Mama

Mama


Capítulo 16

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Capítulo 16

MILDRED no podía dormir. Ni siquiera con el botellín de whisky que se había tomado conseguía que le cogiera el sueño. Estaba tumbada pero ya estaba pensando en levantarse. Pero ¿para qué? Había un silencio tan profundo en la casa que lo único que se oía era el zumbido de la nevera, el tictac del reloj y el canto de algunos grillos escondidos en la hierba del jardín de atrás. De pronto recordó que no había desconectado la bomba de la piscina. Se levantó de la cama, salió al aire fresco de la noche y se quedó fuera un rato. Se estaba bien allí fuera. Encendió la luz de la piscina y, como obedeciendo una orden, arrojó el camisón sobre un taburete del mueble bar y se zambulló en el agua. En todos los años que hacía que Mildred vivía en esta casa y en todos los años que había soñado con tener piscina, aquella era la primera vez que se bañaba en ella. Tuvo la sensación de que el agua le penetraba todos los poros del cuerpo, como si le corriera por las venas. Mildred se sentía llena de vida. Se puso a nadar como si estuviera compitiendo en los Juegos Olímpicos y, cada vez que se daba la vuelta y golpeaba el cemento con los talones, su cuerpo se ondulaba como el de una ballena que hendiera el azul del mar. Después de ocho o nueve vigorosos recorridos, Mildred subió las escaleras laterales del extremo menos profundo de la piscina y se quedó allí sentada. Aún jadeaba, recogió en sus manos sus pechos fláccidos y los retuvo en ellas. ¿Todavía serían bonitos? Se los aplastó contra el tórax.

El aire la hizo estremecer de frío, se levantó de un salto y corrió hacia dentro. Se secó con la toalla la cara y el cuerpo como hacen las mujeres ricas —¡pap, pap, pap!—, dándose suaves toques aquí y allá. Después se cubrió con el albornoz su cuerpo recorrido por hormigueos y se sirvió un trago. Sin agua. ¿Y ahora qué?, pensó mientras echaba una mirada por la habitación. No tenía sueño. Se sentó en el sofá de una tonalidad dorada, miró el teléfono y seguidamente el reloj. Era la una de la madrugada y, en Nueva York, las cuatro. Hacía semanas que no hablaba con Freda. De haberla llamado, Mildred habría descubierto que Freda también lo estaba pasando mal porque tampoco podía dormir. Freda acababa de servirse otro vaso de tequila y estaba considerando la posibilidad de telefonear a su madre, aunque al final decidió que era demasiado tarde.

Mildred comenzó a dar vueltas por la sala de estar, miró las fotografías de sus hijas, de sus nietos, de todas aquellas caras que la miraban con una sonrisa. Freda al final había resultado una chica guapa y, además, lista. Lo único que le hacía falta era el hombre adecuado. En cuanto a Bootsey, era exactamente como ella, demasiado igual. Más tozuda que el demonio, no había quien le dijera nada. Sabía vivir. Y Angel, enamorada de un blanco. Mejor que el tipo la vigilase como un halcón si no quería que emprendiese el vuelo. Doll, en cambio, se lo montaba mal, aunque no por ello dejaba de ser su niña. Mildred soltó un profundo suspiro. ¿Por qué no podría tener también aquí la fotografía de Money y entonces el cuadro habría sido completo? ¿Aunque quién podía decirlo? A lo mejor los barrotes le hacían sentar la cabeza.

Bajó las manos hasta la barriga. La tenía prominente, como si estuviera embarazada de cuatro meses. Toda aquella asquerosidad de comida que consumía junto con el cuartillo diario de whisky estaba destrozándola. Ahora se teñía más a menudo el cabello, porque aquellas raíces grises la asustaban a morir.

Se metió en el cuarto de baño y se quedó delante del espejo de cuerpo entero de la puerta. Las arrugas de la piel y las bolsas debajo de los ojos no mentían. Se estaba haciendo vieja, pensó. El espejo lo decía bien a las claras. ¿Qué he hecho en mi vida además de parir cinco hijos? ¿Qué demonios he hecho? Estoy sola en la soleada California, sin hijos, sin hombre y sin ni siquiera un puñetero perro. La única cosa que tengo son esos pájaros que Doll y el pequeño Richard me regalaron el día de la Madre. Sí, lo único que tengo son esos puñeteros pájaros.

Oyó cerrar la puerta de un coche, se dirigió a la entrada y encendió la luz del porche. Era Jimmy, su vecino de enfrente, que enfilaba el camino de su casa. Un hombre simpático, casado con una mujer que no había dirigido nunca la palabra a Mildred.

—¿Eres tú, Milly? —le gritó Jimmy.

—Sí, soy yo, Jimmy. Llegas un poco tarde, ¿no?

—Sí, he estado en la bolera. ¿Qué haces levantada a esas horas?

—No podía dormir.

—¿Tienes algo para beber en casa?

—Whisky.

—¿Te apetece un poco de compañía?

—La necesito.

Jimmy puso la bolsa de los bolos en el maletero y atravesó la calle. Mildred cerró la puerta tras él y primero se ajustó el cinturón del albornoz, pero luego decidió dejarlo suelto.

¡Joder! Hacía un montón de tiempo que no tocaba a un hombre, desde lo de Percy, estaba que no podía más. Casi devora al pobre Jimmy.

—¡Un poquito de calma, nena! —exclamó él por fin—. No te lo tomes tan a pecho, que yo no estoy acostumbrado a tanto.

Mildred se calmó, aunque de mala gana, se sentía tan a gusto teniéndolo dentro de ella que comprendió que no era tan vieja como se figuraba. Con cada asalto ganaba un año de vida.

Se levantó y fue al cuarto de baño. Le había vuelto el color a la cara y parecía que le habían desaparecido las arrugas. Los ojos le centelleaban como diamantes recién tallados y Mildred habría jurado que no era de noche, sino de día. Oyó piar a los pajarillos que tenía en la sala de estar y hasta eso le gustó. Se lavó y volvió a la habitación, donde Jimmy seguía jadeando.

—¡Coño, Milly, es que eres una lanzada!

—No lo sabes tú bien —dijo Mildred con la voz lo más calma posible.

—Creo que será mejor que me vaya a casa, ¿no te parece?

—Sí, me parece.

Por la mañana Mildred estaba podando los arbustos y arrancando hierbas de la parte que bordeaba la acera cuando apareció Jimmy en su jardín y se puso a regar el césped. Se saludaron como hacían habitualmente y Mildred le dedicó la sonrisa propia de una buena vecina. Pero Jimmy parecía alterado.

—¿Qué tal estás esta mañana, Milly?

—Muy bien, ¿y tú, Jimmy? —repuso ella, sin interrumpir lo que hacía ni levantar los ojos.

Mildred no quería mirarlo, no lo necesitaba. Ahora se sentía bien y tenía para unos meses.

Se sentó a la mesa de la cocina, se tomó el café con whisky y estaba silbando cuando entró Angel.

—¿Cómo estás tan contenta, mama?

—Eso a ti no te importa. Una mujer también tiene derecho a estar contenta de vez en cuando, ¿o no?

—Sí, es agradable verte así de contenta.

—¡Ay, niña! —exclamó Mildred, haciendo chasquear los dedos y con un contoneo de las caderas como si bailase al son de una música que solo ella podía oír—. Si solo supieras la mitad…

—Ya hemos fijado fecha, mama.

—¿En serio? ¿Ya la habéis fijado?

—El tres de abril.

—Pues todavía faltan cinco meses largos. A mí eso de los compromisos largos no me gusta nada.

—¡Compromisos largos! Mama, ¿tienes idea de lo que cuesta casarse?

—No, ¿cuánto?

—Cinco o seis mil dólares. Y ya sabes lo que le pasó a Dolí, ¿no? A última hora salieron un montón de gastos. Yo quiero que lo mío esté todo planificado y pagado por adelantado.

—Bueno, a mí eso me parece muy bien.

—Oye, mama, es costumbre que los padres de la novia paguen la boda, ¿sabes? Ya sé que tú no puedes permitírtelo, pero, ¿no podrías ayudamos un poco?

—¿Cuánto?

—Unos mil dólares.

No le pareció una cantidad imposible.

—Sí, supongo que puedo ayudarte. Soy tu madre, ¿no?

La cabeza de Mildred se había puesto a funcionar como un cronómetro. ¿De dónde demonios iba a sacar mil dólares en cinco meses? Ya había hecho una segunda hipoteca sobre la casa y además tenía dos recibos pendientes, aunque esta vez no se lo había dicho a nadie. Por otra parte, desde hacía un tiempo Mildred tenía otros secretos. La regla le venía de manera bastante irregular y estaba siempre con sofocaciones y escalofríos, aunque no quería decírselo a las niñas para que no le tuvieran lástima. Ya sacaría el dinero de algún sitio. Lo único que necesitaba era algo de tiempo.

A Mildred le sentó fatal que Acquilla se muriera un mes antes de la boda de Angel, sobre todo porque no había tenido tiempo de reunir el dinero de la boda. El padre de Mildred le pidió que fuera a su casa a ayudarlo a poner un poco de orden, ya que según le dijo no podía depender de sus otros hijos. Mildred estuvo reflexionando a fondo sobre la cuestión y al final llegó a la conclusión de que, pese a que se trataba de su padre, tendría que ser otra persona la que cargase con aquel peso. Sin ir más lejos, su hermana, Georgia, vivía enfrente de la casa de su padre.

Mildred no asistió al funeral de Acquilla. Estaba contenta de que se hubiera muerto. Era horrible decirlo, pero era la verdad. Aproximadamente una semana más tarde, Bootsey llamó a Mildred para contarle lo ocurrido en casa de Buster.

—Mama, la tía Georgia registró todos los armarios de la casa y reclamó todo lo de la abuela Acquilla. No sabes la cantidad de cosas que la abuela tenía empaquetadas en el desván y en todos los armarios. Cajas y más cajas de sábanas, fundas de almohada, cortinas, botes de conserva…, la tira. El abuelo dijo que guardaba todo aquello por si venía otra depresión.

—¿La tía Georgia ayudó a limpiar? —preguntó Mildred.

—Nada. Yo llevé comida al abuelo y lavé toda la ropa sucia, pero la casa está hecha un asco. En la cocina hay cacerolas y pucheros con la comida pegada en el culo y además, mama, algunas cosas se han enmohecido y me da asco tocarlas. Hay suciedad por todas partes y en los cristales de las ventanas hay tal cantidad de porquería que no se ve nada.

Al principio Mildred se arrepintió de no haber ido, pero después se dijo que le importaba un bledo. ¿Por qué tenía que subirse a un avión y emprender un vuelo tan largo cuando su padre tenía tanta familia allí? Eran todos unos cabrones y unos inútiles. Después cogió el teléfono para llamar a Georgia pero decidió que esperaría unos días. Quería ver hasta dónde llegaba su desvergüenza.

Georgia era seis años mayor que Mildred y entre ellas no habían existido nunca una buena relación. Georgia siempre había tenido celos de Mildred porque acaparaba la atención de todo el mundo. Mildred no la soportaba. Era verdad que Georgia había sufrido una mastectomía y se había quedado sin pechos. Era verdad que su segundo marido la había abandonado por enésima vez. Era verdad que sus cuatro hijos le daban muy pocas alegrías. El mayor, el más listo, se había ido de casa para enrolarse en la aviación, se había casado con una blanca y vivía en algún lugar de California. La hija mayor de Georgia, que tenía la misma edad que Freda, era alcohólica, vivía en las casas baratas, tenía tres hijos de tres hombres diferentes y no había trabajado ni un solo día de su vida. La siguiente, que tenía la edad de Bootsey, había sido la reina de la casa y se había casado con el marido de otra. El hijo más pequeño de Georgia estaba enamorado de su prima hermana de Arizona, la hija mayor de León. Pero, a pesar de todas las desgracias de Georgia, Mildred nunca había podido sentir lástima por su hermana.

Georgia había volcado su vida en Dios. Decía que estaba salvada y explicaba a todo el mundo el despertar espiritual que había experimentado una noche en la que iba en coche a encontrarse con un hombre. (Todo el mundo sabía que aquello no era verdad porque no había hombre que la quisiera). En cualquier caso, ella decía que, después de pararse en el semáforo de la calle Veinticuatro y Oak, justo cuando volvió a pisar el pedal, el coche se quedó inmóvil. Como notó que el motor estaba en marcha, se asustó. No había ningún coche a la vista. Georgia contaba que, de pronto, sin saber de dónde había salido, vio a su difunto marido, quien le dijo que diera media vuelta y volviera a casa, lo que ella hizo al momento. Al llegar a la calle donde vivía, vio que su casa estaba en llamas. Pero Mildred no se había tragado nunca aquel cuento, sabía que Georgia estaba sin un cuarto y suponía que lo más probable era que ella misma hubiera pegado fuego a la casa para cobrar el seguro.

Ahora Mildred creía que, como su marido y sus hijos la habían abandonado, Georgia pensaba sacarle los cuartos a Buster. Después de todo, su padre cobraba una pensión, tenía una casa enorme y no tardaría en cobrar el dinero del seguro de Acquilla. Así es que, cuando Bootsey llamó a Mildred para decirle que Georgia se vendía la casucha donde vivía desde hacía veintisiete años y se iba a vivir con Buster, Mildred se subió por las paredes y agarró el teléfono.

—¿A quién demonios te figuras que vas a engañar, Georgia?

—Mildred, por favor te lo pido, vigila tus palabras, el Señor…

—Una mierda el Señor. Mira lo que te digo, mala puta, a mí no me vengas con santurronerías. Dios te dejó sin tetas, ¿sí o no? Dios te quitó al desgraciado de tu marido y te dio a esos mamarrachos que tú llamas hijos. Soy tu hermana y te conozco desde toda tu puñetera vida y por eso te pregunto quién coño te crees para ir a casa del papa, llevarte todo lo de Acquilla y no dignarte mover ni un dedo para limpiar nada. Pues óyeme bien, si te figuras que vas a ir a su casa con tu cuerpo de gorda sin tetas y a instalarte a vivir con él por la simple razón de que no tienes un chavo, ni quien te diga ahí te pudras, te equivocas de medio a medio, hermanita. Como te aproveches del papa, vuelvo y pongo candados en todas las puertas.

—Señor, perdónala, porque no sabe lo que dice.

—¡Anda y cállate de una vez! Si crees que vas a vivir con el papa porque piensas gastarte todo su dinero, te equivocas. Si tus intenciones fueran buenas, sería otro cantar. Lo comprendería. Pero tú vas allí por puro egoísmo y eso apesta a mierda. ¿No dice nada la Biblia sobre eso?

—Mildred, tu padre también es mi padre. Jesús…

Mildred le colgó el teléfono en la oreja más religiosa de Georgia.

La primera vez que Money volvió a la ciudad al salir de prisión solo vio a dos personas: a Candy —la chica con cuyo retrato había hecho el amor durante los dos últimos años— y un camello. Había estado encerrado dos años, alejado de las dos cosas que más le gustaban del mundo: el coño y la heroína, aunque no por ese orden. Pensó que, antes de hacer un viaje, tenía que montárselo. Pero tenía que idear un plan, una manera de asegurarse las cosas. Sin embargo, antes que nada debía dedicar unos días a pasarlo bien, a descansar y a divertirse un poco.

Bootsey no sabía que Money había salido de la cárcel hasta que lo vio delante del Shingle con su primo BooBoo y otros tipos que no conocía. Bootsey volvía del K-Mart e iba a su casa. Tocó el claxon y se metió en el solar del aparcamiento. Al reconocer su Cadillac, Money se acercó y se apoyó en la ventanilla.

—¿Cuándo has vuelto, Money? —preguntó Bootsey.

—Hace unos días. He estado muy ocupado buscando trabajo, ¿sabes? Pensaba ir a verte mañana.

Bootsey se dio cuenta de que iba ciego.

—Por lo menos habrías podido llamar, digo yo.

—Lo sé, lo sé —dijo Money mirando la barriga de Bootsey—. ¿Vuelves a estar embarazada?

—De ocho meses.

—¿Has visto a la mama y a las demás últimamente?

—Sí, Angel se casa dentro de unas semanas, ¿no lo sabías?

—Sí, pero no iré. No me ha escrito ni una carta. ¿Tú vas a ir?

—Yo no puedo subirme a un avión en mi estado. El parto está muy cerca. ¿Por qué no llamas a la mama por lo menos?

—No se molestó siquiera en venir a verme la última vez que estuvo aquí. ¿Por qué he de ir a verla yo?

—Pues porque es tu madre, Money, por eso. Tú pasas de la mama, pero ella hizo lo imposible para sacarte de allí dentro. ¿Y tú qué hiciste? Fuiste a California y después volviste corriendo para aquí. Y tal como esperaban todos, otra vez en la cárcel.

—No hace falta que me lo recuerdes. Sé dónde he estado.

—¿Sabes que si continúas metiéndote en líos, no habrá nadie que te dé trabajo, sobre todo con antecedentes? Entonces dime qué harás, adónde irás.

—Siempre puedo trabajar en la construcción. La mayoría de los tíos que trabajan en eso tienen historiales peores que el mío.

Hay asesinos, auténticos criminales. Yo no he hecho nada, solo raterías de poca monta.

—Mira, Money, ¿a quién le interesa un trabajo solo porque es lo único que encuentra?

—¿O sea que tú has estudiado para trabajar en la Ford?

—¡Eso es diferente, Money!

—¿Qué quieres decir?

—Es un trabajo fácil y, además, no pienso pasarme todo el resto de mi vida trabajando. Pienso abrir un negocio.

—Sí, ya —la cortó Money, haciendo una seña con el dedo a BooBoo como indicándole que acababa enseguida.

—Lo haré. Pienso abrir una tienda de vestidos de novia en el North End.

—Mejor para ti —dijo Money irguiéndose.

—Oye, Money, ¿por qué no vienes a cenar mañana o a tomar algo? Podríamos hablar un rato con más calma. Ahora tengo que ir al cuarto de baño.

—Mañana no puedo.

—La semana que viene, entonces.

—Sí, de acuerdo. Saluda a Dave y a todos de mi parte. Os iré a ver la semana que viene.

La mano de Money rozó la parte superior del maletero justo cuando Bootsey arrancaba y aceleraba.

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