Mama

Mama


Capítulo 25

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Capítulo 25

—¡HOLA, bonita! —la saludó Mildred con voz camarina hablando por teléfono.

Se sentía ligera y, por primera vez en mucho tiempo, tenía la cabeza despejada. Le importaba poco saber por qué o para qué o cómo. Lo único que sabía era que había pasado diez años enterrada viva y que por fin había excavado un camino para salir a la superficie, y que si en este momento alguien le hubiera dado una pala, Mildred habría sido capaz de salir de cualquier agujero, por profundo que hubiera sido.

—Mama, veo que estás contenta —dijo Freda.

—¿Qué te cuentas?

—Nada. ¿Qué haces?

—Estoy cociendo unas judías pintas. ¿Dónde demonios estás?

¿Qué es tanto ruido de coche?

—Es que te llamo desde una cabina.

—Pues habla alto porque apenas te oigo.

—Voy a una calle más tranquila y vuelvo a llamarte dentro de unos minutos.

Mildred colgó, aunque se preguntó por qué la llamaría Freda desde una cabina. Tuvo que pasar por encima de varias cajas para llegar a la cocina. Casi había terminado de empaquetarlo todo. Solo le quedaban los platos y las herramientas del jardín en el sótano. Estaba embadurnando con manteca de maíz una bandeja de hornear cuando sonó el timbre de la puerta. La metió en el horno, se secó las manos en un paño de cocina y fue a ver quién era.

A Mildred por poco se le para el corazón al ver a su hija.

—¿Freda?

—Sí, soy yo, mama. Abre la puerta, que aquí fuera hace un frío de todos los demonios.

Mildred estaba boquiabierta, la miraba con ojos como platos.

—Dime que estoy soñando. No es posible que te tenga aquí delante. ¿Qué ha pasado?

Mildred se pellizcó y después pellizcó a Freda.

—Pues nada, he querido darte una sorpresa.

—¡Menuda sorpresa! Por poco me das un ataque al corazón.

—¿Qué son esas cajas?

—Me cambio de casa.

En la voz de Mildred no había ni sombra de pesar.

—¿Que te cambias de casa? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Vuelves a California? ¿Cómo no has dicho nada a nadie?

—Me mudo de casa, pero no para ir a la maldita California. Dentro de dos semanas me voy a vivir a una casa adosada. Sabes que mi padre siempre se preocupó por mí y me ha dejado pasta para que me apañe.

—¿Y cuándo lo has decidido, mama?

—Cuando me dijeron que iban a ejecutar la hipoteca.

—Me parece que no te preocupa demasiado.

—No me importa nada. Me he quedado tan fresca. Total, una puñetera casa, ladrillos, cemento y yeso, nada más. ¿Sabes cuántos años llevo torturándome por las jodidas casas? Bueno, quítate el abrigo, anda. ¿Qué quieres beber?

—Nada. Lo he dejado.

Mildred se volvió hacia su hija y la escrutó para ver si mentía, pero los ojos de Freda le dijeron que era verdad.

—¿Has dicho que has dejado la bebida?

—Sí, eso he dicho. Y me siento estupendamente.

—¡Ojalá yo tuviera tu fuerza de voluntad! He recapacitado y creo que también lo tendría que dejar.

—No lo digas solo porque lo he dejado yo, mama.

—No te miento.

—¿Por qué quieres dejarlo?

—Por un montón de cosas, pero ahora no tengo ganas de hablar del asunto. ¿A qué has venido, si se puede saber?

—Quería darte una sorpresa.

—Quítate el abrigo. Estás embarazada, ¿eh?

—No, mama, no estoy embarazada.

—Entonces, ¿qué ha pasado, quieres decírmelo de una vez?

Cogió la mano izquierda de Freda y vio que no había ningún anillo. Aunque Mildred pareció contrariada, era también evidente que se sacaba un peso de encima.

—No te cases sin yo saberlo, ¿eh? Yo quiero estar en primera fila. ¿Qué ha ocurrido, entonces?

—Esto —dijo Freda tendiéndole un sobre.

Mildred lo abrió, contó quinientos dólares en billetes y devolvió el sobre a Freda.

—¿Qué te pasa, mama?

—¿De dónde ha salido esto?

—¿Recuerdas que te dije que había escrito a varios sitios solicitando subvenciones porque quería tener más tiempo para escribir?

—Sí —respondió Mildred, que seguía con el sobre en la mano, tendiéndoselo a Freda, que a su vez se hacía atrás.

—¡Pues me han dado una de dos mil machacantes!

—Pero ¿puede saberse por qué me das este dinero?

—Mama, hace mucho tiempo que te hice una promesa. ¿Lo recuerdas? Te prometí que un día te pagaría un viaje y te compraría una casa. ¿Te acuerdas?

—Sí, creo que sí, pero ya has hecho mucho por mí, cariño, ya va siendo hora de que empieces a darte alguna alegría en lugar de pensar en mí y en los demás.

—Mama, es evidente que no te puedo comprar una casa, pero toma esto, te lo pido por favor, y gástatelo en unas vacaciones. Para mí es muy importante.

—Te lo he dicho y repetido un millón de veces que a mí no me interesan las islas tropicales. Lo único que me gustaría sería ver esa feria, la Ebony Fashion Fair, suponiendo que todavía queden entradas.

—Tengo dos.

A Mildred se le iluminaron los ojos.

—¡Dos entradas! ¿De verdad? ¡Oh, muchas gracias, hija, muchas gracias! ¿Y cómo es eso?

—Hace tiempo que llamé y reservé dos entradas. Si no hablabas de otra cosa… No estarás en primera fila pero casi.

—¡Toma castaña!

—Para ti y una persona amiga.

—¡Mujer, no me dirás que no vas a acompañarme! ¿Cuánto tiempo piensas quedarte? Sé que te gustaría ir, no me digas que no.

—No voy a este tipo de cosas, mama. Que te acompañe otra persona.

—Entonces, niña te devuelvo esto. Con las entradas basta y sobra.

—Mira, mama. ¿Puedo prometerte otra cosa? No sé por qué razón pero, desde que he dejado la bebida, cuando digo que quiero hacer una cosa, me gusta hacerla. Quédate con ese dinero y te prometo que no volveré a hacerte ninguna promesa de este tipo, ¿trato hecho?

Mildred se ruborizó y miró el sofá.

—Podría retapizar el trasto este y comprar otra vajilla. Está casi toda cascada.

Dejó el sobre en una mesita.

—¿Sabes una cosa, Freda? Tengo la impresión de que me he pasado años predicando a todos mis hijos qué tenían que hacer y cómo tenían que abrirse camino en el mundo y te juro que todos lo habéis conseguido, y por vuestros propios medios. ¡Joder! ¿Te dije que ya no me viene la regla? Estuve mucho tiempo preocupada por si me cambiaba la vida. Pero después me di cuenta de que mi vida ya había cambiado. ¡Vaya, y qué bien que ya no va a volver! He sangrado tanto que podría haber hecho un río de sangre, pero ahora me siento liberada. No por esto voy a dejar de ser vuestra mama, ni vosotros a dejar de ser mis hijos.

—¿O sea que no estás disgustada por haber perdido la casa?

—Mira, Freda, no me hagas más preguntas tontas. ¿Tengo cara de pena?

—No.

—¿Quieres que te dé una buena noticia?

—Sí, ¿cuál?

—Que vuelvo a la escuela.

—¿A la escuela? ¿Lo dices en serio?

—Sí, a la de la comunidad. Han montado un programa para personas de mediana edad, para que puedan volver a trabajar. Yo pienso abrir una guardería. Ya sabes que hoy en día casi todas las mujeres trabajan y, claro, necesitan a una persona con un poco de caletre para que les vigile a los críos. ¿Por qué no voy a ser yo? Sé que me darán la autorización, eso no es problema. Lo que pasa es que hay que hacer cada cosa a su tiempo.

—Ya entiendo, mama.

—¿Tienes algún plan para esta noche?

—Sí, una cita con la tele.

—¿Y si nos emperejilamos y nos vamos de parranda?

—¿Al Shingle?

—Primero te invito a una buena cena en el centro y después podemos ir al Shingle. ¿Qué dices?

—Pues que muy bien.

Subieron a cambiarse. Lo hicieron en la habitación de Mildred porque las demás estaban llenas de cajas. Mildred se quedó un momento delante del espejo, desnuda de cintura para arriba. Los pechos le colgaban como dos pequeños globos de agua.

—¿No tendrás algún sostén bonito entre tus cosas? ¿Uno que quede bien debajo de la blusa? Ya sabes, uno de esos con encajes.

—Mira, mama, a veces te pasas un poco, ¿lo sabías?

Freda buscó el sostén y Mildred se lo puso.

—¿Y qué me dices de los pendientes de oro que tienes en un bolsillo de arriba de la maleta? ¿Me los dejas?

—Es increíble. ¿Hasta eso sabes?

Freda cogió los pendientes y se los puso a Mildred.

—¿Algo más, Majestad?

—Sí, una cosa más. ¿Te importaría depilarme las cejas antes de salir? Sabes que me encanta cómo lo haces.

—Sí, te depilaré las cejas.

—¿Te he dicho alguna vez que te quiero?

Freda miró a Mildred, su mama, como si no hubiera oído lo que acababa de decir, como si aquellas palabras no hubieran salido de sus labios.

—Pues no sabría decirte.

—Bueno, pues si no te lo había dicho te lo digo ahora. Te quiero, Freda.

Se quedaron una frente a la otra como si no supieran qué hacer.

Mildred se acercó a su hija y la miró como si fuera un regalo que siempre hubiera anhelado y ahora obtuviera por fin.

Freda apoyó la cabeza en el hombro desnudo de Mildred. A la altura de los ojos, uno de sus rizos dibujaba una C. Freda sentía duros los pechos de su madre contra los suyos y no habría podido decir cuáles eran de una y cuáles los de otra. Los pechos de las dos se sostenían mutuamente. Se daban palmaditas a la espalda, como si se hubieran caído y se hubiese lastimado una rodilla y cada una intentara consolar a la otra porque no había nadie más capaz de hacerlo. Como si cada una quisiera abrazar a la otra por el pasado y por el futuro.

Mildred, por fin, se hizo atrás y tropezó con una caja vacía.

—¡Huy, me voy a estropear el maquillaje! ¿Sabes lo que he tardado en ponerme todo este revoque en la cara?

—Me lo imagino, porque la verdad es que vas cargadita.

—Mira, cariño, mejor que cierres el pico y procures dejarme igualita que una actriz de cine.

—Está bien, siéntate.

Mildred se sentó en una silla y Freda se metió en el cuarto de baño para coger las pinzas y la vaselina.

—Frótame la vaselina sobre las cejas hasta que se me pongan blandas y prométeme que no me arrancarás los sesos, ni me dolerá la cabeza, ni tirarás tanto que me pondré a llorar como una niña y me quedarán los ojos hechos un asco.

Freda trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra y puso los brazos en jarras. Mildred descansó la cabeza en la silla y cerró los ojos.

—Mama —dijo Freda.

—¿Qué pasa? —preguntó Mildred sin abrir los ojos, con las manos enlazadas y los dedos juntos como si rezara en silencio.

Freda la miró.

—Nada —respondió.

Freda estaba haciendo tal esfuerzo para reprimir una carcajada que hasta le dolían las mejillas.

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