Mama

Mama


Capítulo 13

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Capítulo 13

—¡AY! ¡Coño, Freda! Un poco de cuidado, niña. ¿Qué quieres? ¿Arrancarme los sesos?

—De acuerdo, pero procura estar un poco quieta, ¿quieres? ¿No quieres estar guapa? Pues esto vale un precio. Ya te he dicho que te dolería. O sea que quieta de una vez.

Freda empujó la cabeza de Mildred para atrás, se escupió en el dedo índice y humedeció las cejas de Mildred, pese a que antes ya se las había untado con vaselina.

Por fin Mildred había conseguido acorralar a Freda para que le depilara las cejas. Se iba a celebrar la ceremonia de la graduación de Angel y, según dijo a Freda, quería estar lo más sofisticada posible.

—Mira, puede haber algún divorciado guapo. No se sabe nunca. Cuando los hijos acaban el bachillerato lo más probable es que los padres hayan llegado a un punto en que ya no puedan soportarse ni en pintura.

—Abre los ojos y mira para arriba —le dijo Freda.

Miraba la cara de su madre como si fuera su creación.

—Ya sé que eres más lista que el hambre, Freda, pero he visto cómo escondías aquellos pendientes con el pedrusco azul. ¡Ay, no te pongas nerviosa! No te los pido, lo único que quiero es que me los prestes porque hoy me gustaría ponérmelos. ¿La piedra es una turquesa?

—Sí y hazme el favor de no moverte.

Freda entró en el cuarto de baño y volvió con la bolsita de plástico, de la que sacó los pendientes de plata y turquesa.

—Ahí tienes —le dijo, dándoselos a Mildred—, pero los quiero de vuelta.

Mildred los dejó sobre la mesa e inclinó la cabeza para atrás como si estuviera en la silla de un dentista.

Freda ya había perdido la cuenta de los pendientes y sostenes que había dado a su madre. Sabía lo ladina que era Mildred cuando se trataba de sonsacarle las cosas que más le apetecían. Pero aquellos pendientes no pensaba regalárselos.

Desde que Freda se había mudado no habían tenido muchas ocasiones de verse. Algunos fines de semana iba al valle en el coche que Mildred se había comprado con parte del dinero de la indemnización. El último mes de octubre un borracho había agredido a Mildred justo cuando cruzaba la calle delante del súper. Había sufrido un pinzamiento en un nervio del cuello y, siguiendo los consejos de sus amigos, había conseguido cuatro mil dólares en concepto de daños y perjuicios. Esto permitió a Mildred liquidar un montón de facturas, pintar las persianas, lijar y barnizar la puerta de la calle, arreglar el jardín y comprar a Freda un coche de segunda mano. Se lo habría comprado para ella, pero a Mildred le ponía muy nerviosa conducir en una gran ciudad, aparte de que no tenía carnet.

Hacía casi un año que vivían en el valle, en aquella casa de color verde oliva. Estaba rodeada de rosales, bananos y palmeras, tenía una piscina ovalada en la parte de atrás y desde la casa se tenía una vista panorámica de las montañas. Mildred sentía que por fin tenía un lugar en el mundo.

A menudo los amigos de Freda recorrían los cincuenta kilómetros que separaban el valle de Los Ángeles para cuando ella visitaba a su madre, y a veces, cuando Freda no estaba, iban solo por ver a Mildred. Envidiaban a Freda porque tenía una madre con mucho mundo. Mildred era para ellos como una sustituta de la madre ideal. Ella les hacía sentirse a gusto, no decía nada si se fumaban un porro en el jardín de atrás y, para compensarla de alguna manera, solían obsequiarla con botellas de alcohol. Los días de fiesta solían aparecer con cajas de scotch del bueno o sobres cerrados en los que había dinero. Habían emigrado a Los Ángeles desde pequeñas ciudades de Estados Unidos para escapar de la vida banal que llevaban y tener oportunidad de instruirse.

Cada vez que Freda iba a visitarlos, se pasaba la mitad del día tumbada junto a la piscina bebiendo tequila, fumando cigarrillos y embadurnándose el cuerpo con manteca de cacao hasta que parecía un pan recién salido del horno. Cuando le dijeron que tenía que leer catorce libros en catorce semanas, abandonó la marihuana. Consideró llegado el momento de aguzar la memoria aunque solo fuera para variar.

—¿Tienes pensado lo que quieres ser? —le preguntó Mildred la última vez que se vieron—. Vas para los veinticuatro y me parece que ya tendrías que saberlo, ¿no te parece?

—Estoy pensando en sociología. Sé que no puedo cambiar el mundo, pero puedo aportar mi granito de arena. Has leído algunos de mis poemas, ¿verdad, mama?

—Sí, y son una maravilla, niña. Los enseño a todo el mundo —dijo Mildred—. Los tengo metidos en un gran sobre que guardo en el armario con los documentos importantes.

—Pero como poeta no me ganaré la vida. ¿Te había dicho que escribí un editorial para el periódico de la universidad?

—¿Qué escribiste qué?

—Un editorial, o sea un artículo en el que das tu opinión sobre un determinado asunto. A mí me encanta escribir, me ayuda a expresar lo que llevo dentro. ¿Quién sabe? A lo mejor me hago periodista. Todavía no lo sé. De todos modos, el semestre que viene lo tengo que decidir.

—Pues mejor será que te apures un poco, hermana. No te vayas a pasar la vida sin marido. Dentro de nada cumplirás los treinta y la última vez que fui a verte no fue precisamente hombres lo que vi alrededor de tu casa.

—Mama, tengo tiempo de sobra para encontrar marido.

—¿Ah, sí? Pues estoy esperando que me traigas algún tío a casa y me lo presentes.

Fue exactamente lo que hizo Freda en aquel viaje. Mildred ya había oído hablar de Delbert por teléfono; solía ser la primera palabra que salía de la boca de Freda.

—Encuentro que tiene un nombre un poco pueblerino para ser de ciudad, ¿no te parece? —había comentado Mildred—. ¿Tiene los dientes blancos y bonitos? ¿Cómo tiene el pelo? No me vengas con nietos que no tengan el pelo rizado, ¿entendido? No los soporto. Supongo que tampoco tendrá piernas de pajarillo. Lo que necesitamos en esta familia son huesos fuertes. Aparte de que imagino que medirá como mínimo un metro ochenta y será negro como la noche, ¿o no?

Mildred conocía bien a su hija. Delbert era alto y delgado, tenía la piel del color del chocolate amargo y los rasgos de la cara tan peculiares y marcados que al principio Freda no se dio cuenta de que fuera tan guapo. Con Delbert, sin embargo, conoció el verdadero placer, los orgasmos múltiples. A partir de aquel momento cada vez lo encontraba más guapo. Con el paso del tiempo, Freda llegó a la conclusión de que Delbert era el chico más guapo que había visto en su vida. Él le dijo que era fotógrafo y que estudiaba cine, aunque le ocultó que era epiléptico. Sin embargo, el hecho de descubrirlo no hizo variar los sentimientos de Freda, que consideraba que tenía carisma. Y también había que tener en cuenta el Porsche rojo que conducía, aquel control que tenía con el cambio de marchas y el hecho de que alcanzase los ciento veinte en las curvas, además de los guantes de piel que recubrían sus largos dedos y aquella mirada triste de sus ojos de mapache. Freda lo encontraba irresistible.

Delbert veía a Freda guapa, atractiva, lista y apetitosa y estaba locamente enamorado de ella. Era una suerte haberla conocido. A pesar de que iba a una universidad de pijos, sabía pasárselo bien. De hecho, era lo único que hacían juntos: pasárselo bien. Delbert introdujo a Freda en la cocaína y ella se aficionó. Aparte de esto, era una chica llena de brío y de energía. Siempre estaba a punto cuando Delbert le decía:

—¿Vamos?

Normalmente pasaban el tiempo en la cama, despiertos hasta que amanecía, haciendo rayas, tomando tequila, jugando al backgammon y haciendo el amor.

A Mildred le cayó fatal en cuanto lo vio y, aunque procuró que no se notara, era obvio. La primera vez lo ignoró, lo que hizo que Delbert se sintiera tan incómodo que a duras penas pudo terminarse la comida que Mildred había preparado expresamente para él y Freda.

—Me parece que no te irían mal unos kilitos de más —le dijo Mildred finalmente.

—Tiene poca importancia lo que coma, señora Peacock, siempre peso lo mismo. Desde que iba al instituto peso lo mismo.

Mildred se limitó a mirarlo como diciendo: «¿Te figuras que soy idiota o qué?»

Sabía que el chico se drogaba, saltaba a la vista. Esperaba que Freda no fuera tan tonta que no lo viera y que no se dejase influenciar. Mildred aún le dedicó alguna frase, pero Delbert ya se había dado cuenta de que no era santo de su devoción. Cuando el chico se ofreció a retirar las cosas de la mesa, Mildred le dijo que no se preocupase y que podía ir a sus asuntos ya que no iba a ir a la ceremonia de su graduación.

—¡Adiós, preciosa! —dijo Delbert a Freda y le dio un beso lento y húmedo.

Mildred tragó saliva. Tuvo sensación de vómito. En cuanto oyeron que enfilaba el camino del garaje, Mildred se sirvió otro trago y se sentó para que Freda le depilara las cejas.

—Este te tiene sorbido el seso, ¿verdad? Es un adicto a las drogas. O por lo menos lo parece. Este es tu problema, como el de Bootsey, a decir verdad. Prueba una buena polla y pierde el mundo de vista. Supongo que debe de ser el único entretenimiento de la ciudad. Pero si quieres escuchar a tu madre, piensa que si tienes los ojos bien abiertos, siempre puedes encontrar algo mejor. En cuanto a ese que me has traído a casa, parece un pollito recién salido del cascarón, en fin, un memo. Oye una cosa, ¿no podías encontrar nada mejor que esto?

Mildred se volvió a Angel y a Doll como buscando apoyo. Angel se estaba soplando las uñas para secárselas y Doll estaba muy atareada arreglándose el cabello.

—Yo no diría que es un memo. Pero ¿por qué no mides tus palabras antes de herir los sentimientos de Freda, mama? Después de todo, es su novio. O sea que mejor que vayas con un poco de cuidado —dijo Angel.

—Por lo menos tiene un coche despampanante —intervino Doll.

A ella le pirraban este tipo de cosas.

—Mama, yo nunca te he dicho nada sobre los hombres con los que te has casado. Eso creo, vamos. A mí Delbert me gusta, mejor dicho lo quiero y es probable que me case con él, o sea que mejor que te acostumbres a su presencia.

—Sí, claro, te gusta —dijo Mildred echándose a reír—. Nunca me había figurado que algo era mejor que nada, pero supongo que el macaco ese acabará gustándome y todo. Por lo menos que no te maltrate. Es lo único que puedo pedir. Como haga una sola cosa contra ti, coges el teléfono y me llamas y te juro que le vuelo los sesos y se los hago polvo. Anda, échame un trago.

Mildred se sentía un poco intranquila. Freda había traído a su novio a casa para que le diera su aprobación y otra de sus hijas se graduaba el mismo día. Pero no era solo esto lo que la inquietaba. También estaba el asunto de Money. No quería amargar a sus hijas diciéndoles que volvía a estar en la cárcel, condenado de uno a tres años por violación de la libertad condicional. Desde que Mildred se había levantado por la mañana, cada quince minutos aproximadamente se había llenado su taza con whisky de doce años.

Durante la ceremonia de graduación lloró tanto que se le corrió todo el maquillaje pese a que Freda le había hecho quitar una capa porque, según le dijo, se había pasado. Cuando volvieron a casa, Mildred se precipitó a la cocina para calentar toda la comida que había preparado por la noche: pasteles de patata dulce, judías de careta, berzas y verduras, pollo frito y hasta picadillo que no comería nadie más que ella. En la familia no había nadie que quisiera comer cerdo desde que Freda les había hecho las correspondientes explicaciones acerca de esos animales.

Freda había invitado a todos sus amigos; Delbert llegó ciego de coca y no podía estar quieto un segundo en el mismo sitio; el novio de Angel, Willie, estuvo todo el rato sentado en una silla, totalmente desplazado, no se quitó su sombrero de gángster y se mostró tan poco sociable como siempre. En cuanto a Doll, se había traído a su último amiguito, Richard, cuya compañía había frecuentado los últimos meses. Tenía la piel más oscura que Delbert pero a Mildred este le gustaba. Tenía los dientes blancos y bien alineados, cabello ondulado y negro como el azabache, era bien educado e iba todos los domingos a la iglesia. Mildred rezaba para que Freda no acabara casándose con aquel monstruo de la laguna negra; Freda se merecía algo mejor. En un aspecto, Mildred estaba contenta de que Angel siguiera las huellas de su hermana mayor. De momento ya la habían admitido en UCLA.

Todo el mundo se lo estaba pasando en grande, nadando, bailando en traje de baño, fumando porros y bebiendo. La música era tan estridente que a duras penas se podía oír lo que te decía el que tenías enfrente. Mildred estaba sentada en el jardín y seguía tomando whisky de doce años a pequeños sorbitos. No podía apartar los ojos de sus tres hijas. Estaba allí sentada observándolas como una tonta hasta que la escena pudo más que ella.

Decidió abandonar el grupo no sin antes pedir a Freda que no apartara los ojos de las costillas que chisporroteaban en el hibachi. Entró en la casa, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta tras ella. Se miró en el espejo. No entendía por qué se sentía tan triste. Tenía los ojos empañados. Detectó una cana y se la arrancó.

—He perdido a dos hijos y empecé con cinco. ¡Mierda! —dijo a su imagen, que ahora veía borrosa.

Mildred se había olvidado por completo de aquellas clases de mecanografía con las que se suponía que tenía que empezar y había ocupado un puesto en una fábrica improvisada en la que hacían electrodomésticos: cocinas, neveras, lavadoras, secadoras…, todo tipo de cosas. Fue contratada como inspectora. Su trabajo consistía en comprobar si cada pieza estaba montada como correspondía y soldada de acuerdo con el esquema que tenía junto al brazo derecho. Como le hacían un veinticinco por ciento de descuento, Mildred se compró una cocina nueva. Aprovechó también la amistad con su jefe, Big Jim. Se había dado cuenta de que le gustaban las negras por la manera que tenía de facilitarle las cosas. A veces le compraba un bocadillo, café o bollos y hacía como que no se daba cuenta cuando Mildred alargaba más de la cuenta los descansos. Siempre se ofrecía a llevarla en coche a casa.

Big Jim era un hombre de un metro ochenta, no gordo, aunque sí corpulento. Era como una versión ampliada de Wayne Newton, bigote incluido. Angel y Doll no le habían hecho nunca mucho caso hasta que vieron que un día llevaba a su madre a casa y que esta lo invitaba a entrar. Las dos empezaron a sospechar cuando vieron que Mildred les presentaba a Big Jim no como su jefe sino como su amigo. Al principio se figuraron que había ido a arreglar algo, lo cual era verdad en parte, aunque no se trataba de ningún aparato. Big Jim no se quedó mucho rato, aunque el suficiente para soltar a Mildred un billete de cien dólares destinado a ayudarla a solucionar algún problema que ella le había contado. Mildred lo acompañó después hasta el coche y le dio un beso discreto en la mejilla, lo que contribuyó a que él dijera que, en caso de que alguna vez necesitase algo, no dudase en pedírselo. A Angel y a Doll no les cabía en la cabeza que Mildred se encontrara tan apurada.

—Mama, no te habrás vuelto loca, ¿verdad? —preguntó Angel.

—¿Qué quiere decir eso de que no me he vuelto loca?

—¡Ese hombre es blanco! ¿Qué pensará Freda? Ya sabes qué dice de las blancas que van con negros, ¿qué te parece que dirá cuándo se entere de que su madre se ha liado con un blanco? A veces me das asco, ¿sabes?

—¡Cuidado con lo que dices! Me importa tres pepinos lo que diga Freda. ¿Le digo yo algo sobre el parapléjico ese con el que sale? No, no le digo nada. Y además, ¿quién es ella? Big Jim es un hombre agradable, aparte de que quiero aclararte una cosa: el color de la piel no tiene ninguna importancia. Aquí está el error de la gente. Todo el mundo está pensando siempre en el color. Y otra cosa, como no fuera por él, ahora estaríamos todos a oscuras, o sea que la boquita cerrada y servidme otro trago.

Big Jim se encargó de costear el primer viaje que hicieron Angel y Doll a Point Haven. Ahora aquel hombre les gustaba, habían tenido una revelación repentina. El hecho de que fuera blanco no quería decir que no fuera humano. Hablaba igual que todos los hombres, actuaba como todos los hombres, incluso tenía sentido del humor. Aparte de esto, tenía una cosa de la que carecían todos los hombres que habían ido con Mildred: muchísimo dinero. Y además, era generoso. Dio cincuenta dólares a cada una para que se los gastaran a su antojo.

—¡Joder! Si le da por ir con un blanco, es cosa suya —dijo Doll a Angel cuando estaban a punto de llegar a Detroit—. ¿Quién sabe? Cualquiera de nosotras puede acabar con un blanco. No hay nada seguro.

—Eso tú. A mí no me ha pasado nunca por la cabeza salir con un blanco. Solo pensar en besar a un blanco me entran náuseas. Cambia de tema, ¿quieres?

Como era lógico suponer, se quedaron en casa de Bootsey y se sintieron muy a gusto a pesar de que los dos niños no las dejaban tranquilas un solo momento. En cuanto a Bootsey, se había convertido en una especie de chica para todo. Trabajaba diez horas diarias en la Ford y pese a ello llevaba la casa, el trabajo y la familia como si nada. Lo primero que quiso que supieran sus hermanas fue que se sentía perfectamente feliz en su estado de casada, viviendo en Point Haven y sin haber ido a la universidad.

—Me gusta lo que hago y cómo lo hago —dijo.

Y Bootsey hizo lo posible para demostrar que era verdad lo que decía. Les preparaba comidas de lo más elaborado, que había aprendido a cocinar con gran esmero, y tanto Doll como Angel habrían jurado que comían en casa de Mildred. La casa de Bootsey estaba decorada como las que salen en las revistas y no hablaba de otra cosa que de muebles, objetos de cristal, arañas y alfombras que pensaban comprar. Al final, Angel y Doll no pudieron contenerse por más tiempo.

—¿Pero tú eres joven de verdad? Por la manera de hablar pareces una vieja. ¡Oye que solo tienes veintiún años! —dijo Doll—. ¿No tienes ganas de divertirte un poco, de ir de juerga?

Pero solo con mirar a Bootsey se dio cuenta de que su hermana pasaba de aquel tipo de cosas.

—La edad no tiene nada que ver. Es una actitud frente a la vida. Soy una mujer casada, tengo dos hijos y me encanta estar como estoy. Lo que me encanta sobre todo es tener una casa lo más bonita y cómoda posible. Ya sabéis que a mí me ha gustado siempre cocinar.

Angel y Doll no pudieron reprimir una carcajada.

—Mujer, ¿cómo quieres que olvidemos que te encantaba cocinar? —le recordó Angel—. Menos mal que has mejorado un rato largo.

Bootsey continuó divagando.

—Y además también me encanta la decoración. Esperad a ver el sofá francés que me pienso comprar. ¡Es tan elegante!

Angel y Doll hicieron un gesto con la cabeza. No había nada más que decir.

Bootsey las llevó en coche a la calle Cuarenta para que vieran el terreno que habían comprado. Doll y Angel no habían visto una calle cochambrosa desde que se habían marchado de Point Haven, pero no sintieron ningún placer especial por ir sentadas sobre los cojines dispuestos en el Seville de Bootsey. El terreno estaba delante de donde vivía el tío Jasper. Ahora era predicador y había tenido tantos hijos que no paraba de añadir habitaciones a su casa para tener sitio donde meterlos. No querían visitarlo, nunca había sido muy simpático, y sabían que las obligaría a ir a la iglesia antes de que se marcharan. Ya en el coche, Bootsey describió con pelos y señales cómo sería su casa, aunque sus hermanas no podían imaginar nada tan lujoso en medio de aquel descampado.

Hicieron una visita a Curly Mae, que había sufrido una apoplejía. Parecía otra persona. Tenía el lado derecho de la mandíbula hundido hacia adentro y, cuando hablaba, daba la impresión de que tenía las encías empapadas de novocaína. Incluso tenía un lado del cuerpo inmovilizado. Le habían comprado entre las dos una docena de rosas amarillas. Curly se sintió halagada por el detalle, aunque no pudo decírselo.

Fueron a ver a todos sus parientes y amigos y se hartaron de ver la tele. Les habría gustado ir a patinar sobre hielo pero habían cerrado la pista del Centro Cívico… a causa de las peleas. No había mucho más que hacer. En Los Angeles ya habían visto El planeta de los simios y lo único que daban en el centro de la ciudad era Pinocho. El último día Doll consiguió reavivar un amor de los días del instituto, mientras Angel hacia de canguro para que Bootsey y David pudieran ir a un cine al aire libre.

Las dos hermanas no tuvieron oportunidad de comentar aquellas vacaciones hasta su viaje de regreso a Los Ángeles en avión.

—¿Te has aburrido? —preguntó Angel a su hermana.

—Más bien, pero te aseguro que Bryan de aburrido nada.

—Tú no pierdes el tiempo ¿eh? Y en cuanto a Bootsey, es que me ataca los nervios. A mí me parecía una manija, ¿y a ti?

Ni mama habla de los muebles y de todo ese rollo como ella. No sé cómo será cuando tenga treinta años.

—Sí, fue una suerte que Freda se marchara porque de lo contrario estaríamos pudriéndonos en las casas baratas —dijo Angel.

—A mí dame Los Angeles y no me hables de nada más —dijo Doll.

Después se golpearon las palmas para expresar su acuerdo y pidieron dos ginger ales.

Las cosas iban mucho más aprisa de lo normal. Angel se enamoró de Willie, aquel chico que gustaba a Mildred más o menos lo mismo que Delbert, mientras que Doll estaba obsesionada con Richard. Todas estaban enamoradas y, cuando Mildred les enseñó el diamante de un quilate y medio que Big Jim le había regalado, faltó poco para que a Doll y a Angel les diera un ataque.

—Mama, ¿has perdido la cabeza o qué? —le preguntó Angel.

—Me caso con él. ¿Por qué no? Las negras también se merecen un poco de felicidad. Sobre todo teniendo en cuenta que aquí no viene ningún negro, como no sea para arreglarme el piloto de la secadora o para invitarme a una cerveza. Y este hombre es muy amable y me trata como una reina y me voy a casar con él. Y al que no le guste que se aguante.

Sin embargo, fue preciso aplazar la boda porque Doll comenzó a engordar de tal manera que a Mildred le entró la sospecha de que estaba embarazada. Conocía tan bien a sus hijas como a sí misma y el instinto rara vez la engañaba.

—Estás embarazada, ¿verdad, niña? No me mientas porque no me puedes mentir.

Doll se echó a llorar y tuvo que admitirlo. Tenía miedo de confesarlo. Había llegado muy lejos en sus relaciones y, además, en dos sitios diferentes, allí y en Point Haven.

Pero a Mildred no le importaba quién pudiera ser el padre de la criatura.

—Mira lo que te digo, hija mía. Ten este hijo y quiérelo mucho. Si tienes edad para follar como una mujer y eres tan estúpida como para quedarte embarazada y no dejar el tiempo suficiente entre un hombre y otro, quiere decir que tienes edad para cargar con la responsabilidad de un hijo. —Y soltando una risita Mildred añadió—: Y si quieres que te diga la verdad, tener un hijo no es tan malo. Yo he tenido cinco y he sobrevivido, ¿no?

Doll se secó las lágrimas.

—De todos modos, como veo que Freda se lo toma con tanta calma, no me importa tener otro nieto.

A medida que iban transcurriendo las semanas, el instinto maternal de Mildred iban en aumento. Casi cada día llegaba a casa con algo destinado a hacer más confortable la vida de un niño pequeño. Compró sonajeros, anillas para morder, peúcos y mantitas de todos los colores: blancas, amarillas, verde menta, azul celeste y espliego, por si acaso. Mildred no sabía qué prefería, si un niño o una niña. En el fondo no le importaba, con tal de que estuviera sano y tuviera todos los dedos.

Big Jim insistía en fijar la fecha de la boda, pero Mildred había empezado a posponerla. Decía que ahora tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en el matrimonio. Por supuesto que con tanto aplazamiento hería los sentimientos de Big Jim, pero él estaba tan enamorado, era tan estúpido y estaba tan desesperado que pasaba por todo. No se había percatado de que ella le estaba dando largas.

A Mildred le sentó fatal que su hija le dijera que estaba pensando en no tener el niño.

—¿Qué has dicho?

—Yo quiero ir a la universidad, mama. De momento puedo sacarme el bachillerato sin que se note, pero ¿cómo voy a estudiar una carrera con un niño a cuestas?

—Mira, ¿sabes cuántas mujeres tienen la casa llena de niños y continúan su vida como si nada? Pues millones. Y solo hablo de las negras. Un niño no te impide hacer las cosas, solo te obliga a marchar a otro ritmo, pero no te impide nada. Lo único es que tendrás que aprender a hacer algo para otra persona, nada más. Y si quieres ir a la universidad, podrás ir a la universidad. Estoy más que harta de oír a la gente buscando excusas para no hacer esto o aquello. Se hace lo que uno quiere. Mira, esta casa es lo bastante grande para que quepamos todos. Yo puedo ocuparme del niño y tú te puedes sacar el bachillerato e ir a la universidad. Y no te preocupes más del asunto. Y aún quiero decirte otra cosa. Todas esas mujeres que andan por ahí abortando, lo que hacen es revolverse todos los interiores y después, cuando de verdad quieren tener un hijo, resulta que no pueden. Y además, no quiero que nadie que viva bajo mi techo tenga un aborto. Lo digo desde ahora muy clarito: o meas en el orinal o el mundo es muy ancho.

Doll decidió, pues, tener el niño y, a medida que se iba acercando el día, cada vez estaba más preocupada pensando a quién se parecería el niño y si era mejor decir la verdad a Richard y a Bryan. Pero Mildred era de la opinión de que ojos que no ven, corazón que no siente.

—Mira, tú eres trigueña, Bryan es trigueño y Richard es más negro que el alquitrán. O sea que saldrá del color del infierno o entre marrón y negro. Mejor que te estés quietecita y con la boquita cerrada hasta que estés metida en harina.

Richard se figuraba que el crío era suyo porque Doll nunca le había dado motivos para sospechar que le fuera infiel. Y cuando tuvo un niño que pesaba tres kilos cuatrocientos gramos y con una piel tan clara que casi parecía blanco, le pusieron por nombre Richard.

Gracias al nacimiento de aquel pequeño, Mildred estaba como pez en el agua. En cuanto a casarse con Big Jim, ya había cambiado de opinión. Tenía demasiadas cosas que hacer. Parecía que le hubieran retrasado el reloj y ahora, en lugar de sentir la angustia de los cuarenta y un años que pronto cumpliría, Mildred tenía la impresión de que volvía a tener veintitrés. Abandonó su trabajo en la fábrica, y dijo a Big Jim que, si quería, le devolvía el anillo, pero él le respondió que se quedase con él y así lo hizo.

Mildred, que volvía a sentirse madre, no daba ocasión para que la madre real se preocupara por nada, gracias a lo cual Doll pudo matricularse en la universidad y asistir a todas las clases. La lavadora no paraba de engullir pañales y ropa de niño y, pese a que Doll pertenecía a la generación de los desechables, Mildred insistió en usar pañales de tela para el niño.

—Los desechables es desperdiciar el dinero. Te gastas una fortuna en pañales y total, ¿para qué?, ¿para tirarlos?

Pero el ahorro se lo gastaba en electricidad, aunque esto a Mildred no le importaba. Bañaba al niño en el fregadero y le hablaba como si él pudiera entenderla. Lo untaba con cremas y, bien envuelto en una manta, lo llevaba al patio de atrás y lo dejaba desnudo al aire libre para que cogiera un poco de color mientras ella arrancaba las malas hierbas del jardín o limpiaba la piscina.

A pesar del color del niño, Richard no puso nunca en duda que fuera suyo. Él no había conocido a sus verdaderos padres, porque era adoptado, razón por la cual se sentía orgulloso de tener algo propio en el mundo. Pese a que hacía muy poco tiempo que había empezado a trabajar, daba dinero a Doll todas las semanas para complementar los cheques de beneficencia y los cupones de alimentación. Los padres de Richard se ocupaban de que el pequeño Richard tuviera todo lo que Mildred no podía permitirse. Tampoco pusieron nunca en tela de juicio el color de la piel del pequeño. Se decían que así como este se parecía más a Doll, a lo mejor el siguiente se parecería más a Richard.

Doll y Richard no habían hablado en serio del matrimonio. Él había planteado la cuestión de una manera superficial cuando ella le dijo que estaba embarazada, pero Doll le había contestado que quería esperar y ver qué ocurría porque de momento todavía no estaba segura de nada.

A Mildred le importaba muy poco que aquella pareja se casaran o no con tal que ella pudiera tener al nieto en casa y, cuando Doll y Mildred comenzaron a discutir sobre lo que era mejor para el niño —si cogerlo, si dejarlo llorar, si hacerlo eructar después de comer, si cambiarle o no muy a menudo los pañales y si una de las dos había gastado más dinero en esto o en aquello—. Mildred comenzó a poner tan nerviosa a Doll que esta amenazó con largarse. Pero como aquello era lo último que Mildred habría deseado en la vida, no tardó en arriar velas.

Doll sabía que Mildred no solo disfrutaba de la compañía del niño sino que además había empezado a depender de ella para pagar la mitad de los gastos de la casa (y a veces la totalidad de los mismos). Doll también compraba gran parte de la comida y daba a Mildred dinero para bebida y cigarrillos. Mildred había empezado a beber más a menudo y más cantidad, aunque Dolí consideraba que todavía no había llegado el momento de llamarle Ja atención, teniendo en cuenta lo mucho que la ayudaba con el niño.

Angel se fue a vivir con Willie, no por problema de espacio sino porque ya pasaba mucho tiempo en su casa, estaba más cerca de la universidad y él ya hacía tiempo que insistía para que se mudara a su casa. Mildred se alegró de ver que se marchaba, porque pensaba destinar su habitación al niño. Pese a todo, Mildred no se fiaba de Willie. En primer lugar, conducía fatal y, además, tenía un coche cuyas puertas no se podían abrir desde fuera y con Jos cristales de las ventanas ahumados.

Aparte de esto, Willie no tenía intención de ir a la universidad, según le había dicho a Mildred. Decía que la universidad no era más que un engañabobos. Lo último que quería Mildred era un chico del gueto que hiciera que su hija se olvidara de su capacidad y de sus escrúpulos. Pero no sabía cómo encauzarla, Mildred tenía la esperanza de que, cuando se pusiese en contacto con algunas de las personas inteligentes y refinadas de UCLA, la chica recuperaría su buen sentido.

—No olvides que tú no eres una chica de tres al cuarto —le dijo a Angel—, porque vales lo que cualquier negro pueda gastar en ti, y más, y te mereces lo mejor de todo. Siempre, claro, que aproveches el cerebro que Dios te ha dado en lugar de arrojarlo por la borda. Así no irás por buen camino. Me importa un pimiento lo que quiera meterte en la cabeza aquel tarado. No me vengas aquí diciendo que estás cansada de la universidad, que los estudios no sirven para nada y que vas a dejarlo todo colgado porque no Jo quiero oír.

Cuando el pequeño Richard tenía dos años, Doll ya había aprobado los dos cursos anteriores a la universidad. No tenía calificaciones suficientemente altas para ir a UCLA o sea que seguramente tendría que trasladarse. No estaba muy decidida con respecto a ir a la universidad, pero sus otras dos hermanas lo habían hecho y no quería quedar como la tontita de la familia.

—Me voy —dijo de repente un día a Mildred.

—¿Quiere decirme cómo te las piensas arreglar para cuidar del niño, ir todo el día a la universidad, pagar un apartamento y vivir de una manera normal? Podrías quedarte aquí hasta que tengas un trabajo o al menos hasta que el niño fuera Jo bastante mayorcito para que no hubiera que estarlo vigilando todo el día. Yo puedo cuidar del niño, ¡demonio! ¿No has estado entrando y saliendo a tu antojo todo este tiempo? ¿A qué vienen tantas prisas ahora?

—Mama, tengo edad suficiente para vivir por mi cuenta. ¡Tengo veinte años! ¡Quiero tener un poco de intimidad! ¿Qué tiene de malo eso? ¿No lo hiciste tú en su momento?

Al oír aquellas palabras Mildred no supo qué contestar. Tuvo la sensación de que se le estaba hinchando la cara y empezó a sudar, algo que últimamente le ocurría muy a menudo sin que existiera una razón que lo justificase.

—Dame esa botella que hay debajo del fregadero, ¿quieres?

Doll abrió el armarito y sacó una botella de whisky. Mildred echó un poco en su taza de café.

Doll dio un beso a Richard y se fue a clase. Mildred se sentó a la mesa y miró al niño, que estaba jugando en el suelo. Tomó un sorbo de la taza y dijo:

—Nene, la abuelita está bajo cero.

Mildred no estaba acostumbrada a estar sola en una casa. No podía quejarse de los ruidos y todo estaba en su sitio, por eso no podía echar la culpa a nadie cuando no encontraba algo. Había dicho a Doll que ahora por lo menos tendría tiempo de hacer todo aquello que no había hecho hasta entonces y que siempre había querido hacer. Ya había ordenado todos los cajones, todos los armarios y las alacenas, y no había una sola hierba en el parterre. Miraba la vieja máquina de coser de Freda, pero Mildred no había cosido desde los tiempos de la escuela y ahora no tenía humor para la costura.

Se le ocurrió pensar que podía buscarse un trabajo, pese a que los cheques de beneficencia le cubrían los gastos. Pero ¿qué podía hacer? Se acordó de aquel folleto que había arrancado del tablón de anuncios del súper donde se anunciaba un programa de preparación para mujeres de mediana edad que querían volver a incorporarse al mundo laboral. Si había algo que Mildred odiaba era aquella expresión: «mediana edad». Pese a todo, solicitó información. Era un programa gratuito para aprender a escribir a máquina, taquigrafía y archivar. Sin embargo, antes de que hubiera terminado la primera clase, Mildred vio que le faltaba paciencia para aquello. Al mediodía, fichó la salida pero ya no regresó.

Era como si su casa se hubiera hecho más grande, pero no había nada que pudiera mantenerla ocupada. Se cansó hasta de espiar tres veces al día las llamadas telefónicas de Angel y Doll. Comenzó a estar irritable. Decir que se aburría era poco. Estaba cansada, cansada de no hacer nada.

Una tarde estaba tumbada en el sofá mirando la tele cuando vio un anuncio que preguntaba: «¿Cómo escribe usted la palabra “consuelo”?» Mildred se sentó y fue articulando las letras una por una: «B-E-B-I-D-A». Se tiró de la pieza de arriba del bikini, se fue derecha a la cocina y se sirvió otro trago de whisky. Después abrió la puerta de vidrio que daba al jardín de atrás y se sentó junto a la piscina. Metió los pies en el agua fría y la removió. Echó una mirada alrededor y después miró al cielo. Las nubes se deslizaban por él como un telón de fondo sobre las verdes montañas. Era tan bonito que daba asco. Siguió removiendo el agua con los pies y observó sus manos gordezuelas y oscuras asiendo el vaso. Eran manos ásperas, arruinadas por las tareas de la casa.

—Por todo —dijo en voz alta.

Arrojó los cubitos de hielo y bajó la cabeza. La sentía muy pesada. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y caían en la piscina, como gotas de lluvia. Tenía miedo de levantar los ojos porque Mildred no quería que ni Dios ni nadie la vieran gimotear como una niña. Pero no podía parar. Se sentía vacía, como si alguien le hubiera horadado el pecho.

—¡Odio este sitio! —gritó.

¿Qué le gustaba de aquel sitio? Las flores, no, ni la piscina, ni la casa. Sus hijos se habían marchado. ¿Y un hombre? De entre todos los chistes, ese era el más malo. Entonces, ¿qué hago aquí sola en el desierto? ¿Qué hago en esta casa tan enorme, sacando el polvo? Mis hijos ya no me necesitan, a lo mejor me necesita mi papa, la artritis cada vez le va a más y Acquilla no es que le ayude mucho. En cuanto a Curly, había sufrido aquella apoplejía. Quizá estaría contenta de disfrutar un poco de su compañía durante un tiempo, aunque solo fuera para variar. Podía animarla. A buen seguro que Bootsey podía conseguir alguna ayuda con los niños.

—¡Qué demonio! —dijo Mildred. Apuró el vaso y se sumergió en el extremo menos profundo de la piscina—, ¿de qué sirve tener raíces si no puedes volver a ellas?

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