Mama

Mama


Capítulo 10

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Capítulo 10

FREDA estaba amasando para preparar unos bollitos de canela cuando oyó unos golpes en la puerta.

—Money, abre tú, ¿quieres? Tengo las manos en harina —le gritó.

Hacía tres semanas que Freda era la madre de la familia y la verdad es que casi lo hacía mejor que Mildred. Se las había arreglado para pagar unas cuantas facturas, había falsificado la firma de Mildred para cobrar el cheque de la seguridad social y había conseguido tener la nevera relativamente bien provista. Claro que había tenido que hacer novillos dos días. Al director le explicó que tenía a su madre en cama y que debía ayudar en casa. En cuanto a sus hermanos, ninguno de ellos había dicho nada a nadie sobre lo que le ocurría a Mildred.

Freda les obligó a cumplir con todas sus tareas. Tan pronto como llegaban de la escuela, lo primero que tenían que hacer era dedicarse a la limpieza de la casa y seguidamente hacer los deberes. Freda se encargaba incluso de repasárselos. También se ocupaba de que se lavaran los dientes antes de acostarse, lo que hacían a las diez, bastante antes de lo habitual, y al día siguiente les preparaba el desayuno.

Llamaban regularmente a casa del abuelo para saber cómo seguía su madre, pero siempre les decían que estaba durmiendo. La verdad es que Mildred no tenía ganas de hablar. ¿Qué podía decirles? Buster les había dicho que esperasen a que estuviese en condiciones de volver a casa.

Money corrió las cortinas para ver quién llamaba.

—Abre la puerta, ¿quieres? Aquí fuera hace frío —dijo Mildred con su voz autoritaria de siempre.

Primero Money se puso muy nervioso, pero Mildred pasó como un meteoro por su lado, soltó la maleta y exclamó:

—Espero que hayáis sido lo bastante sensatos para comprar comida, porque estoy muerta de hambre. Acquilla no tiene ni idea de cocinar… ¡Uf!, aquella mujer me ataca los nervios.

En aquel momento Money se dijo que su madre había vuelto a la normalidad.

Las niñas estaban mirando la tele cuando Mildred irrumpió en la sala de estar igual que un sargento. Para sorpresa de todos, parecía contenta. Había perdido algo de peso y tenía los ojos más brillantes. Durante los primeros días, Mildred modificó su actitud habitual porque quería demostrar que volvía a ser la de los viejos tiempos. En primer lugar se mostró extremadamente amable, lo que puso algo recelosos a los niños. No estaban acostumbrados a verla tan afable. Mildred no les gritaba e incluso cuando descubrió a Bootsey besándose en la esquina con un chico, lo único que le dijo fue que entrara porque estaba haciéndose tarde. A Angel se le cayó todo un cartón de huevos, pero lo único que hizo Mildred fue ponerse de inmediato a limpiar el estropicio, y sin lanzar un solo grito. Los niños no sabían qué pensar cuando llegó el sábado por la mañana y vieron que Mildred había lavado, almidonado y planchado toda la ropa sucia. Era un trabajo del que siempre se encargaba Freda.

Así pues, como Mildred se mostraba tan servicial, los niños hicieron lo propio. No sabían cuánto tiempo podía durar, pero querían que se prolongase al máximo. Mildred casi no podía articular sus nombres cuando veía que le llevaban cosas que ni les había pedido: cojines para recostarse, las chinelas cuando se despertaba, una taza de café caliente tan pronto como salía del cuarto de baño y un Tareyton, ya encendido, en el cenicero.

Sin embargo, no había pasado un mes cuando Mildred ya volvió a las andadas y empezó a insultar y gritar. Fue como si a los niños les hubieran quitado un peso de encima. No creían que pudiera llegar el día en que se alegrarían de volver a escuchar aquel tono de voz que conocían tan bien.

Era un día de verano cálido y despejado. Money acababa de cortar la hierba y el aire olía a gloria. Los rosales de Mildred estaban floridos y el aspersor volvía a dibujar con el agua las cuerdas de un arpa. Mildred y Freda estaban sentadas en unos sillones que acababan de comprar con el quinto cheque de la Ford. Comían queso y galletas y bebían té helado. De cuando en cuando Mildred saludaba con la mano a los ocupantes de algún coche que pasaba por delante de la casa. Freda había estado esperando el momento adecuado y aquel se lo pareció.

—¿Sabes una cosa? —comenzó, después de lo cual suspiró.

Sus ojos estaban como hipnotizados por el agua que se desparramaba frente a ella. Era como un manojo de arcos iris.

—¿Qué pasa, niña? —le preguntó Mildred.

—Pues que he estado pensando.

—¡Menos mal! —dijo Mildred, mientras ahuyentaba una mosca que revoloteaba cerca del vaso.

—Me gustaría irme de Point Haven cuando terminase los estudios en junio.

Mildred pensó que ya volvían a meterse en harina.

—No te lo echo en cara. Como pudiera marcharme de aquí, lo haría en menos de lo que tardo en contarlo.

—Hablo en serio, mama.

—¿Y dónde piensas ir?

—De hecho solo tengo una opción: California. Phyllis vive en Los Ángeles. Estaba pensando en escribirle para decirle si puedo vivir con ella hasta que encuentre trabajo. Después de todo, somos primas.

—¿Trabajo?

—Sigo estudiando, de esto no te preocupes.

—Sé de sobra que sigues estudiando. Pero ¿qué me dices de esa beca que se supone tenías que conseguir?

—Pues que todavía no me la han dado, mama, y además no sabré si la tengo hasta la primavera que viene. ¿Y si no me la dan?

—Te la darán.

—La semana pasada Lucille me dio la dirección de Phyllis.

—¡Vaya, lo tenías todo planeado! Lo que yo pueda decirte no tiene la más mínima importancia, ¿verdad?

—Alira, mama, estoy harta de Point Haven, es aburrido a morir. No se puede ir a ninguna parte ni hacer nada. No quiero pasarme el resto de mi vida en este pueblo, quiero ir a un sitio diferente, un sitio que sea interesante y donde la gente no meta las narices en tus asuntos.

—Mira, niña, yo quiero que veas mundo, pero de momento no tienes más que diecisiete años.

—Lo sé, lo sé, pero sé cuidarme.

—No quiero que interpretes mal mis palabras, pero lo que no me gustaría es que ninguno de vosotros acabase como yo, con una casa llena de niños y sin poder moverse. Dios quiere que conozcáis a todo tipo de gente y veáis mundo.

—O sea que tú lo entiendes, ¿verdad, mama?

Mildred tomó un buen sorbo de té helado y después encendió un cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo.

—Lo comprendo muy bien. En este pueblo no se va a ninguna parte y, por otro lado, si no te gusta lo que encuentres allí, siempre puedes volver.

—¿Quieres que te diga otra cosa?

—¿Qué otra cosa, cariño?

—Pues que cuando termine los estudios, pienso dedicarme a algo que me haga rica y famosa.

—¿Cómo qué?

—No lo sé, tengo tiempo por delante para pensarlo. Pero, ¿sabes qué haré entre tanto?

—No, ¿qué? —preguntó Mildred.

Estaba pensando que aquella hija suya tenía mucha imaginación, vivía en un mundo de ensueño. ¡Rica y famosa! Pero todavía era joven, ya se enteraría de lo difícil que es convertir los sueños en realidad.

—Quiero que hagas un crucero a una de esas islas con palmeras donde dicen que el agua es tan cristalina que hasta se ve el fondo. Tú no has tenido nunca unas vacaciones de verdad, mama, y las que pasaste con Spooky en las cataratas del Niágara no cuentan. Tú has hecho mucho por nosotros y has pasado lo tuyo.

Mildred se levantó para colocar la manguera de modo que el agua regara la hierba seca.

—Mama, ¿me has oído?

—¡Claro que te he oído! —dijo Mildred, entrando en casa—. Me parece estupendo.

—Quiero compraros una casa bonita, una casa de verdad para que podáis salir de este agujero. Yo mantengo las promesas. ¿Crees lo que digo, mama?

—Naturalmente que te creo, te creo, te creo…

Todos, salvo Freda, estaban en casa cuando sonó el teléfono. Era Money. Freda estaba en Michigan Road, en casa de Rene Armstrong, viendo un programa musical y ayudando a la señora Armstrong con un vestido. Que si pliegues, que si volantes.

—Te llama tu hermano —dijo la señora Armstrong. Fletcher Armstrong acababa de salir para abrir el Red Shingle.

—Dígale que ya telefonearé yo —le gritó Freda.

La aguja perforaba la tela y The Temptations estaban a punto de empezar. Sabía que cantarían «I Wish It Would Rain» y Freda no quería perdérsela. Además, cada vez que salía tenían que llamarla de su casa para molestarla con alguna estupidez. Le encantaba ir a casa de Rene. ¡Era tan bonita! Todo era moderno, nuevo. Tenía tres plantas y Rene disponía de una habitación para ella sola. Las dos habían pasado más de un sábado por la tarde en la cama con dosel de Rene, a veces horas enteras, fumando y haciendo planes para conseguir salir con algún chico del instituto.

—Ha dicho que es importante —insistió la señora Armstrong.

Freda presionó con el pie el pedal de la máquina de coser hasta que llegó al final. The Temptations se pavoneaban delante de una cortina azul centelleante y Freda estaba tan furiosa que se mordió la lengua. Sorbió aquel sabor salado y fue corriendo hasta la cocina.

—¿Qué quieres? —le preguntó a través del teléfono—. Mejor que lo digas ya y que sea importante.

—El papa ha muerto.

—Nada de bromas, Money.

—También ha muerto Prince.

—Ya te he dicho que no estoy para bromas, Money.

—Yo tampoco. El papa acaba de morir en el Mercy Hospital y a Prince lo hemos encontrado en el bosque, al otro lado de la la calle y…

Freda colgó el teléfono y se levantó del taburete de la cocina. Todo estaba silencioso, el corazón le palpitaba con tanta fuerza que hasta podía oírlo. De pronto notó un zumbido en los oídos. ¿Muerto? Dejó vagar la mirada a través de las puertas de vidrio que se abrían a un patio de cemento, siguió mirando más allá del patio, hasta un solar desolado. Con el codo dio un golpe en un salvamanteles que estaba sobre el mármol. Se rompió en mil pedazos. Freda se agachó lentamente para recogerlo, pero no podía mover los dedos.

Rene levantó los ojos, hizo chasquear los dedos y, haciendo un globo con el chicle que mascaba, lo reventó con un estampido.

—¿Ocurre algo malo, Freda?

—Que mi padre acaba de morir —dijo Freda, oyendo sus propias palabras como si recibiera la noticia por primera vez.

Rene bajó la tele, pero Freda seguía oyendo cantar a The Temptations.

—¡Mi padre acaba de morir! —repitió levantando la voz.

Parecía como si se hubiera quedado sin fuerzas. Jamás se había detenido a pensar en lo que significaba la muerte en sí. Nunca se había muerto nadie de su entorno. No importaba mucho que últimamente no lo hubiera visto muy a menudo, no por eso dejaba de ser su padre. Le había parecido que estaba mejor. ¿Por qué no había hecho lo que le habían dicho los médicos? Lo único era dejar la bebida y no tomar cosas dulces. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Tan duro de mollera? ¿Su padre muerto? Freda pensó que no era justo. Solo tenía cuarenta años.

La señora Armstrong intentó consolarla mientras la llevaba a casa en coche, pero Freda estaba demasiado agobiada por aquel sentimiento nuevo para ella. Quiso recordar cosas de su padre, pero lo único que le vino a la mente fueron las explicaciones que a veces le había dado sobre las cigüeñas.

—Mantén bajada la falda y las piernas cerradas y así conseguirás terminar la secundaria —le había dicho Crook.

A Mildred le entristeció la noticia, aunque no la sorprendió.

Sabía que ocurriría desde el día que cayó aquella tempestad.

Cuando pensaba en Crook era como si se le parase el corazón; por eso obligaba a los niños a visitarlo cada semana. Sabía que Crook estaba gastando los últimos cartuchos y a Mildred rara vez le fallaba el instinto. En el fondo le reconcomía que Crook se hubiera transformado en un imbécil de aquel calibre y hubiera acabado haciendo honor a la fama de su familia, los Peacock. Ojalá hubiera podido retrasar el reloj y enderezar las cosas. Pero no, era imposible. Lo único que podía hacer era recordar cómo lo había amado. Sí, lo había amado, amado de verdad.

Cuando Mildred tenía dieciséis años, un día quiso ir al muelle, a montar en la barcaza que remontaba las aguas del Black River. Al bajar del autobús, Crook la siguió. Después se quedó quince minutos en una esquina, mordiéndose las uñas y observándola mientras ella saludaba a las otras muchachas que esperaban junto a la barandilla y entonces dio el primer paso.

—¡Hola, guapa! ¿Vas a algún sitio especial o estás esperando a alguien?

—¡Qué va! Voy a la excursión por el río. Voy sola, a no ser que aparezca alguna de mis primas. ¿Tú también vas?

—Lo estaba pensando, pero no tengo con quién ir. Me gustaría ir con alguien. Podría comprarte el billete si aún no lo has sacado. No tienes que preocuparte del refresco ni de las patatas fritas. Yo me ocupo de eso, aparte de todo lo que tú quieras… siempre que no supere los tres dólares, claro.

Crook guiñó el ojo a Mildred y le dedicó la mejor de sus sonrisas, mostrándole todos sus blancos dientes.

Mildred encontró a Crook muy atractivo. Lo había visto juzgar a béisbol y sabía que era un Peacock, aunque no actuaba como un paleto. Así que pensó, ¡qué diablos!, ya que la gente hablaría lo mismo, por lo menos que tuviera algo de qué hablar.

A los pocos meses, sus sonrisas eran un pálido reflejo de sus sentimientos y ya eran incapaces de ocultarlos. Comenzaron a ir cogidos de la mano, pegados; por la noche se sentaban en escaleras de escuelas cerradas, en troncos de jardines de casas abandonadas, en gradas oscuras de campos de béisbol; se abrazaban; se besuqueaban; se tentaban mutuamente el cuerpo, el ardor, los latidos del corazón y se manifestaron su amor de la única manera que conocían. Cuando Mildred se percató de que llevaba en el vientre un hijo de Crook, ni se plantearon siquiera qué podían hacer y se limitaron a casarse, lo que habrían hecho de todas formas.

Ahora, mientras Mildred observaba a un mapache que se escabullía bajo el cobertizo del jardín trasero, se dio cuenta de que no había olvidado a Crook por el hecho de haberse divorciado de él. Se puso unas zapatillas forradas por dentro.

—¡Mierda! —exclamó mientras se dejaba caer pesadamente en el colchón.

El día del funeral, Mildred envió a Money al supermercado para que le comprara unas medias, pero cómo se las compró de un color demasiado claro, Mildred las hirvió en agua de café hasta que fueron del mismo color que sus piernas. Las dejó secar y ya se las estaba poniendo en el cuarto de baño cuando de pronto entró Freda y Mildred vio que todavía no se había vestido.

—¿Cómo es que tardas tanto en vestirte?

—Ya te dije que no iría, mama. ¿No te acuerdas?

—Como no te vistas en cinco minutos, te doy un puñetazo en la boca que no vuelves a decir ni mu —le respondió Mildred cerrando la puerta del baño en plena cara de Freda.

Mildred estaba delante del espejo, restregándose las mejillas húmedas con una esponja de maquillaje.

—¡Mira que decirme que no va! —dijo refunfuñando—. ¡Lo que faltaba!

Se echó unas gotas en los ojos y se dio unos toques en sus labios de melocotón, procurando que el de abajo le quedara lo más presentable posible.

Aunque la temperatura superaba los treinta grados, Freda se puso un vestido de lana de color naranja y una chaqueta a juego. No quiso ponerse ropa más fresca pese a que Mildred se lo aconsejó.

—Mira, si quieres achicharrarte, allá tú.

Freda fue sola a la iglesia, andando y no en el coche negro junto con todo el cortejo. No sabía qué camino había tomado, pero llegó a la iglesia sin chaqueta y las gotas de sudor le perlaban las sienes. Estaba a punto de desmayarse.

Se sentó en la segunda fila, al lado de Mildred. Ernestine estaba sentada en el extremo opuesto de la misma fila. Se la veía entera pero triste. Crook lo era todo para ella. En la iglesia no cabía un alfiler. Muchos de los asistentes ni siquiera conocían a Crook. La gente suele ir a los entierros porque es un acontecimiento que se sale de lo común, una excusa para salir de casa y entristecerse por alguien, un cambio en la rutina cotidiana.

Mildred no oyó el órgano mientras interpretaba «Dios está más cerca de ti» ni tampoco el panegírico del difunto. Estaba demasiado abstraída pensando en el chichón que le había hecho a Crook en la frente, casi ocho años atrás, el día del sartenazo. Él no tenía que haberme pegado, pensó mientras se secaba las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. El coro entonaba un cántico y Mildred tuvo que abanicarse porque el olor de todas aquellas flores le daba náuseas. La señora Buckles cantó un solo y después ya no quedó otra cosa que hacer que levantarse y acercarse al cadáver. Freda no quiso mirarlo. Ni tampoco Mildred. Se cogieron de la mano y se la apretaron con tanta fuerza que casi se les petrificó la sangre.

En la Ford despidieron a casi todos los trabajadores de Point Haven, incluida Mildred. Faye Love y Curly Mae intentaron convencerla de que llevara adelante los trámites y fuera a vivir a las casas baratas del plan municipal. Tendría una cocina nueva, una lavadora y una secadora de regalo. Se acabarían de una vez los ratones y las cucarachas y, encima, tendría calefacción y electricidad gratuitas. Casa de dos pisos, suelos de baldosas, un pequeño jardín delantero y una zona resguardada para jugar, que Mildred en realidad ya no necesitaba. Aparte de que tampoco le gustaba la idea de vivir tan cerca de la gente porque la oirían cuando respirase o incluso cuando se tirase un pedo por la noche.

—No tardan un minuto en montar una casa y, como sople un poco de viento, a lo mejor la casa sale volando por los aires. Esto no es Arizona, esto es Michigan.

Por tanto, aunque la mitad de sus amigos y parientes se habían mudado a aquellas casas rosas, azules y amarillas, Mildred seguía en su cochambrosa casa blanca de la calle Treinta, prometiéndose que con el tiempo, un poco de suerte y otro poco de dinero, todavía conseguiría arreglarla, a pesar de que la pequeña galería amenazaba con desmoronarse.

Durante su último año escolar, Freda había ahorrado cerca de trescientos dólares trabajando a tiempo parcial como operadora en la compañía telefónica. Phyllis le dijo que le encantaría que fuera a vivir a su casa y le contó cosas tan estupendas de Los Angeles que Freda se moría de ganas de hacer el viaje. Ya había hecho la reserva para el 14 de agosto.

Mildred procuraba fingir que el viaje la entusiasmaba, pero no era verdad. Todavía no había asimilado que Freda quisiera marcharse de su lado. Sin embargo, justo antes de conseguir el título de bachiller, Freda dijo a Mildred que había renunciado a la beca y así la podría aprovechar otra persona. Mildred asistió que echaba humo a la ceremonia, porque había dicho a todas sus amigas que su hija había ganado una beca. Ahora se sentía como si hubiera mentido. Estaba convencida de que su hija tenía madera para estudiar y que la desperdiciaba. Durante todo el resto del verano los niños hicieron de mensajeros entre las dos. Cada vez que Mildred tenía algo que decir, primero lo decía a los niños y estos transmitían el recado. Aunque Freda consideraba aquella actitud infantil, la aceptaba. ¡Qué demonios! Ella con su vida hacía lo que quería y tenía perfecto derecho a renunciar a una beca en una universidad de tres al cuarto y a hacer lo que le viniera en gana.

Mildred seguía sin dirigirle la palabra cuando fueron juntas a la puerta del aeropuerto de Detroit. Por supuesto que Freda se sentía ofendida, pero se daba cuenta de que la culpa de aquella estúpida situación era de las dos. Cuando dio a Mildred un trozo de papel donde constaba su nueva dirección y el número de teléfono y se inclinó para darle un beso, Mildred volvió la cara y lo único que recibió fue un golpe en la mejilla y, al despedirse de Freda, dijo un adiós tan bajo que Freda ni siquiera la oyó. Esta se limitó, pues, a coger la maleta de color de rosa que su madre le había regalado al graduarse y se quedó mirándola. La sensación fue peor que cuando murió su padre.

Buster se había quedado un poco aparte, esperando que Mildred abrazase a su hija pero, al ver que Mildred retrocedía en lugar de avanzar, el abuelo se adelantó, dio un fuerte abrazo a Freda y la besó.

—Ándate con cuidado y no quieras correr demasiado —dijo.

Freda le prometió que así lo haría.

—Adiós, mama —dijo y seguidamente dio media vuelta y desapareció por el pasillo enmoquetado de rojo que conducía al avión.

—Vámonos, Milly —dijo Buster—, hemos dejado el coche mal aparcado.

Pero Mildred estaba como clavada en el sitio. Aunque su padre le dio un codazo y la tiró del brazo, no se movió. Tenía los ojos fijos en aquella moqueta roja y los tuvo así tanto tiempo que al final el rojo viró hacia un rosa borroso. Si alguien hubiera preguntado entonces a Mildred cómo se llamaba, no habría sabido decirlo. La único que sabía era que su hija mayor se había ido.

Al principio le costó acostumbrarse a la ausencia de Freda y las primeras semanas solía equivocarse y llamaba Freda a sus otras hijas. La telefoneó para pedirle que la perdonara.

—Me he portado como una cría —y al decirlo, casi se mordió la lengua.

A Mildred no le gustaba reconocer que se había equivocado, pero todavía le costaba más ser sincera con sus sentimientos.

—Mama, sé que estabas disgustada y estoy contenta de que hayas llamado. ¿Podemos volver a ser amigas?

—Sí, podemos ser amigas.

Lo que ahora disgustaba a Mildred era el tono de voz de Freda. No parecía que tuviera intención de volver. Freda había encontrado un trabajo de secretaria en una gran compañía de seguros y ganaba noventa dólares por semana.

Además, Freda se lo estaba pasando muy bien, en su vida se había divertido tanto. Iba a clubs nocturnos, a salones de billar y a restaurantes donde hacían la carne en una especie de barbacoas japonesas que llamaban hibachis. También iba a conciertos de rock y, por primera vez en su vida, comenzaba a salir con chicos. Decía que solía cenar en restaurantes donde había que dejar propina y que prácticamente hacía vida en la playa. Tenía cuatro trajes de baño. Iba regularmente al cine, como mínimo una vez por semana, y la primera vez que vio una película extranjera estuvo muy contenta porque la pudo seguir a través de subtítulos.

En cada carta que Freda escribía a casa contaba a su madre alguna cosa nueva que había descubierto:

He aprendido a depilarme las cejas y a maquillarme. Me he inscrito en una escuela de modelos porque todas mis compañeras de trabajo me dicen que tengo pinta de modelo.

Tuvo que gastarse setecientos cincuenta dólares para saber que era demasiado baja para ser modelo de alta costura, aparte de que no era muy fotogénica y que la cámara le añadía los cinco kilos que ya había tenido la precaución de eliminar de su delgada figura. El descubrimiento más importante que hizo Freda fue su primer orgasmo, aunque no consideró necesario dar la noticia por carta.

Al principio su prima Phyllis le causó una gran impresión. Tenía una pared literalmente llena de libros, la mayoría sobre socialismo, comunismo y las reivindicaciones de la minoría negra. Llevaba siete años haciendo de agente de reclamaciones en la misma compañía de seguros donde trabajaba Freda y esperaba llegar a jefe de equipo. Phyllis era diez años mayor que Freda y lucía un peinado afro que circundaba su cabeza como una aureola de veinte centímetros. Llevaba gafas con gruesos cristales y podría haber sido guapa si hubiera sonreído alguna vez. Lo primero que consiguió Phyllis fue que Freda dejase de usar aquellas horribles expresiones y palabras como «persona de color» o «negro» al referirse a personas de su raza, lo que supuso una victoria teniendo en cuenta que Freda hacía muchos años que las empleaba. Después obligó a Freda a tirar el peine de alisar el pelo.

—Si quieres vivir en mi casa, no quiero que parezcas una blanca.

Phyllis había pensado desde el primer momento que la idea de ir a una escuela de modelos era ridícula, por no calificarla de estafa. Cuando Freda se dio cuenta de que no ganaría dinero, la abandonó.

Phyllis la hacía sentirse estúpida.

—¿No me digas que no sabes quién fue Malcolm X? ~le dijo, estupefacta, una noche mientras cenaban.

Cuando Freda le dijo que, efectivamente, no sabía quién era, Phyllis se echó a reír con tantas ganas que escupió parte de la hamburguesa. Llegó al extremo de no dejar que Freda viera por la tele «Embrujada», «Bonanza» y «Rumbo a lo desconocido» y a obligarla a que solo contemplara documentales sobre la vida salvaje y cosas relacionadas con África, aparte de que Phyllis tenía la costumbre de añadir comentarios de su cosecha, lo que para Freda era lo más aburrido. Freda no tenía idea de lo que ocurría en el mundo y en aquellos momentos ni ganas de saberlo. Después de pasar tres meses en aquel apartamento de dos habitaciones, tropezando con Phyllis cada vez que iba al cuarto de baño y fingiendo que le encantaba vivir con ella, por fin Freda decidió que no pensaba tolerar que la llamara puta porque pasara muchas noches fuera de casa.

Encontró un estudio en el otro extremo de la misma calle y tuvo la satisfacción de escribir una carta a Mildred poniendo su nueva dirección en el remite. Lo primero que hizo Freda fue comprarse un televisor de doce pulgadas en blanco y negro y ver todo lo que se le antojaba y cuando se le antojaba. Lo segundo fue comprarse otro peine para alisarse el pelo.

En enero ya se había matriculado en la universidad pública situada al otro lado de la calle, enfrente mismo de su casa. Asistía a clase cuatro noches por semana. Una de las asignaturas que eligió fue historia afroamericana debido a que Phyllis la había hecho sentirse ignorante a ese respecto. Escogió, además, sociología porque, según el folleto de información, era una asignatura que ayudaba a entender las relaciones sociales y el comportamiento de la gente. Parecía interesante. También se apuntó a la clase de lengua inglesa, puesto que era una materia obligatoria en caso de querer obtener el título y, además, filosofía porque Phyllis la había estado machacando con un tipo llamado Nietzsche. Estaba harta de ser una ignorante. De pronto tema a su alcance todo un océano de conocimientos, bastaba cruzar la calle.

Hacía un año que Freda vivía en Los Ángeles cuando decidió visitar a su familia. Había estado ausente todo aquel tiempo para demostrarse que era capaz de vivir sola, aunque Mildred no lo había puesto nunca en duda. Pese a lo exiguo de su salario, Freda se las arreglaba incluso para enviar regalos por los cumpleaños.

Mildred se desvivió para que la casa estuviera limpia y ordenada. Puso cortinas nuevas, procuró que hubiera ceniceros, vasos y toallas en abundancia. Incluso puso alfombrillas, sábanas y fundas nuevas en su cama, ya que pensaba insistir en que Freda durmiera en su cuarto y no en el que ocupaba antes en el piso de arriba. Mildred no quería que Freda supiera que ahora allí había murciélagos y esperaba que no preguntara por qué les habían cortado el teléfono. Mildred casi no reconoció a su hija cuando Freda bajó del avión, debido a que ahora su cabello era castaño por efecto del sol. Tuvo también la impresión de que Freda tenía mucho más cabello que antes: una cascada de rizos, una cabellera que daba la sensación de que acababan de sacarle los rulos y darle volumen con un pulverizador. Freda siempre había tenido la piel de color trigueño, pero ahora la tenía como de color caoba, se había empeñado en tenerla más oscura porque estaba de moda. Como a Mildred no le gustaba aquel color de piel, procuró que su hija se enterase de sus gustos.

—Te debes dar buenas raciones de sol. Como sigas así, serás más negra que Joe Porter.

—No tiene nada de malo ser negra, mama. Nos han querido meter en la cabeza que la piel trigueña es más atractiva, pero no es verdad. Lo único que se consigue es que uno parezca más blanco y que se sienta superior, pero esto no quita que nos traten igual de mal que si fuéramos negros como el carbón. Además, el negro es bonito.

—El que ha nacido amarillo, morirá amarillo. Tiéndete al sol como los blancos y pillarás un cáncer de piel. Entonces dirás que ojalá me hubieses escuchado.

Para Freda resultó sorprendente lo que podía ocurrir en el cuerpo de una niña en un año. Sus hermanas eran ahora unas mujercitas. Bootsey tenía dieciséis y no solo un cuerpo parecido al de Mildred, sino que además era su vivo retrato. Tenía una piel suave y cremosa como la manteca de cacahuete y un cabello de un tono castaño claro. Freda apenas había acabado de instalarse cuando Bootsey le comunicó que tenía un novio, David, seis años mayor que ella. Mildred había dicho a Freda que no estaba muy entusiasmada con aquella relación pero que, como el chico trabajaba en la Ford, su madre era una mujer que frecuentaba la iglesia y siempre que se encontraba apurada, David le daba un billete de veinte dólares y le mantenía la nevera bien provista de Budweiser heladas, había acabado por conformarse. Para hablar con absoluta franqueza, Mildred no entendía que veía en él su hija. El chico tenía unos labios gruesos, apenas era más alto que Bootsey y, de remate, gordinflón. Bootsey no estuvo satisfecha hasta que consiguió subir arriba una de las maletas de Freda y probarse algunos de los vestidos que se había traído de California. Cuando se puso el bikini, Freda notó que tenía un enorme moratón en el culo.

—¿Qué es ese morado que tienes en el culo? —le preguntó. Bootsey se echó a reír.

—Esto no te lo has hecho en el suelo.

Freda estaba muy sorprendida, pero Bootsey exclamó:

—¡Claro que me lo he hecho en el suelo!

Donde se lo había hecho era en la cama.

Angel era tan femenina que resultaba empalagosa. Cuando caminaba parecía flotar y cuando hablaba, musitar. No se sabía nunca en qué estaba pensando porque era muy tranquila y reservada, pero Freda sabía que cuando Angel se enfadaba o no conseguía lo que quería, podía ser un mal bicho.

Doll era por completo distinta. En lo tocante a sentido común, Freda había pensado siempre que, de eso, la chica nada. Siempre tenía que repetírselo todo y a veces ni siquiera entonces lo captaba. Sin embargo, había una cosa segura. Doll había acabado siendo la más guapa de todas, como la gente siempre había vaticinado. Ya tenía caderas y unos pechitos entre cereza y tomate y no llevaba aquellas espantosas gafas. Parecía como si de pronto sus ojos hubieran decidido mirar en línea recta.

Mildred estaba muy impresionada con Freda, le encantaba ver lo bien que se expresaba, articulando cada palabra como los que saben. Además, había adquirido un aire mundano debido a aquellos vestidos tan a la moda que llevaba. Mildred se arrogaba el mérito de haber inculcado a su hija los rudimentos del buen gusto. Freda siempre había sido para ella motivo de orgullo ante los vecinos de South Park.

—Mi hija mayor va a la universidad. Sí, vive en Los Ángeles. Hasta conoce a algún actor de cine, a Stevie Wonder y yo qué sé cuántos más.

Según dijo a Faye Love, Freda quería ser profesora de inglés. Y a Janey Pearl que quería ser socióloga, si bien nadie sabía qué quería decir la palabreja. Aunque, qué más daba, se veía de sobra que era algo importante. En cuanto a su peluquera, Mildred le dijo que Freda quería ser modelo y que a lo mejor hacía anuncios por la tele.

En cuanto Freda hubo guardado las maletas, Mildred hizo poner a sus hijas en corro delante del sofá para sacarles una foto. Freda parecía un personaje y Mildred, al verlas todas juntas se dijo que había criado unas chicas que podían dárselas de verdaderas señoritas.

—¿Y Money? ¿Dónde está? —preguntó Freda.

Todas agacharon la cabeza e hicieron como si no hubieran oído la pregunta.

—¿Tienes hambre, Freda? —preguntó Mildred, que parecía muy abstraída manipulando el flash.

—No, no tengo hambre. ¿Dónde está Money?

—Freda, ¿esta blusa también te la has hecho tú? ¡Qué bonita! —dijo Angel, rozando la tela con la mano.

—¡Venga, dejaos ya de tonterías! ¿Queréis decirme dónde está mi hermano?

—En la cárcel —dijo Mildred, aunque en un tono de voz apenas audible.

—¿Has dicho que está en la cárcel?

—Sí, he dicho que está en la cárcel —respondió Mildred, esta vez en voz más alta.

—¿Y por qué coño está en la cárcel?

—Cuida tu lenguaje, niña. Aunque vivas sola, todavía no eres una mujer. Está en la cárcel por robar.

—¿Por robar? ¿Y qué ha robado?

—Un cortacésped.

—¿Un cortacésped? ¿Y se puede saber por qué robó un cortacésped y a quién se lo robó?

—Se droga, Freda, y ahora no me preguntes por qué se droga, porque esta pregunta ya me la he hecho yo. A mí no me escucha. Es como su padre, solo que en peor. Pero anda colgado.

—¿Qué droga?

—La que toman todos aquí, heroína.

—¿Heroína? ¿Qué Money se inyecta heroína? ¿Mi hermano? ¿Hablas en serio, mama?

—No puede ser más serio, cariño —exclamó Mildred—. No queríamos estropearte el viaje antes de que volvieras a casa. Hace ya un tiempo que anda metido en eso. Probablemente ya estaba enganchado antes de que tú te fueras. ¿No te dabas cuenta de que se había vuelto muy distante?

—No, no me había dado cuenta, no lo recuerdo. Además, ¿qué importancia tiene? ¿Está en la ciudad? ¿Cuánto tiempo hace que está encerrado? ¿Cuándo saldrá? ¿Puedo ir a verlo?

—Pasito a pasito, nena. Acaban de encerrarlo y de momento no lo llevarán a otro sitio. No hace más que dos semanas que está en la cárcel. Está esperando que fijen la fecha del juicio. Le está bien empleado. No es porque no tuviera a nadie que le dijera que no tenía que meterse esa mierda. Siempre de parranda con esos imbéciles que Curly Mae tiene por hijos, Chunky y BooBoo. Todos colgados de la droga, es como una epidemia. Y tendrías que ver cómo se ponen, parecen zombis. No entiendo cómo se meten en esas cosas. Y además tienen que robar, porque necesitan dinero para comprar esa mierda.

—Voy a llamar ahora mismo para saber a qué hora puedo ir a verlo.

Freda ya tenía en la mano el aparato y se lo había acercado a la oreja.

—Con este teléfono no harás nada —le advirtió Mildred.

—¿Por qué?

—Pues porque ese teléfono está cortado. Y además, tienes que saberlo todo. Dejó el instituto.

—¿En serio ha dejado el instituto, mama? ¡Si solo le faltaba un año!

—Pues díselo a él.

—No te preocupes, se lo diré.

Freda se esperaba encontrar a su hermano con un aspecto diabólico, pero Money estaba como siempre. Lo vio al otro lado del cristal divisorio, pero pegando caladas tan profundas al cigarrillo que el humo venía a formar una pared entre los dos. Freda le tuvo que decir que apagara el cigarrillo. En Los Angeles no había conocido a nadie que tuviera que ver con drogas duras, ya no digamos que se pinchase, lo máximo que había hecho ella había sido fumarse algún que otro porro, como todo el mundo.

—Se te ve bien, Freda —le dijo Money un poco cohibido.

Se levantó y la besó en la mejilla. Freda quedó sorprendida porque su hermano y ella jamás se habían tocado.

—En serio que te veo más alta —añadió Money—. ¿Has crecido o qué desde que te fuiste?

Lo dijo con una ligera sonrisa y en aquel momento era clavado a Crook.

—No seas tonto, ¿cómo quieres que haya crecido? Son los zapatos.

Retrocedió un paso y le señaló los zapatos rosa que llevaba, con su suela de cinco centímetros. Cuando Freda levantó la vista, vio que Money no miraba sus zapatos, sino a ella.

—Money, tú no te metes heroína, ¿verdad? No me mientas.

—No, en la vida me he metido esa mierda. Lo probé, eso sí, pero no me va, aparte de que es muy cara. No te tragues todo lo que te cuenta la mama. Ya sabes que siempre ha sido una exagerada. Cometí un error y ya ves el follón que se ha armado. Ni que fuera un criminal.

—Bueno, pero estás en la cárcel, Money. ¿Y el instituto, qué? ¿Cómo es que dejaste el instituto si solo te quedaba un año?

Money frunció el ceño. Otro sermón. Todo el mundo creía saber qué era lo mejor para él. Su hermana se había pasado un año en California y volvía dándose aires de señorona y como si lo supiera todo sobre la vida.

—El instituto me aburre a morir, siempre me ha ocurrido lo mismo —explicó Money—. Lo único que me gusta son las ciencias, lo sabes de sobra, Freda. ¿Te acuerdas de aquella vez que mama me pegó una paliza porque me habían suspendido de todo y en cambio me habían puesto un sobresaliente en ciencias?

—Cómo no me voy a acordar. Si tuve que arrancarte de manos de la mama.

Parecía que Money empezaba a ponerse nervioso, inquieto, como si estuviese pensando en un millón de cosas y solo hablase por hablar.

—Podría ir a la escuela nocturna —sugirió.

Pero Freda vio una mirada en sus ojos que lo delataba. Era capaz de decir lo que fuese para salir de la situación. Freda quería saber de qué huía. ¿No decían que esa era la razón de que la gente se metiese en la droga? ¿Qué lo hacían para no recordar? Cuando su padre había muerto, Money no había demostrado dolor. Después de todo, Crook no se lo había llevado nunca con él a pescar, ni al barbero, ni a ver un partido de béisbol. Tampoco le había cogido de la mano, ni le había dado nunca una palmadita en la espalda; nunca había mantenido con su hijo una conversación de padre a hijo o por lo menos Freda no había visto nunca que lo hiciera.

Y cuando Mildred y Crook se separaron, Money pasó a convertirse, a los once años, en el hombre de la casa. Money era quien tenía que recoger los ratones muertos porque las mujeres de la familia tenía miedo de hacerlo. Money era quien achicaba el agua del sótano cuando se inundaba. Money era quien se metía con el agua por encima de los tobillos para tender la ropa a fin de que las niñas pudieran ponerse calcetines a juego con el vestido. Money había tenido que aprender cómo meter una moneda en el contador para que les volvieran a dar el gas y la electricidad cada vez que se lo cortaban. Money tenía que sacar los bidones de basura a la calle para que los recogieran. Y cada vez que se averiaba algo, era Money quien lo arreglaba. No se lo había enseñado nadie; su instinto le decía lo que tenía que hacer.

—Ya lo arreglo yo —decía a Mildred cuando se averiaba la televisión, cuando el abrelatas eléctrico no giraba, cuando el cortacésped dejaba de funcionar.

Se había pasado horas bajo el capó del Mercury hasta conseguir que el motor volviera a arrancar. Toda la familia daba por sentado que era su cometido. Jamás había tenido otra opción.

Ahora, sin embargo, Freda no podía remediar la reflexión que se hacía: lo habían tratado como un hijastro, porque era el único chico de la casa. Solo le habían prestado atención cuando se había metido en problemas.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Money.

—Poco más de una semana. Tengo un trabajo, ¿sabes?

—Eso he oído. ¿Y de novio qué?

—Bueno, más o menos. No lo considero mi novio porque la verdad es que no estoy loquita por él, pero lo pasamos bien juntos.

—¿Desde cuándo llevas el pelo así? —preguntó Money, señalando el cabello afro de Freda, encrespado como una esponja metálica.

Freda llevaba la peluca en la maleta.

—Pues hará unos seis meses.

—Dicen que es el último grito eso del peinado afro.

—No se trata de que sea el último grito, Money. Se trata de demostrar que uno está orgulloso de su raza.

—¡Vaya! ¿Quién te ha dicho eso?

—Lo he leído en un libro, La autobiografía de Malcolm X.

—Sí, ya sé quién es. ¿No es el que dice que el hombre blanco es el demonio o cosa parecida?

—Sí, el mismo. Pero hay algo más. Él puede decirte por qué estás detrás de unos barrotes en lugar de trabajar y también te dirá por qué has abandonado el instituto. Estás haciendo justo lo que el blanco quiere que hagas, ¿no lo comprendes? Lo que quiere el blanco es que el negro arruine su vida, que el negro no tenga educación, que se drogue.

—Ya te he dicho que la droga ni la he probado. ¿Sabes una cosa, Freda? No has cambiado nada, sigues sin escucharme, no crees nada de lo que te digo, ¿verdad?

—Quisiera creerte, Money, pero no esperaba volver a casa y encontraste aquí.

—De acuerdo, siento haberte decepcionado. —Money miró el reloj—. Ya tienes que irte —dijo—. Estoy contento de haberte visto. Como sé que estarás muy ocupada, no es preciso que vuelvas a venir aquí. Te veré la próxima vez que vengas al pueblo.

Le volvió la espalda y Freda se fue.

Después de una semana en casa, al ver que nada había cambiado, por lo menos para mejor, a Freda le entraron unas ganas locas de volver a Los Ángeles. Ahora sabía que no se había equivocado al abandonar aquella ciudad de paletos. Lo que también sabía era que no volvería nunca más, porque era incapaz de vivir en una ciudad como aquella. La mayoría de las chicas que habían ido al instituto con ella vivían en las casas baratas y ya tenían uno o dos hijos y, además, estaban enormes, gordas y la mayoría necesitaban que el dentista les arreglara la boca. En cuanto a los chicos, se pasaban la vida en el billar, bebiendo, fumando o aparcados en el solar junto al Shingle, haciendo sonar el claxon para llamar la atención de los que pasaban por allí. Freda ni siquiera reconocía a muchos de los que la saludaban por la calle. ¿Qué diablos ocurre en esta ciudad?, se preguntó. La culpa no podía ser toda de la droga. Tenía que ser algo más intoxicante, más nocivo. Seguramente la ciudad misma. Aquel lugar era como una termita que tarde o temprano acabaría por devorar tanto a su madre como a sus hermanas. Ya había devorado a Money. Solo pensarlo le entró terror. Sus amigas se pasaban el día entero pegadas a la tele mirando seriales, viviendo de la seguridad social, con la casa llena de niños. ¿Y Mildred? Freda decidió que no podía quedarse viéndolas así.

La mañana del día que tenía que marcharse, Freda estaba delante del espejo y solo llevaba los panties y un sostén de blonda negra. Estaba retocándose las cejas con un lápiz. Mildred la había estado observando en silencio desde la puerta. Freda la había visto, pero no dijo nada.

—¿Fue en la escuela donde te enseñaron a depilarte las cejas de esa manera? —le preguntó Mildred por fin, tras entrar y sentarse en la cama.

—Sí.

—¿La próxima vez me las arreglarás a mí?

—Sí.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Mildred.

—No lo sé, mama. El semestre próximo tengo un montón de clases. Existe la posibilidad de que consiga un trabajo a tiempo parcial compatible con las clases. En ese caso no me quedará dinero para el viaje. Pero seguro que no tardo más de un año, dos como mucho.

—¡Dos años! ¡Dentro de dos años a lo mejor estoy muerta!

—Mama, tú no estarás muerta dentro de dos años. ¿Me dejas que dé una calada de tu pitillo?

—¿No crees que este sostén te va un poco grande? —bromeó.

—Si te gusta te lo regalo, mama.

—No, no, no. A ti no te quito nada, niña. ¡Ni hablar!

—Mama, puedes quedártelo. No es más que un sostén —dijo mientras se lo desabrochaba—. Espera un momento, todavía tengo otra cosa que darte.

Freda abrió una de las maletas, sacó cuatro billetes de cincuenta dólares y se los dio a Mildred.

—¿Para mí? —exclamó Mildred, sorprendida—. ¡Ooooh, oooooh! Gracias, niña. ¿Seguro que te lo puedes permitir? Yo tengo en qué emplearlos, pero no quiero dejarte sin blanca.

—No estoy sin blanca, mama —mintió Freda—. ¿Y esto? ¿Te gusta?

Freda le tendió unos pendientes de lágrima de plata.

—¿Para mí también?

—Si los quieres.

—¡Los quiero! No quisiera ser egoísta, niña, pero desde el día que llegaste me fijé en esos pendientes. Son de plata de ley, ¿verdad? Pónmelos enseguida, ¿quieres? A Curly le dará una rabieta cuando los vea.

Mildred ya se estaba mirando en el espejo.

—¿Cuánto te costaron?

—No lo sé, mama. Diez o quince dólares, quizá.

—Siempre he sabido que tendrías buen gusto. Aunque no saques provecho de ninguna de las otras cosas que te he enseñado, no pierdas esa. Nunca compres de baratillo, que es pagar dos Veces.

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