Mama

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Capítulo 21

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Capítulo 21

FREDA no sabía qué hora era cuando tropezó con la puerta. Se le cayeron las llaves al suelo y no se molestó en recogerlas. Encendió los focos del techo y atenuó su intensidad. Después se quitó la chaqueta y la arrojó en el sofá que acababa de comprarse. Era blanco con enormes flores. Miró la máquina de escribir. Tenía puesta una hoja en blanco y muchos papeles desparramados alrededor. Había sido una estupidez comprarse una mesa de vidrio como escritorio, pero era bonita y original y a ella le gustaban las cosas que la hacían sentirse una mujer elegante, no solo las negligés. Se acercó a la nevera y se sirvió un vaso de vino bien frío. Freda había dejado los licores desde que había roto con James. Ahora cada vez tomaba más vino. Recogió el bolso del suelo y abrió el billetero del que sacó un triángulo blanco que decía «nieve». Mañana era su cumpleaños, treinta años, y se lo había comprado para celebrarlo. Qué más daba, ahora era esta noche, mañana sería mañana.

El teléfono sonó una vez. Tenía puesto el contestador. Freda dejó el paquetito en el mármol de la cocina y desconectó el teléfono. Cogió un cuchillo de trinchar carne y trituró parte de la cocaína. Hizo unas rayas y volvió a sentarse. No quería saber quién había llamado. No tenía ganas de hablar con nadie.

Encendió un cigarrillo y se sacó los zapatos morados de un puntapié. Mañana era su gran día. Tomó un sorbo de vino tan largo que apuró el vaso. Treinta años y en Nueva York. Sola, sin marido, sin un hombre, sin perspectiva alguna, diciéndose escritora y trabajando en aquel maldito artículo desde hacía más de un año. Sin poderse acostar a no ser después de tomar una copa. Se levantó para servirse otra. No quería pensar en todo aquello. Cuando volvió a sonar el teléfono, pegó un salto. ¡Mierda!

—Me parece que ya es hora de estar en casa. —Era Bootsey—. ¿No has oído los mensajes? ¿De qué sirve tener contestador si no lo atiendes?

—Tranquila, hermanita. Iba a llamar ahora. Acabo de llegar a casa. Déjame respirar un poco. ¿Ocurre algo? No será el abuelo otra vez, ¿verdad?

—No, el abuelo está en su casa desde la semana pasada y la mama está con él para ayudarle. Está mucho mejor. Ya sabes que la mama ha vendido su casa de California, ¿verdad?

—No, no lo sabía.

—Pues sí. Doll se encargó de todo el papeleo. También le darán algo de dinero del seguro de incendios.

—¿Y dónde vivirá? ¿Contigo? La mama no soporta a la tía Georgia.

—No, cariño. Ya sabes que la mama y yo no nos llevamos bien. Es muy mandona. Se ha enamorado de aquella casa de ladrillo de la calle Oak y dice que en cuanto Doll le envíe el dinero de la casa del valle, la compra. Pero no te llamaba por eso.

—Bueno, mi cumpleaños no es hasta mañana. ¿Qué pasa?

Freda alcanzó el vaso.

—Dejo a Dave.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Lo dejo la semana que viene. Me voy con los niños a nuestra antigua casa. Va en serio. No lo soporto ni un minuto más.

—Un momento, Bootsey. Si yo me creía que erais muy felices.

—Tú me confundes con Angel, hermanita.

—Hablas en serio, ¿no?

—¿Sabías que soy pelona?

—¿Qué quiere decir eso de pelona?

—Pues ni más ni menos que lo que he dicho, que tengo los nervios tan desquiciados que se me ha caído el pelo. Hace seis meses que llevo peluca. No quería decírselo a nadie, aunque la mama ya lo sabe. De todos modos, si lo dejo es porque ese tío es incapaz de cambiar.

—¿Por qué ha de cambiar?

—¿Recuerdas que, hace unos años, te dije que yo tenía intención de volver a estudiar y abrir una tienda de vestidos de novia?

—Sí.

Freda llevó el teléfono hasta el mármol y esnifó unas cuantas rayas.

—Bueno, pues cuando llega el momento de ir al registro, me sale con la excusa de que no es el momento apropiado. Tenemos dinero en el banco, pero no quiere correr el riesgo de abrir un negocio. Estoy harta de trabajar en la Ford. Y él es un gandul que no tiene dónde caerse muerto. A mí me toca hacerlo todo: cocinar, limpiar, castigar a los niños… Lo único que hace él es mirar la tele y follar.

—Pero, Bootsey, ¿no valdría la pena que lo hablarais un poco?

—Él no quiere hablar de nada. Hay que hacer lo que él dice y se acabó la historia. Estoy que no puedo más, Freda, en serio que no puedo más.

—¿Y la casa?

—¡Al cuerno la casa! La casa se quedará en su sitio y a mí me llevarán al manicomio, aparte de que, si no hubiera sido por mí, ya me dirás cómo se habría construido esta casa. ¡Ni hablar! La que ha tenido que hacer horas extraordinarias he sido yo porque él siempre estaba cansado. Y otra cosa, ni me acuerdo de la última vez que salí. Como me tome otro tranquilizante, voy a estallar.

—¿Tú tomas esas cosas?

—Algo tengo que tomar, pero no quiero acabar como la mama, que anda siempre colgada.

Freda miró el montoncito de cocaína y el espejo que tenía en la mano. Pensó que la colgada era ella, aunque no se atrevió a decírselo. No quería que su hermana la considerara una fracasada, no quería que nadie la viera de aquella manera. Procuraba entender todo lo que le decía Bootsey, mostrarse comprensiva, pero también ella estaba preocupada por su frustración. Había perdido el entusiasmo, había perdido el idealismo, la seguridad en sí misma. Y ahora, a sus treinta años, había perdido hasta la voluntad.

Cuando la luz del día se filtró por la ventana de la sala de estar, Freda se despertó y se echó en el vaso el vino que quedaba en la botella. La cocaína había desaparecido. Tenía los dedos envarados y apenas se tenía de pie. Hoy cumplía treinta años y estaba borracha. Anoche había ocurrido una cosa terrible. ¿Qué era? Se golpeó la cabeza con el puño para obligarse a recordar. Sí, algo relacionado con Bootsey. A Bootsey le ocurría algo. Se echó a llorar porque no conseguía recordarlo. Se metió en el cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría. Eran las nueve. Demasiado pronto para llamar a Michigan. Sin embargo, a alguien tenía que llamar, había llegado demasiado lejos. El listín estaba en el suelo, debajo de la mesa de cristal. Freda se agachó y lo recogió. Pesaba. Buscó en la A. Hoy cumplía treinta años y estaba borracha. Puso el listín debajo del teléfono y marcó el número lo mejor que pudo.

—Buenos días, aquí Alcohólicos Anónimos —respondió una voz desde el otro extremo del hilo—. Me llamo Michael y soy alcohólico. ¿Puedo ayudarle en algo?

Freda intentó hablar, pero se le había cerrado la glotis. Quería decir: «soy alcohólica», pero no le salía nada. Apartó el teléfono del oído. «Soy alcohólica». Las palabras le arañaron los tímpanos. Fijó la mirada en el teléfono hasta que ya no tuvo fuerzas para sostenerlo. Cuando cayó al suelo, se agachó a recogerlo y colgó.

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