Mama

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Capítulo 22

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Capítulo 22

MILDRED estaba sentada en una espantosa butaca marrón de su nueva casa de ladrillo visto. Era una vieja butaca de skai con tachuelas en las costuras y un respaldo tan recto que, visto desde atrás, parecía un contrabajo. No tenía ningún otro mueble, pero le importaba poco. Se sentía feliz de que Buster le hubiera prestado el dinero necesario para la entrada y evitarse así vivir con la beata de su hermana. Sin embargo, cuando Mildred se fue de su casa, Buster comenzó a beber whisky y a verse con muchacheas a hurtadillas en su habitación lateral de la casa. Georgia estaba que echaba chispas, por lo que Buster la facturó a su casita a fin de que pudiera compartir su contrariedad con Dios.

Mildred tenía muchas ganas de que Doll vendiera la casa de California para poder devolver el dinero a Buster, pero parecía que aquello no iba a ocurrir nunca. Unas semanas atrás, Doll comentó que había unos mexicanos interesados, pero no se había llegado a nada concreto.

Mildred cruzó las piernas y se tomó un trago de whisky de un vaso largo de color verde. Había comprado ocho vasos como aquel en San Vicente de Paúl a razón de un níquel la pieza. No podía dejar escapar una oportunidad como aquella. Dicho sea de paso, había comprado por cuatro dólares una segadora de césped muy anticuada con la que podía cortar la hierba del jardín. Mildred se preguntó cómo era posible que la gente sobreviviese sin tener un jardín. También había comprado quince camisetas a un cuarto la pieza: a rayas, lisas, de colores pastel y una azul marino con cuello blanco. Además, se había comprado un suéter de angora de color rosa con botones blancos tipo perla. Seguro que a alguien le gustaría.

Tomó otro sorbo. Desde que se había trasladado a aquella casa parecía que su único desayuno posible era whisky de centeno con hielo. A veces le quemaba el estómago pero, después del segundo o tercer trago, ya solo sentía un calorcito. Con los dedos de los pies peinó la alfombra de color azul oscuro. Era la alfombra más fea que había visto en su vida, a excepción de la verde oliva que Freda tenía cuando vivía en Los Ángeles. Cuando recibiera el dinero de la otra casa, arreglaría esta, haría cambios, lijaría la pintura de la carpintería y compraría una alfombra oriental si encontraba una a un precio decente. Mildred siempre tenía la impresión de que debía planificar su vida.

Se inclinó hacia adelante cuando creyó descubrir lo que parecía una mancha de humo en el ventanal. Mildred odiaba las ventanas sucias. Le encantaba que todo estuviera limpio. Lo primero que hizo fue desinfectar toda la casa con amoníaco y Lysol, sin olvidar el sótano. Se levantó de la butaca y fue a la cocina a buscar un cubo en el que echó agua y vinagre, después volvió a la sala de estar y, con periódicos viejos, hizo una bola y restregó los vidrios. Cuando comenzaba a secar la ventana, vio al cartero que se acercaba y que echaba un montón de sobres en el buzón. En uno de ellos vendría el talón de la seguridad social. Podría comprar la blusa de seda verde musgo y los pantalones a juego que había visto ayer de rebajas en Arden. ¡Qué coño, mañana cumpliría cuarenta y ocho años! Se merecía alguna cosa nueva, aunque no estuviera en condiciones de pagársela.

Dejó el cubo y recogió los sobres de color marrón y blanco para echarles un vistazo. Había una carta de la Agencia Tributaria; si no hubiera estado tanto tiempo sin pagar, seguro que no la habrían pillado. Era cosa de suerte. Los recibos de la basura y de la luz. Tendrían que esperar. Propaganda electoral, pero ella no estaba empadronada en Michigan. Y el aviso que esperaba, informándola de cuál iba a ser la nueva tarifa de la contribución urbana. El recibo de la casa no iba a cambiar, así que no lo abrió. En último lugar estaban los cupones de alimentación y el cheque de la seguridad social. Lo arrojó todo sobre la mesa del recibidor y cogió el vaso. Estos se figuraban que era una fábrica de hacer dinero, tomó otro trago. ¡Gracias a Dios que le quedaba el whisky!

No eran más que las ocho y media y el banco no habría hasta las diez, por lo que decidió tomarse un buen baño. El nuevo cuarto de baño era pequeño pero cómodo, aunque no le entusiasmaba demasiado el suelo embaldosado de color naranja. Arrojó en el agua una tapón de espuma de baño amarilla, se quitó el albornoz, cerró la puerta pese a que no lo tenía por costumbre y se quedó desnuda delante del espejo que cubría toda la pared. Su cuerpo parecía una patata vieja. En su mata de vello descubrió una pequeña zona de pelos grises. El blanco de sus ojos se parecía a las páginas descoloridas de un libro viejo.

Sintió un alfilerazo en la parte baja del estómago. Se inclinó para apoyarse en el espejo. Habría tenido que comer algo esta mañana antes de empezar a beber, pero no tenía hambre. Cuando se desvaneció el dolor, abrió la puerta para ir a buscar el vaso. Después de cogerlo volvió a cerrarla, cerró el grifo y dejó el vaso en el borde de la bañera. El agua estaba demasiado caliente, pero rechinando los dientes se sumergió en ella. Flexionó las piernas para acostumbrarse a la temperatura y después dejó caer la cabeza hacia atrás y la apoyó en las baldosas. Había demasiado silencio. Habría debido poner la radio. ¿Qué le regalarían sus hijos para su cumpleaños? Bootsey ya le había regalado el microondas. Freda le enviaría dinero. No sabía qué le regalarían Angel y Doll. En cuanto a Money, siempre se olvidaba de su cumpleaños. Se quedó en remojo unos diez minutos, después quiso buscar la pastilla de jabón pero al final optó por renunciar a ella. Cerró los ojos. ¿Qué haré el día de mi cumpleaños? No tenía ningún proyecto, no sabía con quién lo pasaría. Por supuesto que no estaría sola. La semana pasada había visto a Spooky en el Shingle, pero lo había encontrado tan arrugado y tan pálido que había tenido la impresión de que, solo tocarlo, le habrían venido náuseas. Y Percy podía hacerse una idea equivocada.

Tomó otro sorbo y en aquel momento sonó el timbre. ¿Quién demonios podía ser a aquella hora de la mañana? Mildred se puso de pie en la alfombra, cogió la toalla rosa, se envolvió en ella y se dirigió a la puerta principal. Se encontró a Curly, con una sonrisa en los labios. Aunque vio que llevaba algo en la mano, Mildred no sabía qué era.

—Abre la puerta de una vez, cabecita de escarola. ¿No ves que estos mosquitos me están comiendo viva?

Mildred se escondió detrás de la puerta al abrirla.

—Oye, bonita, ¿se puede saber qué quieres a estas horas de la mañana?

—Necesitaba hacer un poco de ejercicio y, como no has invitado a nadie, he pensado que lo mejor era venir por mi propio pie.

Curly levantó el bastón al decir aquellas palabras y entró cojeando antes de que Mildred cerrara la puerta detrás de las dos. Curly todavía tenía el brazo doblado como si lo llevara apoyado en un invisible cabestrillo. Dejó la bolsa de papel marrón en el suelo.

—Pasa, pasa, estaba en la bañera. —Mildred arrastró la butaca marrón y la arrimó junto a la pared del cuarto de baño.

Curly se sentó en la butaca y Mildred volvió a meterse en la bañera.

—¿Quieres beber algo?

—Oye, hija, que yo no toco estas cosas desde hace tiempo.

—¿Desde cuándo?

—Pues desde que entré en la iglesia.

—¿Quieres decirme qué tiene que ver entrar en la iglesia con la bebida?

—Pues que ya no la necesito. ¿Y tú quieres decirme por qué bebes a estas horas?

—¿Sabes qué día es mañana?

—¡No voy a saberlo! El día de tu cumpleaños, el día qué cumples cuarenta y ocho años, Milly. No se me olvida. ¿Cómo se me va a olvidar después de los años que hace que nos conocemos? Te he traído una cosa en la bolsa esa. No es gran cosa, pero he pensado en ti.

—No tenías que hacerlo.

—Ya sé que no tenía que hacerlo.

—¿Se puede saber qué es?

—No te lo voy a decir. Espera y verás.

—Mira, a la que salga de esta bañera, pienso ir al centro de la ciudad, cobrar el cheque y comprar unas cuantas cosas. Tengo que pagar unos puñeteros recibos.

—Esta casa es formidable, Milly —dijo Curly, echando una mirada alrededor y observando lo bien que estaba todo.

La cocina brillaba, las baldosas estaban impolutas y aquella alfombra azul, ¡y aquella chimenea!

—Seguro que Dios vela por ti, nenita.

—Como Doll no se dé prisa y no venda aquella condenada casa, te aseguro que a Dios no le quedará más remedio que velar por mí.

—Ni que vivieras un millón de años sabrías decirme a quién vi en la iglesia el domingo pasado.

—¿A quién?

—A Ernestine. Estaba totalmente sobria, había perdido peso y, después de tantos años, tenía todos los dientes en la boca. Además, iba muy bien peinada.

—No jodas. Faye Love me dijo que se había liado con uno de tus hermanos.

—¿Con cuál? —preguntó Curly metiendo la cabeza entre la puerta.

Mildred tenía el cuerpo cubierto de espuma.

—Con Zeke —reveló Mildred, echándose agua sobre el cuerpo para sacarse el jabón.

—Mira, Milly, no te creas ni la mitad de lo que oigas contar en la ciudad. Lo sabes de sobra. ¿Sabías que es el demonio el que difunde esos cotillees? Ernestine acaba de ver la luz, como todas nosotras, excepto tú.

—Mira, Curly, no me vengas sermoneando porque ahora te ha dado por Dios. Bastante paliza me ha dado mi hermana Georgia estos últimos meses. No me vengas con el mismo rollo, por favor.

—Milly, no quiero sermonearte, pero fíjate un poco en lo que haces. Comienzas con el whisky antes de las nueve de la mañana. Si tienes el alma turbada, tienes que buscar a Dios. Es Dios quien te librará de los problemas.

—¡Ay, Curly, déjame tranquila!, ¿quieres? Tengo los nervios destrozados y tantas cosas en la cabeza que haría lo que fuera por encontrar alivio. Me salen facturas hasta por el agujero del culo.

Mildred salió de la bañera.

—Mira, los negros me agotáis la paciencia. En cuanto os pasa algo malo, lo primero que hacéis es ir corriendo a la iglesia como si Dios tuviera que bajar del cielo y sacaros del apuro. Pues bien, a mí eso no me va. No me va ni me ha ido nunca. No es que no crea en Dios, lo que pasa es que no me fío de su buen sentido. Si fuera tan bueno como dicen, ¿por qué habría dejado que tuvieses aquel ataque? ¿Por qué habría dejado a Georgia sin tetas? ¿Por qué habría permitido que Crook muriera tan joven?

—Mildred, Dios no es el único responsable de todos los males y tragedias. También está el demonio. Pero Dios nos da fuerzas para soportar las desgracias que nos caen encima. Te lo aseguro.

—¿No podrías cambiar de tema, Curly?

—En cualquier caso, es la verdad, Milly.

Mildred salió del cuarto de baño envuelta en la toalla.

—¡Y yo que te tenía por una persona con juicio! Me gustabas mucho más antes de que empezaras a ir a la iglesia.

—Voy a decirte una cosa, chica, y después cerraré la boca. Cuando tuve el ataque no sabía si volvería a hablar ni si me tendría de pie, por eso agradezco a Dios que está en los cielos cada paso que doy y cada palabra que consigo pronunciar. El demonio también hace lo suyo. Es probable que Shelly se pase el resto de su vida entrando y saliendo de la cárcel, Chunky está medio chalado por culpa de las drogas y anoche un chico le pegó un trastazo en la nariz a Big Man con un bate y ahora lo tengo en el hospital.

—¡No!

—Sí, le rompió la nariz y tuvo una hemorragia.

—¿Será posible?

—Mi marido ya ni me toca, Milly, o sea que una se vuelve hacia aquel que le da más júbilo y paz, que en mi caso, en este preciso instante, es Dios. Si no fuera por él, no sé si tendría la fuerza necesaria para levantarme por las mañanas y enfrentarme con la luz del día.

—Pues mejor para ti, Curly.

Mildred estaba revolviendo una de sus maletas de lona a cuadros para ver si encontraba unos panties limpios y un sostén decente.

—¿Por qué no vienes conmigo a la iglesia los domingos? Jasper continúa haciendo sus sermones como si no hubiera un mañana. Las palabras son como música que te llena el cuerpo.

Mildred se puso la ropa interior y el albornoz encima y fue a la cocina a buscar la botella.

—Vamos, Milly, hazlo aunque sea solo por tu cuñada.

—Te lo agradezco. La última vez que fui salí muy deprimida.

—Porque no diste a Dios oportunidad de que entrara en ti. Una vez lo tengas dentro de ti, te sentirás tan bien, Milly, que ya no querrás volverle la espalda en tu vida.

—Mira, bonita, me gustaría mucho pasarme el día charlando contigo pero tengo mucho que hacer.

—Mira, solo me he parado un momento para dejarte mi regalo y descansar un poco. Tengo la presión altísima y por eso procuro relajarme todo lo que puedo. Bueno, también esto está en manos de Dios. Piensa en lo del domingo —dijo Curly cuando ya se acercaba a la puerta.

—Lo pensaré.

—¡Ah! —dijo Curly volviéndose para besar a Mildred en la mejilla—, si mañana no te veo, que tengas un feliz cumpleaños, cuñada.

—Gracias, Curly, y tenme al corriente de Big Man, ¿vale? Curly levantó el bastón en el aire a modo de despedida.

Mildred cerró la puerta a pesar de que el calor iba en aumento. Se agachó y cogió la bolsa de papel que había dejado Curly y la abrió. Era una fotografía con un marco de madera. Mildred no podía creer lo que veían sus ojos cuando contempló aquella fotografía de color desvaído en la que aparecían ella, Curly y Crook en la puerta del Red Shingle. ¡Dios mío… como mínimo habían pasado… treinta años! Recordaba que entonces estaba embarazada de Freda y que habían ido los tres al Shingle a celebrarlo. Aquel día había una banda que imitaba a los Platters y que había venido de fuera y ella y Crook habían bailado lentamente en un rinconcito del local. ¡Joder! La sonrisa de Curly era forzada, seguramente porque llevaba muy ceñido el pañuelo de la cabeza. En cuanto a Crook, tenía una sonrisa taimada muy suya, como del que sabe que será guapo toda la vida. Ella no tenía ni una sola arruga en la cara. Se sentía feliz, contenta. ¡Coño, cómo vuela el tiempo! Apretó la fotografía contra su pecho y, al verse reflejada en el espejo colocado sobre la chimenea, vio que tenía algo escrito en el dorso. La volvió y vio que decía: «Siempre fuimos una familia. Recuérdanos de esta manera. Te quiere, tu cuñada Curly».

Por las mejillas de Mildred iban resbalando las lágrimas mientras se dirigía a la escalera enmoquetada que conducía a su dormitorio. Se volvió a coger la botella de whisky y sintió otra punzada que le atravesaba el estómago. Se quedó quieta hasta que se le pasó, cogió después la botella y subió la escalera. Cuando llegó arriba, se dejó caer en la cama y se secó los ojos con las sábanas. Desenroscó el tapón de la botella y tomó un trago, después se tapó con las mantas porque le castañeteaban los dientes. Bebió un poco más. ¡La de cosas que pasan en treinta años! ¡Demasiadas! Tomó otro sorbo y se puso de lado. No había bebido bastante. El techo color crema se le venía encima. Al tomar un trago más, notó que el whisky le resbalaba por la comisura de la boca. ¡Vaya mierda!, se dijo mientras intentaba dejar la botella en el suelo, pero se le cayó de las manos. ¿Qué ha pasado con mi fuerza? Cerró los ojos como hipnotizada. Durmió profundamente, sin moverse. Al despertarse tenía cuarenta y ocho años y estaba empapada de la cintura para abajo.

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