Mama

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Capítulo 17

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Capítulo 17

DE UN limón se puede sacar muy poco jugo y todos los limones de Mildred se habían secado. Había estado pensando en qué podía vender para contribuir con algo de dinero a la boda de Angel, pero aunque hubiera empeñado una de las teles o el tocadiscos o su antigua vajilla o el anillo de prometida de Big Jim, ni se habría acercado a los mil dólares que le hacían falta.

Mildred estaba desesperada. Tan desesperada que decidió continuar la borrachera y así no tendría que pensar en lo que diría a Angel. No sabía de nadie a quien pedir dinero prestado, ni siquiera a Big Jim, que había sido la primera persona que se le había ocurrido. Lo había tratado con tanta desconsideración que hasta rechazaba la sola idea de verlo. ¿Y a su padre? No, tampoco era posible y menos después de haber acusado a Georgia de tratar de aprovecharse de él. En cuanto a sus otras hijas, a ninguna le sobraba el dinero. Pensó en acercarse a un banco, pero estando sin trabajo y sin crédito, era muy difícil. Y estaban a punto de ejecutarle la hipoteca de la casa y, aunque había estado pensando en la posibilidad de venderla, muy bien podía valer unos diez mil dólares, sabía que era una operación que no se podía hacer en una semana.

Y además estaba lo de aquel hijo suyo. Durante las dos últimas semanas había estado llamándola prácticamente cada día para pedirle un préstamo. Quería que le mandase dinero o un billete para el viaje. ¿Llegaría Money alguna vez a valerse por sí mismo? Solo oír su voz la sacaba de quicio.

—Oye, mama —había dicho Money—. Me gustaría ir a la boda de Angel, pero no tengo dinero. ¿Sabes lo difícil que es encontrar trabajo en esta ciudad?

—¿Lo has buscado?

—¡Pues claro que lo he buscado! Yo no quiero depender de nadie. Creía que encontraría trabajo en la constructora del tío Zeke, pero me ha dicho que no hace otra cosa que despedir gente.

—Si te hubieras quedado en Los Angeles no te encontrarías en esta situación, pero no quiero echar sal en una herida abierta, o sea que prefiero callar.

—¿Cómo es el tío ese con el que Angel se va a casar?

Mildred se mordió el labio. Había olvidado que ni Money ni Freda estaban enterados. Nadie había tenido el coraje de decírselo. Lo único que había interesado a Doll era saber si tenía hermanos. Y a Bootsey la mera noticia le entusiasmó.

—¡Yupi! —había exclamado—. ¡Ahora sabremos quién viene a cenar!

—Es simpático. Se llama Ethan.

—¿En qué trabaja?

—Está en la escuela de odontología de UCLA.

—Estaba seguro de que tendría dinero.

—Sí, y además es blanco.

—¿Qué dices que es? ¿Blanco?

—Sí, eso he dicho.

—No lo dirás en serio, mama.

—Lo digo en serio y ahora no me vengas con discursitos. No quiero oírlos. Es una buena persona y está coladito por tu hermana o sea que me importa un pito el color de su piel con tal que la haga feliz.

—¡Vaya, la guinda del pastel! ¿Conque un blanco? ¿Te das cuenta de lo que va a hacer? Esa niña es una traidora. ¿Crees que me habrían metido en la cárcel de no haber sido por los blancos, entre otras cosas?

—Mira, no me vengas con monsergas. ¿Te dijo algún blanco que te metieras caballo? ¿Te dijo algún blanco que fueras a robar a casa de Howard Johnson? No, lo hiciste tú solito porque eres un imbécil, y de eso no tiene la culpa ningún blanco.

—Sabía que lo dirías. Pues ¿quieres que te diga una cosa? No iría a la boda de Angel aunque ahora mismo me mandases el billete. ¿Y quieres saber otra? Pues que toda esta familia es una mierda.

—Sí, y tú te llevas la palma, fíjate el detalle… —Se oyó un chasquido al colgar el teléfono.

¡Que se joda el retrasado ese!, pensó Mildred. Quizá un día este chico se hará un hombre y mirará las cosas de frente, como todos nosotros.

Faltaban pocos días para la boda cuando apareció Freda, que hizo saber a todos que emplearía aquel tiempo para concederse unas vacaciones que le eran necesarias y tenía muy merecidas. Gracias al Courvoisier y al tequila había pasado a gastar la talla cuarenta y dos cuando nunca había pasado de la treinta y ocho. Tenía la cara abotargada, los carrillos redondos y carnosos y hasta tenía tripa, algo inconcebible hasta entonces.

—¡Caramba, Freda! ¿Quieres decirme qué comes en Nueva York? —le preguntó Angel en cuanto la vio.

—Estás estupenda, niña, no hagas caso de estos sacos de huesos —le recomendó Mildred—. Ya era hora de que engordases un poco, aunque la verdad es que no te iría nada mal un poco de gimnasia.

Si Freda había aprendido algo de su madre era a mentir, gracias a lo cual había alterado los dos últimos dígitos de su número de la seguridad social, añadido unos cuantos años al tiempo que hacía que trabajaba y un cero más a la cifra de su salario, todo lo cual le había permitido conseguir unas cuantas tarjetas de crédito. Una semana antes de tomar el avión hacia California fue a Macy’s y Bloomingdale’s y compró a Mildred dos sostenes de blonda con aros de la marca Christian Dior y unos panties a juego. Ni que decir tiene que quería que su vestido fuera perfecto y por eso se gastó cien dólares en él. Compró a Angel y a Ethan cuatro copas rojas de cristal de pie largo.

Angel le había preguntado si quería ser una de las damas de honor, pero Freda le había dicho que no estaba segura del día que llegaría y que, por consiguiente, difícilmente podría participar en los ensayos, pruebas y demás. La verdad era que a Freda le ocurría lo mismo que a Mildred con las bodas en las iglesias: le recordaban los entierros.

—Me muero de ganas de conocer a ese Ethan —gritó Freda desde la cocina a Mildred y a Doll—. ¿Cómo es?

—Tiene la piel bastante clara y el cabello lacio —le explicó Doll, riendo por lo bajo.

Mildred, que estaba sentada en el suelo, cogió el cepillo y le dio con él un golpe en la rodilla sin volverse. Doll tiró de la cabeza de Mildred y la hizo recostar en su regazo, cogió el cepillo y se lo pasó en zigzag por el cabello.

—Te he dicho que me desenredases el pelo, no que me arrancaras los sesos. Ponme uno, ¿quieres, Freda?

Freda echó algo de whisky en un vaso y tequila en otro y volvió a la sala de estar.

—¿Dices que tiene el cabello completamente lacio? ¿Hay cruces en su familia?

—Sí, de blancos con blancos —dijo Doll, tronchándose de risa.

—¡Un blanco! —exclamó Freda casi escupiendo la bebida en la alfombra.

—¿No te lo había dicho Angel? —preguntó Doll.

Mildred estaba callada, como si no estuviera.

—No, ni palabra. Yo daba por sentado que era negro. ¡Qué demonio! Estamos casi en el siglo Veintiuno y las cosas están cambiando. Si quiere casarse con un blanco, es cosa suya.

Mildred y Doll se miraron como si estuvieran al borde del colapso. Se figuraban que la noticia sentaría a Freda como un tiro. Lo que Freda no les había dicho era que ella también se había acostado con un blanco, aunque por simple curiosidad. Lo había conocido en la clase de radio, él la había invitado a tomar una copa y después la había llevado a su apartamento. Sin pararse a pensarlo, Freda aceptó y, sin tampoco pararse a meditarlo, se quedó a pasar la noche. De este modo se pudo enterar de que los blancos hacían el amor exactamente de la misma manera que los negros. Si hubiera cerrado los ojos, no habría sabido que era blanco. Por otra parte, aquel hombre le había ayudado a hacer soportable la Navidad. ¿Cómo iba, pues, a criticar a Angel por casarse con un blanco?

—¿Qué tal es? —preguntó Freda.

—Es… —comenzó Mildred.

—Es rico y tiene un Mercedes color melocotón y…

—Es guapo —interrumpió Mildred y apuró el vaso—, es alto y tiene el cabello castaño claro. Dentro de unos meses será dentista.

—¿A vosotras os gusta? ¿Es simpático?

—Sí, nos gusta. Y claro que es simpático y todavía se volvió más simpático cuando le dije que, como le hiciera una faena a mi hija, le volaba los sesos.

—¡Mama! ¿Hiciste eso?

—A todos vuestros amiguitos les he dicho lo mismo y, además, pienso hacerlo. Me importa poco que sean blancos o negros.

—¿Preguntarás a Angel lo mismo que me preguntaste a mí, Freda? —dijo Doll, mirándola con intención.

—¿Sobre qué?

—Ya sabes, sobre cuestiones personales.

—A mí eso no me interesa.

—¿Desde cuándo?

—Lo único que espero es que no sea una de esas bodas ceremoniosas y abstemias —dijo Freda.

—Tranquila, habrá muchos negros y ya sabes que no hay que darles lecciones de lo que es una buena fiesta —dijo Doll.

Oyeron el coche de Doll que se acercaba y ella entró sin llamar. Saludó a todo el mundo y dedicó a Freda una sonrisa pícara.

—Mama —dijo Angel—, ¿puedo hablar contigo un momento, fuera?

Doll dio un golpecito a Mildred en la cabeza, le arregló un remolino con el cepillo y la apartó.

—Yo ya he terminado —dijo levantando una pierna y al mismo tiempo la cabeza de Mildred, con lo que Mildred quedó allí sentada en el suelo como una muñeca Raggedy Ann.

—Ya voy —le respondió Mildred con voz cansada.

No solo estaba cansada sino, además, borracha. Ella y Freda se habían pasado toda la mañana bebiendo. Freda se levantó y se metió en el cuarto de baño para ponerse el bañador. Quería volver bronceada. Doll se metió en la habitación de Mildred para despertar al pequeño Richard, porque ya era la hora de comer. Mildred siguió a Angel y, a los pocos minutos, se oyó a Mildred hablar cada vez más alto y a Angel gritar. Lo que Freda no sabía y Doll sí, pese a que había mantenido cerrada la boca, era que Mildred no había podido conseguir el dinero. Cuando Dolí y Freda oyeron que se cerraba de un portazo la puerta principal y vieron a Mildred entrar en el salón con Angel pisándole los talones, se quedaron clavadas en su sitio.

—¡Mira, putilla desagradecida! A mí me importa un comino que te cases o no. Te he dicho que no tengo dinero, ni un puto dólar, y es la pura verdad. El tío ese no vale tantas preocupaciones y lo que menos entiendo es por qué tienes que hacer una boda por todo lo alto. ¿No es rico y es blanco? Pues deja que sus papaítos corran con los gastos de la fiesta. En cualquier caso, el tipo me importa un rábano y me quedo tan fresca si te casas con una sábana encima.

Angel gritaba tanto que casi se ahogaba. Como todas las chicas cuando están a punto de casarse, tenía los nervios a flor de piel. Mildred se dejó caer en el sofá y se quedó con los brazos cruzados. Angel cruzó la puerta corriendo y Freda se levantó de un salto.

—Mama, no sé por qué le has dicho esas cosas. ¡Coño, es su boda! Si sabías que no tendrías el dinero cuando llegase el momento de dárselo, ¿por qué has esperado hasta el último minuto para decírselo?

—Oye, ¿por qué no cierras el pico? ¿A ti quién te ha dado vela en este entierro? Tú estás en Nueva York dándote la gran vida y te figuras que lo vas a arreglar todo viniendo aquí y poniendo tus cuatro chavos, sin tener ni puñetera idea de qué va la cosa.

Freda oyó el motor del coche de Angel y dijo a Doll que la detuviera. Doll salió corriendo y el pequeño Richard detrás de ella.

—Es posible que no sepa de qué va la cosa, pero lo que sí sé es que no tienes ningún derecho a decir a Angel lo que le has dicho.

—Así que no puedo, ¿eh? Pues déjame que te diga una cosa, hermana. Estoy hasta las narices de ti y de todos los que están a tu alrededor diciéndome que si hago esto, que si hago aquello como si yo fuera una santa milagrera. ¿Alguna de vosotras me ha sacado de apuros cuando he necesitado ayuda, eh? ¡Hijas de puta! Ahora, en cambio, os presentáis montadas en vuestro caballo blanco, cargadas de títulos, como si fuerais la Reina de Saba o cosa parecida. Y aún voy a deciros otra cosa ya que viene a cuento: no pienso asistir a la boda de esta putilla, ella se lo ha buscado. ¡Y esto va en serio! Ojalá la iglesia se venga abajo y os coja a todos dentro. ¡Y que conste que no estoy borracha!

Sin darse cuenta del todo de lo que estaba haciendo, Freda se adelantó unos pasos y pegó una soberana bofetada a Mildred. Fue tan fuerte que se hizo daño. Mildred miró a Freda como si acabara de volverse loca, pero enseguida levantó la mano como si pensara devolver el golpe, pero al ver tanta decisión en los ojos de Freda, se derrumbó en los cojines y se echó a llorar.

Freda salió corriendo en busca de Angel.

—No te preocupes, hermanita, que yo te ayudaré. La mama no tenía intención de decir lo que ha dicho. Ya sabes cómo es. No dejes que te afecte. Está borracha. Dime, ¿cuánto necesitas exactamente?

Angel se bajó del coche y Freda le abrió los brazos. Cuando Angel consiguió recobrar el aliento, pudo hablar.

—Todavía me hacen falta ciento veinte dólares para el vestido. Y además, necesito setenta y cinco más para el esmoquin del padrino. Y ya está. Lo que pasa es que no quiero pedir más dinero a Ethan y ya le había dicho que la mama colaboraría. Oye, Freda, ¿por qué me ha dicho todas estas cosas tan terribles? Lo único que tenía que hacer era hablar claro y decirme que no podía y, en cambio, me hizo creer que no tenía ningún problema. ¿Por qué?

—Mira, olvídate de la mama, ¿quieres? Déjala que duerma, está cansada y ha bebido más de la cuenta, Angel. Y además, está sin un céntimo y, encima, no tiene a nadie. Sabes que siempre ha vivido por encima de sus posibilidades. La cosa sigue igual. No puede solucionar el asunto y lo que quiere es castigarte a ti y castigarnos a todas. Procura entender su situación. Sabes que es incapaz de hacernos ningún daño. No te preocupes, cariño, tengo una Visa y una MasterCharge y me es igual la cantidad que te haga falta. Esta boda será la más sonada de la familia.

Cuando Freda volvió a entrar en casa, Mildred estaba tomándose a pequeños sorbos otro trago y tenía clavada la mirada, ausente, en la pared. Ni movió los ojos cuando Freda se sirvió a su vez un trago y se colocó delante de ella.

—Supongo que ahora que has destrozado el corazón de tu hija estás más que satisfecha, ¿verdad? —le dijo Freda.

Mildred cogió el vaso y se lo arrojó a Freda, pero esta, que lo había previsto, hizo un regate y se libró. El vaso se estrelló contra la pared, detrás mismo de su cabeza.

—Voy a decirte una maldita cosa —dijo Mildred al tiempo que se levantaba y se iba a su cuarto—. No pienso ir a ninguna boda. Y no es una amenaza, es una promesa.

Cerró la puerta de su cuarto de un portazo.

Curly Mae llegó el día antes de la boda. Como cualquiera que no conozca California, todo la maravillaba en cuanto puso los pies en las ardientes calles de Los Ángeles. Todavía se quedó más impresionada cuando vio la casa de Mildred.

—¡Chica! Esta casa es mejor que las que tenemos en Strawberry Lane —dijo, renqueando con su bastón de una habitación a otra.

—Bueno, yo no diría tanto, pero por lo menos es mía hasta la última piedra. Ven, bonita, que voy a enseñártelo todo. ¿Te has traído el traje de baño como te dije?

—Ni hablar, guapa, ni hablar, ya te expliqué que con esta pierna no puedo nadar. Pero me he traído unos pantalones cortos de uno de los chicos. —Curly encogió los hombros, incapaz de reprimir la risa—. Los he cortado. He pensado que así podré tostarme un poco estos muslos tan pálidos que tengo.

Mildred le enseñó toda la casa y después la hizo salir para que viera la piscina y las flores. Mildred tuvo la impresión de que las flores eran como un arco iris, tal vez porque desde hacía meses era la primera vez que estaba sobria. Pero ya que su cuñada favorita y su mejor amiga había ido por fin a California, valía la pena celebrar la ocasión. Entró en la cocina, sacó un cuartillo de whisky y sirvió un vaso para cada una. Mildred ya le había dicho a Curly que Ethan era blanco, lo que no impresionó en absoluto a su amiga.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Curly.

—¿A qué te refieres? —replicó Mildred a la defensiva.

—A que si los planes van con el programa. ¿Puedo hacer algo? Si he venido un día antes ha sido por eso, por ver si puedo ayudaros en algo.

—Pues no sabría decirte, porque no pienso ir.

Curly se atizó la bebida de un trago.

—Pero ¿qué me dices, hija?

—Lo que oyes. Y no quiero preguntas, Curly.

Mildred alcanzó torpemente la botella y se llenó otro vaso.

—Milly, entiendo que hayas tenido algún roce con Angel por alguna cosa, pero no seas ridícula. Si he venido hasta aquí ha sido para pasármelo bien y ver cosas bonitas, entre ellas la boda de mi sobrina, y no pienso ir a la iglesia si no vas tú. Tienes que tragarte ese orgullo tan Peacock que tienes o lo que sea que te saca de quicio.

—No pienso ir o sea que no hay más que hablar.

—Ya lo veremos.

A la mañana siguiente la casa se había convertido en un caos. No se veía más que mujeres medio desnudas tropezando unas con otras. La música estaba a tope. Una no sabía dónde estaban los pendientes, otra dónde había dejado el sostén, los zapatos por limpiar, carrerillas en ropa interior de un lado a otro de la casa y en el cuarto de baño el agua estaba fría. Curly todavía estaba quitándose los rulos y Freda seguía en la ducha; en el cuarto de baño había dos vestidos colgados para que se les fueran las arrugas. Mildred seguía escondida en su habitación con la puerta cerrada. Freda había dicho a todos los de la casa que la ignorasen. Cuando terminó de secarse, se envolvió en el albornoz de Mildred y se metió en la habitación de su madre sin llamar.

—¿Qué quieres? —preguntó Mildred.

—He venido a ver cómo estabas.

—Pues pimpante y como una rosa.

—Mama…

—¿Qué?

—¿Se puede saber por qué lo haces?

—¿Por qué hago qué?

—¡Maldita sea, mama! ¿Cuándo aprenderás que la tozudez no lleva a ninguna parte? Lo único que consigues con esto es hacerte daño a ti y más daño aún a Angel. ¿Cuándo dejarás de pensar en ti y te centrarás un poco en los sentimientos de los demás, aunque solo sea para variar? ¿Te gusta herir a la gente?

—No, no me gusta herir a la gente —repuso Mildred manteniéndole la mirada a Freda—, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie.

—Entonces piensa un poco en lo que voy a decirte. Nosotras no tenemos a un padre que nos lleve del brazo al altar, pero te tenemos a ti, nuestra madre, y nos tenemos una a otra. ¿Qué te parece que pensará Angel dentro de veinte años cuando recuerde que el día más importante de su vida su madre se quedó sentadita en su casa haciendo pucheros como una niña de tres años?

Mildred juntó las manos.

—Si es que mira qué pelos…

—Yo te los aliso y te pongo unos rulos —dijo Freda, segura de que lo había conseguido.

Freda siempre había tenido mano con Mildred. Era la única que podía levantarle la voz a sabiendas de que Mildred la escucharía. Y ahora era la única que podía darle un sonoro beso y quedar tan fresca.

—Y ¿qué me pongo?

—Yo había pensado que podías ponerte aquel vestido que se hizo Doll para la fiesta de la graduación. El de color melocotón, que se adapta al cuerpo, y que tiene una chaqueta a juego.

—No sé dónde para.

—Yo sí. Está en el cuarto de baño, impregnándose de vapor junto con el mío.

Mildred levantó la cabeza, miró a Freda y le sonrió.

—Te crees muy lista, ¿verdad?

Freda se le acercó y la besó en la cabeza.

—Y ahora mueve el trasero y recógete el pelo, que no podemos pasarnos todo el día.

—Cuidado con lo que dices. Te crees muy mayor pero la madre de esta familia todavía soy yo. ¿Te parece que me ponga pendientes de color naranja?

—Sí, póntelos, póntelos. Si es igual. Lo que quiero es que te apures un poco.

—Bueno, bueno, bueno. Ya me estoy apurando. Aquí regañándome como si fuera una niña pequeña —murmuró Mildred dirigiéndose al cuarto de baño.

La boda fue maravillosa, por supuesto, y todo resultó tal como se esperaba. Cuando Angel vio a Mildred sentada en el extremo de la primera fila, le dio un pellizco en el hombro. Mildred le hizo un guiño. Tenía los ojos llorosos y la cabeza como mareada. En la expresión del rostro de Angel se veía que no eran necesarias excusas. Freda estaba sentada junto a Mildred, todavía más emocionada que ella y, al oír que Angel daba el «sí», por vez primera en su vida pensó que le habría gustado ser su hermana.

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