Mama

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Capítulo 12

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Capítulo 12

POINT HAVEN había encogido. Mildred tenía la impresión de que había estado ausente un año en lugar de quince días. Las calles eran más estrechas y más cortas, las casas más viejas y destartaladas. Hasta los habitantes de Point Haven parecían haber envejecido y, además, sus ropas eran como de otra época. El jardín frontal de su casa había quedado reducido a un manchón de hierba. ¡Demonio!, ella había visto colinas ondulantes, montañas cubiertas de verde, mansiones asomadas a acantilados, había probado comida italiana, china, mexicana y había ido de compras a Beverly Hills. Tenía la sensación de que habían tirado de ella como si fuera una goma elástica y que ahora, de pronto, se había encogido y vuelto a la realidad.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Bootsey—. Supongo que la señorita Sabelotodo se habrá desvivido por ti, ¿verdad?

—Siempre con tus ocurrencias estúpidas. Un día esas gracias tuyas te meterán en líos. Lo he pasado en grande. Angel, quita toda esta ropa de en medio, ¿quieres? ¿Dónde está Doll? —preguntó Mildred.

—En K-Mart.

—¿Con qué y con quién?

—Ni idea —dijo Angel, absorta en una revista juvenil con los Jackson Five en portada.

—¿Y Money?

—Arriba, durmiendo. ¿Dónde va a estar? —dijo Bootsey.

—Pues que se despierte más aprisa que corriendo. Y mejor que lleve la ropa bien planchada. Os dije antes de marcharme que cuando volviera quería que todo lo de esta casa estuviera limpio y planchado.

—Pues estamos aviadas. ¿Qué hago primero, voy a despertar a Money o me pongo a planchar? —le soltó Bootsey con las manos en jarras, sonrisita desdeñosa y descargando todo el peso del cuerpo en una pierna.

Mildred le atacaba los nervios, siempre dándole órdenes como si ella fuera su esclava o cosa parecida. Desde que se había marchado Freda, Mildred no paraba un momento de atosigarla. Como se hubiera atrevido, Bootsey habría arreado a Mildred un mamporro en plena cara que se la habría dejado morada. Pero no se atrevía y lo máximo que podía hacer era chincharla. A Bootsey le gustaba que Freda se hubiera marchado, porque entonces ella era la mayor. Durante la ausencia de Mildred, había querido ocupar el papel de esta y había intentado hacerse la mandona con sus hermanas, aunque la mayoría de las veces la cosa acabó en discusiones o empujones. Bootsey estaba hasta la coronilla de su familia y hasta más arriba de la coronilla de oír a Mildred cantar las alabanzas de Freda un día sí y otro también. No hablaba de otra cosa. Que si Freda esto, que si Freda aquello. No había para tanto, la verdad. Freda era patizamba, morruda y tenía una cara como un pan y, además, durante todo el tiempo que fue al instituto no tuvo más que un novio, que encima la dejó para irse con una chica mayor y universitaria. Bootsey decía que, como se había ido a vivir a California, se figuraba que no había otra como ella.

—Mira, Bootsey, no hace falta que te pases el día entero de brazos cruzados, porque yo estoy cansada y no estoy para numeritos.

Bootsey desapareció escaleras arriba dándose grandes aires, pisando fuerte y hablando por lo bajo.

—Mama dice que te levantes, Money.

Estaba ciego. No se había quitado la ropa y ni siquiera estaba en su cama. A veces, cuando volvía a casa, se quedaba dormido en pleno día en el suelo de la sala de estar. En aquel momento estaba en una de las literas. Durante estos últimos tiempos estaba tan colgado que la mitad de las veces, cuando se despertaba, no sabía ni dónde estaba. Levantó lentamente la cabeza y se dio media vuelta.

—Mejor que te levantes antes de que suba la mama y te vea así.

—Ya voy —respondió arrastrándose fuera de la cama.

Se metió en el cuarto de baño y se refrescó la cara con agua fría. Parecía como si lo hubieran apaleado, incluso peor.

Cuando bajó, Mildred estaba hablando por teléfono.

—Quisiera saber qué cuesta alquilar una furgoneta hasta Los Ángeles solo ida.

Se quedó esperando la respuesta y de pronto descubrió a Money en la puerta. Al verlo, movió la cabeza para adelante y para atrás como diciendo: «Qué pena».

—He dicho solo ida. ¡Oh!

Mildred colgó el teléfono.

—Hijo mío, ¿has visto cómo estás?

—¿Qué tal, mama?

—Mejor que tú, eso desde luego.

—¿Qué es eso de la furgoneta?

—Nos vamos a California.

—¿Qué? —exclamó Money.

—Yo no —respondió Bootsey, entrando en la habitación con una funda de almohada en la mano—, yo no me voy a ninguna parte.

—¿Qué quiere decir que tú no vienes? Tú irás donde yo diga —replicó Mildred.

—Me caso.

—¿Qué?

—Lo has oído perfectamente, he dicho que me caso.

Money se dejó caer en el sofá. Sabía que aquello iba a ser un episodio más de aquel drama familiar que duraba desde hacía tanto tiempo. Estaba cansado de todos y de sus problemas. El único que había cambiado era él, pero a él no había quién lo escuchase. No querían enterarse de que estaba enfermo, de que no podía dominarse y lo más triste de todo era que ni siquiera sabía por qué. El único momento de tranquilidad que tenía era cuando se clavaba la aguja en la vena. De pronto toda aquella confusión, aquel barullo que reinaba a su alrededor, se aquietaba. Aunque a veces ocurría lo contrario: pensaba demasiado en todo y, para olvidarse de sus pensamientos, tenía que meterse más, más. La única esperanza que le quedaba era que no tardaría en llegar a un nivel en que ya todo se haría transparente y aquello terminaría de una vez.

Angel dejó la revista que estaba leyendo, quería enterarse de la conversación. Mildred se enteró por el ruido del papel, ya que tenía los ojos clavados en Bootsey.

—¿Estás embarazada?

—No, no estoy embarazada. Quiero a David y él me quiere a mí.

—¿Cómo hablas de amor con solo diecisiete años? ¿Quieres decirme qué demonios sabes del amor? Te tocan el culo y te da tanto gusto que crees que es amor. Eres como todos los Peacock. Todos tenéis el cerebro en el culo.

—No hacemos nada de lo que dices —mintió Bootsey con toda la cara.

La verdad, sin embargo, era que David le había dado algo que ni Mildred ni Crook le habían dado nunca. David era cariñoso, amable, simpático y la mimaba como no la había mimado nadie. Le daba todo lo que ella quería. Lo único que tenía que hacer era dedicarle una caída de ojos y recompensarlo con una de aquellas sonrisas persuasivas que imitaba de Mildred, y ya lo tenía metido en el bolsillo. Bootsey era una muñeca Barbie para David.

David hizo saber a Mildred desde el primer momento lo que sentía por Bootsey. Sabía que él era demasiado mayor para ella, pero le prometió que respetaría a su hija.

—Mejor que sea así, porque como venga preñada, te vuelo los sesos —le advirtió Mildred.

Mildred estaba sentada escrutando los enormes ojos negros de Bootsey. Habría sido estúpido querérsela llevar con toda la familia a California porque Bootsey se habría sentido muy infeliz. Una boca menos que alimentar, pensó Mildred.

—Está bien, cásate con él sí es lo que quieres. Te dejaremos en este pueblo miserable y púdrete en él. De todos modos, dime cuándo piensas casarte, si se puede saber.

—Cuando termine los estudios. Todavía no hemos fijado la fecha. Primero queríamos decírtelo a ti, conocer tu opinión.

—A mí el chico ese no me parece un golfo. En cualquier caso, tendrás mi bendición. Pero nosotros nos vamos dentro de seis o nueve meses, o sea que, si quieres que asista a la ceremonia, mejor que sea antes.

En los meses siguientes, a Money se le desarrolló un interés especial por la ferretería. Ya había desvalijado algunas casas de Strawberry Lane y llevaba en el maletero de su Nova herramientas por un valor de más de tres mil dólares cuando lo pararon en la carretera porque el tubo de escape soltaba más humo del debido. Lo metieron en la cárcel y Mildred lo sacó bajo fianza, pero le dijo que, como no se quitara de esa mierda antes de que llegara la hora de marcharse, lo dejaría plantado en plena calle Veinticuatro.

Money le prometió que se portaría bien e incluso se incorporó a uno de esos programas nuevos de rehabilitación, aunque le sirvió de poco porque la metadona distaba mucho de satisfacerlo y la adormidera lo tenía bien cogido con su puño de acero. Money había perdido hasta tal punto la voluntad que ya empezaba a pensar que lo único capaz de aportarle satisfacción completa era el abrazo de la muerte.

Angel y Doll estaban durmiendo tranquilamente en el piso de arriba cuando una noche Money abrió sigilosamente la puerta y desenchufó la tele en color. Angel, que siempre había tenido un sueño ligero, abrió los ojos pero no dijo palabra. Se limitó a observar. Money cargó la tele, cruzó la puerta y bajó de puntillas las escaleras. Angel se levantó de la cama, se quedó de pie en lo alto de las escaleras y oyó ruido de cajones y armarios que se abrían y cerraban. Angel sabía qué buscaba su hermano: los objetos de plata de Mildred, es decir, la vajilla que le habían regalado cuando se casó con Rufus. Estaba por estrenar porque no había tenido nunca ocasión de utilizarla. Money encontró el estuche debajo del armario de la porcelana y ya lo estaba metiendo en una funda de almohada cuando Angel bajó. Como no se sabía vigilado, tuvo un sobresalto.

—¡Serás imbécil, yonqui de mierda, ya estás dejando esa tele en su sitio y la vajilla de plata de la mama lo mismo! Va en serio, Money. ¡Déjalo todo en su sitio!

A Angel le dolía ver que su hermano había caído tan bajo. Ya lo había descubierto en otra ocasión, cuando vivían en la calle Treinta. Entonces Money había empeñado el anillo de diamantes que Billy había regalado a Mildred con motivo de la boda y esta se pasó tres días buscándolo porque no recordaba dónde lo había puesto.

—Fuiste tú, ¿verdad? —le había dicho Angel—. A mí no me mientas, Money. Solo te digo una cosa: tienes veinticuatro horas para devolverlo a casa.

Money estaba tan ciego cuando ella se lo echó en cara que no tuvo más remedio que admitirlo. Le pidió por favor que no dijera nada a nadie, pero esta vez había llevado las cosas demasiado lejos.

—No se lo robo, Angel, lo cojo prestado hasta mañana. La mama no se dará ni cuenta. Se lo devolveré.

—¡Maldita sea! Déjalo en su sitio ahora mismo o subo arriba y la despierto —dijo Angel, señalando las escaleras.

—¡Está bien, está bien, está bien! —dijo Money muy confundido—. Pero ¿qué haré?

Se veía tan desesperado, tan impotente como si no tuviera un solo amigo en el mundo. Miró a Angel como si fuera su única salvación.

—¡Pues sufrir! Como sufrimos todos —fue lo que ella le respondió.

Angel esperó a que lo hubiera colocado todo en su sitio y después volvió a la cama. En cuanto a Money, se metió en el cuarto de baño de la planta baja y cerró la puerta.

Angel no podía dormir. Pasó casi una hora y ya empezaba a hacerse de día. Se levantó, pues, y bajó a ver qué hacía Money. No lo vio en ninguna parte, pero tampoco lo había oído salir. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Llamó con los nudillos y no obtuvo ninguna respuesta. Volvió a llamar.

—¡Money! ¿Estás aquí?

Intentó abrir pero la puerta estaba cerrada por dentro. Al ver que no obtenía respuesta, salió fuera descalza para mirar a través de la ventana del cuarto de baño. Como la hierba estaba cubierta de escarcha, para no helarse los pies tenía que ir dando saltos y, como la ventana estaba muy alta, volvió a entrar dentro, sacó del armario unos zapatos viejos de Mildred y cogió una silla de la cocina, que arrimó a la pared exterior. Al final, cuando Angel consiguió ver algo a través del cristal empañado de la ventana, descubrió a Money, inconsciente, tendido en el suelo. Vio una jeringuilla y como del brazo de su hermano salía un hilo de sangre. Empujó la ventana y se deslizó por ella, agarró a Money y lo sacudió con fuerza. En el primer momento creyó que estaba muerto, pero sintió un inmenso alivio cuando le notó el pulso. Enseguida le mojó la cara con agua fría y comenzó a gritar para pedir ayuda. Money todavía no había abierto los ojos cuando Angel abrió la puerta del cuarto de baño, cerrada por dentro.

—¡Mamá! ¡Dolí! ¡Bootsey! Avisad una ambulancia. ¡Money está mal!

Todas se precipitaron escaleras abajo y Mildred telefoneó inmediatamente al hospital.

No había terminado el día y Money volvía a estar en casa como si tal cosa. Y antes de que hubiera terminado la semana estaba de nuevo en la cárcel. Había robado otro televisor en color, esta vez de casa de Howard Johnson. Se planteaba la cuestión de si tendría que ir o no a prisión, ya que había sido condenado por dos delitos y, si los tribunales declaraban a Money delincuente habitual, podían condenarlo a cadena perpetua. Por la razón que fuera, fijaron la fianza solo en trescientos setenta y cinco dólares. Mildred empleó el dinero que tenía reservado para el alquiler y el teléfono en sacarlo de la cárcel. Pensaba que, si conseguía llevarse el chico a California, quizá todavía podría salvarse.

—Te lo advierto —le dijo Mildred cuando iban camino de casa—. Es el último dinero que me gasto para sacar tu culo de la cárcel. Me importa una mierda que te drogues, métete toda la droga que quieras pero, si estás a la sombra cuando nos vayamos, te pudrirás aquí. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Money asintió con la cabeza.

A finales de agosto Mildred todavía no había resuelto de qué modo reuniría el dinero suficiente para todos los gastos. El tiempo se le echaba encima. Ya había anunciado a media ciudad que se iban antes del Primero de Mayo. Pero de pronto se le ocurrió una solución: empeñaría la vajilla de plata, los dos anillos de boda y el tocadiscos y vendería la lavadora (que no era suya), además de la cocina y la nevera, todo lo cual sirvió para añadir únicamente cuatrocientos nueve dólares al total.

Mildred sabía mentir con cara de póquer y esto fue exactamente lo que hizo cuando dijo a la agencia de alquiler de furgonetas que solo pensaba llegar a Detroit.

Para sorpresa de Mildrey, Money hizo honor a su palabra y acudió a un programa de rehabilitación con metadona y, cuando su madre le dijo que probablemente no cabrían todos en la furgoneta, incluso se las arregló para poner su Chevy 1960 en condiciones. Angel y Doll viajarían con él. Pese a que Mildred había disparado contra Deadman unos años atrás, ella y la madre de este, Minnie, seguían siendo amigas, y el hermano mayor de Deadman, Porky, se ofreció a conducir la furgoneta si le pagaba el autobús de vuelta. A Porky le daba miedo el avión.

—¡Trato hecho! —había dicho Mildred.

Mildred sabía que Porky no tenía otra cosa que hacer y que no se había aventurado nunca más allá de Toledo.

Las dos únicas personas que Mildred echaría de menos serían Curly y Buster. Curly, por su parte, estaba encantada, porque ahora tendría una excusa para ir a visitar a alguien más aparte de sus aburridos parientes de Alabama. En cuanto a Buster, que se había jubilado y que ahora pasaba gran parte de las horas libres de verano cultivando la tierra —destilando licor de patata y maíz—, se puso muy contento al ver que su hija favorita iba a tener una oportunidad en esta vida. Sabía que en Point Haven no tenía ninguna y también que necesitaba un marido como el pan que comía. A Miss Acquilla todo aquel asunto la tenía sin cuidado. Ella se limitaba a sentarse en el porche delantero de la casa, a escupir tabaco, a balancearse en la mecedora y a escuchar a los Detroit Tigers desgañitándose en su transistor.

Bootsey decidió que se casaría el día de la Fiesta del Trabajo.

—¡Pues vaya! —exclamó Mildred—. Has tenido todo el invierno y toda la primavera para casarte y yo ya te había dicho cuándo pensaba marcharme. ¿O no?

—No importa. Estarán su padre y su madre —dijo Bootsey.

Mildred le respondió que le encantaría celebrar el primer aniversario de la boda o el nacimiento del primer niño, fuera lo que fuese lo que ocurriera primero. La verdad era que Mildred no soportaba la idea de estar presente en una iglesia llena de flores, ya que le recordaba un funeral, aunque lo único que ocurría era que otra de sus hijas seguía su camino. Quería que Bootsey se diera cuenta de que perdía una madre, no que ganaba un marido, que fue lo que sintió exactamente cuando vio desaparecer a su familia por el camino del garaje.

Tardaron cuatro días en llegar a Los Ángeles. Entre aprovisionarse de alcohol para ella y Porky, alimentar a los niños y llenar de gasolina el tanque de la furgoneta y el del Chevy de Money, que parecía que se la tragaban, quedaba tan poco dinero que Mildred no se lo podía creer.

Freda los recibió en la puerta principal. Se había mudado a un apartamento más grande y, para contrariedad de Mildred, el edificio no tenía piscina.

—Niña, espero que tengas algo de dinero en casa porque estoy sin un chavo. Me he tenido que gastar hasta el último cuarto en gasolina y comida y ahora necesito beber algo.

Fue lo primero que Mildred dijo a su hija, pero a Freda no le importó, porque se sentía muy contenta de volver a ver a todos. Le contrarió, sin embargo, saber que Bootsey se había casado y se había quedado en Point Haven.

Mildred nunca se había desenvuelto bien en los sitios donde había demasiada gente. Ya de niña, cuando tenía que compartir la cama con sus dos hermanas, a veces cogía un montón de ropa vieja y dormía en el suelo para tener un poco de sitio para ella sola. El apartamento de Freda, con un solo dormitorio, no era muy diferente. Allí debían de acomodarse seis personas. Y como Mildred estaba arruinada no podía pagar a Porky el billete de vuelta a Point Haven.

Después de una semana de vivir entre cajas y prendas desparramadas por toda la sala de estar, mientras Mildred y Porky discutían sobre cuál de los dos se había tomado el último trago, Angel y Doll gritaban como histéricas sobre qué programa querían ver en la tele y Money, asqueado de todo y de todos pasaba el tiempo con expresión ausente y deprimida, Freda decidió que establecería unas normas y que las haría respetar. Habló igual que su madre.

—Os voy a decir una cosa. Esta casa es mía y estoy encantada de teneros a todos aquí. —Aunque después de echar una mirada a Porky, rectificó—: Bueno, casi a todos…, pero estas peleas, estos gritos y el hecho de que os comportéis como unos patanes me ataca los nervios. Cuando vuelvo del trabajo y de las clases, estoy cansada. Me estáis echando de casa y comiéndoos mi dinero. Mira, Money, quiero que mañana cojas un periódico y comiences a buscar trabajo. Se han terminado las vacaciones. Y en cuanto a ti, mama, me parece que no eres una inútil, o sea que tampoco te perjudicará buscarte un trabajo. Vosotras, niñas, podéis quedaros aquí hasta que encontréis un sitio decente donde vivir, pero mientras estéis bajo este techo tenéis que comportaros de manera más civilizada. ¿Me habéis entendido todos?

El sí fue general, incluida Mildred.

Pero todo siguió igual. Una semana después, Freda tuvo la sensación de que estaba volviéndose loca. Pensándolo bien, quizá no había sido tan buena idea que su familia fuera a vivir con ella. Y además, ¿por qué a su madre se le había ocurrido recorrer tres mil kilómetros sin dinero en el bolsillo?

—¿Dónde está la gente de color? —quiso saber Angel.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que somos negros, no gente de color? —dijo Freda.

—¿Dónde está la diferencia? —dijo Angel.

Freda, frustrada, se encogió de hombros. Angel y Doll no hacían más que hojear revistas en busca de nuevos peinados. Freda planchaba y, en cuanto a Mildred y Porky, estaban fuera de combate. Nadie sabía dónde estaba Money.

—No vayas a decirme que no has visto negros por los alrededores —dijo Freda—. En el vecindario los hay a montones.

—Dime dónde, porque yo solo he visto blancos y chinos.

—¿Tienes algo contra los blancos y los chinos?

—Nada, pero prefiero a la gente de color.

—¡Y tú, Doll! —exclamó Freda—, ¿quieres decirme cuándo piensas quitarte esos rulos? Hace tres días que los llevas puestos.

—Me los quitaré cuando vaya a alguna parte. Aquí está todo tan caro que, como no tengas dinero, no puedes hacer nada.

—Ocurre lo mismo en todas partes —replicó Freda.

—No, en todas partes no. En casa no teníamos dinero y podíamos hacer muchas cosas.

—Dime una.

—Íbamos a casa de amigos, patinábamos sobre hielo…

—Solo hace una semana y media que estás aquí. ¿Cómo quieres ir a casa de amigos si no conoces a nadie?

—Pues es lo que yo digo, que me quitaré los rulos cuando tenga que ir a alguna parte.

Cuando aquel día Freda llegó del trabajo vio que la furgoneta no estaba aparcada frente al edificio o por lo menos no estaba en el mismo sitio donde había estado las dos últimas semanas.

—Mama, ¿habéis cambiado la furgoneta de sitio? —preguntó cuándo subió al piso de arriba.

—¿Qué quieres decir con eso de que si hemos cambiado la furgoneta de sitio? ¿No está ahí fuera? ¿Que la furgoneta no está ahí fuera? No me engañes —dijo Mildred levantándose del sofá y acercándose a la ventana—. Dime que mientes, Freda.

—¿Qué ha pasado con la furgoneta? —preguntó Freda. Aquello le olía a chamusquina—. ¿Qué ha ocurrido, mama?

—¡Maldita sea! Les dije que iba a Detroit. ¿Sabes qué me habría costado si les digo que vengo hasta aquí? Mira, como se lo hubiera dicho, aún seguiría en aquel maldito pueblo. ¡Mierda! Es lo último que me esperaba.

Freda se fue directa al teléfono, marcó el número de la oficina más próxima de la empresa de la furgoneta y les contó lo ocurrido. Le dijeron que la tenían ellos y que no pensaban devolverla ni tampoco su contenido sin un talón conformado de trescientos veintiocho dólares. Cuando Freda le comunicó la noticia, Mildred todavía se puso más histérica.

—¿Quieres callarte de una vez, mama? ¿Cuándo te meterás en la cabeza que no puedes salir adelante dándotelas de listilla? ¡Mierda! ¿No has pensado que alguna vez conviene decir la verdad y hacer bien las cosas aunque solo sea para variar?

—¡Basta ya de tacos y de decirme lo que tengo que hacer! ¡No sé si te has enterado de que soy tu madre!

Mildred se echó a llorar.

¿Qué harían ahora? ¡Ojalá no hubieran hecho aquel viaje! Siempre había pecado por hacer las cosas demasiado rápido y ahora pagaba las consecuencias.

—Deja ya de llorar, ¿quieres? No te preocupes, que ya pensaré algo porque, como lo tenga que pagar yo, vais a la calle. No voy a dejar que por culpa vuestra me encierren en un manicomio —gritó Freda.

El día siguiente Freda no fue a trabajar. Fue a su banco y pidió un préstamo personal de setecientos dólares. Dejó en su cuenta cien dólares de los quinientos que tenía. Tres días más tarde le concedían el préstamo y entre tanto llevó a Mildred y a las niñas en autobús a una zona conocida con el nombre de la «Jungla» en la que vivían muchos negros. Freda les buscó un apartamento de tres habitaciones piscina incluida.

Hizo una transferencia de quinientos cincuenta dólares al nuevo arrendatario de Mildred, pidió un talón conformado para la empresa de la furgoneta y dio a Mildred la cantidad restante después de poner a Porky en un autobús con destino a Point Haven. Aquella noche, sola en su apartamento por primera vez después de tres semanas, Freda se fumó un porro de hierba colombiana, que guardaba en una caja de zapatos escondida bajo el sofá, hasta apurarlo. Se tomó dos vasos grandes de helado de fresa y se quedó dormida como un tronco, sola, en su propia cama. Fue una sensación muy agradable.

La vida se había simplificado de nuevo, sobre todo desde que su familia se encontraba a una distancia de cuarenta y cinco minutos en autobús. Freda lo había planeado expresamente. Los quería muchísimo, pero estaba contenta de que se hubieran ido, en tanto que ellos se sentían en el séptimo cielo desde que se habían trasladado a aquel edificio. Alrededor de la piscina había luces rojas y azules y grandes bananeros y Angel y Doll iban a un instituto que las chiflaba porque todos los alumnos eran negros. Frente a la puerta de Mildred siempre había moscones adolescentes y el teléfono no conocía descanso. Mildred encontraba simpáticos a sus vecinos y, para sorpresa suya, no eran fisgones. Aquello no tenía nada que ver con las casas baratas, aunque Mildred no sabía cuánto tiempo duraría en un apartamento, echaba de menos su jardín.

A Money no le gustaba la ciudad de Los Angeles y no se preocupaba de encontrar trabajo. Había dicho a Freda que Los Ángeles era una ciudad demasiado grande para él. No se acostumbraba a pasearse arriba y abajo de las calles sin que nadie supiera quién era. La verdadera razón de que no le gustara Los Ángeles era que allí le resultaba más difícil encontrar droga. La heroína no era tan corriente allí y, hasta que se fueron a la «Jungla», Freda no se dio cuenta de que le habían desaparecido todas las pastillas de Darvon salvo dos. Pese a todo, no quiso decir nada a su hermano porque ya empezaba a hartarse de sermonearle por sus problemas.

Mildred lo pasó fatal buscando trabajo. Tenía la impresión de que todos los anuncios del periódico solicitaban el tipo de experiencia que ella precisamente no tenía. En Los Ángeles no había fábricas —o por lo menos no se anunciaban en el periódico— y, a la que Mildred descubría alguna, siempre estaba en el valle de San Fernando. Para trasladarse a la zona había que tener coche, y aquella era una compra que ella reservaba para un futuro. Una vez fue en coche hasta el valle y quedó impresionada ante las casas maravillosas donde vivían los negros. Mildred se dijo que tan pronto como saliera de pobre, aquel era el sitio donde quería vivir. Pero el momento todavía no había llegado y entre tanto hizo lo más sensato para asegurarse el día a día: firmó una solicitud de ayuda en la oficina de beneficencia del condado.

Para rebajar los gastos, Mildred intentó proponer a Freda que se fuera a vivir con ellos, pero Freda le respondió que había decidido cambiar, que acababa de presentar una solicitud de ingreso en la Universidad de Stanford y que quizá se iría de Los Ángeles.

—¡Pero si acabas de llegar!

—Hace tres años que vivo aquí, mama.

—Bueno, los que acabamos de llegar somos nosotros.

—¿Y qué?

—¿Qué quiere decir ese y qué?

—Mira, mama, en la Universidad de Stanford tienen un programa especial para minorías y es una de las universidades punteras de Estados Unidos. Cumplo los requisitos y no puedo dejarme perder una oportunidad como esta. Es posible que me den una beca y que además me paguen la matrícula. Pero claro, eso sí consigo entrar.

—¿Y dónde está la Stanford esa?

—En Palo Alto.

—Pues me quedo igual.

—Tú sabes dónde está San Francisco, ¿no? Cerca de aquí.

—Sí, para arriba. Siete horas desde aquí tirando bajo, ¿no es eso?

—No, para ser exactos, seis horas. Pero solo a una hora de avión.

—¿Es así como piensas pasarte el resto de tu vida? ¿Yendo de aquí para allá?

—Oye, mama, yo voy a estudiar.

—Lo único que me pregunto es cómo esperas encontrar un marido si no paras en ningún sitio.

Freda se limitó a hacer unos movimientos con la cabeza.

En abril recibió la carta de aceptación y ya no hubo nada que le impidiese ir hacia el norte.

Mildred volvía a sentirse contenta y a la vez disgustada.

—No sé por qué no puedes ir a UCLA, con la de jugadores de baloncesto guapos que hay allí. En eso tendrías que pensar, en buscar a un hombre que tuviera cerebro en la cabeza y dinero en el bolsillo. Antes de que te des cuenta habrás cumplido los veintidós años, niña, y aunque tengas toda la cultura de este mundo, con ella no harás hijos ni serás más feliz por la noche. Que no se te olvide cuando estés estudiando.

Mildred estaba sentada junto a la piscina; llevaba pantalón corto. Seguro que el sol sentaría bien a sus piernas. Se sentía a gusto con la vida en términos generales. A Freda le encantaba vivir en la parte norte de California y le iban bien los estudios. Money había vuelto a Point Haven y, de momento, Mildred no tenía noticias de que se hubiera metido en ningún lío. Bootsey estaba embarazada. Angel se había introducido tanto en el instituto que había sido elegida delegada de clase. En cuanto a Doll, había sido elegida la chica más guapa del curso. Las facturas se iban pagando y ella hacía un montón de tiempo que no tomaba una sola píldora para los nervios y, aunque de momento todavía no había encontrado al hombre ideal, el agua de la piscina le daba todo cuanto le hacía falta, es decir, un poco de tranquilidad.

—¡Hola, Milly! —la saludó su vecina, Sheila.

Acababa de tener un niño y seguía moviéndose de acá para allá como si todavía estuviera de nueve meses.

—¡Hola, bonita! ¿Qué te cuentas?

—Piles tengo una cosa para decirte. Nos mudamos: yo, William y el niño. Hemos encontrado una casa en el valle, nos hemos acogido al programa para familias de renta baja. Tendrías que probar, Milly, porque tú reúnes las condiciones. Sigues cobrando el subsidio del condado, ¿no?

—¡Y que lo digas, hermana! No encuentro ningún trabajo que me saque del pozo. Conque dices que tendrás una casa, ¿no?

—Sí, y fíjate en esto.

Sheila mostró a Mildred el folleto donde se daban todos los detalles. Lo único que se necesitaba era entregar quinientos dólares. ¡Quinientos dólares! ¿Y a cambio tendría una casa completa?

Invirtió los dos cheques siguientes en la entrada.

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