Mama

Mama


Capítulo 19

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Capítulo 19

—¿QUIERE parar un momento delante de esa licorería, por favor?

Como era tarde, Freda había tomado un taxi para volver a casa después de pasar todo el día trabajando en un gabinete de abogados y cuatro horas más en otro. Bajó del taxi y entró en la tienda. Compró un botellín de tequila y volvió a meterse en el taxi. Después se dejó caer en el asiento y desenroscó el tapón. El primer sorbo le quemó la garganta. El segundo le aflojó aquella cinta que le oprimía la cabeza. Después del tercer trago supo que no quería volver a su mísera habitación.

Dijo al taxista que la dejara en la Noventa, esquina con Columbus.

—¿Seguro que quiere ir ahora, señorita?

—Segurísimo.

Tomó un sorbo y deslizó la botella en el bolso.

Beaucoup’s era su bar favorito. El barman preparaba los mejores margaritas que había tomado en su vida. Aquella noche solo se veían los típicos noctámbulos sentados junto a los ventanales velados. Enormes plantas colgaban del techo. En cada mesa una vela encendida proyectaba un resplandor en los rostros de los clientes. Dejó el bolso en el suelo, se desabrochó la chaqueta y se encaramó en un taburete.

—Mi cliente favorita —dijo el barman a modo de saludo.

Era de Antigua, un chico extremadamente guapo y homosexual.

—¿Lo de siempre, encanto?

—Sí, hoy he tenido un día agotador.

—¿Y cuál es la exclusiva?

—Pues sí…, se supone que quiero ser escritora, pero no hay quien me contrate. Hoy me han hecho una entrevista para un trabajo en la redacción de la NBC y la tipeja de turno me ha pedido una prueba de mecanografía. Y va y me dice: «¿Usted sabe cuántas de nuestras ejecutivas empezaron en el departamento de mecanografía?»

Al camarero le encantaba el desparpajo de Freda y se sonrió.

—A mí no me importa cómo ha llegado Barbara Walters donde está. Experiencia, te dicen, pero ¿cómo vas a tener experiencia si nadie te da trabajo?

Tomó un sorbo. La canción que estaba sonando era «Chuchy’s in Love». A Freda le encantaba.

Alguien le dio un golpecito en el brazo.

—Perdona, ¿está ocupado este asiento?

Freda, al volverse, se encontró con el rostro del hombre más guapo que había visto desde hacía un montón de tiempo.

—No, no está ocupado.

—¿Te importa que me siente?

—En absoluto.

Freda se había puesto nerviosa e hizo ruido al aspirar por la caña.

El hombre pidió un Jack Daniel’s. Le costó mucho colocar bien las piernas porque las tenía muy largas, por lo que Freda tuvo oportunidad de echarle un vistazo. Tenía unos labios apetitosos y un bigote poblado y reluciente. Las cejas eran muy negras y espesas y tenía los pómulos muy marcados y oscuros. Freda procuró beber más lentamente que de costumbre.

Por fin pareció que había encontrado una postura cómoda y miró a Freda.

—¿Cómo te llamas, si no es indiscreción?

—Freda. ¿Y tú?

—James. ¿Vives en el barrio?

—Más o menos.

No quería contestar demasiadas preguntas. Podía ser un violador, un asesino o algo parecido. Aquello era Nueva York. Sin embargo, había algo en él que le infundía confianza.

—¿Y tú? No te había visto nunca por aquí.

—Vivo en Brooklyn, pero tengo un amigo en un piso de este edificio y habíamos quedado en encontrarnos a las once, pero siempre llega tarde.

—¡Ah! —exclamó Freda.

No sabía qué otra cosa decir. Ya estaba entonada y se encontraba muy bien. La semana pasada no había tenido más que un chasco detrás de otro. Quería descubrir si aquel chico era de verdad.

—¿Trabajas en la ciudad? —le preguntó Freda.

—No, en Brooklyn. Soy bombero.

—¿En serio? ¡Qué peligro!, ¿no?

—A veces sí, es un trabajo duro, pero por lo menos es un trabajo que te da la sensación de hacer algo útil.

A Freda le gustaba, se podía hablar con él. A las dos de la noche, Freda ya le había contado toda su vida. James estaba impresionado.

—O sea que eres escritora.

—Sí, soy escritora.

—Una mujer que piensa. Me encanta.

La invitó a cinco copas y Freda acabó borracha. James fue al lavabo y, cuando volvió, la sorprendió al decirle que estaba dispuesto a llevarla en coche a casa.

—No puedes ir sola por la calle en ese estado.

Freda asintió con la cabeza. Lo único que deseaba era que la ayudara a bajar del taburete y la llevara a un sitio calentito. Se bajó del taburete con grandes precauciones y sin tropiezos.

En cuanto se metieron en el baqueteado coche de James, este sacó un pequeño frasco del que colgaba una cucharilla de plata.

—¿Tomas?

—A veces.

Freda sentía la cabeza tan pesada que pensó que una toma le daría la marcha que necesitaba.

Freda desenroscó el tapón y esnifó dos veces. Al momento notó la cabeza más ligera.

—¿No quieres un poco de compañía esta noche? —le preguntó él.

—Donde vivo no admiten hombres pero, si prometes llevarme después a casa, te acompaño a Brooklyn.

—¿Te he de llevar hoy?

—Cuando sea.

El hecho de que al día siguiente tuviese que empezar a trabajar a las ocho y media de la mañana se le había borrado de la cabeza.

Freda abrió los ojos. El sol entraba a raudales a través de una ventana que no había visto en su vida. Sobre su cabeza colgaba una lámpara de papel blanco. Sentía el calor de otro cuerpo junto a su piel y, dentro de la cabeza, unas fuertes pulsaciones. El cuerpo que estaba junto al suyo se movió. Se volvió para ver quién era. Aunque reconoció la cara, no recordaba el nombre. Su falda y su jersey estaban en una silla, sus botas vaqueras a un metro de distancia y el sostén y los panties en el parqué. Sobre la mesilla baja había una insignia plateada. Había dicho la verdad, era bombero.

Se restregó los ojos y se metió en el cuarto de baño. No era difícil de encontrar porque no había otra habitación en el apartamento aparte de la minúscula cocina. Se lavó la cara con agua fría y se secó con una toalla ya usada. Al volverse, en el quicio de la puerta se recortaba el cuerpo alto y firme del hombre.

—Buenos días.

—Buenos días.

—Eres una mujer increíble, guapísima, maravillosa… ¿Lo sabías?

Se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Freda apoyó la cabeza en su pecho y habría querido esconderse dentro de él, quedarse en él durante el resto de su vida, tal era la seguridad que le infundía.

—¿Tienes algo de café? —preguntó.

—No, pero puedo ir a buscar. ¿Quieres algo más? Lo que sea. No tienes más que decirlo.

—Te agradecería mucho una taza de café.

—Si supieras lo a gusto que me sentí anoche… Tendría que haber una ley que prohibiera ser tan feliz a un hombre.

—Tú también me hiciste muy feliz —dijo Freda, aunque no recordaba nada aparte de algunos besos, ni siquiera haberse desnudado—. ¿Qué hora es?

—Las diez menos veinte.

—¡Oh, no! Tenía que haber ido a trabajar.

—No te vayas todavía, por favor. Hoy tengo el día libre. ¿Tienes que ir forzosamente?

—Bueno si no trabajo no me pagan y estoy ahorrando para comprarme un apartamento. Y no me gusta llegar tarde. ¿Puedo telefonear?

—Está en la pared, al lado de la nevera.

Cuando terminó la conversación con el bufete, James salía del cuarto de baño. Seguía desnudo. La dirigió a la improvisada cama que tenía en el suelo e hizo que se tendiera en ella. Freda estaba tensa, pero él le tocó el hombro y comenzó a acariciarle el cuerpo hasta que este adquirió voluntad propia. Freda cerró los ojos.

Se pasó tres días sin ir a trabajar.

Mientras James se dedicaba a extinguir incendios, Freda hacía de ama de casa. Le lavó la ropa, le limpió los armarios, la nevera y la mugrienta cocina. Pasó el aspirador por la casa, puso ropa limpia en la cama y lavó las toallas del cuarto de baño. También regó las plantas. James encontró la casa irreconocible.

—¿Quieres que te diga una cosa? Me gustaría que te vinieras a vivir conmigo. Solo la idea de pasarme veinticuatro horas sin verte… Quiero que estés conmigo todos los momentos del día.

—Pero este piso es demasiado pequeño para dos. Yo necesito un sitio para escribir.

—Podemos mudarnos, ahorrar dinero y cambiarnos a un piso con dos dormitorios. ¿Qué dices?

—Que acabamos de conocemos, James.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que busco una mujer como tú? Yo no soy un pipiolo, soy un hombre maduro, cariño, sé cuándo encuentro lo que busco.

¿Qué podía perder? Freda se levantó de la silla y se sentó en los muslos de James. Tuvo que refrenarse para no seguir besándolo.

—Entonces vamos a celebrarlo. ¿Tienes cincuenta dólares y te los devuelvo cuando me paguen? —le preguntó James.

—No llevo más que cuarenta.

—Suficiente. Yo tengo veinte.

James compró un botellín de vodka y medio gramo de cocaína.

Se pasaron toda la noche despiertos.

A la noche siguiente compró otro medio gramo y se terminaron el vodka.

Al llegar al final de mes Freda supo por qué tenía aquel coche tan baqueteado.

Pasados dos meses, Freda reunió el valor suficiente para llamar a Mildred y hablarle de su nuevo amigo.

—¿Estás enamorada de él? —le preguntó Mildred.

—Eso creo.

—Un bombero, ¡vaya, vaya! Por lo menos tiene un buen trabajo.

—Estoy viviendo con él, mama.

—¿Otra vez amontonada? Oye, niña, ¿por qué no te lanzas y te casas con él? Lo máximo que te puede pasar es que descubras que no es perfecto y entonces lo dejas plantado, como las otras veces. ¿No vas a cansarte nunca de esa mierda?

—Mira, mama, ¿sabes cuántas veces me habría divorciado ya si te hubiera hecho caso?

—¿Y qué más da? Cuando te casas con un hombre lo que haces es decirle que quieres estar siempre con él. No importa si después solo dura dos semanas.

—Mama, ¿te he dicho que pensamos casarnos?

—No, no me lo has dicho.

—¿Qué tal va todo por allí?

—Así, así.

—¿Cómo están Money y su familia? ¿Ha encontrado trabajo?

—Sí, lo creas o no, ha encontrado un trabajo y bueno. Una fábrica de aviones. No ha faltado un solo día y llega siempre a la hora. Lo han enviado a una escuela de electrónica y le pagan los estudios. ¿Qué te parece?

—¡Fenomenal! Sabía que acabaría consiguiéndolo.

—Sí, espero que le dure. Parece que tiene voluntad, como si quisiera demostrarme que no es un inútil, y que ya no va a depender de nadie.

—¿Y Candy?

—Esa sí que es una boba, un alma bendita. Se traga todo lo que Money le dice. No entiendo cómo puede haber mujeres que ponen hijas tan imbéciles en el mundo.

—Pero es simpática, ¿no, mama?

—Sí, pero me alegró sacármelos de encima, si quieres que te diga la verdad. Se han pasado casi tres meses aquí y se me hubieran comido viva, a mí y a la casa. Hay marcas de manos en todas las paredes. Me mataron el pez de tanto atiborrarlo de comida y uno de los pájaros se escapó por los ventanales del jardín.

—¿Y Angel?

—Está bien. Da clases en la escuela, ¿sabes? Enseña lengua inglesa. Pero yo no la aguanto. Ethan le compró un Mercedes y ella no compra más que en Beverly Hills. Me revuelve las tripas. De todos modos, nos vemos poco. Está embarazada, ¿lo sabías?

—No, a mí ya nadie me dice nada. ¿De cuánto?

—Pues no lo sé. De tres o cuatro meses o algo así. Pero no es la única.

—¿No volverá a estarlo Bootsey? Acaba de tener a Ivory.

—No, es Doll.

—¡Doll!

—Sí, ella y Angel tienen la regla el mismo día. Este por lo menos será hijo de Richard de verdad. Al final ha abandonado definitivamente a Tony.

—¿Se casan ella y Richard?

—¡Quién sabe! De pronto él dice que se quiere casar y un minuto después ya no lo ve tan claro. Ella ha llevado todas sus cosas a casa de la madre de él. Ya sabes que la madre de él le dio aquella casa. No creo que vayan a hacer nada concreto hasta que nazca el crío. Él sabe que, a la que vuelve la espalda, no se puede fiar de Doll.

—¿Y tú qué tal, mama?

—Pues mira, voy a hacer lo que pensaba hacer.

—¿Vas a volver a Point Haven?

—Sí, ¿por qué no? Estoy harta de California, si quieres que te diga la verdad. Esto es más aburrido que la hostia. Me importa un bledo lo que diga la gente. Además, quiero estar cerca de mi padre antes de que se muera y no hay nadie que lo cuide como yo.

—Como vayas allí te volverás loca, mama. Y lo sabes.

—Mira, nena, si no me he vuelto loca hasta ahora, no me volveré loca nunca. He llegado al límite. O sea que tú estás muy bien, ¿no? Espero que habrás dejado de beber.

—Sí, bastante. Si quieres que te diga la verdad, lo único que ahora bebo es vino. Se han acabado las bebidas fuertes. ¿Y tú?

—Déjame que lo piense. Hará como cuatro o cinco días que no bebo. Ya no lo necesito ni la mitad que antes.

La verdad es que mentían las dos, porque Freda estaba tomando vodka a pequeños sorbos y Mildred ya iba por el tercer vaso de whisky.

—¿Cuánto tienes ahorrado? —preguntó Freda por fin una noche a James.

—No te preocupes, cariño, el mes que viene habré reunido todo el dinero.

—¿El mes que viene? Mira, James, yo no puedo pasar un mes más en este cuarto. Desde que estoy aquí no he escrito una palabra.

—Oye, Freda, no me eches a mí la culpa. Te falta disciplina. Ya te dije que tenía algunas deudas pendientes y que lo primero de todo era eso. Te prometo que el mes que viene ya no estamos aquí. Pero ¿por qué no empiezas a buscar? Tienes unos cuantos dólares en el banco, ¿no?

—Esto no tiene nada que ver. Se supone que vamos a ir a medias.

—Naturalmente pero, si encontrases un sitio adecuado, puedes dejar una paga y señal. Yo correré con el resto, no te preocupes.

Se levantó del sofá y la atrajo hacia él. Aquella noche no cenaron.

Freda seguía decidida a encontrar otro piso y el día siguiente miró el periódico. En Brooklyn había algunos pisos restaurados con alquileres bastante razonables.

Freda cogió el metro para ir a ver el piso anunciado en el periódico. Era una casa de piedra caliza enclavada en una calle limpia y con árboles. El exterior del edificio no estaba restaurado. Como la verja de hierro estaba abierta, Freda subió las escaleras. Arrimados a la base de la escalera había tablones de parqué y placas de yeso. Oyó el ruido de una taladradora. La puerta del apartamento del primer piso estaba abierta y Freda se asomó para curiosear. Tenía techos altos y grandes ventanales. Las paredes eran blancas y el suelo era de parqué. Entró y lo pisó. El cuarto de baño era nuevo y había dos dormitorios magníficos, uno de los cuales habría podido ser su estudio. A través de las ventanas entraba la luz a raudales y en el patio de atrás de la casa se podían hacer barbacoas.

Encontró al propietario en el segundo piso y le entregó el alquiler de un mes como paga y señal.

Freda estaba preparando una lasaña cuando llegó James.

—¡He encontrado un piso!

—¿Cuánto cuesta?

—Quinientos setenta y cinco.

—¿Estás loca o qué? Yo no pago todo ese dinero por un apartamento, Freda. Y menos en Brooklyn.

—Pero si no lo has visto siquiera, James. ¿Quieres verlo? Es una maravilla. Todavía lo están restaurando.

—No quiero perder tiempo. No pienso gastarme todo ese dinero. Podemos encontrar algo aceptable por menos de cuatrocientos dólares.

—¿Algo como este cuchitril?

—¡Ah, ahora este sitio no está a tu altura!

—No he dicho eso. Ya he dado una paga y señal.

—Entonces vas y la retiras. O das orden de que no paguen el cheque.

—No quiero hacerme atrás. El apartamento es muy bonito y, entre los dos, nos sale a menos de trescientos cada uno. Yo podría pagarlo sola.

—Me parece que no me has oído. Te he dicho que yo no me gasto ese dinero y lo he dicho en serio.

—Si no te metieras la mitad del sueldo por la nariz, seguro que podrías gastarlo.

—Sí, y si tú no te emborrachases, a lo mejor yo no me metía lo que me meto.

—Yo me quedo con el apartamento, con o sin ti.

Freda no se percató de lo que acababa de decir hasta después de decirlo.

James la miró como si de pronto hubiese empezado a odiarla.

—Entonces puedes mudarte mañana mismo, señorita de mierda.

Se levantó, se puso la chaqueta y se fue derecho a la puerta.

—Sabía que te considerabas superior a mí. Procura estar fuera cuando yo vuelva.

Cerró de un portazo.

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