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El osario » Capítulo 4

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Pero también ganaban banderines, leían tebeos, comían dulces y quedaba la sonora majestad de los concursos de declamación del Club de Latín.

In partem gloriae venio y todo el resto, y Virgilio y Cicerón y la contenida furia de las obras teatrales de Séneca.

Los Gray habían sido una balsa de puro orgullo en el lastimoso océano del oeste medio. Pero esta gente aún estaba peor, lo que le causaba temor y le producía un cierto odio hacia ellos, a la vez que ternura. Dos generaciones atrás, la mayoría de los colonizadores de Nuevo México habían abandonado para siempre las ruinas de Virginia, sus cuellos de seda y las noches bajo las magnolias, para dirigirse hacia el oeste. Habían dejado una vida regalada para caer en un laberinto de pobreza lleno de habitaciones mohosas, sin alfombras, y blancos platos desportillados para cenar.

—Voy a llamar a mi marido.

Salió de la sala de estar y un momento después se oyó su voz grave y áspera pero sorprendentemente fuerte:

—¡Ha venido la Fuerza Aérea!

Hesseltine jugueteó con un trozo de tela raída que había sobre el silloncito en el que estaba sentado. Gray, nervioso y de pie, contemplaba un gran cuadro de Cristo en la cruz que colgaba sobre la repisa de la vieja chimenea. También había una foto de un joven delgado con una chica a su lado.

—¿Les apetece un poco de café? —preguntó la mujer con su tono murmurante, como si rezara.

Gray se imaginó a la familia ante la figura de Jesús, rogando un cambio en sus vidas miserables y en el desierto seco y bochornoso del que vivían. Pero no podía estar más equivocado. El cuadro estaba allí por sus colores, que según Ellie hacían juego con el sillón, y además porque era bueno para los niños.

Aunque ninguno de los tres quiso café, la mujer se puso a hacerlo. Su marido irrumpió en la casa y apareció en la sala de estar como si fuera una gran caricatura de Abraham Lincoln, agachándose bajo el dintel de la puerta y dirigiéndose directamente hacia Gray. Walters y Hesseltine se pusieron en pie de un salto.

—¿Cómo diablos hizo para llegar antes? —preguntó Gray.

—Hay una carretera que pasa al norte de Arabela, un atajo por el que se ahorran unos setenta y cinco kilómetros.

—¡Oh!

—Pensaba que se lo había dicho.

—Será mejor que vayamos hacia el lugar del accidente.

—No podemos.

—¿Qué no podemos?

—Será de noche cuando lleguemos. Es inútil ir hasta mañana por la mañana.

Por la expresión que vio en las caras de Hesseltine y Walters, Gray supo que estaban tan atónitos como él.

—Tenemos un plato de habas para cada uno de vosotros —dijo amablemente el granjero— y café.

Gray se las compuso para sonreír. Walters permaneció impasible. Hesseltine parecía estar pensando en desertar del ejército. El soldado, que se había acercado a la puerta, estaba de pie, indeciso.

—Trae esa media botella de

bourbon —refunfuñó Walters.

El soldado trajo una botella bien mediada de Old Granddad que Walters pasó a cada uno de los hombres. Gray bebió un trago para mostrarse sociable, pero observó que Hesseltine se había bebido dos bien largos.

—Esto me ha venido muy bien —dijo el teniente—. Perdonadme por ahogar mis penas pero dentro de quince minutos habré dado plantón a la capitán más bonita de Roswell.

—Ya puede estar contento si no da parte de usted.

—Me gusta su sentido del humor, señor Walters.

—Gracias, teniente.

La mujer del ganadero los llamó para que fuesen a la cocina, donde se quedaron de pie junto a la mesa. Cuando Gray vio lo escasas que eran las raciones se dio cuenta de que la mujer había convertido en ocho las cuatro porciones de habas originales. Pero aun así, en cada plato había un trocito de cecina, y a juzgar por el aroma el café era fuerte y sabroso.

Se sentaron a la mesa, apretujados.

—Esto es parte de los restos —dijo el granjero, poniendo un par de trocitos de papel de estaño sobre la mesa.

Gray se sintió enrojecer de ira: reconoció en ellos la lámina de metal de un globo metereológico que había explotado. Cogió un pedazo del material.

—¿Vio usted el avión?

—Vi luces. Oí la explosión y al día siguiente ese dirigible vuestro vino con los reflectores, pero no encontró los restos.

—¿Un dirigible? —preguntó Gray, frunciendo el ceño.

—Seguro. Ese dirigible gris y grande.

Walters miró a Gray y le quitó el trocito de metal. Lo retuvo en su mano abierta, observándolo. De pronto lo apretó hasta formar una pequeña bola y la puso sobre la mesa.

Para asombro de Gray, la bolita se abrió hasta recuperar la forma original.

—No se quema ni se parte —dijo el granjero mientras recogía con la cuchara la última haba—, y no me extrañaría que tampoco pudiese atravesarlo una bala.

Gray y Walters se miraron. La cara de éste había perdido su color.

—Vayamos al jeep a buscar esos mapas —dijo Walters con una voz exenta de emoción.

Cuando estuvieron afuera fue del todo evidente que Walters no buscaba ningún mapa.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Qué material es ése?

—Frank, nunca he visto algo parecido.

—¡Un dirigible!

—Tal vez un avión experimental.

—¿Algo de lo que usted no supiera nada?

A Gray no le gustaba la idea de que estuvieran probando un avión experimental en el área de la escuadrilla sin su conocimiento, pero era posible que así fuera.

—Quizá —respondió.

—Esto no me gusta. No hay en Nuevo México ningún hangar donde quepa un dirigible.

—Tejas, entonces. Los dirigibles tienen un vuelo de largo alcance.

—Sí, muy largo. Como para llegar desde Rusia hasta aquí. Yo creo que esto podría ser una nueva clase de tripa, como la que sirve para separar los panes de oro, porque es muy fuerte. Sirve para un dirigible espía de largo alcance y hasta para un bombardero.

Los dos sabían lo que un bombardero podría hacer en la 509 si atacara cuando hubiese en la pista artefactos atómicos.

—Hiroshima parecería una merienda en el campo —dijo Gray.

Intentó imaginarse el alcance del desastre pero su mente se negó.

—Dos dirigibles; uno hace explosión en la tormenta y el otro viene en busca de los escombros.

—Tienen radares de una potencia extraordinaria.

—También vuelan bajo y lentamente, Don.

—Sí, bajo y lentamente desde Rusia. Asusta pensarlo.

Regresaron a la casa y se encontraron con que el granjero y su familia estaban a punto de acostarse.

Al pasar frente a la puerta del dormitorio, Gray pudo ver de reojo una vieja cama de hierro cubierta con sábanas amarillas y una cómoda, sobre la cual había un pote de crema para manos Trushay. Jennine usaba Trushay. Sintió deseos de haber llamado a su mujer antes de venir hacia aquí. Esto de encontrarse cara a cara e inesperadamente con los rusos en medio de la noche lo tenía intranquilo.

—Creo que será mejor que hagamos turnos de guardia —dijo cuando los cuatro militares se encontraron solos en la sala de estar.

—Estoy de acuerdo —expresó Walters.

—¿Cuál es el motivo de la preocupación? ¿Coyotes? —dijo Hesseltine con voz de disgusto.

Gray se lo explicó.

—Rusos. Este material probablemente sea algún tipo de tripa, como la que se coloca entre los panes de oro, utilizado como revestimiento de los dirigibles. El granjero vio otro dirigible anoche. Dirigibles rusos en busca de la 509.

Hesseltine se quedó helado, y los ojos del soldado se agrandaron.

—Yo estoy armado —dijo Walters.

Sacó una pistola especial de la policía del interior de su americana y propuso que quien hiciera guardia la llevara en el cinturón.

—¿Es un arma reglamentaria? —preguntó Gray—. No creía que los civiles pudieran llevar armas en la base.

—Considéreme un policía. Después de todo, eso es lo que es el contraespionaje, un trabajo de policía.

Gray no conocía a Walters a fondo pero siempre le había merecido mucho respeto. A sus antecedentes de policía había que añadir su firmeza e inteligencia, lo que lo convertía en uno de los mejores hombres del contraespionaje que Gray había conocido, y con quintacolumnistas, simpatizantes y espías comunistas por todos lados, hacían falta buenos hombres para proteger la 509.

Gray se acostó en el sillón, sobre sus espaldas, mientras fumaba y pensaba. El primer turno de guardia le tocó al soldado y después a Hesseltine. Gray había decidido que las horas posteriores a la medianoche eran las más peligrosas y las había distribuido entre Walters y él. Los turnos de dos horas comenzarían a las 9 de la noche y terminarían con la diana a las cinco de la mañana, que era la hora en que solía levantarse el granjero.

Debía de haber echado un sueñecito porque el sitio de Hesseltine estaba vacío y el soldado roncaba tranquilamente. Walters había comenzado a resoplar un segundo después de que hubieran apagado el quinqué.

Gray podía imaginar fácilmente que había rusos merodeando por allí. Pensó en la nueva lámina de tripa. ¿Cómo demonios la habían logrado? Nunca había visto nada ni remotamente parecido: era increíblemente fuerte y liviana.

De repente sintió que Hesseltine le murmuraba algo al oído.

—Vuestro turno, señor.

—Vale, señor Hesseltine —contestó Gray.

Miró el dial luminoso de su reloj y apagó el cigarrillo en el cenicero que había puesto en el suelo.

—¿Alguna señal de algo?

—A no ser por los puercoespines, los tejones, los hurones, los búhos, los mapaches y los coyotes, todo ha estado tranquilo. Eso sin mencionar las cosas que lanzan gritos.

En ese momento no se oía ningún grito. En realidad la quietud era absoluta, la oscuridad era total y la soledad del lugar era mayor que la que jamás había encontrado Gray.

La Vía Láctea discurría de una parte a otra del horizonte. Incluso se veía con claridad una constelación como la de Lira. La única forma de saber dónde comenzaba la tierra era mirar hacia donde no había estrellas.

Gray deseó haber tenido otro cigarrillo, pero cuando se está de guardia no se llevan luces. Se quedó de pie frente a la casa, junto a su coche. Le hubiera gustado escuchar un poco de música bailable, pero supuso que a esa hora todas las emisoras de radio habrían dejado de funcionar.

Era la una y cuarto. Cuando sus ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad, dio un paseo alrededor de la casa. Fue hasta el pequeño y desvencijado establo. En su interior oyó el resoplar de un caballo y también los distantes balidos de ovejas. De la maleza surgían crujidos y roces, y algún ronco gruñido.

Por un momento se sintió sorprendido por lo que pensó que podía ser un resplandor en el horizonte, pero éste desapareció y no volvió a verlo. Había transcurrido una hora cuando oyó un sonido que jamás había escuchado y que lo atravesó como una hoja de cuchilla al rojo vivo.

Walters, el granjero y Hesseltine aparecieron al instante por la puerta de la cocina.

—¿Qué cuernos ha sido eso? —preguntó Walters.

—¡Yo qué sé! —dijo Gray, sintiendo aún el eco del grito en su cabeza.

—¿Qué es, señor Ungar?

El granjero, inmóvil, miraba intensamente hacia la oscuridad.

—Lo oí después del choque. He vivido aquí toda mi vida y nunca había escuchado nada parecido.

Los dedos de Gray se cerraron sobre el trozo de papel de estaño que tenía en el bolsillo. En su mente había surgido una pregunta, pero no encontraba las palabras para formularla.

—¡Dios mío! —exclamó el teniente Hesseltine en voz baja.

Por el tono de su voz Gray supo que también él sentía miedo, y también se dio cuenta de que lo tenía el granjero cuando lo vio retroceder hasta apoyar la espalda contra la puerta.

En el interior de la casa se oía el lamento de un niño y la temblorosa voz de la señora Ungar consolándole.

El granjero era un hombre práctico.

—Las otras noches cuando lo oí, pensé que nadie más que el diablo podía emitir sonidos como ése —dijo.

—Es real —dijo Walters—. Lo hemos escuchado todos.

Después, el silencio se apoderó de todos ellos, y hasta de la noche.

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