Mama

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Capítulo 18

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Capítulo 18

CUANDO CANDY dijo a Money que estaba embarazada, se sintió exultante. Tan exultante que se casó con ella. Tan exultante que presentó solicitudes de trabajo en todas las fábricas de automóviles de Detroit, en todas las constructoras y en todas las gasolineras de la ciudad. Todos los días se leía las dos columnas de demandas del periódico. Soldadores (con experiencia). Mecánicos de tuercas automáticas (con experiencia). Conserje, ciento cincuenta y cinco dólares por semana. Operadores de taladradoras (con experiencia). Todos los formularios hacían las mismas preguntas. ¿Tiene el título de bachiller? ¿Ha estado alguna vez en la cárcel? ¿Cumplió pena mayor? Money tenía miedo de mentir.

No consiguió ningún trabajo, aunque sí muchos «quizá–pero–nada-de-momento», muchos «vuelva-dentro-de-dos-semanas», bastantes «pruebe-otra-vez-el mes-que-viene», algunos «espere-a–que-mejore-el-tiempo». Cuando por fin la nieve ya tenía un pie de profundidad, la paciencia de Money era tan precaria como las suelas de sus zapatos. Hasta pensó en volver a estudiar, pese a saber que faltaba poco para que llegara el niño. En cuanto a Candy, el único trabajo que había hecho era el de camarera y ahora ni eso podía hacer porque tenía los pies y los tobillos hinchados.

—Necesitamos que nos echen una mano, Money —le dijo cuando faltaba poco para Navidad.

—No hace falta que me digas lo que necesitamos —le respondió él volviendo a un lado la cabeza—. Hago lo que puedo y tú lo sabes.

—Bueno, pues entonces hoy mismo voy a la oficina de beneficencia tanto si te gusta como si no. De promesas no se come.

Money se limitó a mirarla y a encender un cigarrillo.

Había procurado no acercarse a la casa del camello y durante un tiempo lo había conseguido pero, cuando Candy rompió aguas y BooBoo fue al Shingle a avisar a Money, se lo encontró sentado en el retrete de hombres, derrumbado contra el tabique metálico. Estaba tan ciego que ni se molestaba siquiera en secarse la saliva que le goteaba por la comisura de la boca. BooBoo lo agarró por los cabellos y le sacudió la cabeza.

—¡Money!

Money abrió los ojos y sonrió.

—¿Estás bien, tío?

—¿Eh? ¿Qué? ¿Pasa… algo? —farfulló.

—Candy está en el hospital, eso es lo que pasa. O sea que levántate y salimos de aquí pitando.

BooBoo ayudó a Money a levantarse y lo empujó hacia la puerta. Echaba el cuerpo para atrás al andar, como si temiera que alguna pared fuera a derrumbársele encima.

—¡Vamos, hombre, a ver si te despejas! —dijo BooBoo.

—Estoy despejado —dijo Money volviendo a cerrar los ojos.

Estaba pensando que iba a ser padre, él, un hombre con tan brillante futuro.

Y Money tuvo un hijo.

Pasó un mes y rellenó más solicitudes, pero tampoco ocurrió nada. Pasó otro mes. Detrás de los barrotes la vida era mucho más fácil, más predecible. Los cheques de beneficencia ayudaban, pero para Money era como masturbarse: ya que no se podía conseguir lo auténtico, por lo menos era una aproximación.

Consiguió aguantar un tiempo, pero una noche comenzó a ponerse nervioso. En la tele no daban nada interesante y no había otra cosa que hacer. Candy estaba en la cocina alisándole el cabello a una amiga. Aquel olor a pelo quemado le atacaba los nervios. Años atrás, en su casa, lo había olido miles de sábados por la mañana. Se sentó en la silla situada delante de la ventana y dio unas caladas al cigarrillo mientras con el pie iba dando golpecitos en las baldosas del suelo. Al día siguiente iría a otra constructora para ver si había algo, pero en aquel momento los pensamientos de Money estaban muy lejos del trabajo. Aplastó el cigarrillo. Tenía que salir de casa, hacer algo, tomar el aire. Decidió ir andando hasta casa de Bootsey, hacía mucho tiempo que no la veía.

Hacía un frío de todos los demonios, pero esto a Money no le importaba. Llevaba dos jerséis de cuello alto y un tabardo grueso. Se puso un gorro de punto sobre su espeso peinado afro para taparse las orejas. No tenía guantes, por lo que se enfundó las manos en los bolsillos del pantalón hasta que los muslos acabaron por calentárselas. Habría querido telefonear a Bootsey para avisarla de que iba a verla, pero Money no tenía teléfono en casa y no quería gastarse los últimos noventa centavos que le quedaban.

Dove Road era una calle larga y oscura, solo algún farol ocasional iluminaba la parte baja del cielo como una luna azulada. Las botas, al golpear el helado pavimento de la calle, producían un ruido seco. Al llegar al tercer farol, giró en la calle Cuarenta. Aunque todo estaba oscuro como boca de lobo, tuvo la impresión de que acababa de meterse en una oscuridad más densa. Notaba que las piedras de la calle se le clavaban en las plantas de los pies. ¿Por qué llamaban a aquello calle? Siguió andando. La humedad le penetraba en las fosas nasales y se pegaba a sus cabellos. Retuvo la respiración para no estornudar.

Por fin enfiló el camino que llevaba a la puerta de Bootsey, subió los peldaños del porche frontal y llamó con los nudillos en la puerta. Siempre había considerado que los timbres estaban para los que no son de la familia.

—¡Money! —exclamó Bootsey, abriendo la puerta, con la bata puesta—. Entra. ¿Has venido andando con este frío?

—¿Cómo estás? Necesitaba dar un paseo.

Entró y se sacudió la nieve de las botas. Olía bien allí dentro, como una casa de veras.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Bootsey.

—Pues sí. ¿Dónde están Dave y los niños?

—Han ido a la bolera. Menos mal. Así tengo un rato de tranquilidad. ¿Qué quieres tomar?

—Lo que sea.

Money echó una mirada alrededor mientras Bootsey iba a la cocina. Tenía una casa que parecía arreglada por un decorador unas butacas, una gruesa alfombra, un sofá estilo francés, todo de color azul pastel. Todo lo que él y Candy poseían habría cabido en aquella habitación.

Volvió Bootsey con una bebida para Money y apagó la tele. Se sentó en el extremo opuesto del sofá.

—¿Quieres comer algo?

—No.

—Tengo algo de chile con arroz y galletas hechas en casa.

—No, gracias de todos modos.

—¿Qué tal están Candy y el niño?

—Muy bien.

Se quedaron unos minutos en silencio, escuchando el viento que se oía soplar al otro lado de la ventana y el fuego que crepitaba en la chimenea.

—Money, ¿te acuerdas del hijo de Juanita Whiterspoon? ¿De Danny? El que vivía al otro lado de la calle.

—Sí, ¿por qué me lo preguntas?

Se volvió a mirar a Bootsey. Money ya sabía qué le diría su hermana. Ayer mismo había visto a Danny entrar en Tate’s y todo el mundo sabía que Tate estaba pasando caballo chungo. Hacía más de tres semanas que Money ya no le compraba. Tomó un sorbo y se sentó en la alfombra. Estuvo a punto de volcar el vaso, pero lo enderezó a tiempo y lo mantuvo agarrado con las dos manos.

—¿No te has enterado? Anoche lo encontraron desplomado sobre el volante del coche, en la zona de Interstate, en las afueras de Detroit.

Money se volvió para contemplar las llamas.

—¿Y? —preguntó levantando la voz.

—Pues que está muerto, nada más. Y como sigas así, acabarás como él.

A Money le escocían los ojos. Conocía a muchos que habían muerto por la heroína. También él había tenido sus avisos. Y ¿a qué lo habían conducido? A estar cada vez más cerca de la nada. Dejó el vaso y, de pronto, se sintió afortunado.

—Nos largamos —dijo a Candy unas semanas más tarde.

La chica estaba alimentando al pequeño.

—¿Adónde?

—A California.

—Antes California no te gustaba.

—Antes era antes y ahora es ahora.

—Si no encuentras trabajo aquí, qué te hace pensar que vas a encontrarlo allí.

—Porque allí es diferente y vale la pena probar, qué coño. Confía en mí, Candy. Además, en esta maldita ciudad no hay nada para mí y, como no nos vayamos pronto, me vuelvo loco. Cuando estoy deprimido, que es casi siempre, tengo que meterme algo y ya estoy harto. ¿Es que no lo entiendes? A veces llega un momento en que uno se cansa.

—Lo que hagas me parece bien, Money, pero mejor que llames primero a tu madre.

Secó la leche de la boca del niño con la manga de la bata.

Cuando Candy se quedó dormida, Money cogió todas las monedas que pudo encontrar y bajó a telefonear a la farmacia. Mildred respondió al momento.

—¿Cómo estás, mama?

—¿Money?

—Sí, soy yo.

—Yo bien. Es increíble que no llames a cobro revertido. ¿Cómo te va?

—No muy bien.

—Vuelves a estar en la cárcel, ¿verdad?

—No, ni pienso volver.

—¡Vaya, me alegra saberlo! ¿Y mi nietecito? ¿Cómo está? Seguro que gordo y grandote.

—Está muy bien. Todo el mundo está muy bien, mama. He estado pensando.

—¡Buena señal!

—Desde que Candy tuvo al niño, como no encuentro trabajo aquí ni nada que me dé más que lo de beneficencia, he estado pensando… que si…

—Sí, veníos a vivir conmigo.

—Pero…

—¿No es eso lo que ibas a pedirme?

—Sí.

—Pues venga. Es la idea más inteligente que se te ocurre desde hace años, chaval.

—Un momento, mama. No tenemos dinero.

—Vende los muebles.

—¿Qué muebles?

—Bueno, pues se vende lo que sea y vienes con el crío y con Candy lo más aprisa que puedas.

Mildred estaba muy ilusionada. Ahora por lo menos tendría compañía, entraría un poco de vida en la casa. Doll estaba tan ocupada haciendo de las suyas a espaldas de Tony que le quedaba muy poco tiempo para ir a ver a Mildred. Y la única vez que Angel la había ido a visitar había sido porque estaba enfadada con Ethan.

—Pero una cosa quiero decirte, hijo mío —prosiguió Mildred—. No me vengas aquí con la disposición de un perdedor, porque es algo que no soporto, bastante tengo con mis depresiones.

—No te preocupes que mi disposición es buena, créeme.

Money no encontró a nadie que quisiera comprarle lo que quería vender, pero, para sorpresa suya, Bootsey le proporcionó el dinero necesario para el viaje.

Un mes más tarde, Money y su familia montaban en un autobús con destino a Los Ángeles. Mildred y Doll fueron a recogerlos en la estación. Camino de casa estuvieron charlando. Mildred no paraba de abrazar y besar al pequeño pero, en cuanto estuvieron, todos en casa, cambió de talante. Miró fijamente a Money cuando este se sentó en el sofá.

—Dos cosas voy a decirte ya mismo, para que no haya malentendidos. Número uno: como lleves pensado algún plan extraño o como yo encuentre aquí algo que parezca droga, a la calle. Número dos: tienes un mes a partir de hoy para encontrar trabajo y casa para vivir en ella con tu familia. Esto no es un hotel y no quiero lloriqueos si el plazo se cumple. ¿He hablado clarito?

—Sí —dijo Money encendiendo un cigarrillo—. Pero, mama, ¿qué va a pasar si no encuentro trabajo en un mes? ¿Nos echarás a la calle?

—Ya empiezas con mal pie, ya estás preguntándome lo que no tienes que preguntarme. En lugar de pensar que no vas a encontrar trabajo, lo que tienes que hacer es pensar qué clase de trabajo quieres encontrar. Que yo no sé de dónde has sacado el seso. Eso te viene del papa, porque en mi familia no hay nadie así de espeso a no ser… —Mildred soltó una carcajada porque se sentía feliz de tener en casa a su único hijo—. ¿Estás demasiado cansado para echar un vistazo a la lavadora? No centrifuga.

Y al decirlo, miró fijamente a Money guiñándole un ojo.

Él le devolvió una especie de sonrisa y se levantó del sofá. Money sabía que no podía permitirse el lujo de no encontrar trabajo, por lo que esta vez mintió en todas las solicitudes que presentó. Sí, tenía el título de bachiller y, además, algunos créditos universitarios. No, no había estado nunca en la cárcel, ya no digamos acusado de ningún delito grave. Sacó una puntuación tan alta en la prueba de aptitud que una compañía de aeronáutica lo contrató como mecánico al momento. Un mes más tarde, le preguntaron si estaba dispuesto a estudiar. Money dijo que sí.

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