Mama

Mama


Capítulo 15

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Capítulo 15

—TOMA —le dijo Delbert al pasar a Freda un espejo con ocho generosas rayas de cocaína extendidas sobre la superficie.

Ella lo cogió con mucho cuidado apretando con fuerza el canutillo con el pulgar para que no le cayera en el agua.

—No sé si ha sido muy buena idea, Delbert. Podríamos tener un ataque al corazón aquí mismo. ¿Sabes que el agua está casi a cincuenta grados?

Dejó el espejo sobre los tablones de secuoya que rodeaban la bañera y se enjugó el sudor de la frente.

—No tendremos un ataque al corazón, preciosa. Podemos salir ahora mismo si se nos antoja.

—Ya que cuesta quince machacantes la hora, me quedo.

Habían estado dos noches seguidas sin dormir y al final habían entrado allí, un establecimiento nuevo llamado Shibui Gardens, donde alquilaban saunas individuales y bañeras de agua caliente y hacían masajes suecos.

—Esta noche nos lo tomaremos con más calma —le había dicho Freda.

Delbert encendió un Sherman. Freda cogió el espejo y esnifó unas rayas. Después encendió un Kool. Cuando tomaban coca fumaban mucho. Delbert pasó sus largos dedos a través de sus enmarañados mechones para apartárselos de los ojos. Hacía casi año y medio que había dejado de peinarse, desde que vivía con Freda.

—Voy a salir de aquí —dijo Freda finalmente.

Delbert no se movió, pero observó el húmedo y reluciente cuerpo de Freda al salir grácilmente del agua. Le encantaba verla desnuda, bajo aquella luz amarillenta su cuerpo moreno resplandecía. Freda llevaba el cabello corto y rizado y no utilizaba ningún maquillaje salvo el carmín de los labios, que Delbert ya le había borrado a besos. Freda abrió la puerta y la cerró tras ella. Se puso debajo de la ducha y abrió el agua fría. Fue como si toda una lluvia de dardos eléctricos le atravesaran el cuerpo y de lo único que se enteró a continuación fue que Delbert se restregaba contra ella y tenía los pechos entre sus manos.

—Voy demasiado ciega —dijo Freda, desasiéndose de él y tumbándose en uno de los bancos de madera.

Delbert fue tras ella y se tendió sobre su cuerpo, pero ella lo apartó. Él fue a buscar el espejo. Cuando volvió, pasó junto a Freda y se tumbó en otro banco. El techo estaba hecho de tablones de secuoya, a través de los cuales Freda veía las hojas de los árboles agitándose suavemente y emitiendo un leve murmullo. ¡Qué bonito!, pensó. Pero todo era bonito en Marin County y todo parecía de secuoya.

Freda hablaba como en un murmullo.

—¿Cuándo lo dejaremos, Delbert? —le preguntó con la mirada fija en las rendijas de las maderas.

A Freda le gustaban las sensaciones que le producía la cocaína. La hacía sentir muy sensible, tan sensible que la situación real de su vida se le hacía patente con la claridad del cristal.

—¿Qué es lo que vamos a dejar, amor mío?

—Esto —dijo ella, señalando la coca con el dedo.

Delbert estaba inclinado sobre el espejo con el canutillo en la nariz. Freda estaba cansada de ver aquella escena, de estar siempre de juerga, tres o cuatro noches por semana. Tenía siempre el cuello tenso, como ahora, parecía que alguien pulsara en su interior cuerdas de guitarra. Rara vez comía de manera normal, tenía la piel cetrina, nunca llegaba a descansar del todo. Por eso Freda había querido ir allí esa noche.

—¿No te prometí que solo lo haríamos los fines de semana? Cumplo la promesa, ¿no?

—Sí, cumples la promesa, Delbert, pero también me prometiste que pensabas trabajar y de momento nada. Tenías que dedicarte a lo de la planchistería de coches. ¿Cuándo fue la última vez que fuiste a clase?

—Es duro levantarse a las seis y media de la mañana.

—Dímelo a mí. ¿A qué hora te figuras que me levanto para hacer ese estúpido trabajo de secretaria?

—No tenías necesidad de coger ese trabajo, Freda.

—Sí, de eso me ha servido licenciarme en sociología. Cuando te conocí, tenías un montón de planes. Esa era una de las cosas que me gustaban de ti: tu energía, tu empuje. Tú sabes que yo también tenía planes, mi madre no me educó para vivir de esta manera: para beber tequila, esnifar cocaína, andar colgada cada noche hasta que se hace de día.

—Nadie te obliga, Freda, no me eches a mí la culpa.

—No te echo a ti la culpa, Delbert. Vámonos de aquí. Esta noche tengo ganas de preparar una buena cena.

—Yo no tengo hambre.

Al llegar a casa, el doberman salió a recibirlos a la puerta. Freda había decorado la casa para que entonara con el ambiente del lugar y había recurrido abundantemente a los rojos, morados y blancos como complemento de la carpintería de madera. Dio unos golpecitos en la cabeza de Dane y se metió en la cocina. Cogió un buen filete y lo puso en la parrilla, preparó una ensalada. Al entrar en el dormitorio con una bandeja en cada mano, encontró a Delbert sentado en la cama haciendo otras rayas. Había preparado el tablero de backgammon y tenía expresión de remordimiento.

—¿Qué te parece una partida rápida?

—¡Claro! ¿Por qué no? —dijo Freda, y dejó las bandejas en la cabecera de la cama.

La cama también era de madera y, quienquiera que fuera el que la había hecho, había querido tallar un mono en uno de los pilares pero lo había dejado antes de esculpir los ojos. A Freda le latía el corazón muy rápido y se sentía tan vacía que necesitaba hacer algo para tranquilizarse un poco.

—¿Otra raya? —preguntó por fin.

Delbert cogió una bolsita de la mesa y vertió una cucharada en el espejo, ahora limpio. Freda lo desmenuzó todo con la navaja.

Hicieron cinco partidas seguidas y, cuando por fin quisieron saber qué hora era, vieron que eran las dos de la madrugada. Las bandejas con la comida estaban intactas.

—¿Te apetece hacerlo ahora? —preguntó Delbert con aire apremiante.

A pesar de que Freda estaba tan ciega que ya no se daba cuenta de nada, se quitó la ropa y se tendió a su lado. Delbert era un buen amante, lento y considerado. Pese a ello, cuando Freda se encontraba a punto de llegar, hubo algo que la frenó, aunque no a Delbert. En circunstancias normales la habría esperado, pero esa noche no, lo que a Freda le pareció bien. Delbert se durmió instantáneamente, no así Freda, que se levantó y fue al comedor.

Eran las tres de la madrugada y seguía sin tener sueño. Encontró la botella de tequila y tomó un trago, sintió el fuego que le bajaba por la garganta. ¿Qué importaba si ya era mañana? Volvió al dormitorio y cogió la bolsa que estaba sobre una mesita. Después fue de puntillas a la cocina y sacó de la bolsa una cucharada de coca, que sustituyó por una cucharada de harina. ¿Quién iba a notar la diferencia tratándose de una cantidad tan pequeña? Dejó la bolsa en su sitio, se sentó ante la mesa del comedor delante de la máquina de escribir, puso una hoja de papel en el rodillo y se hizo dos rayas. Su cabeza ya estaba en el año próximo. Encabezó la lista con la frase siguiente: «Cosas que tengo que cambiar». A continuación escribió: dejar de filmar, hacer ejercicio, buscar trabajos que sean realmente de mi especialidad (después de la palabra «especialidad» puso un interrogante), dejar de colocarse (por lo menos durante la semana), solicitar información sobre cursos de posgrado, escribir algo todos los días. Machacó un poco más de coca y, en una hoja aparte, anotó: «Ideas de artículos». A las cinco Freda había utilizado siete hojas de papel y estaba totalmente zombi. Se tumbó en la cama pero, por mucho que cerrara los ojos, le era imposible conciliar el sueño porque Delbert estaba roncando.

Cuando Freda oyó que los pájaros piaban fuera de la ventana de su habitación, se dio cuenta de que se había dormido. Como eran las seis y media de la mañana, se levantó. No quiso despertar a Delbert. Tomó una ducha caliente, después una ducha fría, pensando que quizá así se reanimaría, pero todo fue inútil. Lo ordenó todo e hizo unas cuantas rayas más para estimularse un poco.

Ya en el trabajo, Freda llamó a las universidades de Berkeley y Nueva York para que le enviaran información sobre los cursos de posgrado de periodismo. Aquellas vacaciones se habían prolongado un año entero.

Cuando llegó la información por correo, no trató de esconderla.

—Sé que no quieres irte a vivir a Nueva York, Freda —le dijo Delbert.

—Pues la verdad es que no lo sé, Delbert, lo que sé es que quiero irme de aquí. Me estoy desmoronando.

—¿Quieres decir que quieres dejarme?

—Si es preciso para enderezar mi vida, sí —dijo ella, tratando de deshacer aquel nudo que tenía en la garganta.

—¿Te he hablado de las cosas que he pensado para montar un negocio cuando termine de estudiar?

—No —dijo Freda con voz triste.

No era la primera vez que Delbert intentaba demostrarle que la amaba y no quería perderla. Pese a que estaba embarazada de seis semanas, ya era demasiado tarde.

Cuando Mildred volvió al valle, se fue a vivir con Doll y el pequeño Richard. La chica que le había alquilado la casa le había dicho que la dejaría libre, pero Mildred se había gastado los dos meses de alquiler que le había pagado por adelantado. Para sorpresa de Mildred, Doll se las arreglaba perfectamente viviendo sola. Había dicho adiós a Richard y a la universidad. Como necesitaba dinero, había conseguido un trabajo de chófer en la agencia de transportes UPS, que estaba muy bien pagado. Además, le brindaba ocasión de conocer a todo tipo de gente.

Doll se había comprado un Volkswagen blanco descapotable y, cuando salía con él, se ponía siempre pantalón corto y camisetas muy ceñidas.

—Seguro que te figuras que eres Marilyn Monroe o algo así —le dijo Mildred—. Tendrías que dejar de enseñar el culo o te dejarán sin lo que vas ofreciendo por ahí.

Mildred se dio cuenta de que sus hijas tenían todas la misma propensión. Freda había dejado a Delbert, gracias a Dios, Doll había abandonado a Richard por enésima vez y ahora allí estaba Angel con sus maletas.

—Por fin te ha vuelto el sentido, ¿eh?

—Ya lo puedes decir, mama, pero si te llama Willie y pregunta por mí no le digas que estoy aquí.

—¿Qué ha ocurrido? Supongo que no te habrá pegado o algo así, ¿verdad?

—No, ni hablar. Lo que pasa es que lo nuestro se ha acabado.

—Pues poco ha durado. No hace una semana parecíais dos pichones. ¿Qué ha pasado, niña?

—He conocido a otro.

—¿Ah, sí?

—Sí, y Willie se ha enterado.

Lo sabía, lo sabía, pensó Mildred. Aquella niña no era de fiar. Siempre había sabido que era una lagartona, una de esas capaces de quitarte el marido sin pensárselo dos veces.

—¿Casado?

—No, ¿por qué ha de ser casado?

—Mira, quiero decirte una cosa. Sé que vosotras, las jovencitas, vais con los chicos como si la cosa no tuviera ninguna importancia pero, por lo que llevo visto, no es ni más ni menos que como estar casado. Duermes con el tío todas las noches y pagáis las facturas a medias. Pero yo nunca me he liado con nadie a espaldas de ninguno de mis maridos. Bueno, salvo en una ocasión, pero tenía motivos.

Sonó el teléfono y Angel pegó un salto. Respondió Mildred.

—No le digas a Willie que estoy aquí, mama, sé qué es él.

Mildred cogió el aparato. Era Willie, en efecto.

—No —dijo Mildred—, no he visto a Angel. ¿Que si he visto qué? No. ¿Blanco? No, no. Lo comprendo —dijo mientras miraba a Angel, que ya se levantaba para afrontar la bronca.

Mildred no sabía cuántas veces ni de cuántas maneras podía decir a Willie que lo sentía. Al final acabó por decirle que tenía la ropa aclarándose y que debía echar el suavizante. Colgó el teléfono y miró a Angel, que estaba sacándose la laca de las uñas.

—¿Es blanco el chico ese?

—No necesito una conferencia, mama. Sí, es blanco.

—¿Blanco? Bueno, espero que por lo menos tenga dinero.

—Mama, ese comentario es de muy mal gusto.

—Bueno, lo que yo quiero decir es que, si sales con un blanco, por lo menos que tenga dinero. Negros arruinados los hay para dar y vender.

—Bueno, la verdad es que no es pobre.

—¿Tiene dinero? Contesta.

—Sé que tienes algo que decir, o sea que adelante y di lo que quieras. Acabemos de una vez.

—¿Te gusta o es un capricho?

—Lo amo.

—¿Lo amas? ¡Puñeta! ¿Cuánto tiempo hace que os veis?

—Seis meses.

—¡Será lagartona! ¿Por qué no te ibas a vivir con el tipo ese y lo traías a casa en lugar de hacer las cosas a la chita callando como una putilla cualquiera?

—Pues porque al principio no llegamos a nada. Lo conocí en la clase de francés.

—¡Ya, ya, vu-parlé-fransé-con-le-culél!, ¿verdad? —le espetó Mildred entre carcajadas—. ¿Cuándo me lo vas a presentar?

—¿En serio lo quieres conocer?

—¿Por qué no? Siempre será mejor que el golfo ese con el que has vivido hasta ahora.

Angel suspiró aliviada y sonrió.

—Lo traeré a casa este fin de semana.

Pensaba que Mildred se caería de espaldas cuando lo descubriese e incluso que la repudiaría, pero Mildred nunca dejaba de sorprender a Angel. Ahora tenía que enfrentarse al resto de la familia. Sabía que Doll lo encontraría fantástico —siempre que fuera guapo, por supuesto— y más aún cuando viera el Mercedes que llevaba. Bootsey, en cualquier caso, lo encontraría acorde con el síndrome de Hollywood que arrastraba desde que vivían allí. Pero Freda sería un problema. A pesar de que Angel sabía que Freda ya no era una militante de la causa, no lo aceptaría. En cuanto a Money, se lo diría por carta.

Mildred estaba más contenta de que Freda hubiera dejado a Delbert que de que hubiese sido aceptada en aquellos cursos e ido a Nueva York, y eso fue ni más ni menos lo que le dijo a Freda cuando esta fue a verla a Los Ángeles, aparte de otros comentarios.

—¿Cómo es que no lo aprendiste todo la primera vez y saliste de allí en condiciones de tener un trabajo fijo? No vas a pasarte el resto de la vida estudiando. Lo que necesitas es buscar un puñetero marido. Eso de escribir en los periódicos y esas cosas por el estilo suenan muy bien, pero ¿cuándo dejarás ese culo quieto?

—Mama —dijo Freda—, ¿cuántas veces quieres que te lo explique? Cuando encuentre el hombre adecuado, tú serás la primera en saberlo.

No quería que Mildred supiera que tenía intención de volver con Delbert.

—Sin marido no hay hijos —añadió Mildred.

—Mama, me parece que ya tienes bastante nietos, o sea que déjame en paz, ¿quieres?

—¡Cuidado con lo que dices! Te lo he dicho un millón de veces.

—Me parece que no acabas de entender qué significa ser negra y mujer y que te acepten en esos cursos, ¿verdad, mama? No te figures que dejan entrar a cualquiera. Y puedo tener un hijo de todas formas.

No había dicho a nadie que ya había abortado una vez. Se había limitado a decir a Delbert que tenía una infección y que no podía mantener relaciones durante dos semanas.

—Si quieres que te diga la verdad, me habría podido casar como mínimo tres veces.

Mildred decidió cambiar de tema. No valía la pena discutir.

—¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Escribir para algún periódico o ir a la televisión y ser una especie de Lisa Davenport del Canal siete?

—Lo que no quiero es ser presentadora, mama, eso lo tengo muy claro.

—¿Qué tiene de malo sentarse delante de millones de personas todos los días del año y cobrar un montón de dinero? ¿Quieres decírmelo?

—Mama, no son más que marionetas. La mayoría ni siquiera escriben las noticias que dan, se limitan a estar allí sentados y a leer. Yo quiero utilizar el cacumen.

—¿Qué bebes?

—Tequila.

—¿Todavía bebes esa mierda? No me explico cómo tomas ese mejunje.

La noche antes de que Freda se fuese, Doll y Angel se sentaron con ella y se quedaron charlando y tomando tequila mucho después de que Mildred y el pequeño Richard se hubieran acostado.

—¿Qué hay de ese Tony del que me ha hablado mama, Doll? ¿La cosa va en serio? Porque la mama habla y no para, que sí es guapo, que si respetable —dijo Freda.

—Me voy a casar con él —dijo Doll.

Angel estaba tranquila. Todavía no había dicho a Freda que Ethan era blanco. Quería esperar un tiempo antes de darle la noticia.

—¿Tú lo quieres? —preguntó Freda.

—Me quiere a morir, tenlo por seguro.

—No te he preguntado eso. ¿Lo quieres tú?

—Bueno ¡y yo qué sé! Lo que sí sé es que tiene un buen trabajo en la tienda de no sé quién, que es el encargado y que con el tiempo será el jefe de compras. Además, tiene un Datsun y me lleva a unos sitios estupendos. Nada que ver con los sitios a los que me llevaba el desgraciado de Richard.

—¿Folla bien?

—¡Freda! —exclamó Angel, a quien en su vida se le habría ocurrido hacer a nadie una pregunta como aquella.

Además, ¿qué le importaba a Freda?

—Mira, cariño, tú eres una metomentodo —dijo Dolí—, te pareces a la mama. ¡Pues claro que folla bien! ¿Te crees que me casaría con uno que no supiera follar?

—No se sabe. Da la impresión de que estás sin un centavo.

—A la mama le gusta.

—Pero la mama ni se va a casar ni va a follar con él. Y además, en un momento de debilidad, la mama es capaz de casarse con el primero que se le presente.

—Como sigas diciendo esas cosas, voy y se lo cuento. ¿Te enteras? Pensamos casarnos a finales de septiembre. Sé que está a la vuelta de la esquina pero no voy a casarme sin que mi hermana mayor esté aquí. ¿Cogerás el avión para asistir a la boda?

—¡Pero si es el mes que viene! ¡Acabaré de llegar a Nueva York! ¿De dónde crees que voy a sacar el dinero?

—Si te pagas el pasaje de ida, nosotros te pagamos el de vuelta ¡qué caramba! —dijo Doll, poniendo los brazos en torno a los hombros de Freda—. No vamos a discutir, ¿verdad?

—Ya veré qué puedo hacer.

Por la mañana, Mildred se negó a ir con ellas a la estación del autobús porque, según dijo, estaba demasiado cansada, demasiado ocupada, demasiado todo. La verdad era que estaba harta de despedirse de sus hijas. Se había convertido en una especie de ritual pero no se acostumbraba. No sabía cómo demostrarles que las echaría de menos.

—Escríbeme —pidió a Freda empujándola fuera de la puerta—, y ahora vete. A veces me pones enferma con tanto abrazo y tanto besuqueo.

Freda la besó en la frente, pese a todo, mientras Mildred contraía el labio hacia adentro y bajaba los ojos, como cohibida. Le resultaba imposible soportar toda aquella sensiblería, pero en cuanto cerró la puerta, se sentó y se echó a llorar como si su hija hubiese acabado de morir. El pequeño Richard se quedó delante de ella mirándola fijamente unos minutos.

—¿Qué te pasa, abuelita? ¿Vuelves a encontrarte mal?

—No, la abuelita no está enferma. La abuelita va perdiendo a todos sus hijos y resulta que ahora tú eres el único niño que le queda a la abuelita.

Y como si ya supiera que era lo único que podía consolarla, el pequeño Richard le dio un vaso de whisky.

—Aquí tienes, abuelita, tu vaso —le dijo con su vocecita de niño de cinco años.

Mildred lo miró y le cogió el vaso de las manos, tratando de evitar que las suyas temblaran.

—Gracias, pequeño —dijo antes de tomar un largo sorbo.

La patrona de Freda era la señora Flowers, una mujer muy simpática que frisaba los setenta años. Freda era amiga de su nieta y la señora Flowers había accedido a que viviera con ella en Queens hasta que encontrara un alojamiento apropiado y más próximo a la universidad. Hasta entonces Freda no había sabido nunca que una habitación pudiera ser tan pequeña. Además, ¿por qué habría elegido aquel verde oliva para las paredes? Procuraba no pensar en California ni en Delbert porque todavía se habría deprimido más.

Como Freda no tardó en averiguar, en Nueva York es facilísimo deprimirse. Para trasladarse a la universidad tenía que tomar tres metros y un autobús y todas sus clases eran nocturnas. Había oído contar tantas historias sobre asaltos, violaciones y asesinatos que, en la primera semana que estuvo en la ciudad, siempre iba directamente a casa cuando salía de clase, aunque no sin antes comprar un botellín mediano de Courvoisier en algún comercio, ya que enseguida descubrió que casi en ninguna parte tenían su marca preferida de tequila. Freda se tomaba todo el botellín antes de acostarse, ya que esta era la única forma de poder dormir, aunque por la mañana estaba fatal, otra de las razones de que prefiriese tequila. No le daba resaca.

Resultó que era demasiado tarde para que la incluyeran en el programa de internado, aunque el tutor de Freda le dijo que durante el primer semestre tendría tanto trabajo que no le quedaría tiempo para pensar en otra cosa. Había conseguido una beca, eufemismo para referirse a préstamo. Su tutor tenía razón. Pasó las primeras semanas recorriendo Nueva York, perdiéndose en la ciudad, cargándose de trabajos que le elegían los profesores y trabajando a tope para entregarlos a tiempo.

El tiempo pasó volando y, sin darse cuenta, se encontró que tenía que volver a Los Ángeles para asistir a la boda de Doll. No pudo evitar pensar que por lo menos se pasaría cuatro días sin metro, sin tener que justificarse ante las inquisitivas preguntas de la señora Flowers cuando llegaba a casa a medianoche dando traspiés después de haberse parado en algún bar con unos compañeros, y sin bibliotecas, sin tener que corregir trabajos, sin trabajos de campo.

Mildred había vuelto a su casa y la había pintado. También había remozado el jardín de atrás, había comprado unas tumbonas nuevas, unas lámparas especiales para colgar alrededor del mueble bar y había tapizado de nuevo los taburetes del mismo.

Doll era una novia preciosa. Freda y Mildred tenían preparados muchos carretes pero, cuando empezó la ceremonia, estaban tan emocionadas porque se casara la pequeña de la familia que ninguna estaba en condiciones de mirar por el visor.

El tiempo no habría podido ser mejor para una boda al aire libre. Doll y Tony se colocaron entre dos gigantescos bananos y una vocalista cantaba un tema de Billie Holiday. Angel estaba junto a su hermana. Cuando Doll dio el «sí», los pájaros se pusieron a cantar como posesos y Freda tuvo que bajar la cámara porque no podía dejar de llorar. Mildred estuvo todo el tiempo al lado de los ventanales del jardín y, cuando los novios se besaron, se deslizó disimuladamente hacia el cuarto de baño. El hecho de que todos sus hijos pertenecieran a alguien más la afectaba profundamente, la desgarraba. Se limpió los ojos, embadurnados de maquillaje, y se obligó a reunirse con los demás.

La fiesta era bulliciosa y alegre, aunque también elegante y civilizada, como suele ocurrir en la mayoría de las celebraciones de los negros. A las once, Mildred y Freda habían sobrepasado su límite de champán y se deslizaron hasta el dormitorio de Mildred, donde las dos se quedaron como troncos en la cama, una al lado de la otra.

No habían transcurrido dos meses desde la boda cuando Doll comenzó a llamar a Freda para lamentarse de que Tony le atacaba los nervios.

—¡Pero si acabas de casarte, mujer! Dale al chico tiempo suficiente para que te ataque los nervios de verdad —le aconsejó Freda, aunque Doll no le dejó decir ni una sola palabra más.

Dijo que Tony la agobiaba a morir, que no podía dar dos pasos sin tropezarse con él y que siempre se lo encontraba ante sus narices. No pensaba en otra cosa que en besarla, abrazarla y follar a todas horas. En cuanto a dinero, lo que ganaba vendiendo aquella ropa era una miseria. Se gastaba la mitad del sueldo en la misma tienda y en aquel maldito Datsun. ¿Y celoso? Doll dijo que, como estuviera fuera de casa más de quince minutos, Tony ya le preguntaba dónde había estado.

Por fin Freda pudo meter cucharada.

—Oye, Doll, dale al pobre una oportunidad. Acostumbrarse a lo que sea lleva tiempo.

—Yo me esfuerzo, niña, te juro que me esfuerzo, pero como no espabile y no afloje las riendas, la cosa no va a funcionar. Te lo digo desde ahora. Y si te parece que la mama era rápida en dejar plantado a un hombre, te aseguro que no has visto nada.

Freda encontró un trabajo a tiempo parcial como secretaria de un gabinete de abogados a pesar de lo que le había aconsejado su tutor. Pero después de pagar la matrícula y de comprar los libros que le hacían falta, ya no le quedaba dinero para el apartamento. En febrero encontró una vivienda de renta limitada por seis meses situada en las proximidades de la universidad y tuvo la satisfacción de abandonar Queens.

En cuanto a los estudios, no había para tanto. Descubrió que la mayor parte de los estudiantes eran increíblemente esnobs e inclinados a las capillitas. Muchos de primer año trabajaban como internos en algunos de los periódicos y cadenas televisivas más importantes. A Freda le parecía extraño que a ella no le hubiera surgido esa misma oportunidad. También se enteró de que la mayoría ya tenían un trabajo esperándoles cuando tuviesen el título.

Freda se había dedicado a todos los campos, desde las campañas y debates políticos hasta las huelgas de basureros y los asesinatos. Lo único que le faltaba era que le aprobaran la tesis. Estaba esperando en la puerta del despacho del tutor fumándose un cigarrillo cuando este le dijo que podía pasar.

El señor Bernstein apenas se volvió a mirarla.

—Así, Freda, ¿qué tal van las cosas?

—Bien, supongo.

—He leído tu propuesta. Parece que quieres hacer un estudio sobre los arrendatarios de los barrios bajos.

—Sí.

—Estoy seguro de que te das cuenta de que se trata de un tema muy amplio.

—Sí, lo sé.

—¿Y por qué quieres ocuparte de ese tema en particular?

—¿Por qué? —preguntó Freda mirándolo como si se hubiera vuelto loco—. Pues porque encuentro que es una inmoralidad que toda esa gente con dinero, que posee los edificios de apartamentos de barrios pobres de Nueva York, explote a los pobres. En esta ciudad hay edificios de apartamentos que no serían aptos ni para animales. Y la mayoría no tienen calefacción ni agua caliente, aunque sí ratas y cucarachas en abundancia. —Se recostó en el asiento—. Me parece repugnante que violen la normativa y se salgan tan campantes del asunto. Tiene que saberse lo que son: unos seres codiciosos e insensibles a las necesidades de otros seres humanos que da la casualidad de que no son ricos ni blancos ni judíos.

El señor Bernstein clavó los ojos en ella.

—Dime una cosa, Freda, ¿qué piensas hacer con tu título de periodista?

—Pues me gustaría hacer trabajo de investigación para algún periódico. Eso es lo que pienso ahora, por lo menos.

—¿Y es así cómo piensas ganarte la vida?

—Sí.

—Pues no quisiera defraudarte, pero ¿tienes idea de lo que gana un periodista?

—No.

—Pues bien, te lo diré. Un periodista medio, y he dicho medio, viene a ganar unos seis mil dólares al año. Todos aspiran a trabajar para los grandes diarios, pero precisamente son plazas muy difíciles de conseguir. Cuando hayas terminado tus estudios, ni las clases ni la tesis te servirán de mucho. Yo te sugeriría que reflexionases a fondo en lo relativo a escribir y, en todo caso, si te empeñas en ser periodista, consideraría la posibilidad de trasladarme a una ciudad pequeña y me olvidaría de Nueva York.

—Tengo tiempo para decidir lo que haré. ¿Piensa aprobar el tema?

—Sí, y te deseo toda la suerte de este mundo.

Puso la firma en un papel y lo pasó a Freda. Esta cerró la puerta del despacho y se dirigió inmediatamente a su bar favorito.

Tanya, la que atendía el local, estaba de turno. Freda solía hablar con ella siempre que se detenía a tomar una copa después del trabajo. Tanya era negra, pero tenía pecas y el cabello de color castaño tirando a arena. Llevaba pestañas postizas y pestañeaba a menudo cuando atendía a los clientes de sexo masculino. Freda, sin embargo, la consideraba una mujer que sabía lo que era la vida. Trabajaba allí en los intervalos de sus actuaciones como cantante. De hecho, según contó a Freda, acababa de conseguir un buen contrato en los Catskills para todo el verano.

—Mira, guapa —le explicó Tanya—. Tengo un apartamento de un dormitorio a una manzana de distancia de Central Park. No es nada del otro jueves, pero es un sitio limpio y yo voy a estar fuera cuatro días por semana, o sea que si te interesa puedes compartirlo unos cuantos meses conmigo.

—¿Estás segura de que no te importa?

—Segurísima. Lo único es que tendrás que dormir en el sofá cuando yo esté aquí y la verdad es que está hecho cisco.

—No es problema, Tanya. Pagaré la mitad del alquiler. ¿Es caro?

—Te voy a decir lo que se puede hacer. Me das quinientos y con esto tienes pagada la mitad del alquiler de dos meses.

Dos semanas más tarde Freda se trasladó a los oscuros bajos de Tanya. Los muebles eran viejos y cochambrosos y Freda consideró que al lugar le hacía falta una cierta decoración. Pero Tanya, que comentó que creía que tendría que marcharse a los pocos días, dijo a Freda que no quería que colgara nada en las paredes. Una de ellas estaba ocupada por un gran retrato de la propia Tanya con una manzana roja en la mano. En la otra pared había un espejo cubierto de melladuras. Enfrente estaba la cocina y, al lado, la entrada del minúsculo dormitorio.

Transcurrió una semana y Tanya seguía sin noticias respecto de su contrato. Después de tres semanas, solo había cantado en la ducha y el sitio más distante al que había viajado era Bloomingdale. Freda sabía que le había tomado el pelo, pero pensó que no estaba en situación de quejarse.

Freda se acostumbró a cenar fuera de casa casi todas las noches y a beber cada vez más. Hacía todo lo posible para evitar a Tanya, porque no sabía cómo salirse de aquel embrollo y decirle abiertamente que estaba harta.

Una noche se encontró con Tanya al llegar a casa. La estaba esperando.

—Tengo que hablar contigo —le dijo muy seria—. No te he dicho ni una palabra por haberte comido mi atún ni por haberte bebido mi leche con el café por las mañanas, pero hay algo mucho peor y que me molesta bastante más.

—A mí también hay algunas cosas que me molestan, entre ellas que no hayas ido a los Catskills.

—Me voy la semana que viene, pero esto no tiene nada que ver con lo que quiero decirte. Cuando viniste a vivir aquí yo no sabía que eras alcohólica, aunque ya habría debido figurármelo viendo cómo bebías en Chili’s. Pese a todo, me pareciste una chica sensata que estaba trabajando en su tesis y que, simplemente, atravesaba un mal momento.

—Yo no soy alcohólica. Lo que pasa es que estoy deprimida.

—No, encanto, tú necesitas tratamiento. Yo no puedo vivir con una persona que entra todas las noches dando tumbos. La semana pasada vomitaste en la puerta. ¿Sabes la vergüenza que da encontrarte ese panorama en la puerta? El viernes te quiero fuera.

—¡Pero si es el Cuatro de Julio!

—Sé qué día es —fue todo lo que dijo Tanya.

Freda se puso la chaqueta, bajó a la calle y se fue al bar.

Se fue a vivir a un hotel solo para mujeres, lo cual era peor que vivir en Queens. Estaba lleno de viejas que llevaban una combinación como única vestimenta y tenían siempre la cabeza cubierta de rulos. También había chicas jóvenes que acababan de sacarse el título en la escuela de secretarias o habían ido a Nueva York para abrirse camino como modelos de alta costura. Tenían tanto brío y energía que daban náuseas.

Freda no había dicho a Mildred ni a nadie lo desgraciada que era ni cuáles eran sus nuevas condiciones de vida. Pese a ello, había tomado tres decisiones: no pensaba volver a la universidad de Nueva York, quería terminar la tesis y la vendería a un periódico serio.

Esa noche Freda estaba sentada en la cama de su sórdida habitación, el colchón debía de tener cien años. Tenía los muelles clavados en el culo. Se sirvió tequila en un vaso, cogió el teléfono y esperó línea.

—Hola, mama.

—Hola, Freda, ¿qué tal va eso? Hace casi un mes que no sabemos nada de ti. ¿Recibiste mi carta?

—Sí, la recibí. Estoy bien, mama. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

—No podría estar mejor —mintió Mildred.

La casa estaba a oscuras y la única luz de que disponía era la de las velas porque no podía pagar la electricidad. Pero ¿de qué servía contar esas cosas? Tomó un sorbo de whisky.

—¿Y tú, cómo estás? ¿Qué tal los estudios?

—Formidable, tengo muchísimo trabajo. La semana pasada tuve que hacer un reportaje sobre el control del armamento y una manifestación que hicieron en Harlem.

—Ojo, niña, no te vayan a matar. Yo aquí no he leído ningún artículo así de importante.

—¿Sabes algo de Money?

—No, pero Bootsey tiene noticias. Dice que pronto saldrá.

—¿Cómo están Angel y Ethan?

—Estupendo, están en Hawai. Doll y Tony siguen a la greña. Esa niña está más loca que una cabra. No distingue a un buen hombre ni aunque lo tenga delante. ¿Y tú? ¿Qué tal vas de novios?

—Pues así así. Podría ir mejor, la verdad. He estado saliendo con un compañero de clase —mintió.

—¿Cómo se llama?

Freda tuvo que contestar rápidamente y pronunció el primer nombre que leyó en los libros de texto que tenía sobre la mesilla de noche.

—Norman.

—¿Estás enamorada?

—No, todavía no es tan serio como eso, mama.

—No te veo muy entusiasmada, si quieres que te diga la verdad. No hay sentimiento en tu voz. ¿Seguro que no te ocurre nada malo?

—No, mama, solo que estoy un poco cansada.

—Entonces pon el culito en la cama y a dormir. Y escríbeme una carta.

Se despidieron y Freda se tumbó en aquel colchón lleno de bultos. Encendió un cigarrillo, clavó los ojos en las grietas que cuarteaban el techo de un deprimente color beige y se echó a llorar. De pronto dejó de llorar y se sentó en la cama. No sabía por qué pero de repente había recordado que Mildred le había dicho una vez que las mujeres eran como abejas reinas y que podían hacer todo salvo volar.

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