Mama

Mama


Capítulo 9

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Capítulo 9

ES COSA sabida que los amigos acostumbran ser los primeros en criticarte a tus espaldas, sobre todo en una localidad como Point Haven, donde no hay otra cosa mejor que hacer mientras se toma un café o una botella de whisky una tarde, y más si llueve tanto que uno no puede ir directamente a la fuente de la noticia o cae una nevada tan persistente que ni vale la pena ponerse las botas y los guantes. Las amigas de Mildred se figuraban que lo sabían todo de ella al dedillo. La verdad era que no se podían imaginar de dónde sacaba la fuerza para mantenerse a flote.

—¿No te parece que Mildred dice cosas delante de sus hijos que sería mejor que no las dijera? —preguntó Faye Love.

—Mira, lo que debería es ir con cuidadito y no solo con sus hijos —dijo Willa arrastrando las palabras al hablar—. Ellos repiten lo que oyen y un día repetirán lo que no tienen que decir y entonces a Mildred le dolerá.

Janey Pearl metió cucharada.

—Esos niños andan descontrolados, y tienen a quien salir, a los Peacock. Como consigan algo en la vida, será un milagro de Dios.

—Desde que se separaron Crook y ella, ¿cuántos hombres han entrado y salido de su casa? ¿Y maridos? ¿Cuántos ha tenido? Ni que ella y la Elizabeth Taylor fueran primas hermanas —dijo Bonita con una carcajada contagiosa.

—Y ya que hablamos de casas —dijo Faye Love—, hace años que habría que haber declarado en ruinas a ese caserón de la calle Treinta al que se mudó. Pero si no puedes conservar a ningún hombre, ¿qué vas a hacer? Ese chico último con el que se casó la dejó plantada. Yo creo que a Mildred se le ha caído el culo antes de lo que pensaba. La tía ha tenido cinco hijos… ¿Qué se puede esperar? Aquel desgraciado de Rufus era más inofensivo que una mosca. Mildred le tomó el pelo y por eso el hombre volvió a darle a la botella. Rufus era de lo más feliz hasta que se casó con ella.

—Lo de Spooky fue otro cantar —comentó Bonita observando a Faye Love por el rabillo del ojo.

Generalmente las dos estaban borrachas cuando ya habían acabado de despellejar a una persona; de cuando en cuando, la conversación llegaba a oídos de la interesada. Si se había tomado una de las píldoras para los nervios y llevaba encima más de tres cervezas, lo que era bastante habitual en aquella época, Mildred llamaba a Faye Love. Sabía que era la instigadora.

—Los niños son míos —solía decirle—, y lo que ven en mí no es ni la mitad de lo que van a encontrar en el mundo, o sea que mejor que lo descubran conmigo que con un imbécil de la calle. No voy a dar nombres, pero mis hijos no tienen un pelo de tontos. Sus notas no bajan de sobresaliente o notable, son limpios, educados y saben lo que se traen entre manos. Yo les doy toda mi confianza.

Lo que decía Mildred era verdad, por eso molestaba más a sus amigas. El hijo de Bonita Bell, B-Bunny, se pasaba la vida entrando y saliendo del reformatorio y no hacía ni una semana que lo habían cogido robando en un establecimiento K-Mart una chaqueta de piel sintética, unas zapatillas deportivas que no iban bien a ninguno de sus seis hermanos y diez paquetes de Kit-Kats. La hija mayor de Faye Love, que tenía la misma edad que Freda, acababa de tener un hijo y había abandonado los estudios. En cuanto a los tres hijos de Janey Pearl, iban a la clase de los «rezagados». Pero Mildred no decía ni mu de aquellos críos, ¿para qué?

Pero llevaban razón en lo de la casa de la calle Treinta. Era una verdadera ruina. Mildred lo sabía, al igual que sus hijos, y esto les avergonzaba. Pero también sabían que ella hacía todo lo que podía, ya que había expirado el plazo concedido por Baby Frank para que dejaran la casa y el plan de viviendas aún no estaba concluido. Y encima, Mildred tenía que pagar por lo del divorcio. Los niños dijeron a sus amigos que la razón de que en la parte frontal de la casa hubiera estribos era porque estaban haciendo obras en el porche. La verdad es que no existía el tal porche ni existiría nunca pero, como aquello era el único desperfecto de la casa que se veía desde fuera había que dar una explicación.

Cuando los de Prest-o-Lite la despidieron, la actitud de Mildred cambió radicalmente. No se molestó siquiera en buscar otro trabajo. Se fue directamente a la oficina de la seguridad social y presentó una solicitud sin más contemplaciones. Tenía los nervios a flor de piel y ahora tomaba dos píldoras amarillas de una vez —diez miligramos—; una sola ya no le hacía efecto. Tampoco se angustió cuando le cortaron la luz.

—¡Que se jodan! De momento todavía no tengo el cheque —dijo a Money dándole dos dólares—, ve a A&P y compra unas velas o, si lo prefieres, róbalas. A mí me tiene sin cuidado.

Los niños comenzaron a preocuparse por ella, aunque se daban cuenta de que estaba atravesando una mala racha y, por su propio bien, procuraban facilitarle las cosas. Le dijeron, pues, que podían vivir perfectamente sin luz. Al fin y al cabo, la luz no era tan importante. A todo el mundo le habían cortado la luz o el gas alguna vez en la vida. Hacían lo posible para tener la casa en orden y se mantenían al margen.

Mildred estaba sentada a la mesa del comedor cuando llegó el agente de seguros. Lo había estado eludiendo durante las cuatro últimas semanas.

—Dile que no estoy en casa —pidió a Freda mientras se escondía en su cuarto.

Freda trató de mentir con expresión indiferente.

—Mi mama no está en casa, pero me dijo que volvería la semana que viene y que entonces le pagará los recibos pendientes. Ya está enterada de lo que le debe.

—Fue exactamente lo que me dijo la última vez, guapa.

—Déjese de guapa, ya le he dicho que mi mama no está en casa, o sea que vuelva la semana que viene o de lo contrario le echo el perro —dijo señalando a Prince.

Y aunque Prince se iba haciendo viejo, gruñía siempre que oía la palabra «perro».

Freda había hecho de canguro de una de las hijas de los Wiggins, la cual ya tenía dos hijos. Era la misma familia en cuya casa había planeado ir a vivir aquella vez que iban a trasladarse a Arizona. Normalmente hacía lo que podía para ganarse de cuatro a seis dólares, que daba a Mildred para comida, aunque de vez en cuando se reservaba un dólar o dos para comprarse algún día unos zapatos que valían seis dólares noventa y nueve o un vestido de lana gruesa Jonathan Logan en Sperry, en el centro.

En invierno Money ayudaba a quitar nieve a golpe de pala y muchas veces llegaba a casa, ya anochecido, con las manos casi congeladas. En otoño recogía hojas secas con el rastrillo. Cuando volvía a casa traía una lata de judías con tocino, unos perritos calientes, una hogaza de pan blanco, galletas y Kool-Aid. Si le sobraba algo de dinero, se lo daba a Mildred.

Un día Mildred se quedó observando a Freda en silencio mientras su hija enseñaba a Money a bailar. De pronto el rostro de Mildred adquirió una expresión de sobresalto: sus hijos eran más altos que ella. Aunque no por eso dejaban de ser sus hijos, siempre serían sus hijos. Cada vez que pensaba que no tardarían en ser adultos, sentía como un escalofrío que le recorría el cuerpo. Pero ahora sus hijos la necesitaban, probablemente la necesitarían siempre. Mildred pensó que pese a todo no le importaba, eran las únicas personas del mundo que la necesitaban.

Mildred llevaba esos días un pañuelo a la cabeza, porque había notado que por las noches le caían rizos, que encontraba en la almohada por las mañanas, y no quería que los niños se dieran cuenta. Cuando se miraba en el espejo tenía la impresión de ser una especie de cactus enfermo de raquitismo. Mildred se sentía triste, agotada, incluso había empezado a tener miedo. Para no pensar, se tomaba un par de píldoras. Cuando notaba que estaba temblando y que tenía el cuerpo helado aunque la habitación estuviera a veintitrés grados, lo único que se le ocurría era que debía descansar más y se arrebujaba en la colcha.

Deadman había vuelto a frecuentar la casa y, pese a que Freda se mostraba distante, daba la impresión de que él había borrado aquel día de su mente. No era el caso de Freda, aunque todavía tenía miedo de contar lo ocurrido.

Aquel sábado Freda hacía de canguro en casa de los Wiggins. A petición de Mildred, Deadman le llevó un cuartillo de whisky porque ella le había dicho que hacía tanto tiempo que no bebía que ni recordaba la última vez. La verdad es que había sido el día anterior, pero Mildred lo había olvidado.

Cuando la botella estaba casi vacía, Mildred envió a Deadman a la tienda a buscar otra. Los dos estaban como cubas, pero Deadman salió a comprarla. Cuando volvió, Mildred puso un disco de Dave Brubeck. La aguja se deslizó a través de todo el disco, pero ella se echó a reír.

—Ten cuidado, Milly, porque si lo restriegas así con la aguja no volverás a oírlo bien en tu vida —dijo Deadman.

—¡Anda, cállate ya, cenizo! ¿Qué sabrás tú de discos rayados?

Deadman se acercó la botella a la boca y se atizó un buen trago.

—Yo de restregar sé una barbaridad. ¿No te ha dicho nada Freda?

—¿Qué me va a decir?

—Nada, lo de aquella vez que te fuiste a las cataratas del Niágara o a dónde diablos te fueras con el blanco aquel y ella se bajó las bragas y me dejó que la restregara.

Deadman lo dijo de corrido, riéndose, histérico, como si no pudiera contenerse.

Mildred levantó la aguja del disco.

—¿Qué has dicho?

Aunque estaba muy borracha, no lo estaba tanto para no entender lo que oía.

—Lo has oído perfectamente, que la calentorra de tu hija me dejó que la restregara a más no poder, y la cosa fue muy bien, pero que muy bien. No te engaño.

Deadman no sabía lo que se decía. No solo había bebido sino que, además, ya iba fumado cuando él y Mildred liaron un porro.

Mildred se fue directa al teléfono y marcó el número de Mary Wiggins. Tenía la impresión de que todo le hervía por dentro.

—Freda, soy la mama y quiero hacerte una pregunta sencilla y no quiero otra cosa que una respuesta sencilla. No mientas y no tengas miedo. ¿Qué te hizo Deadman aquella vez que fui a las cataratas del Niágara?

Desde el otro extremo del teléfono solo se oyó silencio.

—¿Quieres contestar de una vez, maldita sea?

—Intentó estrangularme y me echó sobre el sofá porque estaba borracho y después quiso violarme, pero no lo dejé. Te lo juro, mama, yo estaba demasiado asustada para…

Mildred colgó con furia el teléfono, se fue directa a su cuarto y buscó el revólver del treinta y ocho que tenía escondido debajo del colchón. Comprobó que estuviera cargado, entró en la cocina, apuntó a Deadman y dijo:

—¡Venga, so cabrón, restriégate esta!

Y le disparó cuatro tiros. Tras cada tiro Mildred daba un paso atrás hasta que al final chocó con la ventana del comedor. Deadman se derrumbó sobre el tocadiscos, rayando de manera definitiva el disco de Dave Brubeck.

Cuando, cinco minutos después, Money entró por la puerta trasera y encontró a Deadman sobre su propia sangre, gimoteando, y a Mildred sentada en una butaca como aturdida, con el codo herido y cubierto de sangre, llamó a la policía y avisó una ambulancia. Money intentó que Mildred le contara qué había ocurrido, pero ella seguía sentada allí —no se movió siquiera, ni tan solo un párpado— y lo único que dijo fue:

—Sacadlo de aquí antes de que lo mate.

Una vez que comprobaron que Deadman estaba fuera de peligro y que únicamente lo habían alcanzado dos balas, una en la ingle y otra en el costado, Mildred salió de la cárcel. Declaró que Deadman había intentado violarla y que ella le había disparado en defensa propia. Creyeron lo que decía, aunque Deadman lo negó, y también lo soltaron. En cuanto Mildred llegó a su casa llamó por teléfono a Minnie, la madre de Deadman, y le dijo que como viera a su hijo por las calles de Point Haven mientras ella siguiera viviendo allí, ya podía rezar a Dios, porque pensaba meterle una bala del treinta y ocho por el culo y dudaba que quedara en condiciones de dar un paso más en su vida. Al día siguiente Minnie puso a Deadman en un autobús con destino a Alabama.

Crook volvía a estar enfermo y había sido internado de nuevo en el hospital. Ahora no se trataba de tuberculosis, sino de diabetes. Se enteraron a través del hermano de Crook, Zeke, que se detuvo un momento en su casa para poner a Mildred y a los niños al corriente.

—Tiene una pizca de azúcar, nada de importancia. Lo único que debe hacer es seguir una dieta y tomarse las cosas con más calma. Le han cambiado las inyecciones por tabletas, pero dentro de un mes estará perfecto. Que los niños vayan a verlo. Le hará bien. Suelen verse muy poco, como tú sabes.

Los niños no tenían ganas de ir a casa de su padre a causa de Ernestine, pero Mildred los obligó el mismo día que salió del hospital. Encontraron a Crook durmiendo, envuelto en un montón de mantas, como preparado para que lo enterraran, y con la cara pálida, parecía un melocotón. Money se le acercó y lo sacudió un poco.

—Hola, papa —le dijo.

Crook abrió unos ojos que parecían canicas viejas y rayadas. Intentó sonreír al ver a sus cinco hijos alrededor de la cama a modo de un equipo de cirujanos. Le habían traído un cartón de Pall Mall, zumo de fruta y una camisa blanca nueva.

—¿Qué tal está mi tribu? —preguntó Crook tratando de incorporarse.

—Nosotros bien, ¿y tú, papa? —le dijo Doll—. ¿Vuelves a tener tuberculosis?

—No, lo que ahora tiene vuestro papa es azúcar en la sangre, pero el médico me ha dicho que todo irá bien.

Por la manera como lo miraron, Crook vio que se daban cuenta de que mentía. Se sentía agobiado al verlos tan cerca y les dijo que se hicieran un poco atrás porque le costaba respirar.

Los niños le dijeron que en el instituto les iba muy bien, que todos —salvo Money— estaban en el cuadro de honor y que a Freda solo le quedaban dos cursos más para acabar el bachillerato y que se estaba sacando el carnet de conducir.

—¿Y qué tal vuestra mama? —preguntó Crook.

—Ella muy bien y dice que ojalá te mejores, que no seas idiota y dejes de beber de una vez —dijo Bootsey.

Tenía trece años y todavía no había aprendido a ser diplomática.

Después de un largo silencio, se hizo evidente que nadie sabía ya qué decir. Así pues, besaron a su padre en las mejillas y en la frente y se despidieron. Pasaron junto a Ernestine en el momento en que daba un traspié en la puerta de la calle como si también estuviera enferma.

Cuando volvieron a casa, se desató una tempestad con truenos y relámpagos. Como era habitual, había goteras. Money buscó todos los cubos, ollas, cacerolas, jarras y jarrones y los distribuyó por toda la casa.

—Apagad las luces y quedaos quietos hasta que todo haya pasado —dijo Mildred.

Siempre que Mildred estaba en casa y había tormenta decía lo mismo. Aunque Mildred no era religiosa, aceptaba lo que decía su padre acerca de que la tempestad indicaba que Dios hacía el trabajo a conciencia. Los niños no entendían por qué razón había que apagar las luces hasta que terminara de trabajar. ¿No le gustaba la luz a Dios? Por otra parte, no sabían de nadie a quien un rayo le hubiera hecho daño alguno, salvo a Deadman, razón por la que llevaba aquel nombre, «hombre muerto». Deadman había contado a todo el mundo que le había alcanzado un rayo, y que había muerto y luego resucitado. El silencio que reinaba en la casa lo hacía todo más fantasmagórico y, como de costumbre, Mildred estaba sentada tomándose su cerveza a pequeños sorbos.

—¿Qué tal está el papa?

—Muy bien —dijo Bootsey—. Dice que ya no bebe.

—Miente. Continúa bebiendo y, como no pare, se lo comerá el azúcar. Quiero que vayáis a verlo más a menudo, ¿está claro? Solo tiene a esa putarranga de Ernestine que es una inutilidad. Cada vez que me lo encuentro lo veo peor, por eso debéis visitarlo con más frecuencia. Y, Freda, me importa un pimiento que tengas que ensayar para hacer de animadora y todas esas actividades extraescolares. Es vuestro padre y será siempre vuestro padre, aparte de lo que haya hecho o dejado de hacer, y quiero que lo sigáis viendo hasta el final. ¿Me habéis entendido?

Mildred no había podido evitar levantar la voz.

—Está bien, mama —dijeron, mientras se sentaban en silencio en la oscuridad esperando a que pasara la tormenta.

Freda ya había decidido que si su padre o su madre cerraban los ojos antes que ella, no pensaba ir al entierro. Cuando quiso exponer su razonamiento, Mildred apenas le prestó atención. Se había enterado por un contacto de que en la Ford iban a contratar gente y estaba pensando en el día que iría a Utica a rellenar la solicitud. El Mercury se había escacharrado y estaba sobre unos maderos en el camino de entrada. No tenía el humor para pensar en muertes ni funerales, ya no digamos en el suyo. En lo que ahora pensaba Mildred era en el trabajo, en el dinero.

—Lo digo en serio, mama. No pienso ir a tu entierro —insistió Freda— porque, como no lo podría soportar, quiero que ya lo sepas ahora.

—Como sigas diciendo sandeces, te doy un revés que te estampo en la pared de enfrente. Como si ya no tuviera bastantes preocupaciones.

Pero Freda seguía dando vueltas al asunto. Cuando Freda se enteró de que Mildred había disparado a Deadman, temió que su madre pudiera ir a la cárcel o le ocurriera algo peor. El hecho de no tenerla en casa aquellos días indujo a Freda a pensar en la muerte, una cuestión en la que no había reflexionado hasta entonces. La idea le producía escalofríos. ¿Qué habría hecho sin su madre? Durante todo aquel invierno, cuando Freda no podía dormir porque en el desván hacía tanto frío que ella y Bootsey tenían que colocar la pequeña estufa eléctrica sobre una silla a un palmo de la cama, se quedaba con los ojos clavados en las formaciones de la humedad en los cristales de las ventanas, absorta en sus pensamientos. Había llegado a conclusiones: no pensaba ir al entierro de su padre ni de su madre, odiaba aquella casa destartalada, odiaba aquella ciudad aburrida y cuando, dentro de dos años, terminase el bachillerato, pensaba irse de allí como alma que lleva el diablo.

Mildred entró en la lista de espera de la Ford, lo que le produjo tal euforia que se gastó todo el importe del cheque de la seguridad social porque creyó que la llamarían de un momento a otro. Después de una semana de espera, pendiente siempre de que sonara el teléfono, agotó la paciencia y acabó llamando ella. La respuesta fue que igual tardarían tres meses en cogerla. A partir de aquel momento Mildred comenzó a hacer cosas todavía más raras que antes de disparar a Deadman.

Freda acababa de conseguir un trabajo de verdad, consistente en colocar los libros en los estantes de la biblioteca pública. Ganaría un dólar veinticinco la hora. Mildred se puso muy contenta y se sintió muy orgullosa cuando Freda le dio la noticia. El hecho había ocurrido hacía dos semanas. Pero una tarde, al llegar Freda a casa y cruzar la puerta de la cocina a eso de las seis y media, encontró a Mildred que estaba que echaba chispas.

—¿Se puede saber dónde has estado, señorita?

Freda miró a Mildred, estupefacta. La semana anterior Freda le había detallado su horario de trabajo en una hoja de papel y la había colocado sobre el fregadero.

—Trabajando, mama, lo sabes perfectamente.

—¿Y desde cuándo trabajas? ¿Qué te crees? ¿Que ya eres mayorcita?

—Trabajo en la biblioteca, mama. ¿Es que no te acuerdas?

Mildred miró la pared, como si buscara algo, y de pronto pareció volver a la realidad.

—¡Perdona, niña! Ahora me acuerdo. Tienes que colocar libros en los estantes o no sé qué cosa, ¿verdad?

—Sí, mama, coloco los libros en los estantes.

A medida que iban pasando las semanas Mildred se iba poniendo peor. No quería que las niñas lavaran los platos, ahora insistía en hacerlo ella. Mildred no había lavado los platos desde que Freda tenía nueve años, es decir, hacía siete. A veces Mildred se quedaba varios minutos lavando el mismo plato y, en vez de dejarlo después en el escurreplatos, lo arrojaba al suelo. Los niños se asustaban cuando hacía esas cosas, pero Mildred les pedía perdón y se echaba a llorar.

—No hago nada bien, ¿verdad?

También trataba de cocinar, como había hecho siempre, pero preparaba guisos que no se podían comer. Ponía cinco o seis cucharadas de sal y de pimienta negra en las judías y después añadía un tazón de azúcar, las probaba y, dándolas por buenas, obligaba a sus hijos a que las comieran. Los niños estaban aterrados, pero al día siguiente Mildred volvía a actuar normalmente.

Pasó un tiempo y comenzó a alterarse por cualquier cosa, Acabó encerrándose en su cuarto y, cuando la llamaban por su nombre, empezaba a gritar. Y empezó a vender las píldoras para los nervios a la peluquera, a cincuenta centavos cada una.

Cuando recibió el último cheque de la seguridad social, Mildred cogió treinta dólares de los destinados al supermercado y compró dos caballos: una cría de pony y su padre. Pertenecían al dueño de un establo muy reducido que debía desembarazarse de ellos. Cuando llegó a casa con aquellos animales en miniatura, llevándolos sujetos con unas traíllas como si fueran perros, los niños casi no creían lo que veían sus ojos.

—Mama, ¿de dónde has sacado estos caballos? —preguntó Money.

—Eso a vosotros no os importa. Los mamones esos me han hecho un buen trato y así tendréis algo de qué ocuparos y me dejaréis tranquila.

Nadie en la casa sabía cómo había que cuidar a los caballos, aparte de que tampoco tenían dónde ponerlos. Mildred optó por meterlos en el garaje, donde al cabo de una semana murieron de frío y hubo que sacarlos con un toro elevador, lo que costó cuarenta dólares. Cuando Freda le habló de lo ocurrido, Mildred no se acordaba de haber comprado unos caballos y se quedó mirando a su hija como si estuviera loca de atar.

Una mañana Mildred se despertó de mal humor y dijo a Freda que le preparara una taza de café.

—Y tráeme dos pastillas…, no, tres. Están en el alféizar de la ventana.

—Mama, últimamente tomas muchas píldoras, ¿no crees? Y además, ¿por qué las sigues tomando?

—Haces demasiadas preguntas para ser una niña a la que ni siquiera le ha venido la puñetera regla. ¿O ya te ha venido? Esas pastillas son para los nervios. ¡Para los nervios! ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? ¿Cada quince minutos?

Mildred pronunció estas palabras a grito pelado y, a medida que las decía, cada vez gritaba más.

—¿Estás bien, mama? ¿Quieres que avise al abuelo?

—¡Ni hablar! No quiero que mi padre ponga los pies en esta casa. —Aunque ahora dijo aquellas palabras también gritando, en el tono había algo de cansancio.

Se había desvanecido su ira.

—Mira, sal de aquí y déjame sola.

—Mama, hoy vamos a limpiar toda la casa, los marcos, los vidrios…, todo.

—¡A la mierda la casa! Esto no es una casa sino un asqueroso agujero. Me importa un pimiento la casa. ¡Como si se quema y no queda ni rastro! Y ojalá estéis todos dentro cuando ocurra. ¿Queréis saber una cosa? Estoy tan harta de veros que ya ni sé qué hacer. ¡La peor equivocación de mi vida fue teneros a vosotros, hijos de puta! ¡Anda, márchate ya y sal de mi vista!

Freda, que estaba sentada en el borde de la cama de Mildred, bajó la cabeza para que su madre no viera que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Llámanos si necesitas algo, mama —dijo levantándose. Y salió de la habitación.

Pensó que si su madre descansaba un rato, quizá se pondría mejor.

Freda decidió limpiar la casa ella sola, por lo que dijo a sus hermanos que salieran a jugar fuera. Así podría pensar. Para tener un poco de compañía puso un disco de Nancy Wilson y, cuando terminó, se secó el sudor de la frente y puso otro de Sara Vaughan. Freda se pasó toda la tarde barriendo, fregando y restregando suelos, y hasta preparó un potaje de judías pintas. Cuando tuvo la casa limpia como una patena y vio que las judías ya estaban tiernas y jugosas, Freda comenzó a revolver harina de maíz en un cuenco para hacer pan, aunque no se acordaba de la cantidad de levadura que tenía que añadir. Como en casa no había libros de cocina, fue a preguntárselo a Mildred.

Para ir a la habitación de Mildred desde la cocina tenía que atravesar dos puertas. La primera conducía a un pasillo. A la derecha de este había una puerta para bajar al sótano, mientras que a la izquierda estaba la de la habitación de Mildred. Era una habitación que se había incorporado a la casa, la cual nunca había quedado terminada del todo. Como no se había puesto material aislante, uno de los temas de conversación del invierno solía ser qué habitación de la casa era la más fría, si la de Freda, la de Bootsey o la de Mildred.

Cuando Freda abrió la primera de las dos puertas oyó que Mildred hablaba con alguien. Aguzó el oído para saber de quién se trataba, pero entonces se dio cuenta de que no había nadie. La única voz era la de su madre. Se acercó a la habitación, pegó la oreja y comprendió que a su madre le ocurría algo raro.

—¡Crook, no me hagas daño, te lo pido por favor! ¡Te prometo que seré buena!

La voz de Mildred se oía perfectamente a través de la puerta.

—¡Y tú, mama, deja de mirarme de esta manera! No me tires más del pelo. Déjame salir, mama, te lo pido por favor. Me portaré bien, mama. Dios, apiádate de mí. ¡Niños! ¡Qué viene otro! ¡¡Epa!! Que alguien me sujete, por favor, que alguien me sujete, que viene otro.

Freda abrió la puerta de par en par y vio a su madre colgando del borde de la cama y sufriendo espasmos.

—¿Dónde está mi padre? —gritó Mildred.

Tenía la cara desencajada.

—¿Con quién hablas, mama? —le preguntó Freda.

Se cercioró de que en la habitación no hubiera nadie. Evidentemente, aquello era locura. Mildred miró a Freda directamente a los ojos y comenzó a farfullar, después se echó a reír y comenzó a preguntar a Freda sobre personas de las que ella no había oído hablar en su vida.

—¡Mama! —gritó Freda—. ¿Qué dices? ¿Qué te pasa? ¿Quieres que te dé otra pastilla? ¿Quieres una pastilla?

—¿Una pastilla? —se desgañitó Mildred, echándose a reír como una posesa.

De pronto Freda notó un olor repugnante. Al acercarse un poco más, vio que Mildred tenía el camisón sucio de la cintura para abajo.

Mildred se tapó la boca y gritó:

—¡Vaya, me he hecho caca!

Se levantó el camisón, lo miró y volvió a echarse a reír. Freda no sabía qué hacer. Debía de tratarse de una pesadilla, era imposible que aquello estuviera ocurriendo. Corrió hacia el teléfono y llamó a Buster.

—¡Abuelo, tienes que venir enseguida! A mama le está pasando algo muy raro. Dice cosas muy extrañas, se ha hecho sus necesidades encima y tan pronto se pone a gritar como se echa a reír. Y luego se pone a llorar. Habla de la abuela Sadie y dice pestes contra personas a las que odia. ¡Abuelo! Escucha, ahora está gritando. ¿Qué le pasa a la mama? Por favor, ven enseguida, tengo mucho miedo.

Buster recomendó a Freda que no se moviese del lado de Mildred, que procurase que no pasase frío y no la tocase, pese a toda la porquería que llevase encima.

Con mucha cautela y muy lentamente, Freda fue a la habitación de Mildred. Tenía mucho miedo de lo que pudiera encontrar, pero su madre estaba tumbada en la cama con los ojos clavados en el techo, en un estado de obnubilación total. Pese a lo que Buster le había dicho, Freda llenó un cubo de agua tibia, hizo espuma con una pastilla de jabón y tiró de la sábana que Mildred tenía debajo del cuerpo. Después la levantó en brazos como si fuera un muñeco.

—Venga, mama, siéntate, pórtate bien.

Mildred parecía paralizada y no ofreció ninguna resistencia ni dijo nada. Freda le quitó el camisón. Mildred tenía un aspecto tan lamentable e infantil que Freda le hablaba como si fuera una niña pequeña.

—No te preocupes, mama. Todo irá bien.

Freda la lavó con mucho cuidado y observó la endurecida carne morena de su madre, las estrías que habían dejado los embarazos en su piel. Después empujó a Mildred hacia un lado de la cama y a continuación hacia el otro, para cambiarle las sábanas. Seguidamente le puso una bata y le subió las mantas hasta la barbilla.

—¿Va a venir mi papa? —preguntó Mildred—. A lo mejor me hace un regalo. Hace muchísimo tiempo que no me compro nada, ¿verdad? Mi papa me quiere mucho, ¿no lo sabías, Acquilla?

Cuando Buster llegó, Freda estaba agotada. Le dio un abrazo y, cogiéndolo de la mano, lo condujo a la habitación de Mildred.

—Muy bien, Milly, ya ha llegado tu papa —dijo Buster acercándose a la cama y cogiendo las manos de su hija.

Mildred se echó a llorar en silencio y él la acogió en sus brazos y la acunó hasta que se quedó dormida. Freda los contemplaba desde la puerta mientras intentaba recordar cuántas veces había visto a su padre y a su madre abrazados de aquella manera. No se acordaba de ninguna.

En lugar de llevar a Mildred al hospital, que era lo que Freda creía que haría Buster, se la llevó a su casa. A Miss Acquilla no le entusiasmaba la idea de tener que cuidar a una persona adulta como si se tratase de una niña, como dejó claro, pero tampoco le gustaba ver a Mildred en aquel estado. Buster dijo a Freda que en aquel momento se le ofrecía la oportunidad de demostrar que era una mujer, ya que tendría que ser ella la que se ocupase de la casa y de los niños hasta que Mildred se recuperase.

—La única cosa que necesita tu madre es descansar, cariño. El tiempo necesario para que pueda centrarse y ponga un poco de orden en su cabeza.

A Mildred le costó tres semanas.

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