Mama

Mama


Capítulo 14

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Capítulo 14

FREDA había querido disuadirla, pero Mildred estaba completamente decidida. Y cuando Mildred estaba decidida, no había nada que pudiera hacerla cambiar de idea. Alquiló la casa a la hija de un vecino que tenía dos hijos y estaba tramitando el divorcio. La chica no sabía si trasladarse a Bakersfield o quedarse en el valle junto a sus padres.

—Tienes tres o cuatro meses para decidirte —le había dicho Mildred—. Y procura que esos salvajes de tus hijos no me destrocen la casa.

Cuando Mildred viajó a Point Haven, primero se fue a vivir con su padre, aunque no sabía cuánto tiempo conseguiría soportar los rezongos de Miss Acquilla. No habían pasado tres días y Acquilla ya se quejaba de que Mildred tenía demasiadas visitas y llamadas telefónicas y de que Buster trasnochaba, dejaba la casa apestada con sus asquerosos cigarros y bebía demasiado. Mildred sabía que Acquilla estaba resentida porque hacía años que no veía a Buster reírse con tantas ganas.

No hacía ni una semana que había vuelto al pueblo cuando el tartamudo de Percy se dejó caer por la casa. Tenía un aspecto estupendo. Mildred no recordaba haberlo visto nunca tan bien. Seguía teniendo el cabello negro y ondulado, ahora con algún toque de gris, y un bigote poblado y brillante. Aunque no le veía los labios, Mildred comprobó, al verlo sonreír, que todavía tenía todos los dientes. Percy quiso invitarla a tomar una copa, pero ella no acababa de decidirse.

—¿Dónde está tu mujer?

—Hace año y medio que estamos separados. Nos divorciaremos en cuanto me manden la devolución de la declaración de la renta. Cuantos más años pasan, más guapa estás, ¿lo sabías, Milly?

Aunque trató de no ruborizarse, ¡demonio!, ¿cuánto tiempo hacía que nadie le decía una cosa así? Aunque viniera de Percy, un cumplido no dejaba de ser un cumplido. Mildred sacó la chaqueta del armario y dijo a Buster que no la esperaran levantados. Miss Acquilla, sentada delante del televisor de la sala de estar con los pies en remojo en una cacerola, se limitó a mirar de reojo a Mildred cuando salía.

Percy se precipitó a abrir la puerta del acompañante de su furgoneta para que entrara Mildred. Esta se acomodó mientras él intentaba en vano no correr hasta la portezuela del conductor. Dio marcha atrás para salir y Mildred lo observó. Pese a todo, no tenía ni la más mínima intención de acostarse con Percy si era eso lo que él llevaba en mente.

—No tengo ganas de ir al Shingle. Hace unos días estuve y lo encuentro tan aburrido como escuchar a Acquilla hablando de sus juanetes.

Percy soltó una carcajada y se dirigió al North End. Estuvieron casi diez minutos en silencio siguiendo una carretera zigzagueante que recorría la costa canadiense. Mildred contempló aquellas aguas negras y fulgurantes. Bajó un poco el cristal de la ventanilla y Percy puso la radio. Se oyó la voz de Aretha Franklin, suave y sosegante. Aquel aire de otoño era una maravilla. Mildred se retrepó en el asiento y observó las luces verdes que centelleaban en el puente. Mierda, ya notaba aquel cosquilleo entre las piernas. Hacía casi un año que no tenía un hombre entre las piernas y, a medida que iba recorriendo manzanas de casas, sentía que se le iba despertando el deseo. Percy acababa de poner el intermitente para girar en dirección a la Taberna del Águila Dorada cuando Mildred le puso la mano en la rodilla.

—Oye, Percy, ¿por qué no te paras en la licorería, nos compramos una botella y después seguimos hacia Starlight? ¿Qué dices?

Mildred lo miró directamente a los ojos.

—¿En serio, Milly? A mí me parece una idea formidable —dijo Percy—, no puede ser mejor.

Entretanto Mildred iba pensando que a lo mejor aquello la libraba del nudo que notaba en el estómago. Necesitaba volver a sentir a un hombre y precisamente en ese momento le encantaba que fuera un hombre conocido.

Cuando entraron en la minúscula habitación, no estaba nerviosa, pero sirvió un trago para cada uno. Percy había llevado el transistor y conectado la emisora de jazz. Mildred apagó la luz del techo y encendió la lámpara junto a la cama. Se quitaron la ropa sin decir palabra. En aquel preciso instante Nancy Wilson estaba cantando: «Quédate con él, yo no lo quiero…»

—Oye, ¿hace frío o soy yo que lo tengo? —preguntó Mildred.

Mildred creía que algo había que decir.

—No te preocupes por el frío, Milly, yo te calentaré. Hacía mucho tiempo que tenía ganas de darte calor.

Se metieron entre las sábanas y lo primero que hizo Percy fue besarla. Mildred estaba que no podía más y le metió la lengua en la boca al tiempo que le envolvía el cuerpo con brazos y piernas como si fuera un pulpo.

—¡Qué buena estás, Milly! —murmuró Percy.

Él también estaba muy bien, Mildred no recordaba haber estado nunca tan a gusto con él, aunque a decir verdad solo se habían acostado una vez y de aquello hacía veinticinco años.

El cuerpo de Mildred todavía se estremecía cuando Percy se dio la vuelta. Luego, Mildred se sumergió en sus brazos como si su cuerpo estuviera hecho de arenas movedizas. Él la tenía abrazada firmemente y Mildred tuvo la impresión de que pesaba diez kilos menos. Se sintió viva otra vez. Así sería todo el tiempo de su estancia.

Dos semanas más tarde, Bootsey insinuó a Mildred que podía quedarse en su casa, con ella, David y los niños. Mildred pensó que la invitación no podía ser más oportuna, un minuto más y estrangulaba a Acquilla.

Bootsey y David tenían una de las casas más bonitas de South Park, justo enfrente de la casa donde vivía el hermano de Mildred, Jasper. A ojos de la mayoría de los negros que pasaban por delante, era una auténtica mansión, y Mildred se quedó impresionada, por no decir que tuvo envidia. En su vida había deseado otra cosa que vivir en una casa guapa, tener un marido guapo que cobrase un sueldo guapo y permitirse el lujo de mantener una casa llena de niños guapos.

—¿Y para qué necesitas una casa tan puñeteramente grande? —preguntó a Bootsey.

—Mama, la familia crece —dijo Bootsey, mientras acompañaba a Mildred para que lo viera todo.

Mildred se dejó caer en una butaca con cojines de la sala de estar, dio unas caladas al cigarrillo y se puso a tabletear con los dedos en el brazo del asiento. Estaba más aburrida que una ostra.

—¿Qué bebéis aquí? —preguntó.

Bootsey sabía que Mildred tomaba whisky y le había comprado dos cuartillos. Le sirvió un trago y se sentó junto la mesa donde cenarían después. Tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano y miraba a través de los ventanales, perdida en sueños.

—Mama, Dave y yo pensamos instalar aquí una piscina, pero no una de esas de plástico, sino una piscina de verdad, de esas que hay que excavar en la tierra.

—Ya sé a qué te refieres, niña. ¿Te figuras que nací ayer o qué? Yo tenía una de esas. ¿Tanto dinero se hace por aquí?

—Bueno, entre los dos el año pasado sacamos unos cincuenta y dos mil.

A Mildred le chispearon los ojos.

—Sí, trabajamos muchísimo. Yo trabajé una barbaridad, hice horas extraordinarias. Diez horas al día seis días por semana.

—¿Y cuándo te dedicas a los niños?

—Pues por la noche y los fines de semana. Desde que tenemos la casa he tenido que reducir el horario. Ya no voy al instituto, mama, y espero tener algún día un negocio propio. No pienso jubilarme en la Ford y no creo en eso de tener ideas y hacerlas realidad. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Claro que entiendo, niña, pero lo que te quiero decir yo es que si tú y David trabajáis más que un científico loco, ¿cuándo tendréis tiempo para disfrutar de lo que ganéis?

—Pues cuando tengamos todo lo que queremos. En primer lugar tengo que conseguir que Dave no sea tan perezoso y me ayude un poco más… Si quieres que te diga la verdad, cada año está más vago, le tengo que pedir por favor todo. Tenía que nivelar el jardín, pero dice que le duele la espalda. Según él, todas esas dolencias le vienen del Vietnam. A todo le encuentra excusa, como si tuviera amnesia, le tengo que recordar las cosas más insignificantes.

—No lo va a hacer todo él, Bootsey. Los hombres también se cansan de vez en cuando, niña. No hace ni seis meses que vivís en esta casa. Dale tiempo.

—Se lo doy, mama, se lo doy —dijo Bootsey sin querer modificar su punto de vista—, pero a mí me gustaría tener uno de esos caminos del garaje circulares, ¿sabes? Como los que tienen los blancos en sus casas de Strawberry Lane, aunque el nuestro sería más largo y más ancho. Y quiero que Dave plante árboles a los lados. Me lo imagino tan bonito que no puedo esperar.

Mildred iba tomándose a pequeños sorbos el whisky y encendió otro cigarrillo. Dejó perder la mirada a lo lejos, por aquel terreno pajizo, después echó una ojeada al espacio que la rodeaba, a aquellos muebles, a aquella gruesa alfombra, pensó en aquella lavadora y el microondas de la cocina e hizo unos movimientos con la cabeza. Esta niña nunca tendrá bastante. Bootsey quería tener demasiado de todo.

Mildred llamó con los nudillos en la puerta de Curly, que estaba medio desgoznada.

—¡Adelante! Está abierto —se desgañitó Curly desde el interior.

No le notó la voz cambiada, lo que la tranquilizó. Había comprado una botella de scotch que ya había abierto. Pensar en ir a ver a Curly la ponía nerviosa, por eso había tardado casi tres semanas en visitarla. No quería pasar un día entero hablando de cómo le había dado el ataque, no tenía ganas de que Curly se sintiera cohibida por su situación. ¡Qué demonios! Curly no tenía más que cuarenta y cinco años, tres más que ella.

—¿Qué me cuentas de bueno, guapa? —le preguntó Mildred.

La boca de Curly dibujó una sonrisa de un kilómetro de ancho.

—Sabía que estabas en la ciudad, bonita. Pero cada vez que llamaba a casa de Buster, tú en la calle.

Curly estaba sentada en el sofá y tenía una colcha vieja sobre el cuerpo que le iba resbalando por la espalda. Trataba de subírsela, pero su cuerpo no la dejaba. Mildred se agachó, la besó en la mejilla y golpeó en el suelo con el bastón de Curly. Lo cogió como si fuera un paraguas y lo dejó apoyado en una silla. Vio que Curly tenía como un velo en los ojos y la piel reseca. Había perdido toda su viveza.

—Mira, cariño, antes de hacer vida de sociedad tenía que solucionar unas cuantas cosas. ¿Qué tal estás, Curly?

Sin esperar respuesta, Mildred se metió en la cocina para coger dos vasos. Al abrir el armario vio que estaba lleno de cucarachas. Solo verlas se estremeció. Cerró la puerta de un portazo y se acercó al fregadero para lavar los vasos. Al volver junto a Curly vio que tenía colgadas de las ventanas las mismas cortinas oscuras de siempre, solo que ahora estaban sujetas de una cuerda con pinzas de tender.

—Pues estoy mucho mejor. Mira, bonita, hubo un momento en que no podía ni hablar, ¿sabes?

—Sí, eso me dijeron —asintió Mildred—, pero ahora se te ve muy lozana.

—Sigo con el tratamiento y me va muy bien. Ahora ya muevo bastante el brazo. Mira.

Haciendo grandes esfuerzos, Curly levantó el codo unos diez centímetros acompañando el gesto con una sonrisa. Mildred la miró y también sonrió.

—¿Qué tal tus hijos? —preguntó Curly.

—Todos bien. Angel va a UCLA, como sabes, quiere ser profesora de inglés o algo parecido. Y Freda, ¿sabes que se ha graduado en la universidad de Stanford? Mira, cada semana me envía recortes de artículos que escribe para los periódicos. Doll también va a la universidad pero, si quieres que te diga lo que pienso, esa es más lista que el hambre y lo que quiere de verdad es un marido…, aunque no acaba de decidirse por Richard. Quiere un padre para el niño. Chica, tendrías que ver a ese crío, lo grande que está, lo guapo que es. ¿Y listo? Ese sabe más que tú y yo juntas. No quiero decirte dónde está Money.

—Money se enmendará cuando se centre. No es criminal y tú lo sabes. Lo que pasa es que es joven y se ha metido en líos. Dale tiempo y verás.

—Ese es un cabrón. Echa la culpa de sus —problemas a todo el mundo, pero eso no son más que paparruchas. Cambiemos de tema si no te impera.

—Mira, te lo explico. Yo tampoco sé qué ha pasado con los míos, solo que han salido al inútil de mi marido. Cuando me dio el ataque, ya no me importó lo que hicieran o dejasen de hacer. Estaba harta de sacarlos de apuros. ¿Qué les decía yo? Que dejasen esa mierda, que terminasen los estudios, que se buscasen un trabajo. Me pasé dos meses enteritos en el hospital sin poderme mover. ¿Y tú te figuras que tenían la casa limpia? Cal Ahora Shelly está en la cárcel, hecha una ruina y, además, ha tenido un crío dentro. Me escribe o me llama todas las semanas, siempre a cobro revertido claro, y no falla, siempre es para pedir. Chunky y Big Man igual de inútiles y en cuanto a BooBoo, me extraña que no esté con Money. ¿Y qué me dices de mi marido? —suspiró—, siempre borracho y sacando dinero a todo el que pilla por la calle.

Curly avanzó el pie que tenía bueno y aplastó una cucaracha.

—Te aseguro que esos hijos míos son el peor hatajo de cabrones que te puedes echar a la cara. A veces me parece imposible que los haya parido yo.

—Mira, Curly, en esto también hay algo de culpa tuya. Si les hubieras zurrado un poco la badana cuando había que hacerlo, a lo mejor no se habrían torcido. Y del granuja de tu marido habrías tenido que divorciarte. No te ha traído más que desgracias, demasiado lo sabes.

—¿Que si lo sé? Pero, Milly, no he tenido nunca el valor ni las tripas para abandonarlo. En fin, dejemos lo mío. ¿Cómo está Buster? ¿Está mal?

—¡Qué va, chica! Tiene su artritis, claro, y por eso lo he llevado al médico y le ha cambiado los medicamentos. Si quieres que te diga la verdad, me parece que su único mal es que me echa de menos. Con tal que se tome los medicamentos y Acquilla no le haga mucho la puñeta, irá bien.

—A ti te gusta vivir allí, ¿a qué sí? Se te ve en la cara. Estás cien veces mejor que cuando te fuiste. Y bonita, puedes estar contenta de tu decisión porque esto es un asco, peor que la serie esa de Peyton Place que hasta tuvieron que dejar de echarla… —Curly se encogió de hombros y se le escapó una risita—. Te aseguro que me iría ahora mismo a California contigo.

—¿Y para qué crees que han inventado los aviones, hija?

—¿Qué tal los hombres por allí, Milly?

—¡Vaya una mierda! —dijo Mildred, y apuró el vaso de un trago—, ojalá lo supiera. Para mí que son todos maricones. Los pocos que he conocido parecían retrasados mentales y, cuando pasan de los cuarenta, lo máximo que puedes aguantarlos son diez o quince minutos. Pero yo sigo esperando. Esta que tienes delante se guarda un as en la manga. Yo en California lo encuentro. O donde sea. Como me llamo Mildred.

—Cuando me levante y esté bien del todo, iré a verte una semanita. ¿Te parece bien, Milly?

—¡Mujer, por favor! Si tengo tres dormitorios, una piscina, desde todas las ventanas de la casa se ven las montadas. ¡Y si te digo las palmeras! ¡Las tengo en tres lados!

—¡No puede ser, Milly!

—Que me cuelguen si miento.

Hacía poco más de un mes que Mildred estaba en Point Haven y ya no podía soportarlo. Estaba más angustiada que en Los Angeles. Lo había pasado bien con su hija y con sus nietos, pero no había querido ir a ver a Money. Estaba tachado de su lista. En cuanto a Buster, volvía a tener las agallas de siempre.

El domingo último antes de marcharse, Bootsey pidió a Mildred que fuera con ella a la iglesia.

—¿Por qué?

—Mama, me haces una pregunta muy difícil.

—Está bien, está bien —dijo Mildred antes de tomar una ducha.

Se sentaron en el octavo banco de la iglesia africana episcopaliana de St. Paul, la misma donde había reposado el ataúd de Crook y bajo el mismo púlpito donde el reverendo hermano de Mildred intentaba propagar la palabra de Dios. La faja le apretaba demasiado pero procuró concentrarse en el sermón.

—Todos tenemos problemas —decía gritando Jasper desde el púlpito—. A veces nos desaniman tanto, nos aterran hasta tal punto que tenemos la impresión de que estamos destinados a las tinieblas, de que estamos destinados a sufrir, destinados a la fatalidad. ¿Queréis que os diga la verdad esta mañana, hermanos?

Se levantaron unas cuantas voces de la congregación de fieles.

—Diga la verdad, reverendo.

—¡Sí! ¡Dígala, dígala!

—A veces os sentís tan tristes y con el corazón tan abrumado por la pena que os creeríais en una cárcel en la que el director fuera Satanás.

—¡Sí, yo quiero salir de esa cárcel! —exclamó alguien a grito pelado.

Mildred se volvió para ver quién era, pero no reconoció a la mujer que había proferido la exclamación. Bootsey le dio un codazo y Mildred se volvió otra vez a mirar a Jasper.

—A veces os veis enfrentados a situaciones que presentís amenazadoras, como si estuvierais predestinados a la desgracia. Os sentís tan abatidos, tan cansados, tan faltos de espíritu, que no sabéis hacia qué lado volveros. ¿Me equivoco o estoy en lo cierto esta mañana? Os lo pregunto a todos.

—Está en lo cierto, reverendo, está en lo cierto.

—Y parece que, cuanto más os esforzáis, menos avanzáis. ¿No os parece a veces que estáis en una barca y que remáis para atrás cuando tenéis delante la isla a la que querríais llegar?

—¡Solo veo niebla! —se desgañitó una mujer muy gorda que llevaba un sombrero blanco muy alto y que se daba aire con unos guantes a juego.

—Pero esperad un momento. Estáis remando para atrás, es verdad, pero pensadlo un momento esta mañana. ¿Quién creéis que os da la fuerza para remar? ¿Satanás? No. El demonio es quien ha puesto delante de vosotros toda esa niebla. El demonio os infunde desaliento, os lo pone todo tan difícil que hasta os quita las ganas de seguir remando. ¿Queréis que os dé la respuesta? El que os da fuerza para seguir remando es Nuestro Señor Jesucristo.

—Amén.

—Pero ¿qué podéis hacer, hermanos, qué podéis hacer para que vire la barca?

El reverendo Jasper escrutó los rostros desorientados de los fieles.

—Podéis rezar.

¡Vaya mierda, pensó Mildred! ¡Rezar! ¿Debía hacer eso cuando no tuviera dinero para pagar el alquiler? ¿Cuándo necesitase un hombre para que la rodeara con sus brazos? ¡Rezar!

—Cuando llegamos a un acuerdo con Dios, todos nuestros problemas, del primero al último, tienen solución. ¿Sabíais que sois el templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?

Mildred se preguntó si aquello quería decir que Dios estaba dentro de ella. En ese caso, ¿dónde diablos lo tenía metido? Hacía media hora que estaba en la iglesia y se encontraba exactamente igual que antes.

—La Biblia está llena de promesas —declaró Jasper.

Pero no de verdades, se dijo Mildred.

—Dejadme que os cuente una historia —dijo el reverendo.

Mildred se sacó los zapatos rojos. Esperaba que aquello no durase todo el día. Habría dado cualquier cosa por fumar un cigarrillo.

—Lo que debéis tener presente antes que nada es que deseo significa oración. ¿Me habéis oído bien, hermanos? He dicho que deseo significa oración. Y para encontrar a Dios, lo primero es tener criterio.

Mildred no conocía el significado de aquella palabra, pero le sonaba bien, le sonaba a algo tranquilo. Se sacó los guantes.

—A veces —vociferó de nuevo Jasper—. Dios exige de sus hijos que tengan fuerza mental antes de proceder a curarlos. Vamos a hablar del caso de una niña adolescente que sufrió una herida en el oído. Estuvo dos años sin poder oír otra cosa que un zumbido en la cabeza. Pasó dos años durmiendo en la cama sobre el oído que tenía enfermo y durmió oyendo siempre aquel ruido. Pero ¿sabéis qué hizo cada una de aquellas noches de aquellos dos años? Aquella niña rezó para volver a oír porque tenía fe en Dios Todopoderoso. Y de pronto un día, he dicho un día, hermanas, después de rezar con insistencia a Dios, aquella niña volvió a oír perfectamente.

El reverendo Jasper bajó el tono de voz.

—¿Decís que fue un milagro? Desde el punto de vista humano sí, fue un milagro. Pero así es como actúa Dios. —Su voz ahora había vuelto a intensificarse y comenzó a batir palmas y a reír—. Dios Todopoderoso es rápido, inmediato, su poder de curación es espectacular, es perfecto. ¿Vais a decir Amén? —preguntó al tiempo que agitaba el brazo enfundado en la túnica negra.

El sudor le resbalaba por la cara y se la secó.

—Amén —rugió la congregación.

—Recemos —dijo uno.

—Enséñanos la verdad —se desgañitó otro.

Jasper continuó contando historias de curaciones durante un tiempo que a Mildred se le antojaron horas.

Finalmente dijo:

—Os dejo, hermanos, os dejo, con la fe, no con la superstición, pero sabiendo que el poder de Dios está dentro de vosotros. Debemos despertar y apartarnos de Satanás. No temáis a la montaña, hermanos, porque el espíritu de Dios, la fe en Dios, no hace más que disminuir los males. Bajemos la cabeza.

Mientras el reverendo Jasper rezaba, todas las cabezas permanecieron inclinadas hasta que le oyeron decir amén. Cuando comenzó la música de órgano, pidió donativos. Mildred oyó crujir billetes en bolsillos y billeteros y se decidió a echar en la bandeja de latón uno de los últimos cinco dólares que le quedaban.

A duras penas pudo volver a meter los pies en los zapatos porque entre tanto se le habían hinchado, pese a lo cual Mildred dijo a Bootsey que quería volver a casa andando. Estrechó la mano de personas que no veía desde hacía años y dijo a Jasper que le había encantado el sermón. Este le dijo que iba a cenar a casa de alguien y dio las gracias a Mildred por haber ido a la iglesia.

Mildred permaneció un momento en la escalinata del templo y contempló desde allí la herrumbrosa casa de su padre. Daba la impresión de que iba a derrumbarse de un momento a otro, como la mayoría de las casas de por allí. Estaba contenta de volver a California. Se abrochó la chaqueta, comenzó a bajar las escaleras y, justo al llegar abajo, encontró a Percy arrimando el coche junto al bordillo.

—¿Te llevo? —le preguntó Percy, inclinado aún tras bajar un poco el cristal.

Mildred lo miró un momento. Era tan guapo que era una verdadera lástima que no pudiera quererlo.

—No, pero gracias, Percy. No sé por qué, pero hoy tengo ganas de caminar.

—¿Estás segura?

—Segurísima —dijo, y empezó a caminar por la acera.

De los árboles se iban desprendiendo hojas amarillas, anaranjadas, rojas. El aire de octubre era cortante y Mildred notó frío en las manos. Se las enfundó en los bolsillos y siguió andando. Pensaba en algunas de las cosas que había dicho Jasper, pero no se sentía ni un centímetro más cerca de Dios que antes.

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