atusaba el bigote. Aunque se le consideraba negro, se decía que su padre era blanco y se parecía a Clark Gable. Hablaba con deje sureño, como queriendo demostrar que era negro de verdad. Estaba casado con un saco de huesos al que parecía que le faltaran minutos para morirse de cáncer. Se llamaba Kaye Francis. Nadie entendía cómo había conseguido pescar a Spooky y habría costado bastante probar que los tres hijos que pasaban por ser de los dos lo eran.

Cuando Mildred trabajaba en el Shingle, Spooky había tonteado un poco con ella aunque nunca a las claras. No era uno de tantos maridos que le habían ofrecido algo más que una copa gratis después de divorciarse de Crook. Por supuesto que ella no lo perdía de vista pero, como le provocaba un revuelo por dentro cuando la miraba, se había pasado todos aquellos años procurando evitarle. Daba la casualidad de que ahora Spooky acababa de llamar a la puerta de su casa.

Spooky fumaba a lo gángster y llevaba los pantalones ceñidos para que se le marcara el paquete y Mildred se enterara de que llevaba calcetines de seda y zapatos puntiagudos y caros. Mildred le abrió la puerta y trató de aparentar serenidad, sobre todo porque aquella era una de las raras ocasiones en que estaba sola en casa. Como dice el refrán, solo se desea lo que no se tiene. A ojos de Mildred, Spooky tenía misterio, y era lo prohibido. Y el hecho de que le resultara inaccesible, lo hacía más deseable.

Mildred sabía que aquel día estaba guapa. Connie James acababa de alisarle el pelo y hacerle ondas y todavía no se había quitado el carmín color melocotón. Dejó sobre la mesa del comedor el cuenco de coles y el jamón ahumado y abrió la puerta mosquitera.

—¿Qué te trae por aquí, buen mozo? —se oyó decir Mildred.

—Pues pasaba con el coche y como sé que Baby Franks acaba de alquilarte la casa, si no me equivoco, me he preguntado si estarías. ¿Puedo pasar?

—Sí, pasa y siéntate. Lo único que te puedo ofrecer es una cerveza. ¿Qué te cuentas?

Lo que se contaba y ya era de dominio público era que Kaye Francis lo había puesto de patitas en la calle. Al final había acabado por hartarse de todas aquellas mujeres que le llamaban a la puerta diciendo que Spooky era el padre del pequeño que llevaban en brazos o que les había pegado una gonorrea o que les debía dinero. Muchos sabían que Spooky se había casado con Kaye Francis porque su familia tenía dinero y que era ella la que había comprado aquel Riviera blanco que conducía. En cualquier caso, a Mildred todo aquello la tenía sin cuidado. Lo único que contaba en aquel momento era que él había tenido suficiente interés para llamar a la puerta de su casa y, por vez primera en su vida, Mildred se sintió un poco puta. No quería hablar con él de nada, lo único que le importaba en aquel momento era que tenía ganas de hacerlo, que los niños no estaban en casa y que después él podía marcharse y asunto concluido. Notaba que sus bragas estaban húmedas y, en cuanto Spooky hubo apurado el cigarrillo y la cerveza, Mildred tuvo la sensación de que le entraba una especie de desfallecimiento.

Se había puesto a llover y el cielo estaba cada vez más oscuro. Se acercó a atrancar las ventanas y vio que el cielo se iluminaba con el fulgor de un relámpago.

—No me gustaría que te pillara la tormenta —dijo Mildred.

—La tormenta ya me ha pillado —respondió Spooky.

Aquella fue la primera vez en su vida que Mildred no pensó en sus hijos, a no ser para decirse que le encantaba que no estuviesen en casa. Ella y Spooky se sentaron en la galería para escuchar los truenos y el agua de la lluvia que bajaba por los canalones de desagüe.

—Mi padre dice que las tormentas son el ruido que hace Dios cuando trabaja y que por eso no hay razón para inquietarse —comentó Mildred, después de lo cual se quedó sin saber qué decir.

—Yo no me inquieto —dijo Spooky.

Mildred le ofreció un plato de verdura y pan de maíz, pero Spooky dijo que no tenía hambre, cuando menos, de comida. Mildred tampoco podía acabarse la suya y apagó la tele.

—¿Por qué no vamos a la sala de estar? —musitó Mildred.

Desde que se enamoró de Crook su corazón no había vuelto a palpitar nunca con tanta fuerza. Ya tenía olvidada aquella sensación. Spooky Cooper se sentó a su lado y le sonrió mirándola a los ojos. Aquella separación que tenía entre los dientes de delante era un encanto más que venía a sumarse a su carisma y a su atractivo. Se inclinó sobre ella, la besó como un galán de cine y después la llevó al dormitorio como si ya supiera dónde estaba.

Spooky conocía su poder y Mildred no sabía resistirse. Aquellos ojos negros la tenían hipnotizada y más la hipnotizaron cuando él le dijo que siempre la había deseado, mucho antes de que él se casara con Kaye Francis; pero que ella se había casado con Crook. De hecho, Spooky no mentía, lo que pasaba es que había sabido elegir la ocasión. Sabía lo rara que era Mildred en lo que a hombres se refería y que el único al que había franqueado la entrada en aquella casa era a Rufus, aquel viejo que olía a rancio y que se pasaba a menudo a ver a los niños y le prestaba siempre diez o veinte dólares que nunca se molestaba en reclamar. Rufos estaba encoñado con ella y, aunque bebía a porrillo, alguna que otra vez Mildred había llegado a poder ignorar su mugre, sus horrorosas pastillas y aquellos dientes que no conocían el cepillo. A los niños les encantaba Rufos porque era generoso con ellos y de lo más estúpido que imaginarse pudiera, aunque ni en un millón de años habrían llegado a figurarse que su madre se había acostado con él. Rufos era para Mildred como un neumático de recambio.

Ahora, por lo menos, tenía en la cama a un hombre de verdad, un hombre que olía a Aqua Velva, no a Old Spice, gracias a Dios. Estaba tan nerviosa como si fuera a acostarse con el presidente.

—Ponte cómodo —le dijo Mildred antes de entrar en el cuarto de baño.

Spooky ya se había quitado la ropa y estaba tumbado en la cama como un rey. Mildred cerró la puerta del cuarto de baño, tomó una ducha rápida, se lavó los dientes e hizo unas gárgaras, se roció la entrepierna y las plantas de los pies con un poco de Topaz, como en los buenos tiempos, y se puso un poco de Q-Tipped en las orejas y en el ombligo. No tenía ningún camisón sexi, pero poco importaba. Spooky era un hombre tan tranquilo y equilibrado que Mildred sabía que no tardaría ni un minuto en liberar sus hombros de los tirantes.

Apagó la luz del cuarto de baño y entró de puntillas en el dormitorio. Antes de que se diera cuenta, Spooky la tenía en sus brazos y la besaba con tanta delicadeza como si fuera a rompérsele entre las manos. La tocó en sitios que Mildred había olvidado que un hombre pudiera encender. En los treinta años que tenía su cuerpo nunca había palpitado de aquella manera. Ni siquiera notó que la casa retemblaba cuando pasó el tren junto a la ventana del dormitorio.

Spooky se lo tomaba con calma. Le lamió la piel a cámara lenta, como los gatos lamen la leche cuando se la ofrecen en un cuenco. Le pasó la lengua por las orejas a una velocidad de treinta y tres revoluciones por minuto hasta que Mildred perdió la noción de donde se encontraba. Jamás en la vida había experimentado tal ardor y, cuando la habitación quedó totalmente a oscuras y la ardiente tensión de Spooky se expandió dentro de ella, no pudo por menos de gritar su nombre tres octavas por encima de su tono de voz habitual. Spooky, en cambio, se volvió lentamente y encendió un cigarrillo, perfectamente consciente de que había cumplido con su misión.

Durante las siguientes semanas Mildred le aconsejó siempre que dejara el coche a cuatro manzanas de distancia de su casa. De pronto la mujer de Spooky había cobrado realidad y ya había comenzado a correr la voz de que Spooky Cooper se había enamorado de Mildred, lo que no dejaba de ser cierto, aunque eran muchas las mujeres que hubieran dado lo que fuese para estar con él sin recibir nada a cambio. Mildred no había pedido nada, de la misma manera que tampoco le había hecho ninguna pregunta acerca de su esposa. Ella sabía cómo hacer que un hombre se sintiera hombre; todo lo que Spooky le había dado a ella, Mildred se lo había devuelto con creces. La primera vez que Mildred llevó su cabeza más abajo de la cintura de Spooky, le dio tal placer que pensó que Mildred sabía lo que se llevaba entre manos. La mayoría de sus amigas habían dicho siempre que no estaban para aquellas cosas. Los hombres también solían decir que jamás le comerían el sexo a una mujer, aunque a puerta cerrada hacían lo que hiciera falta, siempre que les diera cierto placer.

Spooky llegó al extremo de afrontar a pie la lluvia para estar con Mildred, pese a que no se había mojado nunca los zapatos por ninguna mujer. Mildred lo consideraba un sueño y quería disfrutarlo cada minuto. Spooky había sido el primer hombre que le había provocado un orgasmo total. Y ahora estaba hambrienta, no solo quería más de él, lo quería entero.

Pero Spooky seguía siendo un personaje extraño y poco de fiar, y cuando Mildred dijo a sus hijos que se pasaría de vez en cuando por casa, la miraron como si se hubiera vuelto loca.

Freda, como siempre, habló en nombre de todos.

—¡Mama, ese hombre es el marido de la señora Francis! Tú nunca te liarías con un casado, no nos digas que este hombre te gusta, mama. Todo el mundo sabe que va a menudo a casa de Carabelle y de Miss Moore, y que es un mujeriego. ¿Qué haces tú con él que no le hacen las demás?

—¡Cállate la boca!, ¿quieres? —le soltó Mildred, esta vez sin preocuparse de corregir a Freda—. A mí ese hombre me gusta y yo le gusto a él y me importa un comino que sea el marido de quien sea, me hace feliz, cosa que no hizo vuestro padre, y si supierais el tiempo que hace que no me sentía tan bien, también vosotros tendríais que estar contentos.

—¿Feliz? Pero si todos los de la escuela saben que se dedica a sacar dinero a las mujeres. Si tú no tienes ni un chavo, ¿qué quiere de ti? —preguntó Money.

—Como no te calles de una vez, te juro que… —pero Mildred no pudo pronunciar ni una palabra más.

Llenó la bañera y se metió dentro. Lo único que veía eran los ojos negros de Spooky. Y mientras las burbujas rompían contra su piel morena, solo notaba que el calor le penetraba todos los poros del cuerpo. El agua caliente era como la pasión de Spooky, desparramándose como un fluido untuoso entre sus piernas. Y en aquel momento, mientras Mildred dejaba que sus hombros se sumergieran en el agua, ya no se acordó de ninguno de sus hijos, no recordaba sus nombres ni sus rostros. Y, en el fondo de su corazón, ahora, no tenía hijos.

—¿A quién le toca? —preguntó Mildred.

Zeke revolvió el hielo, que estaba fundiéndose en el vaso.

—Cuesta saberlo teniendo en cuenta que os estamos machacando. ¡Venga, Geraldine, hazles un Boston a estos gilipollas! Dales una lección de whist.

Geraldine era su mujer. Deadman era la pareja, de Mildred y, pese a que no era muy listo, sabía jugar. Sabía cómo, cuándo y qué debía tirar y daba la impresión de que leía los pensamientos de Mildred o que viera sus cartas al trasluz cuando ella lo miraba o se ponía a silbar. Era como si le transmitiera una señal secreta que solo Deadman fuera capaz de interpretar. A veces Mildred se las arreglaba para darle un golpecito en el pie por debajo de la mesa antes de que él se decidiera por una carta alta o baja, lo que bastaba para que cambiara completamente de estrategia.

La cocina estaba llena de humo; la mesa sembrada de ceniceros a rebosar, de cuencos con patatas fritas y salsa y cada uno tenía su vaso junto al codo. El suelo estaba cubierto de ceniza y de colillas, pero la verdad es que a Mildred no le importaba un rábano porque se lo estaban pasando muy bien y nadie estaba agobiado por el tiempo. A las once estaban trompas perdidos pero, ¡qué diablos!, era la noche del viernes y hacía un buen rato que Mildred se había tomado una pastilla para los nervios, o sea que se sentía la mar de a gusto.

Como los niños seguían levantados, decidió que hicieran algo.

—Anda, Freda, pon un disco para tu madre, ¿quieres? Y tú, Bootsey, acércate un momento y vacía todos los ceniceros. Y ya que estás levantada, tráenos cubitos de hielo. ¿Qué has tirado, mamón? —increpó a Zeke, que iba tan ciego que no sabía qué cartas tenía en la mano.

Zeke no aguantaba la bebida. En cuanto a Geraldine, no estaba mucho mejor. No daba ni una sola vez en el blanco cuando escupía el rapé en la lata que se había colocado junto a sus pies festoneados de juanetes.

—Un tres, ¿no? —dijo Zeke.

Mildred sonrió a Deadman porque tenía buen juego, tan bueno que, con el entusiasmo, al tirar se le cayeron algunas cartas sobre la mesa. Ganaron cada baza e hicieron un Boston, que habría agravado mucho la situación de Zeke y Geraldine de haber estado sobrios.

Mildred soltó una carcajada.

—Y ahora dile a tu mama que saque todo lo bueno que tiene si quiere continuar jugando.

Justo en aquel momento llamó Rufus a la puerta y entró con una botella de whisky. Nancy Wilson cantaba: «Y tú no sabes y tú no sabes y tú no sabes lo contenta que estoy». Mildred acompañaba aquella voz de fondo al tiempo que hacía chasquear los dedos.

—Sube el volumen, Freda, que no oigo nada.

—¿Dónde se ha metido ese negro blanco? —preguntó Rufus a Mildred, distrayendo a todos.

—¡Anda ya, cállate de una vez, gilipollas! —dijo Zeke—. ¿O es que vienes a fastidiar?

—La verdad es que a ti no te importa, Rufus —dijo Mildred—. Si quieres jugar, pon el culo en una silla y, si quieres seguir hablando de cosas que no te importan una mierda, coges la puerta y te vas. Pero deja la botella en su sitio.

Rufos se echó a reír. No se había vuelto a acostar con Mildred desde que esta se veía con Spooky, o sea, hacía casi seis meses. Echaba de menos su cuerpo apetitoso, pero seguía dándole dinero igual que antes. Spooky no soltaba la mosca ni a la de tres.

Deadman se levantó y dejó su sitio a Rufos. Se metió en la sala de estar, donde podía contemplar a placer a Freda, que estaba dándole a la máquina de coser. Gracias a la generosidad de Rufos, Mildred se la había podido comprar.

Lo que Mildred ignoraba era que Spooky aparcaba su Riviera blanco delante de su casa incluso las noches que no dormía con ella. Y nadie se había molestado en decírselo a Mildred. Suponían que ya lo sabía y, por otra parte, a nadie le gustaba que le pegaran un corte por inmiscuirse en los asuntos de una mujer a la que no le gustaba nada que se metieran en su vida. Lo único que sabía Mildred era que algunas noches Spooky se dejaba caer por casa y que, cuando lo hacía, valía la pena.

A las dos de la madrugada todo el mundo estaba demasiado borracho para jugar a nada, por lo que Mildred optó por despedirlos a todos, incluido Deadman, que se había dormido en el camastro de Money. Aunque las niñas dormían ya en su cuarto, la tele seguía en marcha, y Money pasaba la noche con Chunky y Big Man. Mirando a Rufus, Mildred pensó: «Ya solo queda uno».

—¿Quieres que también me vaya yo, Milly? —preguntó, procurando parecer sobrio y ocupado en recoger vasos, echar botellas a la basura y vaciar ceniceros a rebosar.

Mildred miró a Rufus y frunció el entrecejo. Rufas tenía un aspecto más desagradable que de costumbre.

—¡Sí, claro, tú también! Hoy no estoy en vena, Rufas.

Rufas aceptó la negativa como uno de esos mendigos que saben que, aunque no les den nada una vez, otro día será.

Spooky invitó a Mildred a pasar un largo final de semana en las cataratas del Niágara porque, según le anunció, quería decirle algo. Por supuesto que a los niños no les convencía nada que su madre se fuera a pasar un fin de semana con un tío y, encima, que el tío en cuestión fuera Spooky. Pensaban que a lo mejor la empujaba por un puente porque ella no le había dado el dinero que le pedía. Pero a Mildred le importaba un comino lo que los niños pudieran pensar e hizo la maleta tan rápido que ni recordaba lo que había metido en ella. Iba a ser la primera vez que dejaba a sus hijos tanto tiempo solos.

Al llegar a Windsor, el deseo de Spooky por Mildred pudo más que las ganas de ir a las cataratas, así que pasaron unas horas en un motel. Cuando llegaron a St. Catherines, aquella combinación de satisfacción y aires nuevos se había convertido para Mildred en una suerte de intoxicación que la hacía incapaz de refrenar su entusiasmo. Parecía una niña pequeña y estaba tan maravillada con el paisaje que no paraba ni un momento de soltar «¡ohs!» y «¡ahs!». El hecho de encontrarse en un sitio desconocido prestaba a todo un encanto inusual y, debido a la felicidad que sentía, se figuró que no lo había entendido bien cuando Spooky le dio la mala noticia: había vuelto con su mujer.

Freda ya había cumplido los catorce años, es decir, los suficientes para cuidar de los niños y de la casa mientras Mildred estaba ausente, aparte de que le había dejado instrucciones muy concretas. En casa no entraba nadie, salvo Deadman, que iría a arreglar un pequeño escape del fregadero. Como el sábado era el cumpleaños de Crook, Mildred les había dejado veinte dólares. Advirtió a Freda que tuvieran muy presente que la mitad de ese dinero era para gastárselo íntegramente en un regalo y que llamase antes para asegurarse de que su padre estaría en casa. Rara vez iban al chamizo al que se habían mudado Crook y Miss Ernestine; a los niños no les gustaba aquella mujer y a ella no le gustaban los niños. Ernestine no les decía nunca más de dos palabras cuando los veía, aparte de que, cuando iban a visitarlos, solían encontrarlos a ella y a Crook borrachos o durmiendo. A menudo, cuando tropezaban con su padre por la calle, lo saludaban con un gesto de la mano como quien saluda a un simple conocido. Ni siquiera Money parecía echarlo de menos.

Compraron una corbata y unos gemelos en el K-Mart, que acababan de inaugurar junto al McDonald’s. El coste total fue 4,93 dólares. El resto se lo gastaron en bocadillos y refrescos.

Cuando fueron a su casa para darle los regalos, la puerta estaba abierta y las moscas zumbaban sobre platos de comida que se veía a la legua que estaban allí desde hacía días. Al ver que no respondía nadie, se asomaron al dormitorio y, tal como esperaban, encontraron a Crook durmiendo, borracho, al lado de Miss Ernestine. Sobre el tocador había una botella vacía. Los dos estaban despatarrados, medio desnudos y babeando uno sobre otro. Freda dejó los paquetes sobre el televisor en blanco y negro, dio media vuelta y salieron todos a escape.

Freda decidió que prepararía pollo frito y judías con tocino para cenar y después dijo a los niños que podrían darse el gusto de ir a patinar al Centro Cívico McKinley con seis de los diez dólares que Mildred les había dado para que se divirtieran. A Freda le encantaba la autoridad que le daba su papel de madre. No le apetecía ir a patinar porque, al igual que Mildred, rara vez tenía ocasión de estar sola, de disponer de tiempo para ella. Quería terminarse una falda tubo sin que la estuvieran interrumpiendo a cada momento. Sonó un claxon y todos salieron de estampida en dirección al coche. Tía Curly Mae había dicho a Freda que los devolvería a casa a las diez.

Freda estaba cosiendo en la sala de estar, escuchando a Della Reese y pegando caladas a un cigarrillo como si hiciera veinte años que fumara y no uno como era su caso. Al oír un golpe en la puerta de la cocina, pegó un salto y aplastó el cigarrillo de tal modo que se quemó las yemas de los dedos. Pero era Deadman. Freda le gritó que entrase.

—¡Hola, Freda! —dijo él con una sonrisa, arrastrando las palabras y poniendo al descubierto sus rosadas encías—. He venido a arreglar la tubería.

Deadman parecía borracho, aunque Freda rara vez lo había visto beber más de un vaso. De vez en cuando imitaba a sus hermanos y se emborrachaba con ellos, aunque casi nunca en público.

—Ya sé, ya sé —dijo ella, haciendo un gesto con la mano para que entrase—. Sabes dónde está el fregadero, ¿verdad? Lo único que te pido es que no me distraigas porque tengo mucho trabajo.

Freda enderezó el cigarrillo, lo alisó y volvió a encenderlo. Se dijo a sí misma que tener a Deadman en casa era como no tener a nadie, al tiempo que daba una calada y expulsaba el humo por la nariz.

—¿Dónde diablos están los demás? —le gritó Deadman desde la cocina.

—Han ido a patinar. ¿Cómo no has ido tú también? —le preguntó Freda.

—No me gusta patinar —dijo Deadman.

Como la gente mayor no se lo tomaba en serio, Deadman solía juntarse con críos.

Estaba haciéndose de noche y Freda encendió la luz de la sala de estar. Pasaron diez minutos y apareció Deadman diciendo que no podía arreglar la tubería porque no tenía las herramientas adecuadas. Freda no recordaba haberlo visto entrar con herramientas de ningún tipo. Lo que siguió a continuación fue que Deadman se dejó caer en el sofá al lado de la silla donde Freda estaba sentada. Esta chasqueó la lengua y dio la espalda a Deadman. Pero él no se dio por aludido. Sacó un cuartillo de whisky que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y tomó dos tragos. Apenas se tenía en pie, pero se las arregló para mantenerse más o menos firme. Después se colocó detrás de Freda y le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Estás loco o qué, Deadman? —le gritó Freda—. ¿Quieres sacarme tus asquerosas manos de encima, negro?

A Freda le salían los insultos de la boca con la misma facilidad que a Mildred. A lo mejor el tío estaba tan borracho que la tomaba por Mildred y así la dejaba en paz. Pero no, no estaba tan borracho como eso.

—¡Venga, Freda, dame un besito! —le dijo—. Te doy cinco dólares a cambio de un besito.

—No quiero tu dinero, Deadman, y mejor que me saques tus asquerosas manos de encima o me pongo a gritar.

Freda trataba de aparentar decisión, pese a saber que aquella casa estaba situada donde era imposible que la oyera nadie. Le entró miedo. No eran más que las nueve y los niños tardarían como mínimo una hora en volver. A veces Curly Mae se los llevaba después a la cafetería Dairy Queen. ¡Dios mío, que hoy no fuera uno de esos días! Intentó escapar de la silla, pero Deadman la tenía agarrada con tal fuerza por el cuello que Freda apenas podía respirar.

—Sabes que te quiero, Freda —le dijo—. Siempre te he querido. Te quiero desde que tenías diez años. Te he esperado todo este tiempo, todo este tiempo.

Deadman no se había dado cuenta de que Freda, con mucha astucia, había cogido el punzón de costura con la mano derecha y, cuando él trató de levantarla de la silla sin soltarle el cuello, Freda se lo hundió en la barriga. Aquello a Deadman no le gustó ni pizca.

—Cómo has hecho esto, ahora no me portaré bien contigo. Pensaba ser bueno, pero eres como la cabrona de tu madre.

Cogió el punzón de costura, lo arrojó al suelo y arrastró a Freda al sofá. Estaba aterrada, se sentía impotente. Deadman le bajó los leotardos por debajo de las temblorosas rodillas y le dijo que, como se moviera, le diría a Mildred que fumaba a escondidas, que sabía que robaba en el K-Mart y que, como contara lo ocurrido, diría en South Park que ella se le había ofrecido.

El frágil cuerpecillo de Freda se sintió presa de espasmos cuando él se bajó los pantalones y dejó al descubierto su enorme miembro. Freda no había visto en su vida el pene de un hombre adulto, todo lo más el de Money y eso cuando tenía seis años. A Freda le entró tal terror al ver lo que Deadman pensaba hacer que se desmayó.

Un momento después, al volver en sí, tenía a Deadman encima, manoseándose y presionando su cuerpo contra el suyo. Freda notaba los latidos del corazón de Deadman y después vio aquel horrible rostro encima del suyo. Y empezó a refregarle sus rasposos labios por la boca. Se suponía que aquello era un beso. Su aliento era fétido, pero Freda no podía moverse. Deadman trató de forzarla, pero no cumplió por entero su objetivo y Freda le escupió en la cara. Él se apartó y después se corrió en el sofá naranja. Después se subió la cremallera de los pantalones y se marchó satisfecho.

Freda abrió los ojos, pero no podía ni deseaba moverse. Tenía los ojos clavados en el botón de un cojín. Eran casi las diez. Por fin se obligó a levantarse y entró lentamente en el cuarto de baño, donde lo primero que hizo fue lavarse entre las ingles y seguidamente hacer flexiones de piernas para liberarse del envaramiento. Notó dolor. Se sentía turbada y humillada. Freda había creído hasta entonces que Deadman era un buen amigo de la familia y ahora le hacía aquello. Entró lentamente en la sala de estar y vio que el sofá estaba manchado. Cogió un paño de la cocina y trató de limpiarlo lo mejor que pudo.

Se asustó al oír a sus hermanos subir por las escaleras.

—¿A qué no sabes lo que he aprendido esta noche, Freda? Pues a patinar hacia atrás —dijo Bootsey.

—¡Qué va! —protestó Angel—. Si se queda a mitad. La única de la familia que sabe patinar soy yo.

—Oye, Freda, Money volverá con Big Man y Little Man —le dijo Bootsey—. Le hemos dicho que tú te pondrías furiosa, pero ha dicho que le daba igual.

Freda trató de dar la impresión de que aquello la contrariaba.

—Se lo diré a la mama cuando vuelva.

Doll se fue directa a la tele y sus hermanas la siguieron. Al sentarse en el sofá, Bootsey se dio cuenta de que estaba mojado.

—¡Vaya, se te ha derramado algo, Freda! Ya sabes lo que dice la mama de que aquí no podemos comer ni beber. Como no se vaya la mancha, vas lista.

—Lo único que he puesto aquí es Kool-Aid y eso se va rápido. Y, además, ahora la mama no está y, si no está, ¿quién es ahora la mama de la familia?

—Lo que tú eres es la tonta de la familia.

Después de que Spooky le hubiera hecho perder los sentidos y luego le dijera que volvía con su mujer, Mildred pasó tres días seguidos sin probar bocado. Pensó que había perdido la partida. Por vez primera en su vida, había perdido la partida. Se remojó los ojos hinchados y decidió que aquella era la última vez que ofrecía a nadie su corazón con tanta pasión y entrega, para acabar sintiendo que un mal hombre echaba sal en su herida. No, ¡por todos los infiernos! Su corazón era para que circulara la sangre y seguir adelante. Y a partir de ahora eso es lo que haría.

—Me voy a casar con Rufos —anunció a sus hijos.

Lo primero que hicieron fue soltar la carcajada, pero después se dieron cuenta de que Mildred hablaba en serio.

—¿Con Rufos, mama? ¿Vas a casarte con Rufos, ese viejo, estúpido y asqueroso de Rufos? —le preguntó Freda.

—Puede ser estúpido y a lo mejor huele mal algún día, pero de asqueroso nada y, además, me trata muy bien y por lo menos lleva siempre dinero en el bolsillo. Me ayuda a pagar las facturas y gracias a él hay calefacción. ¿Quién os figuráis que nos ha facilitado el dinero para que pudiéramos comer durante todos estos meses? ¿Quién te figuras que te ha comprado esa maldita máquina de coser a la que tanto partido le sacas, eh, niña? ¿Y tú, Money? ¿De dónde te crees que ha salido el dinero para comprar esa bicicleta con la que te paseas por todo el pueblo? ¿Os creéis que ha sido Dios? Y no quiero hablar de las chuletas y salchichas de cerdo. Desde que me separé, habéis visto que lo he pasado muy mal, pero seguro que no os habéis preguntado ni una sola vez de dónde salía el dinero, ¿verdad? Mirad, los cheques de beneficencia y los bonos de comida no dan para bistecs, aparte de que en casa necesitamos un hombre. Y ahora qué lo digo, Deadman no ha arreglado la tubería. ¿Dónde diablos se ha metido? Hace un mes que no lo veo.

Freda notó un escalofrío al oír el nombre y después se quedó tiesa como un palo. Como no quería que se le notase la turbación, empujó a Money para esconderse, el cual la empujó a su vez. Freda había querido borrar de su memoria todo el dolor que había sentido aquella noche. No sabía qué otra cosa podía hacer. Hasta ahora había funcionado.

—Bueno, tenemos a Money —dijo Doll, observando que se bamboleaba hacia adelante.

Doll era casi tan alta como Money. Aunque no tenía más que nueve años, Mildred seguía llamándola «su niñita». Bizqueaba y llevaba unas gafas como de ojo de gato. Los niños la llamaban Ojos Desconfiados porque parecía que sus ojos se vigilaban uno a otro. Si mirabas a Doll con atención te dabas cuenta de que era fea, tenía el cabello castaño claro y unos labios gruesos de un tono amarronado, a diferencia de todos los demás miembros de la familia. La gente juraba y perjuraba que ella y Freda se parecían como dos gotas de agua, pero Freda tenía la piel más oscura y el cabello con más cuerpo. Freda replicaba siempre que ella no había sido nunca así de fea. La gente se burlaba de Doll y la hacía blanco de sus chistes, aunque también solían decir que cuando Doll se hiciera mayor, se desarrollara y fijara la vista, probablemente sería la más guapa de las cuatro hermanas.

—Sí, me tienes a mí, mama —dijo Money sacando pecho.

—Mirad una cosa. Esto que hago no tiene nada que ver con el amor. Ya tengo demasiados años para pensar en casarme por amor. También hay otras cosas. Para empezar, estáis vosotros. No me voy a morir por casarme con Rufus. Hace quince o veinte años que lo conozco, tiempo suficiente para casarse con una persona. Me gusta que no sea un desconocido. Y además, así vuestra madre tendrá compañía. Estoy cansada de estar sola. Vosotros me hacéis compañía y todas esas cosas que se dicen, pero cuando una persona se hace mayor se da cuenta de lo que vale un hombre para una mujer y viceversa. Y ahora no me empecéis con preguntas porque no tengo ganas de dar más explicaciones.

Los niños no le habían preguntado siquiera qué había pasado con el Superfino y Supertranquilo Spooky, aunque estaban encantados de no tener que ver su descolorido rostro rondando por la casa. Y además, tampoco tenían ganas de poner a su madre en un apuro haciéndole preguntas. Pero ahora iba a venir Rufus y no sabían cuál de los dos era peor.

Mildred se casó con Rufus en el juzgado y, cuando Rufus se presentó en su nuevo hogar con tres maletas llenas de ropa sucia, el olor de la casa cambió instantáneamente. Freda metió toda la ropa de Rufus en la lavadora y añadió al detergente cuatro tapones de Don Limpio. Desde que se había convertido en su padrastro, ya no lo encontraban tan divertido como antes. Incluso cuando les contaba un buen chiste les costaba sonreír, aunque a veces tenían que hacer esfuerzos para no reírse de él, como cuando le iban por detrás con un ambientador o un desinfectante y le rociaban la cabeza haciendo un nimbo a su alrededor.

—¡Niños! Que yo no os fastidio —decía Rufus.

A lo que los niños, muertos de risa, respondían:

—Ah… pero ¿te estamos fastidiando?

No le llamaron nunca papa, pero a Rufus no le importaba demasiado y Mildred tampoco los forzó a hacerlo. La verdad es que, por muchos baños que tomase Rufus, a todas horas parecía ir sucio. Y siempre llevaba colgando un rastrojo de pelos como púas de puerco espín que él insistía en restregarles por la cara. A veces le pegaban un puñetazo en la barriga y el hombre se reía, aunque la verdadera intención de los niños era hacerle daño de verdad. Rufus no sabía qué significaba la palabra desodorante, aparte de que tenía unos dientes de color marrón, demasiado pequeños para su Bocaza. El aliento le olía a alcohol puro. Y encima, ahora tenían que explicar a sus amigos que su madre había dejado de llamarse señora Peacock para pasar a ser la señora Palmer y también cuáles habían sido las razones de ese matrimonio.

Rufus se esforzaba en ser un buen padrastro y satisfacía todos sus antojos. Ahora tenían la nevera llena de todo lo que habían soñado. Montones de palomitas, perritos calientes y patatas fritas a manta, y refrescos y helados para dar y vender. Podían escoger entre cinco tipos diferentes de fiambres, tenían queso americano, suizo y cheddar, además de lechuga y tomates para los bocadillos, por no hablar del surtido de galletas, desde las salpicadas con virutas de chocolate y las de azúcar, mantequilla de cacahuete o las Oreo, aunque no solían llevarse nada para la hora de la comida, porque Rufus siempre les daba dinero. Sin embargo, Mildred le dijo un día a Rufus que los mimaba demasiado y, a partir de entonces, obligó a los niños a llevarse la comida de casa.

Hacía tres meses que vivían en una casa sobre la cual ya no gravitaba la amenaza de que les cortaran ningún suministro de nada, por lo que ahora Mildred se sentía relativamente tranquila. Al menos trataba de dar esa imagen, aunque las pastillas para los nervios también ayudaban lo suyo. A los niños seguía sin caberles en la cabeza que pudiera arrimarse a Rufus, no digamos besarlo o acostarse con él. ¡Dios! ¿Sería posible que hasta hiciesen guarradas?

Al igual que Crook, Rufus bebía una barbaridad. Al principio parecía tener la cosa bajo control, pero cuando Mildred comenzó a ignorarlo en la cama —mucho después de que las píldoras dejaran de hacerle efecto— y a darle órdenes durante el día como hacía con sus hijos, Rufus volvió a engancharse a la botella como antes de que Mildred le diera el sí.

Rufas se salía de sus casillas cuando tomaba más de un tercio de alcohol de ochenta grados. Se le intoxicaban las neuronas. Y entonces se ahogaba en su tristeza, en su inutilidad, en su impotencia y arremetía contra Mildred. Y ella empezó a distanciarse. Fue entonces cuando Rufus empezó a descuidarse y volvió a oler a ropa sucia y como a aguarrás.

—Tienes que cuidarte, Rufus —le dijo Mildred—, solo mirarte me pongo enferma.

Rufus, por tanto, salió y se compró un traje nuevo, una camisa blanca y unos zapatos negros baratos.

Pero Mildred no se dejó impresionar.

—No sé quién te aconseja para vestirte, pero con ese traje no vas a ninguna parte.

—¿Quieres que lo devuelva? Pues lo devuelvo.

—¡No, hombre, no! ¿Por qué no vamos a algún sitio esta noche? Estoy harta de estar encerrada en casa.

La verdad era que Rufus estaba cansado de decirle a Mildred que salieran a tomar una copa al Shingle los viernes o los sábados por la noche para escuchar un poco de música; pero ella siempre se había negado. En primer lugar le molestaba que la vieran con Rufus y, además, tenía miedo de encontrarse con Spooky.

Y como no podía ser menos, allí se lo encontró, tomándose un cuba libre en la barra. Mildred y Rufus se sentaron en el otro extremo. Y no estaba solo, como era de esperar. Junto a él tenía a una de las supuestas amigas de Mildred, Faye Love, que lo estaba contemplando tan de cerca que Spooky no podía ver nada más.

—¡Qué calor! —dijo Mildred, procurando mirar en dirección opuesta.

—Pues aquí no hace calor. Creo que el que te da sudores es aquel negro que hay allí, ¿o no?

—¿Qué negro?

Mildred volvió la cabeza en dirección a Spooky. Estaba riendo a carcajadas con Faye Love y no parecía haberse percatado de su presencia.

—Vámonos a casa —dijo Mildred.

—Sí, me parece una buena idea, muy buena idea.

Rufus apuró su copa mientras Mildred saltaba del taburete pero, en lugar de dirigirse a la puerta, recorrió toda la barra y se plantó delante de Spooky. Faye Love volvió la cabeza hacia otro lado.

—¡Hola, guapo! ¿Qué te cuentas? —dijo Mildred dirigiéndose a Spooky.

—Nada, Milly, no tengo nada que contar.

Mildred giró sobre sí como una bailarina y, ya en la puerta, se cogió del brazo de Rufus.

Durante los meses siguientes trató de acomodarse a Rufus. Aunque él se pasaba la semana en la Ford, es que no lo soportaba. No quería a aquel hombre y estaba más que harta y cansada de inventar excusas, queriendo justificarse o tratando de convencerse de que todo se arreglaría con el tiempo. Pero Rufus la hacía desgraciada.

Una tarde, por fin, mientras Rufus estaba tumbado en el sofá, Mildred le dijo que quería divorciarse.

Rufus no estaba dispuesto a divorciarse e intentó explicar a Mildred los motivos en un lenguaje que ella conocía demasiado bien: le enseñó una navaja.

—Cómo me dejes, te mato. Sabes que siempre te he querido, que eres mía y que no te dejaré por nadie. ¿Qué quieres que haga sin ti y sin los niños? No tengo otra cosa en este mundo.

Rufus se echó a llorar y comenzó a pegar patadas en la pared, cada vez con más fuerza.

Pero a Mildred no le dio lástima.

—¿A quién te figuras que vas a matar, desgraciado de mierda? Mejor será que te guardes la navaja. Eres igual que todos y tenía que haberme dado cuenta. Pero yo no estoy loca y sé muy bien cuándo me equivoco y cuándo no. Crook fue una equivocación, pero tú eres peor, tú eres un accidente.

Los niños estaban espiando por una rendija de la puerta de su cuarto, donde habían estado jugando al tres en raya y, cuando Freda vio que Rufus se acercaba a Mildred navaja en mano y la agarraba por el brazo, salió inmediatamente y se puso a gritar.

—¡Deja ahora mismo a mi mama, hijo de puta! —le gritó.

Freda ordenó a sus hermanas que llamaran a la policía. Money estaba en casa de Chunky y BooBoo.

Rufus miró a Freda sin soltar el brazo de Mildred.

—¡Niña, vuelve a tu habitación! Este asunto es entre tu madre y yo.

Sin saber cómo, Freda ya se había abalanzado sobre él, y lo mismo que si tuviera la fuerza de un hombre hecho y derecho, arrancó a su madre de manos de Rufus, lo agarró por la camisa y lo empujó al cuarto de las niñas, donde Rufus se dio un golpe en la cabeza con los hierros de la litera y cayó derrumbado sobre el colchón. Freda le arrebató la navaja y se la acercó al cuello.

—¿Y ahora a quién vas a pinchar? ¿Eh? Mira lo que te digo y escucha bien, ¿me oyes o no? —Apoyó la punta de la navaja en su cuello—. Como vuelvas a poner las manos encima de mi mama, te rebano ese asqueroso cuello y te corto la polla para que no puedas follar en tu puta vida. ¿Me has oído o no, so cabrón?

Freda temblaba como un perrillo aunque no tardó en recobrar la calma.

Mildred se encontraba como ausente y todavía no se había dado cuenta de que Rufus le había hecho un corte. Tenía toda la blusa manchada de sangre. Mildred se acercó a la puerta.

—Déjamelo a mí, Freda —dijo—. Yo esto lo arreglo.

Rufus se levantó sin decir palabra y siguió a Mildred hacia su habitación, situada al otro lado de la sala de estar. Las niñas, se metieron en su dormitorio buscando amparo en Freda.

—Ya volvemos a estar como antes —dijo Angel.

—¡Tú estás loca, Freda! —le murmuró Bootsey—. ¿No ves que está más borracho que una cuba e igual te pincha a ti?

Freda frunció el ceño.

—Que lo pruebe y verá.

De pronto oyeron ruido de vidrios rotos y un gemido de Rufus. Mildred había cogido una botella de cerveza de la mesilla, la había estrellado contra la pared y se la había hundido a Rufos en un costado. Le había hecho un corte largo y fino en forma de hoz. La sangre le salía a borbotones. Freda acudió a ver qué había pasado y encontró a Rufos hecho un ovillo en el suelo. De pronto sintió pena de él. Se oyeron los coches de la policía y el largo camino de la entrada se iluminó. Las sirenas y los destellos de luz roja sacaron a las niñas de su habitación.

—No debías haberlo hecho, mama —le gritó Freda.

Se metió corriendo en el cuarto de baño y cogió una toalla mientras Doll abría la puerta a la policía. Cuando entró Freda, un agente estaba interrogando a su madre para informarse de lo ocurrido. Pero ella no dijo nada. Otro agente volvió a su coche para llamar una ambulancia mientras otros tres, aburridos, optaban por marcharse.

Freda estaba histérica.

—¡Estáis como cabras! Un día os da por follar como locos y al día siguiente os queréis matar. Primero fue el papa y ahora este memo asqueroso. Yo me voy de esta casa como esto siga así. ¡Lo digo en serio! ¡No quiero seguir viviendo con una panda de salvajes!

Mildred le dijo que se callara y que fuera a sentarse pero Freda salió de la habitación como un torbellino.

—¡Levántate, cabrón! —ordenó Mildred a Rufus, y él la obedeció.

Llegó la ambulancia y se lo llevó al hospital, donde le pusieron quince puntos. Cuando los niños se despertaron a la mañana siguiente, los zapatos de Rufus estaban junto a la puerta de la habitación de Mildred.

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