Mama

Mama


Capítulo 8

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Capítulo 8

—¡HOLA, Curly, bonita! Tengo que hacer algo y rápido —dijo Mildred a través del teléfono—. Desde que Rufus y yo nos separamos tengo la impresión de que estoy de reestreno. Se van amontonando las condenadas facturas y te juro que no tengo dónde caerme muerta. Como sabes, no cogen gente, ni la Ford, ni la Chrysler ni la Prest-o-Lite. Vuelvo a estar en manos del Estado, lo sabías, ¿no?

—No, ni idea —dijo Curly, sosteniendo el aparato con el hombro.

—Y resulta que los niños necesitan abrigos y botas y antes de que nos demos cuenta estaremos en Navidad. Desde que Freda va al instituto, cada vez que me vuelvo está pidiendo dinero, que si para esto, que si para lo otro. Y te aseguro que la niña no sirve para un roto ni para un descosido. Para mí que no sabe dónde tiene el culo, con decirte que siempre compra la tela más cara que encuentra. Pero no quiero darte la lata y voy al grano. Me iría bien conocer a alguno de tus amigos.

—Pues no tienes por qué avergonzarte, hace años que vengo diciéndotelo. Tú necesitas un amigo como el comer, un tío que pueda permitirse algún que otro detalle. Si los hombres no saben ni echarte un buen polvo, ¿cómo quieres que, encima, te paguen las facturas?

Hasta hacía un año, Curly no se había liado con nadie por respeto a su marido, Clyde. Pero este sufrió quemaduras en la fundición y a partir de entonces tuvieron que vivir de la pensión de invalidez. Como era una cantidad que bastaba apenas para cubrir los gastos, Clyde sugirió a Curly que hiciera «algo» y ella hizo «algo»: cruzó el Blue Water Bridge con su Buick, entró en el primer bar vistoso que vio en Ontario y aceptó unas cuantas propuestas lucrativas. Todos los «amigos» de Curly eran canadienses y ella siempre había sido y seguía siendo una mujer guapa, pese a haber tenido siete hijos. Pero parecía que, cuantos más hijos tenía, menos lista se volvía, porque ya no cobraba a sus habituales la tarifa normal. Se servía de una escala menguante y ya estaba a punto hasta de prescindir de ella.

—¿Cómo te las arreglas, Curly? Explícame qué tengo que hacer.

—La verdad es que no tienes que hacer gran cosa. Los llevas a un motel, yo suelo ir al Starlight porque queda un poco apartado, te pones ropa un poco sexy, después te la quitas, meneas el culo y en total no les dedicas más que media hora, cuarenta y cinco minutos como mucho. Asegúrate siempre de que utilizan condón, no fuera a ser que te pegasen cualquier cosa, y procura que primero beban algo. Háblales de tus hijos, diles que tienen hambre, que no tienen nada que ponerse para ir a la escuela o a la iglesia y que, como te han cortado la luz, ni siquiera los ves —le explicó, muerta de risa.

—Vamos, Curly, que te hablo en serio.

—Lo sé, lo sé. Era una broma. Solo exagero un poco. Diles que la cosa puede ser permanente siempre que mejoren tu situación financiera. Garantízales que les darás gusto como mínimo una vez por semana, pero no les des tu dirección ni tu número de teléfono. Yo cometí ese error hace unos años, nena.

—¿Tú cuánto cobras?

—¿Qué consideras que vale?

—¡Y yo qué sé! No me lo he planteado en la vida.

—Pues lo sabrás al final, cariño. Sabrás el precio cuando sepas lo que te cuesta.

Mildred lo llevó al Starlight, recordaba que era precisamente el mismo motel donde Sissie había intentado estrangular a Janey Pearl cuando la pilló con su marido. Crook también había pasado varias noches en aquel establecimiento con Ernestine. Dicho sea de paso, los de la ciudad solo iban al Starlight cuando estaban desesperados.

Nevaba tanto que Mildred estuvo tentada de echarse atrás el primer día. Estaba nerviosa y asustada, no sabía si sería capaz, aunque se daba cuenta de que era la única alternativa que le quedaba. Sus hijos ya no eran unos niños y ahora comían como mayores. Y les crecían tanto los pies, les crecía todo tanto que, si les compraba zapatos y ropa por Navidad, al llegar Pascua ya necesitaban otra talla. ¡A la mierda!, pensó Mildred mientras se dirigía al motel. Lo haré mientras no salga nada mejor.

Tuvo la impresión de que por la piel le corrían hormigas y gusanos cuando el hombre la tocó. No solo era un desconocido sino que, encima, era blanco. Pero Mildred ya se había atizado tres buenos tragos de Jack Daniel’s antes de abrirle la puerta del coche y, una vez dentro, lo invitó a que él también bebiera y ella se tomó tres tragos más. Mildred le dijo que se llamaba Priscilla, que era viuda, que su marido había muerto de un ataque al corazón y que lo único que le había dejado era una póliza de seguros pendiente de pago y siete hijos todavía en edad de crecer. Mildred se tomó la comedia tan en serio que hasta se echó a llorar. Tardó exactamente cinco minutos en conseguir que el minúsculo pene de aquel tío languideciera satisfecho, y Mildred volvió a su casa con cien dólares en el bolso.

No se imaginaba cuántos paraban en el Starlight pero, cuando empezó a reconocer los coches aparcados, decidió que se encontraría con aquel fulano en un motel del Canadá. Los niños habían empezado a ir a un nuevo colegio y Mildred se encontró con aquel hombre todos los domingos durante tres meses, aunque llegó un momento en que ya no lo pudo soportar más. El tipo se había encaprichado de ella e incluso estaba interesado en conocer, a sus hijos. Mildred le dijo que era una chaladura, aparte de que estaba harta de tener que emborracharse cada domingo y de mentir a sus hijos diciéndoles que trabajaba en un sitio donde no se podía telefonear. Pese a todo, los niños no sospecharon nada.

Desde que Carabelle se había instalado en la casa de la calle Veinticinco donde antes vivía Mildred, no paraba de dar fiestas de fin de semana, a decir verdad no fiestas propiamente dichas, sino más bien una combinación de casino, restaurante, burdel y cabaret. Hasta la propia Mildred había asistido algunas veces. Los antiguos dormitorios de los niños habían sido transformados en salas de espera. La galería estaba ahora amueblada con mesas de juego y sillas plegables, colocadas de tal forma que los clientes podían elegir entre las bandejas de verduras, macarrones con queso, asado, picadillo y ensalada de patatas que les ofrecían. El precio del bufé lo había fijado Carabelle en un dólar cincuenta (las dos rebanadas de pan blanco, según decía, eran gratuitas), aparte de que un rincón de la sala había sido transformado en bar. El precio de las bebidas era de un dólar, independientemente de lo que se pedía. En el comedor bailaban las parejas a los acordes de un tocadiscos y, en el sótano, siempre había quien apostaba a los dados. Los que jugaban en serio entraban por la puerta de atrás y se iban directamente al sótano. Estaba siempre lleno de humo y ruido, solo se oían tacos entre el vocerío y se bebía copiosamente.

Siempre que Mildred encontraba a Carabelle en la tintorería, en el supermercado o en la licorería, la veía sacar un fajo de billetes de veinte dólares de diez centímetros de grueso, lo que la llevó a pensar en que su casa era suficientemente grande para dar fiestas y que de sobras era conocido que nadie en South Park sabía preparar mejor salsa de barbacoa y ensalada de patatas que ella. Vio que podía hacer dinero.

Los niños no cabían en sí de gozo. Se pusieron inmediatamente a hacer carteles con pintura fosforescente para que pudieran leerse incluso de noche y los distribuyeron por toda la ciudad: en la licorería de Stinky, en el Shingle, en la sala de billares, en el A&P, en las peluquerías y salones de belleza, en los aparcamientos de las oficinas de la seguridad social, en un poste de la compañía telefónica y en una farola de Detroit Edison. El teléfono de Mildred no paraba de sonar. Era gente que quería asegurarse de que la cosa iba en serio. Por lo visto no sabían con quién trataban; cuando Mildred decía que pensaba hacer algo, lo hacía.

Recabó la ayuda de los niños para limpiar la casa y sacar todos los muebles a fin de disponer de más espacio para que la gente pudiera bailar. Freda y Money se dedicaron a preparar doce kilos de picadillo, en lo que invirtieron casi nueve horas. Mildred ordenó a Bootsey y a Angel que picaran apio, cebollas y pimientos para la ensalada de patatas. Doll, por su parte, se dedicó a envolver tenedores y cuchillos de plástico con una servilleta, paquetito que sujetaba con una goma elástica. Mildred empleó dos días en preparar la salsa y encargó a Deadman que se ocupara de la barbacoa. Cuando Freda lo vio, se quedó sin habla, aunque se las arregló para hacer como si nada. Mildred habilitó su dormitorio como sala de juegos, pero se negó a que hubieran putas.

El viernes por la noche los coches ocupaban más de diez manzanas y se alineaban a lo largo de las vías férreas y de las calles Moak y Treinta y dos, y nadie se quiso marchar hasta que comenzó a filtrarse la luz a través de las cortinas y Mildred obligó a todo el mundo a que se fuera. Después de pagar lo pactado a Deadman, dar diez dólares a cada uno de sus hijos y retribuir a Gill Ronsonville por ocuparse de la mesa de juego, resultó que había ganado más de setecientos dólares. Los metió en una caja de puros Tiparillo, que colocó en el estante más alto del armario de su dormitorio. Seguidamente se puso a tararear la canción de Nancy Wilson: «Y tú no sabes y tú no sabes y tú no sabes lo feliz que soy». Las cosas iban a cambiar.

Al día siguiente los niños limpiaron la casa y la noche del sábado se repitió la sesión. Durante los meses posteriores Mildred celebró una fiesta cada dos semanas. Tenía la impresión de haber dado en el clavo.

Pero de pronto todo se vino abajo.

A Carabelle no le gustó ni poco ni mucho que Mildred le hubiera levantado el negocio y un domingo por la mañana, una vez Mildred hubo puesto en la calle al último de sus clientes —salvo dos o tres empedernidos jugadores y un par de amigos bien borrachos—, se oyeron unos golpes en la puerta. La policía había recibido una llamada anónima para quejarse del ruido. Mildred sabía que se trataba de una filfa porque sus vecinos habían sido los primeros en hacer acto de presencia en sus fiestas. Después de registrarlo todo y localizar la mesa de juego, se llevaron a todo el mundo, incluida Mildred, a la que condenaron a una multa de doscientos dólares, le impusieron un año de libertad condicional y después la soltaron. Aquel fue el final de las fiestas de Mildred y, aunque el mismo Baby Franks, propietario de la casa, había sido uno de los mejores clientes, cuando se enteró de que Mildred había sido detenida, le insinuó que mejor que se buscase otro sitio donde vivir porque a él no le gustaba que en una casa suya hubiera aquellos trapicheos. A Mildred, sin embargo, aquello no le impresionó demasiado porque, por primera vez en su vida, tenía dinero en el bolsillo.

El municipio había iniciado las excavaciones de aquel plan de viviendas que nadie creía que llegase nunca a ser realidad, en aquel espacio de unos diez acres situado en el mismísimo centro de South Park, entre las calles Veinticuatro y Veintiocho y entre Moak y Manuel. Se calculaba que unas doscientas o más familias de renta baja dispondrían de un sitio decente, barato y moderno donde vivir, pese a que las viviendas tardarían como mínimo entre seis y ocho meses en estar habitables. Mildred comunicó a Baby Franks que tenía intención de instalarse en una de ellas y, como era un hombre recto y frecuentaba la iglesia, le respondió que no tenía inconveniente en esperar.

Mildred no sabía qué era tener dinero en el banco, entre otras cosas porque no había tenido nunca el suficiente para ahorrar, razón por la cual seguía guardándolo en una caja de puros que ahora escondía en el garaje. Un día estalló el motor del Mercury y tuvo que cambiarlo. El empleado de la gasolinera le dijo que, si apreciaba en algo su vida, le convenía sustituir los dos neumáticos de atrás porque los tenía muy gastados. Necesitaba, además, neumáticos para la nieve. Después de todo, aquello era Michigan. O sea que, después de gastar dos dólares por aquí y diez por allá, se encontró con la caja de puros vacía. Por consiguiente, cuando por fin la llamaron para trabajar en Prest-o-Lite, le vino de perlas. Sin embargo, después de un tiempo, no habría sabido decir qué era peor, si restregar los suelos de los blancos, atender a los clientes de una barra, preparar hamburguesas y patatas fritas, cuidar de moribundos o enrollar alambre desde las tres y media de la tarde hasta las once y media de la noche.

Mientras Mildred estaba con la cabeza gacha sobre una cinta transportadora, sus hijos hacían cosas en casa que a Mildred le hubiera costado bastante entender. Money y Bootsey se habían convertido en los mayores golfos de South Park y se dedicaban a robar en Rexall Drug Store todo lo que podían meter en una funda de almohada, desde caramelos a juegos, juguetes y cigarrillos para Freda, que ahora ya fumaba casi cinco al día. En cuanto a Angel y Doll, se dedicaban a estirarse o rizarse mutuamente el cabello. Angel convenció a Doll de dejárselo cortar, alegando que ya le llegaba por debajo de los hombros. Pero Angel se pasó de lo lindo aunque sin confesárselo a Doll hasta que, al día siguiente, esta descubrió el desaguisado al peinarse. Las dos tenían miedo de decírselo a Mildred.

Un sábado, mientras Mildred estaba mirando tranquilamente una reposición de Suave como visón, un agente de policía llamó a la puerta de su casa. Llevaba a Money y a Bootsey cogidos de la mano, uno a cada lado. Cuando el policía comunicó a Mildred lo que habían hecho, más que susto o alarma lo que sintió fue vergüenza. Consideraba que les había dado una buena educación y la sensación que tuvo fue que los nervios o las sienes le iban a reventar. Estaba que echaba chispas pero, en lugar de azotarlos, optó por algo peor: los castigó a permanecer un mes entero sin salir del jardín, no podían pisar la calle ni para echar una carta al buzón. También les prohibió volver la cabeza hacia la tele, ya no digamos verla, y además, debían estar acostados antes de la puesta del sol. Para unos adolescentes, aquello era un infierno, sobre todo cuando Mildred pasó al turno de día y ya ni pudieron pensar en escabullirse.

Los niños se rociaban con la manguera en el jardín cuando enfiló el largo camino de entrada un Plymouth negro como la pez, del que saltó un muchacho que parecía tener bastantes más años que los veinte con que contaba. Tenía unos labios parecidos al pico de un pato, unos dientes de un blanco electrizante y llevaba sobre su crespa cabeza un sombrero a lo Charlie Chaplin. Su piel del color del chocolate oscuro, negra casi como el carbón, daba la impresión de estar recubierta por una fina película de polvo.

Mildred le había alquilado la pequeña habitación que había en el piso de arriba. Era un cuarto con dos entradas, la que le correspondía y otra desde el dormitorio de Mildred. A partir de ahora los niños ya no podrían utilizarla para jugar al escondite.

Desde el primer momento que habitó la casa, Billy Callahan puso discos de rock and roll a todo volumen y siempre tenía compañía en la habitación, sobre todo adolescentes, por lo que a las pocas semanas Mildred lo invitó a que se fuera, recomendación que tuvo la virtud de que a partir de entonces se hicieran amigos.

—Oye, tú, cabeza de chorlito —le dijo Mildred una noche—. Ya sé que eres joven, ardiente y nerviosillo, pero no eres el único habitante de la casa. No sé si te habías enterado de que aquí hay gente que se acuesta a una hora decente.

Eran las tres y media de la madrugada y Billy llevaba encima tan solo ropa interior de nailon de color rojo, pero no pareció nada cohibido al decir:

—No sa-sabes cuánto lo siento, Mi-Mildred, te pro-prometo que de ahora en adelante no haré tanto ru-ruido.

No tartamudeaba tanto como Percy y, sin que supieran muy bien por qué, tanto a los niños como a Mildred les parecía que aquella forma de hablar tenía una cierta gracia. Aquel chico lograba que inmediatamente confiases en él, por lo que Mildred no tardó mucho en pedirle si quería hacerle el favor de arreglar ciertas cosas que había que hacer en la casa, ya que Deadman parecía estar últimamente muy ocupado.

Pasados unos meses, Billy ya parecía uno más de la familia. Como Mildred solía preparar comida abundante, era frecuente que enviase arriba a alguno de sus hijos con un plato para Billy. A Mildred le daba pena por él cuando veía latas de raviolis o de espaguetis en el cubo de la basura. Por otra parte, jugaba mejor al whist que Deadman. Billy puso a punto el Mercury de Mildred, prestaba a menudo sus últimos discos a los niños y, cuando se le averió el cuarto de baño, Mildred lo autorizó a ducharse en el de abajo.

A los niños no les extrañó ver que Billy y Mildred se habían hecho muy amigos, pero lo que les llamó la atención fue que Billy no fuera precisamente el chico que mejor olía de cuantos habían conocido. En este aspecto les recordaba a Rufus:

—Tendríamos que decírselo —sugirió Bootsey.

No se ponían de acuerdo en cuanto a la mejor manera de hacérselo saber hasta que, por fin, su cumpleaños les ofreció una oportunidad que ni pintada. Le regalaron un frasco de Old Spice, jabón, desodorante y loción para después del afeitado. A Billy le hizo mucha gracia y estuvo unos días oliendo de maravilla, aunque no pasó mucho tiempo sin que el sugerente olor se combinase con la fetidez de siempre. Los chicos no se lo podían creer.

—A lo mejor es que huele así —dijo Angel.

—¿A eso le llamas olor? —dijo Freda—. Lo que pasa es que le tiene miedo al agua y al jabón. Ese no se lava, lo que hace es levantarse y echarse el Old Spice sobre su tufo. No capta las indirectas. Si quiere apestar, que apeste.

Una noche Billy tenía la música tan alta que Freda no podía dormir. Tenía un examen de urbanidad por la mañana y decidió ir a quejarse a su madre. Dio unos golpecitos en la puerta de su habitación —era una norma que les había impuesto— y, viendo que no obtenía respuesta, abrió la puerta y vio la cama de Mildred vacía. También vio que la puerta que se abría al piso de arriba estaba abierta, lo que a Freda ya le pareció más extraño dado lo avanzado de la hora. Sintió que le subía por dentro una oleada de indignación al deducir qué podía estar haciendo su madre arriba. Sin poder refrenarse, subió de puntillas por las escaleras. Se quedó junto a la puerta de Billy y acercó la oreja. Sonaba un disco de The Four Tops, aunque ahora a volumen muy bajo. Freda abrió la puerta de par en par y vio la habitación inundada de luz roja. Del techo colgaba una bombilla de ese color, porque Billy solía cambiar el color de las bombillas según su estado de ánimo. Freda atravesó la pequeña e improvisada cocina y, en medio de una vieja cama de matrimonio descubrió a su madre, desnuda, envuelta en los brazos de Billy.

Freda sintió como si aquello le hiciera daño en los ojos y lo único que pudo hacer fue ponerse a gritar.

—¡Levántate ahora mismo! ¡Ahueca el ala! ¡¡Ya!!

Mildred y Billy se despertaron y se cubrieron con la sábana.

—¡Levántate! —seguía gritando Freda.

Pero Mildred no parecía avergonzada ni llevaba trazas de moverse. Miró a Freda.

—Como no bajes esas escaleras en menos tiempo del que tardo en levantarme, te dejo el culo lisiado de por vida. Ya eres mayorcita, Freda, demasiado bien lo sabes. Y si no fueras tan fisgona, no verías lo que no tienes que ver. Y ahora ya estás bajando la escalera y yéndote a la camita, y mañana será otro día.

Freda se echó a llorar.

—Pero ¿qué eres? ¿Una puta o qué?

Mildred ya iba a saltar de la cama, pero Billy la sujetó.

—Déjala, Mildred —dijo Billy—, tiene derecho a enfadarse.

¡Ahora bajará, Freda!

Mildred se revolvió, furiosa, contra él.

—Y tú te callas, negro. Freda, te lo diré una vez y no pienso volver a repetírtelo. Coge la escalera y te vas inmediatamente.

Freda inspiró hondo como si le faltara la respiración, incapaz de reprimir las lágrimas, pero soltó el aire y salió corriendo de la habitación.

Por la mañana rehuyó los ojos de Mildred y evitó mirarla a la cara.

—Pues ya lo sabes —dijo Mildred.

—¿Qué es lo que sé? —saltó Freda dando un bufido—. ¿Qué te gustan los jóvenes?

—Como no vigiles lo que dices, verás cómo te borro esa sonrisita de los labios para siempre. Y ahora siéntate.

—No me quiero sentar.

—¡He dicho que te sientes!

Freda se dejó caer perezosamente en una silla.

—Deja que te diga una cosa, niña. Ya que eres bastante mayorcita y quieres enterarte de tantas cosas y te figuras que tienes derecho a entrar en mi cuarto y comprobar dónde estoy cuando se te antoja y te da la gana, déjame que te explique qué significa para tu madre dormir sola en aquella cama fría no haciendo más que pensar en qué comerán mis hijos mañana, qué puede haceros falta, qué tengo que hacer para que todos estéis bien… No sé el tiempo que hace que no gasto ni un gramo de energía ni diez putos dólares para darme una alegría. ¿Alguien se ocupa de mí? ¡Nadie! ¿Alguien me da un beso o me consuela cuando lo necesito? ¡Ni por asomo! ¡Eso no se le pasa a nadie por la cabeza!

Mildred dejó caer la taza sobre la mesa y le echó agua caliente. Freda, temiendo que pudiera echársela a la cara, se retiró un poco.

—Un día —prosiguió Mildred, bajando el tono de voz— quizá entenderás qué significa necesitar a una persona…, mejor dicho, necesitar a un hombre. Y cuando te ocurra, quizá entiendas que la edad no tiene nada que ver. ¡Nada, nada absolutamente que ver! Y ya que te tengo aquí sentada, todavía voy a decirte otra cosa. Ese hombre de arriba me gusta, y me seguirá gustando y seguiré acostándome con él y me importa un pimiento que te guste o no. Como también me importa un pimiento que no le guste a nadie.

Freda se indignaba por momentos y rezaba para que ninguno de sus hermanos oyera la conversación, pero estaban todos absortos viendo «El pájaro loco». Ella miraba a su madre como si no acabara de creer que le daba asco.

—¿Quieres decir que te gusta de verdad, mama?

—Sí, me gusta. Y yo le gusto a él.

—Pero, mama, si podría ser mi novio… ¿Qué dirá la gente?

—Un día, cuando seas mayor, te darás cuenta de que es mejor no preocuparse de lo que piensa ni de lo que dice la gente porque, hagas lo que hagas, siempre te criticará. ¡Que se jodan! Muchos de esos negros mal nacidos que rondan por las calles no tienen un céntimo en el bolsillo, por lo menos este tiene un buen trabajo en la Chrysler y me hace sentir mujer. ¿Sabes que hacía un montón de tiempo que no me sentía tan feliz?

Mildred se acercó a Freda y le apretó las mejillas con las manos y después las fue subiendo hasta llegar a la nariz.

Mildred estaba llorando y Freda no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto llorar a su madre. No, no la había visto llorar nunca.

—Miraré de entenderlo —dijo Freda.

Mildred la soltó y se apartó de ella.

—Esfuérzate en tratarlo bien y habla con los niños para que sepan de qué va, ¿me has entendido?

—Sí, mama, te he entendido. ¿Puedo irme ya?

—Sí, vete —dijo Mildred, bebiéndose a sorbitos el agua caliente en la que había olvidado echar café.

A Billy le costó un poco acostumbrarse, pero Freda hizo lo posible para explicar a sus hermanos todo aquel asunto de las «necesidades» de las personas.

—La mama se encuentra sola, eso es muy duro y hace que necesite un amigo, sobre todo por la noche. Nosotros no somos el tipo de compañía que ella necesita todas las horas del día, no podemos hacer por ella todo lo que le hace falta y parece que Billy se lo da. ¿Lo habéis entendido?

No, no lo habían entendido. En consecuencia, procuraron ahuyentar a Billy tratándolo mal, haciendo que se sintiera a disgusto en la casa pero la cosa no funcionó. El chico era muy simpático; se gastaba cantidad de dinero con ellos y les dejaba que pusieran sus discos y, cuando Mildred se casó con él, se convirtió más en un hermano mayor que en un padrastro.

Toda la ciudad hablaba del caso, pero a Mildred le daba lo mismo. Llevaba la cabeza tan alta como siempre, lo que a Curly Mae la tenía de lo más intrigada.

—¡Huy, cuñada, menudo bocado el que te administras! ¡Tan joven, tan guaperas y tan todo! Seguro que aún la tiene nuevecita y con gasolina para toda la noche.

—Mira, bonita, un hombre es un hombre y una mujer es una mujer. De sobras lo sabes. Desde Spooky Cooper no había encontrado a ningún hombre que me gustara tanto. Este me ha despertado cosas que yo creía que ya estaban muertas.

Curly se llevó las manos al estómago como regodeándose de solo pensarlo.

Y como a todo pimpollo cachondo y en plenas facultades mentales que se deja llevar por una mujer experimentada doce años mayor que él —una mujer que con el culo sabe hacer el ocho y lo hace girar como una peonza a cámara lenta hasta que deja al sujeto en cuestión al borde del paro cardíaco—, la realidad de sus cinco hijos que se le comían la paga y eran su única y constante compañía cuando Mildred no estaba en casa acabó por superarlo. Cuando Billy les ordenaba que hicieran algo, le respondían:

—¡Anda ya, Bill! Si tú no eres nuestro padre, no tienes la edad.

Entonces Billy se echaba a reír y decía:

—¡Pues es verdad!

Pero después se le olvidaba.

Joy Williams, la que había empujado a Freda a dar las primeras caladas y que vivía al final de la calle, había sido una de las que habían subido a la habitación de Billy antes de que Mildred pusiera los pies en ella. Y es que Billy llevaba en la sangre el gusto por las faldas. Fue Joy la primera con la que empezó a tontear cuando las presiones del matrimonio y aquella familia sobrevenida empezaron a consumirle. En los pocos meses que él y Mildred llevaban casados parecía que se había puesto diez o quince años encima. ¿En qué lío me he metido?, no paraba de preguntarse una vez y otra. ¿Qué había de hacer, si allí delante tenía a aquella flaca, diecisiete años, soltera, sin nadie a su cargo, sin recibos de alquiler, ni de luz, ni de gas? Y, además, como obedeciendo a una ley natural, el atractivo de Mildred estaba empezando a desvanecerse primero lentamente y después cada vez más aprisa. Por fin se decidió a decirle a Mildred que la vida de casado le había dado mucho que pensar y que era más, mucho más de lo que había imaginado y que a pesar de que no dudaba ni un solo momento de que la amaba, se sentía incapaz de hacer frente a tanta responsabilidad.

—¿Quieres decir que te has tirado a esa putilla tuberculosa?

—No, ¿a quién te refieres?

—Demasiado bien sabes a quién me refiero, capullo. Me refiero a esa que parece que se esté muriendo de desnutrición o de la polio, la que tiene unas rodillas que podrían encender un bosque cuando anda. ¡A esa me refiero!

—No, no, Mildred. Yo te quiero y tus hijos me caen muy bien, pero no me siento preparado para hacer de padre. Trata de entenderlo. A lo mejor dentro de cinco o diez años estoy en condiciones, pero es que todo ha ocurrido demasiado deprisa.

—Anda y vete, so cabrón, aunque primero quiero decirte una cosa. Cuando vengas arrastrándote por los suelos y me digas que quieres volver, no te figures que me encontrarás esperándote. Tengo un culo bien puesto y a lo mejor un día encuentro a un hombre de verdad que sabe qué hacer conmigo.

Aunque ofendido, aquella misma noche Billy recogió todas sus cosas y volvió a lo que Mildred llamaba el polvo libre, actividad de la que tenía mono. Billy Callahan se trasladó a vivir al North End, donde no era probable que encontrase nunca a Mildred, lo que a fin de cuentas no dejaba de tener sus ventajas.

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