Mama

Mama


Capítulo 11

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Capítulo 11

—¿VOY a Los Ángeles? ¿Es azul el cielo? ¿Cagan los osos en el bosque?

A Mildred no se le planteó ninguna duda con respecto a aceptar la invitación de Freda. Había encontrado una rata del tamaño de un gato bajo la cama, la galería había acabado por desplomarse arrastrando consigo parte del techo de la sala de estar y, de remate, el depósito del retrete no funcionaba. Mildred se encontraba tan agobiada que decidió ir a vivir a las casas baratas. Money, además, la tenía loca. Se había metido en líos, había salido de ellos y al final había ido a parar a un centro llamado Ionia Men’s Facility, eufemismo para no decir cárcel. Volvería a casa la semana próxima, pero Mildred estaba contenta porque ella no estaría.

Pidió a Faye Love si podía prestarle un par de maletas buenas. Mildred no había sido nunca de esas mujeres que dejan que un hombre se interponga entre dos amigas, aunque la verdad es que lo de Faye y Spooky tampoco había llegado a buen puerto. Faye, que conocía California, tuvo envidia cuando Mildred le habló del viaje.

—No te gustará —le anunció—, te lo digo desde ahora. Hace demasiado calor y es demasiado grande, una exageración. Solo para ir al súper tienes que coger el coche. Y mejor que reces para que no te pille un terremoto. ¡Que no te pase nada, Milly!

—Mira, encanto, ya pueden venir un terremoto, un huracán y un tornado, yo me voy. Y tus opiniones guárdatelas para ti, Faye. Ni un rebaño de vacas que se atravesase en mi camino me impediría tomar el avión. No me cabrees.

Mildred cogió unos billetes del dinero del alquiler para comprarse un par de escarpines blancos decentes con un bolso a juego, media combinación, un par de panties de algodón y un sostén para realzar el pecho. Sabía que de las casas baratas no la excluirían, si bien había muchas personas que iban detrás de ellas.

Curly Mae prestó a Mildred cuatro de sus mejores vestidos de verano.

—Mira lo que te digo, bonita —dijo Curly, mientras revolvía el ropero para encontrar algo que Mildred pudiera llevarse—, como uno de mis hijos estuviera en la universidad y me enviase un pasaje aunque fuera para ir al infierno, lo aceptaba tan aprisa que solo verías el rastro de polvo que dejaría detrás de mí. Puedes estar orgullosa, Milly, porque has educado muy bien a tus hijos. No entiendo qué pudo pasarle al cabeza de chorlito de Money, pero ya se sabe que los chicos son diferentes. Lo que es con las chicas, te aseguro que te ha tocado el gordo. Procura que no se tuerzan.

Lo que había dicho Curly de las chicas era una verdad a medias. Mildred pensaba que Bootsey se estaba haciendo demasiado mayor, y por eso Mildred tenía que darle el alto de vez en cuando y decirle que era más niña de lo que creía. Siempre procuraba superar a Freda en todo, ya fuera cosiendo o en la cocina, aunque después resultaba que las comidas eran demasiado creativas para ser comestibles y, en cuanto a los vestidos, se notaba demasiado que eran de confección casera.

Angel, por su parte, era una chica demasiado tranquila. Parecía un gato. Te miraba y se quedaba inmóvil a tu lado. Mildred la encontraba misteriosa. Estaba convencida de que detrás de aquella apariencia suave y amable de su hija Angel se escondía una personalidad secreta. Mildred no se fiaba de las apariencias. De hecho, Angel hacía con ella lo que quería. Y Mildred no sabía qué hacer con ella. Tendría que esperar y ver, deseando que fuera para bien.

Y en lo tocante a Doll, se pirraba por los chicos. A la que Mildred volvía la espalda, comenzaba a dibujar corazones con sus iniciales y las del novio de turno, siempre atravesados por una flecha. No paraba de hablar por teléfono. El instinto de Mildred le decía que Doll era una calentorra y temía el día en que la niña descubriese el sexo, suponiendo que no lo hubiera descubierto ya. Doll era muy guapa y eso se le había subido a la cabeza. Se consideraba atractiva porque su cabello no era muy rizado y no tenía necesidad de alisárselo. Al final Mildred la obligó a peinarse con cola de caballo para evitar aquel gesto de apartarse los cabellos de la cara tan peculiar de las modelos blancas que salían en los anuncios de champús.

—Me mandarás una postal, ¿verdad, Milly? —le rogó Curly.

—Cómo me llamo Mildred Peacock que te mandaré una postal. Y a lo mejor hasta te llamo.

Mildred había dejado de utilizar el apellido de Billy Callahan porque nunca le había gustado, aparte de que ella se sentía Peacock.

Ahora ya solo faltaban tres días. La última noche Mildred apenas pudo dormir debido a la excitación. Hacía tiempo que no estaba tan inquieta. Se acababa de teñir el pelo y le brillaba tanto que parecía de cobre. Connie James se lo había marcado mucho y le había hecho unos rizos muy ensortijados. Pidió a Angel que le arreglara las uñas porque ella estaba demasiado nerviosa para hacerse la manicura. Además, se hizo una máscara de harina de avena siguiendo las instrucciones de Freda.

Por la mañana se tomó dos píldoras para los nervios, llenó la bañera de agua muy caliente y echó mucho gel para asegurarse de que las burbujas rebosasen de la bañera. Se quedó en remojo hasta que desaparecieron los últimos restos de jabón y, cuando por fin se decidió a salir, se echó talco por todo el cuerpo y se roció con Emeraude. Se puso una cantidad exagerada de maquillaje para ocultar las ojeras. Después se pintó los labios de color naranja, que entonaba muy bien con el color de su piel y de su cabello y se dio el último toque al carmín con un kleenex. Se enderezó el labio inferior para adentro.

El viaje en avión mareó a Mildred, pero un doble de bourbon más otra píldora la ayudaron a sentirse mejor, aunque no consiguió dormirse durante las cuatro horas de vuelo. Y es que no quería perderse nada.

—¡Pensar que voy a ver a mi hija a California! —exclamó Mildred mientras observaba las nubes por la ventanilla.

En cuanto descubrió a Freda con su piel cobriza en la puerta de llegadas, Mildred le gritó:

—¡Ya estoy aquí!

¡Dios bendito! Su hija llevaba unos vaqueros ceñidos, una camiseta de hombre sin mangas teñida de un rojo sangrante y, para colmo, iba sin sostén. En fin, hacía un año que Mildred no veía a Freda y no iba a empezar a darle la tabarra solo llegar y a decirle que vestía como una hortera.

Besó apresuradamente a su hija mayor embadurnándole de carmín toda la cara y la apartó para contemplarla.

—¿Desde cuándo no llevas sostén?

—Aquí hace demasiado calor para llevar sostén, mama.

—¿Ah, sí? Pues yo no veo que haga tanto calor. Y teniendo en cuenta adónde vamos, mejor será que te pongas sostén. No estoy para ir por la ciudad con tus cosas moviéndose como habichuelas saltarinas.

Freda no había olvidado que su madre era muy mandona, pero decidió que cedería para evitar discusiones.

Cuando el taxi dejó el aeropuerto, a Mildred le parecía estar soñando. A ambos lados de la avenida había hileras de palmeras, a través de cuyas hojas se filtraban los rayos de sol.

—¡Vaya, conque eso son palmeras!, ¿no? Señor, señor… Aunque no parece que den mucha sombra, ¿o sí?

Freda soltó una carcajada.

Mildred estuvo un buen rato sin pronunciar palabra y, pese a que el taxista llevaba aire acondicionado en el coche, bajó el cristal de la ventana, con lo que le golpearon en la cara los más de treinta grados que hacía en el exterior. Ella ni lo notaba, iba demasiado abstraída contemplando las montañas, aquellas casas tan hermosas, aquellos edificios tan altos y todos aquellos coches tan flamantes que en su vida había visto en Michigan. Cuando el taxi se paró finalmente delante de un edificio estucado en blanco, Freda bajó las maletas del coche.

—¡Nada que ver con Point Haven!, ¿verdad? —no pudo por menos de exclamar Mildred—. Todo tan limpio y tan nuevo. Fíjate en todas estas calles, todas pavimentadas. Seguro que la gente barre todos los días su trocito de acera, ¿a qué sí?

—No, mama, de la limpieza se encarga el ayuntamiento. Has traído mucha ropa, ¿no? Solo vas a quedarte un par de semanas, pero parece que vengas para un mes.

—Cómo me guste, me quedo bastante más, o sea que a callar se ha dicho. Te juro que sin sostén quedas fatal, lo encuentro vulgar. Ya que te las das de tan moderna, no dejes que te violen otra vez.

Freda pensó que su madre no debía haberle dicho aquello, ella había conseguido olvidar aquel horrible día. Mildred interrumpió sus pensamientos.

—¿A qué distancia estamos de Hollywood?

—Estamos en Hollywood, mama.

—¡No jodas! —le respondió su madre con una sonrisa.

—Nada de joder. Mira a través de la bruma. ¿Ves aquellas colinas? Pues allí está Hollywood, donde viven todas las estrellas de cine. Cuando el tiempo está despejado, se puede leer el anuncio. Cuando hayas descansado un poco, tomaremos un autobús y daremos una vuelta, ¿vale?

—¿Descansar? Oye, niña, que yo no estoy cansada. ¿Me crees una vieja o qué? No tengo más que treinta y siete años. Tengo más energía en el dedo meñique que tú en todo el cuerpo.

Abrieron la verja que daba al patio del edificio donde vivía Freda. En el centro del mismo había una tranquila piscina. Alrededor de la misma había dos pisos de apartamentos, como en un hotel. Se oía música de rock y algunos inquilinos asaban carne en hibachis. Algunos vecinos de Freda saludaron a Mildred y le dieron la bienvenida a Los Angeles. La invitaban a que tomara algo antes de entrar en casa, le decían que habían oído hablar mucho de ella y que no parecía tener edad para ser la madre de Freda. Mildred tenía la impresión de ser alguien famoso.

—¿Es eso una piscina o estoy soñando? —preguntó Mildred.

—Es una piscina de verdad, mama. Creía que ya te había dicho que había piscina.

—Lo dijiste, pero yo me había imaginado una de esas piscinas que se llenan con la manguera.

—Casi todo el mundo tiene piscina en Los Angeles.

—Hay gente que sabe vivir, ¿eh? ¿Qué alquiler pagas por esto, niña? Seguro que vives en el piso más caro de la ciudad. ¿A qué no me equivoco?

—Es baratísimo, mama, créeme.

—Te creo —dijo Mildred radiante.

Su hija había empezado a abrirse camino y Mildred se sentía orgullosa de ella, aunque no sabía cómo decírselo sin parecer sensiblera.

En cuanto se instalaron en el apartamento de Freda, Mildred se acercó a la ventana que ofrecía las mejores vistas y contempló las colinas. ¡Qué maravilla! Y el techo de la sala centelleaba. ¡Era demasiado! Lo que a Mildred no le gustó ni pizca fue la alfombra verde guisante ni aquella monstruosidad de sofá de lana escocesa, aunque no pensaba decir nada al respecto.

—¿Has sido tú quien ha escogido estos muebles?

—No, este apartamento ya estaba amueblado —le explicó Freda.

Mildred se puso enseguida a fisgonearlo todo. Buscaba polvo, telarañas, algo que poder criticar, pero todo estaba perfecto.

—La casa está limpísima. ¿Cuánto has dicho que pagas por ella?

—No te lo he dicho.

—Está bien. ¿Cuánto pagas?

—Ciento diez.

—¿En serio? —fue el comentario de Mildred.

Mildred cogió una vasija de arcilla de color marrón y verde que Freda había comprado en Tijuana.

—Tienes cosas muy bonitas —le dijo.

Colgaban de las paredes carteles iridiscentes de Jimi Hendrix y todos los signos del zodiaco, además de alguna atrocidad psicodélica que refulgía en la oscuridad.

—Este sitio no está nada mal, nada mal. Estoy orgullosa de ti, niña.

¡Vaya, por fin lo había dicho! Era lo que Freda esperaba oír.

—Gracias, mama, estoy contenta de que te guste.

Freda había hecho horas extraordinarias durante tres meses para pagar el viaje de Mildred y comprar vasos, platos y toallas, alfombrillas y una colcha de felpa auténtica. Además, se había pasado la mitad de la noche anterior limpiándolo todo para dejarlo impecable.

Durante las dos semanas siguientes se pasearon por Sunset Strip y Hollywood Boulevard. Mildred pensaba que Curly y Faye se habrían muerto de envidia si hubieran podido verla. Se pasó el primer día haciendo fotografías con la Instamatic, gastó dos carretes enteros. Fueron al Teatro Chino Grauman, donde Mildred puso los pies en las huellas que habían dejado las estrellas y recordó viejas películas. También fueron al Museo de Cera y a una grabación de un número especial de Dionne Warwick que dejó anonadada a Mildred. Se moría de ganas de volver al pueblo y contárselo todo a Curly. Tomaron un autobús a Beverly Hills, donde se quedaron de pie en la plataforma porque Mildred no se decidía a entrar. Pero Freda le explicó que América era así, que el dinero de ellos era como el de cualquiera, lo que indujo a Mildred a gastarse tres dólares en un cenicero verde lima, con un mapa dorado donde figuraban todas las casas de las estrellas de cine. Estuvieron en Century City, donde comieron en una terraza. Después fueron a un mercado; Mildred tuvo que tocar las naranjas, limones, pifias y limas para asegurarse de que eran de verdad y compró una bolsa de fruta para llevársela a casa. No había oído hablar nunca de aguacates hasta que Freda preparó un guacamole. Al cabo de dos semanas, Freda ya se había gastado prácticamente hasta el último centavo del dinero que había reservado para la visita de su madre, pero no recordaba haberse divertido nunca tanto y pensaba que había valido la pena.

El último día Mildred iba a hacer de las suyas. Freda preparó unos bocadillos de bacon, lechuga y tomate, llenó un cuenco de patatas fritas y puso dos copas altas y una botella de vino en la mesa de la cocina. Freda había visto un documental acerca de la elaboración del vino y había tomado buena nota de aquel nombre francés que había que recordar en momentos como aquel: Burdeos.

—Mama —le propuso Freda—, ¿y si fuéramos a nadar un poco antes de comer?

—¿A nadar? Oye, niña, hace veinte años que no nado.

—Creía que te gustaba nadar.

—Me gusta, pero no tengo traje de baño, ni lo he traído siquiera. No sabía que estaría tan cerca del agua.

—Pruébate este —le dijo Freda, tras inspeccionar el armario y sacar de él un traje de baño de estampado hawaiano.

Lo había comprado expresamente para Mildred porque sabía que su madre daría una excusa para no ponerse el traje de baño. Mildred se metió en su habitación y Freda la siguió. Se quitaron la ropa al mismo tiempo y procuraron no mirarse, aunque era imposible. Parecía que alguien tirara para abajo de los pechos de Mildred pero, dejando aparte las estrías de los embarazos y algunos kilitos de más, Freda pensó que, para tener treinta y siete años, Mildred se conservaba muy bien. Nadie habría dicho que había tenido cinco hijos. Mildred miró de reojo a Freda y recordó que también ella tuvo en su juventud unas caderas como las de Freda y una cinturita así. La piel de Freda era tan suave y tersa como la de ella a su edad. Mildred se subió los tirantes del traje de baño y no se sintió incómoda al mirarse en el espejo.

Se zambulleron en la piscina, hicieron volteretas en el agua y descansaron en las tumbonas. A Mildred no le gustó el vino.

—¡Es muy agrio! ¡No tiene ni pizca de azúcar!

—No tiene que ser dulce, mama, es un vino seco. Se dice que, cuanto más seco, mejor calidad.

—Pues debe de ser verdad —exclamó Mildred, mientras iba tomándolo a sorbos lentamente después de observar la gracia con que lo bebía Freda.

Cuanto más bebía, mejor le sabía. Reclinó la cabeza para atrás y fijó los ojos en el azul del cielo. Pensó que no le habría sido difícil acostumbrarse a aquella vida, aunque no quería que Freda supiera lo que pensaba. No sabía qué habría dicho Freda si le decía que ella y los niños podrían venirse a vivir aquí. Freda era muy independiente desde que vivía sola. A lo mejor se figuraba que su madre quería controlarla, vigilar lo que hacía… lo que quizá era en parte verdad.

Freda colocó otra tumbona a su lado y se puso las gafas de sol. Su piel oscura resplandecía en contraste con el bikini, pero se embadurnó con otra capa de aceite bronceador.

Se quedaron casi diez minutos en silencio.

—Seguramente no piensas quedarte aquí para siempre, ¿verdad? —preguntó Mildred.

—No lo sé, mama. Aquí me encuentro a gusto y la educación es gratuita.

Mildred movió la cabeza como aceptando el razonamiento.

Freda la observaba a través de las gafas oscuras. Se daba cuenta de que su madre estaba a gusto. Ojalá hubiera tenido dinero suficiente para trasladar allí a toda su familia, pero en la cuenta del banco solo tenía doscientos treinta y cuatro dólares.

—Aquí hay oportunidades para todo el mundo, sin que importe el color de su piel. Si sabes hacer algo, encuentras trabajo.

Freda se hizo la reflexión de que ojalá se hubiera mordido la lengua antes de decir aquellas palabras. Sabía demasiado bien que lo único que había hecho Mildred eran trabajos domésticos, cocinar en restaurantes y trabajar en fábricas. En Los Ángeles no había fábricas. También sabía que Mildred no volvería a ponerse nunca más de rodillas. En cuanto a trabajar en un restaurante, bueno, ya se veía.

Pero Mildred no lo veía de la misma manera. Según ella, estaba en condiciones de poder hacerlo casi todo. Si Freda no tenía más que veinte años y había podido salir adelante, seguro que también ella podía conseguir lo mismo aprendiendo a hacer algo que valiera la pena. Por otra parte, ¿qué era Los Ángeles? ¡No había para tanto!

—Todos te echan de menos, Freda.

—¿Quién son todos?

—Pues yo… y los niños.

—Yo también os echo de menos, mama, pero te juro que no podría volver a vivir en aquel sitio. Allí te pudres.

—¿Tienes novio?

—No, la verdad es que no lo tengo.

—¿Qué demonios te pasa? ¿Me vas a decir que vives sola y que no follas con nadie?

Freda se sintió cohibida. Nunca había tenido ese tipo de conversaciones con su madre.

—Sí, salgo con un chico, si es a eso a lo que te refieres.

—Mira, niña, sabes muy bien a lo que me refiero. ¿Lo hace bien?

—¡Mama!

—Mira, no te hagas la mosquita muerta cuando hables conmigo. He visto el diafragma que tienes en el cuarto de baño.

—¿O sea que has estado revolviendo los cajones?

—Buscaba horquillas —dijo Mildred con una carcajada—. Bueno, por lo menos sabes protegerte. Me quitas un peso de encima.

Tomó otro sorbo de vino.

—¿Piensas tener hijos? —le preguntó, como quitando importancia al asunto.

—¡Claro que quiero tener hijos, mama!

—¿Cuántos?

—¡Yo qué sé! ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Por lo menos tienes que haberte hecho una idea: uno, dos, tres… ¿cuántos?

—Dos.

—¿Solo dos? Pero si dos ni se notan…

—Dos bastan para tenerte ocupada.

—¿Y marido?

—¿Qué quieres decir?

—Querrás casarte, supongo yo, ¿verdad?

—Claro, si quiero tener hijos quiere decir que pienso casarme.

—¿Y cuándo piensas casarte?

—Pues cuando encuentre un hombre al que yo quiera y que me quiera a mí. Bueno, voy a nadar un poco —dijo Freda y se zambulló en la piscina.

Mildred observó a su hija mientras se deslizaba a través del agua turquesa de la piscina. Volvió a llenarse el vaso, pero lo dejó sobre el cemento. Después se secó el sudor de la frente. El sol la deslumbraba, se puso las gafas de sol de Freda y cerró los ojos.

Estaba pensando que Freda todavía era una niña, y que siempre se había preocupado de ella. Recordó una de aquellas bochornosas noches de verano en que Freda todavía era una cría y Crook seguramente estaba en el Shingle. La dejó acostarse en su cama mientras miraba la tele porque se sentía muy sola. Crook le había advertido que la niña acabaría acostumbrándose a dormir con ellos y había insistido en que la hiciera dormir en su cama. Pero ¿qué sabía él de la niña cuando no estaba en casa? Mientras Mildred miraba la tele un mosquito pasó zumbando delante de la pantalla. Freda ya tenía dos marcas moradas en los bracitos, donde los mosquitos la habían picado. Mildred no iba a dejar que aquel mosquito la picara. Le subió la sábana hasta la barbilla y se aseguró de que las persianas estuvieran cerradas. Mildred se tendió sobre las sábanas y esperó. Si el bicho aquel tenía que picar a alguien, que la picara a ella. Esperó un poco más. Estaba cansada, pero se quedó con los ojos abiertos. Por fin sintió el suave contacto de algo que acababa de aterrizar en su piel y lo aporreó con tal fuerza que se hizo daño en el brazo. Se acercó a la ventana para iluminarse con la luz de la luna y asegurarse de que había aplastado al inmundo bicharraco. Pero no vio ni una sola gota de sangre. Ya más tranquila, se deslizó entre las sábanas junto a su hijita y la envolvió entre sus brazos, algo que Mildred no había vuelto a hacer.

Cuando de noche sonaba el teléfono, el corazón de Mildred se ponía a latir enloquecida porque pensaba que la llamaba alguien para decirle que su hija se había ahogado, que la había atropellado un coche, que había sufrido un horrible accidente. Siempre tragedias. Durante los dos últimos años Mildred había debido decirse una vez y otra que su hija ya era una mujer, exactamente como ella.

—¿Sales con alguien, mama? —le preguntó Freda, cogiéndola desprevenida con la pregunta.

Freda estaba de pie delante de Mildred, tapando el sol con su figura mientras se secaba con una toalla de playa de color azul celeste.

—¿A qué te refieres?

—¡Vamos, mama, sabes a qué me refiero! Te pregunto si estás enamorada de algún hombre.

—Mira, niña, en aquella ciudad solo te puedes enamorar del perro o del gato y yo no tengo ni lo uno ni lo otro.

Freda percibió la amargura que había en la voz de Mildred y se preguntó que debía de sentirse tras tener cinco hijos, haber pasado por tres matrimonios fracasados y no tener otra cosa que hacer que permanecer sentada en casa viendo crecer a los hijos y que te vayan abandonando uno detrás de otro.

—¿No has pensado nunca qué harás, mama, cuando todos nos hayamos ido?

A Mildred le acometió de pronto un intenso dolor de cabeza, cosa rara en ella porque nunca tenía migrañas.

—Mira, cariño, Doll no tiene más que quince años, me quedan como mínimo cuatro o cinco años todavía para empezar a preocuparme.

—Pero ¿has pensado alguna vez en lo que harías?

A Mildred no le gustaba que la pusieran contra las cuerdas como hacía ahora su hija. ¿Qué haría? No estaba preparada para aquella pregunta. Nunca le había pasado por la cabeza la idea de lo que podía hacer cuando crecieran sus hijos, porque la verdad es que no lo sabía. ¡Mierda! ¿Cómo iba a saberlo?

—A lo mejor vuelvo a estudiar —dijo en un arranque, solo por decir algo.

Ya dicho, no le pareció mala idea.

—¿A estudiar?

Freda se quedó tan sorprendida al oír aquella respuesta como Mildred de haberla dado.

—Sí, a estudiar, a lo mejor vuelvo a estudiar.

Freda no pensaba preguntarle qué pensaba estudiar exactamente.

—Me parece formidable, mama, y espero que lo hagas. No es tarde, además.

—Te voy a hablar con franqueza —se explicó Mildred—, lo haré siempre que Money no haga de las suyas y no se muera o vaya a la cárcel de por vida. Todavía sigue metido en la mierda esa y por mucho que le digan no lo deja. Sigue en sus trece y parece que lo haga para mortificarme o yo qué sé por qué. Después está Bootsey. A veces parece estar tan de vuelta de todo que la estrangularía. Angel no me da ningún problema. Y en cuanto a Doll, te aseguro que si pudiera pagar a alguien para que le metiera un poco de sentido común en la cabeza, lo haría con gusto.

Freda se echó a reír, aunque no porque encontrara divertido lo que había dicho Mildred. Freda pensaba que ojalá Dios salvara a su familia de sí misma.

—Mira, hija, no quiero ponerme tan negra como tú, o sea que me voy arriba. ¿Vienes?

—No, me parece que voy a hacer un poco más de ejercicio, a ver si nadando se me quitan los efectos del vino. No suelo beber tanto y este sol me ha puesto la cabeza un poco tonta.

Aquella noche se quedaron hasta casi las tres de la madrugada charlando y bebiendo. Después se metieron en la cama de matrimonio y se dieron las buenas noches, pero Freda estaba demasiado nerviosa para dormir. La luz de la calle se filtraba por la ventana e iluminaba la habitación con un fulgor amarillento. Todo estaba muy silencioso, Freda tuvo la sensación de que ella y su madre eran las dos únicas habitantes de la tierra.

Pensaba en las veces que se había colado en la cama de Mildred cuando Crook estaba todavía en el hospital. A Freda le encantaba acurrucarse junto al cuerpo cálido de Mildred.

—¿Eres tú, Freda? —preguntaba siempre Mildred, sabiendo muy bien que era ella.

Freda tenía siempre alguna excusa.

—Mama, Bootsey ocupa toda la cama y me empuja con las rodillas y…

—Ven, niña, acércate —le decía Mildred, levantaba las mantas y hacía como si se apartara para hacerle sitio aunque no se movía ni un centímetro. Le encantaba el contacto de su hija contra su piel.

—Mama, ¿duermes? —preguntó Freda ahora a Mildred.

—Casi. Un vaso más y la cabeza habría empezado a darme vueltas.

—Si consigues que alguien te pague el pasaje del avión y te da por volver, te ayudaré a buscar un trabajo y un sitio donde vivir.

—Suena bonito, Freda, pero tengo que pensarlo. Estás hablando de un cambio importante. Mira, ahora durmamos y mañana lo hablaremos.

Mildred cerró los ojos y trató de borrar la sonrisa que acababa de dibujarse en su rostro. Aquella misma tarde había tomado la decisión de que pensaba volver. ¡Qué coño! Quería para sus demás hijos aquella buena vida que Freda llevaba. Era indudable que Freda había cambiado. Era mucho más avispada que antes, estaba más alerta, como si se hubiera vuelto más inteligente. Ahora ya no era solo su hija, era una amiga.

A la mañana siguiente se les pegaron las sábanas.

—¡Mierda, Freda, qué fastidio! —exclamó Mildred al despertarse, mientras se apresuraba a hacer el equipaje—. ¡Te olvidaste de recordármelo!

—¿Qué tenía que recordarte?

—Que debías depilarme las cejas como las tuyas.

—¡Oh, mama, creía que hablabas de algo importante!

—Es importante. Quiero que me vean diferente cuando vuelva a casa.

—Estás diferente. Estás más morena y tienes un aspecto más descansado.

—Sí, ¿verdad? —dijo Mildred con una sonrisa mientras se miraba en el espejo—, seguro que sí.

Si solo dos semanas de vivir en aquel sitio y de llevar aquella vida habían conseguido que tuviera aquel aspecto, ¿qué no harían unos años?

—Toma, mama, te los regalo —dijo Freda dándole unos pendientes en forma de medias lunas.

Mildred los aceptó encantada.

—Gracias, Freda. No quería decírtelo pero, ¿sabes aquel sostén rojo tan chulo que guardabas en el cajón?

—¿Guardaba?

—Pues te lo he cogido prestado. Es que en mi vida había visto un sostén rojo, ¿comprendes?

—Me parece muy bien, mama. Lo tenía allí pensando que lo cogerías.

—Pero quiero que me hagas un favor, ¿me lo harás, niña?

—¿Qué favor?

—Prométeme que te pondrás siempre sostenes para evitar que un día te lleguen los pechos hasta el ombligo.

—¡Te lo prometo, te lo prometo!

Estaban anunciando la última llamada para el avión de Mildred cuando llegaron al mostrador de recepción. Mildred besó a su hija en la mejilla, pero no había tiempo para abrazos. Ya estaba al otro lado de la puerta de embarque, corriendo y agitando el brazo cuando le gritó:

—Dame un poco de tiempo para juntar el dinero suficiente, niña, y vuelvo en menos que canta un gallo.

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