Magic

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Parte I. Efecto » Capítulo 6

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El Cartero era una especie de leyenda. Por muchas razones, pero, principalmente, por dos. La primera, porque era el único agente que operaba entonces, y Al Jolson lo había apodado así. Esto había ocurrido en los años veinte, un domingo de verano en que el cantante necesitaba una gran cantidad de dinero en efectivo, difícil de conseguir ahora, pero más difícil entonces. Pero Ben Greene, apelativo dado a el Cartero, había robado la cantidad adecuada y después se la había entregado al complacido actor en una reunión, tras haber despachado un copioso almuerzo, Jolson había rodeado con un brazo los hombros del entonces aún muchachito y había dicho en alta voz: Con el tiempo oiremos hablar de él. Es como el cartero, que siempre responde». Durante el medio siglo siguiente, continuó siendo el Cartero.

La segunda de las razones, porque era el único agente operativo que había recorrido toda la complicada escala del negocio del espectáculo sin que hubiera sufrido un solo año ni una mala temporada de aquellas que tantas carreras habían arruinado. No era judío. «¿Cómo es posible tal cosa?», tronaría más tarde, «¿Cómo es posible tal milagro?» «¿Acaso porque yo era más brillante? Sí, pero eso no era todo ¿Porque era más trabajador? Sí, pero otros también trabajaron lo suyo y se quedaron en la cuneta». El secreto, simplemente, fue éste —y aquí se detenía, reducía el tono de su voz, hasta convertirlo casi en un murmullo—: «Triunfé porque con un nombre como Ben Greene, ¿cómo hubiera sido gentil?», y a continuación lanzaba una sonora carcajada.

Probablemente debiera haber sido actor —en realidad, era un mago aficionado, que no carecía de habilidad— y cultivaba sus dotes teatrales siempre que era posible. «Estáis contemplando a un individuo que es criminalmente presumido, criminalmente exagerado», le agradaba decir. «¡Cristo, he inventado el consumo visible!» Podría ser verdad, porque era enormemente rico. «Por muchas razones, pero, principalmente, por tres: disfruté de años de grandes ganancias cuando no había muchos impuestos; pero eso no es tan importante como invertir sensatamente, cosa que también hice; pero eso tampoco es tan importante como casarse con una rica heredera, cosa que también he hecho». Siempre hacía una pausa, y luego añadía: «Que Dios bendiga su alma».

A la muerte de su esposa, se convirtió en el primer accionista de las tres principales compañías mundiales que fabricaban cepillos para el cabello, lo cual demostraba, como le agradaba decir, que Dios tenía un gran sentido del humor, puesto que el Cartero ya era calvo incluso antes de que Jolson llegara a su vida. Frágil y pequeño, calvo y miope, con la energía de un auténtico dictador. «Si pudiesen enjaezarme, Con Ed podría iluminar al mundo».

Ya había pasado de la edad de retiro, pero los ejecutivos de la «Morris» le dejaban trabajar en si despacho siempre que lo deseaba. «Son muy amables conmigo —decía a propósito de esto—. Lo son por muchas razones, pero principalmente por una: que si no lo son, saben endiabladamente bien que compraría la empresa y los despediría a todos».

Adoraba el dinero. Sabía, al centavo, cómo le ha había ido en la Bolsa cualquier día determinado. Siempre que era posible le agradaba recibir informes cada hora, y estaba constantemente computándolos sobre los manteles y declarando cosas tales como: «Perdí once mil dólares durante el café». Pero ganar o perder, jamás le molestaba o preocupaba.

Porque el propósito del dinero era gastarlo. «Soy indefectiblemente oldveau riche», le gustaba decir. «A nadie de mi edad le está permitido ser nouveau nada». Sólo lo mejor le satisfacía, y si no podía tener lo mejor, adquiría lo más costoso. Por esta razón conducía un «Corniche» blanco descapotable, no fumaba más que «Monte Cruz Individuales» y sólo bebía «Lafite», hasta que descubrió que «Petrus» se vendía más y cambió de marca en un abrir y cerrar de ojos. Y, por las mismas razones, puesto que habían abierto de nuevo, almorzaba a diario en la mesa del rincón más alejado de «The Four Seasons»…

Corky odiaba los lugares de moda o lujosos. No había estado en ellos lo suficiente para que en él se desarrollara su odio, pero la verdad era que le daban un asco químicamente puro. Simplemente era cuestión de pertenencia… Todas las personas que enconaba en cualquier rica estancia tenían sus credenciales en orden, comprendían sus dimensiones y observaban el más idóneo de los decoros. Corky simplemente se sentía incómodo, en falso porque no le correspondía estar allí, ni tenía por qué. Pronto se encontraría arrojado en plena calle, humillado públicamente, sin poder sentirse jamás feliz. Cuando el Cartero lo invitó a almorzar, Corky intentó convertir la ocasión en un asunto de despacho, pero el viejo ni siquiera quiso oír hablar de tal cosa. Simplemente dijo: «En el “Seasons”, mañana a la una. Adiós», y colgó el teléfono.

Corky estuvo paseando largo rato por la acera del otro lado de la calle, frente al restaurante. Había estado esperando hasta ver entrar a el Cartero. Si hubiera llegado antes, tal vez nadie le hubiese incitado a tomar asiento. Inmediatamente se habrían dado cuenta de que él no pertenecía a un lugar tan lujoso como aquél, y hasta era posible que le hubieran arrojado la calle entre grandes carcajadas.

Pero si el Cartero ya estaba, él también podría estar allí, entrar en el local y decir al encargado de la reservas: «Mr. Ben Greene me está esperando, esté seguro de ello». El hombre asentiría con un leve movimiento de cabeza, le rogaría que le siguiera y, una vez estuviera en la mesa de el Cartero, nadie se atrevería a expulsarle de allí. Estaría perfectamente seguro.

Abrió la puerta del restaurante, pasó por delante del guardarropa y subió por la escalera que conducía al despacho de reservas. Entonces fue cuando hombre en cuestión miró a Corky, que no llevaba corbata.

Corky, durante unos segundos, se quedó como congelado.

El hombre de las reservas volvió a enfrascarse sus listas.

«¿Por qué te haces todo esto a ti mismo? Tenía que haberse puesto una corbata, o haber preguntado si era obligatorio llevarla. Cualquiera de las dos cosas. Pero no se puede venir a un lugar como éste vestido inadecuadamente. A menos que quieras que arrojen a la calle».

Corky empezó a ponerse nervioso. El hombre de las reservas alzó la cabeza para mirarlo de nuevo, para mirarle el cuello.

«No quiero que me echen de aquí».

—¿Busca usted a alguien, señor? —preguntó hombre desde su pequeña mesa.

Corky asintió con la cabeza.

El hombre de las reservas le hizo una seña para que se acercara.

Corky así lo hizo.

—¿A quién desea ver?

«Siento mucho el detalle de la corbata —estuvo a punto de decir Corky—. Ha sido una equivocación. Nunca he debido venir aquí de esta manera»; pero respondió: —A Ben Greene.

El hombre de las reservas dijo rápidamente: —Por supuesto, señor, sígame…

El hombre de las reservas sonrió… sonrió…

«¿Lo ves? Eres tan bueno como cualquiera ellos».

Caminó por entre las mesas que estaban ocupadas por los ricos del lugar. «¡Cómo cualquiera de ellos!» El Cartero estaba esperando en el rincón.

—Tengo noticias para ti. Siéntate. ¿Quieres beber algo?

—Eso pensé cuando me llamaste. No, no bebo nada.

—Ten un cigarro —dijo el Cartero dándole un Individual—. Cuatro pavos cada uno. Hice un trato especial con «Dunhill», donde me aprecian mucho, me los sirven a ese precio, diez por cuarenta dólares. Corky se guardó el cigarro en el bolsillo interior la chaqueta.

—Para más tarde —murmuró—. Gracias. ¿Qué noticias son ésas?

—Estoy funcionando otra vez, no me interrumpas —respondió el Cartero dándole otro cigarro—. Toma dos, te gustarán.

Corky asintió con un movimiento de cabeza y se guardó el segundo cigarro junto al primero.

—¿Cómo está tu manager? —preguntó el Cartero hozando su sonrisa de costumbre.

Fats siempre se refería a él, tanto en público como cualquier parte, como Gangrena, apelativo que el Cartero consideraba poco digno para un hombre de sus años.

—Fats está como siempre, asquerosamente imposible —respondió Corky imitando la forma de hablar Fats.

—¿Qué significa esa manchita de tu chaqueta? —preguntó el Cartero, extendiendo una mano por encima de la mesa.

Corky intentó no sonreír, porque sabía que había llegado el momento de la magia.

El Cartero trazó un gracioso floreo en el aire, y de su mano surgieron llamas. Corky hizo un esfuerzo para mostrar sorpresa.

—Muy bueno, ¿no dirías eso? —preguntó el Carero—. Una nueva marca de papel-flash, pero mejorada. «Tannen» acaba de recibir un envío.

«Tannen» era probablemente el mejor almacén de material para magia que había en todo el país, con un catálogo de más de cien páginas. El Cartero poseía todos los trucos que se vendían allí, y se pasaba muchas horas charlando con los magos que usaban el lugar como punto de reunión, casi como un club, cuando estaban en la ciudad.

—Eso es magnífico —comentó Corky.

—Deberías usar corbata —dijo el Cartero introduciendo una mano en el bolsillo derecho de su traje—. Mira…

Extrajo una bufanda de seda azul y añadió: —Ésta te irá bien con la chaqueta.

Cuando Corky extendió una mano para tomarla, el Cartero la hizo correr entre ambas manos, y la bufanda se tornó verde. El Cartero guiñó un ojo a Corky.

—Muy bueno, ¿no dirías eso?

—En efecto, muy bueno —respondió Corky—. Bien, ¿no crees que ya va siendo hora de conocer esas noticias?

—El espectáculo ha terminado.

El Cartero asintió con la cabeza y se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta.

—Se acabó la magia, palabra. Aquí están las condiciones que establezco…

Se detuvo de repente mirándose la mano.

—¡Vaya! ¿Qué es lo que acabo de encontrar? Fíjate, Corky, es una bola de esponja, y me pregunto cómo habrá llegado a mi bolsillo. Me parece una esponja corriente y vulgar, ¿qué crees?

Extendió una mano para que Corky la examinara.

—Corriente —comentó Corky.

—Veamos —siguió diciendo el Cartero con énfasis teatral—. Tengo la impresión de que ésta podría ser una de esas raras esponjas recientemente descubiertas en las costas asiáticas… Seguramente habrás oído hablar de las milagrosas y misteriosas esponjas tibetanas que desaparecen, ¿no?

—No he oído hablar de ellas…

—Pues desaparecen, Corky. Si las oprimes lo suficiente, se convierten en aire. Ahora bien, quizá haya envejecido para hacer esto. Mis dedos han perdido su fuerza. Pero aun así, veamos…

Corky guardó silencio, viendo cómo el Cartero oprimía la bola de esponja entre ambas manos.

—Sorprendente —murmuró Corky al cabo de unos segundos.

—Un momento, ¡maldita sea! —exclamó el Cartero— aún no ha sucedido nada.

Abrió las manos, mostrando la pelota de esponja. Comenzó a oprimirla nuevamente, gruñendo palabras ininteligibles al mismo tiempo.

Ahora sí que ya puedes decir que es sorprendente, Corky —manifestó el Cartero, abriendo las manos cuando ya había desaparecido la diminuta esponja.

Guiñó un ojo a Corky y añadió: —Muy bueno, ¿no dirías eso? Corky asintió con la cabeza.

El Cartero mostró entonces la esponja en la palma de la mano y luego se la guardó en un bolsillo. Miró a Corky durante largo tiempo, como si estuviera estudiándolo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Corky, finalmente.

—Estoy intentando dejarte congelado tal y como estás ahora mismo… Nos harías un favor a los dos si tú también lo hicieras… Recuerda quiénes somos los que aquí nos sentamos.

Corky esperó.

—Eres un buen muchacho, Corky. Bien, ya sabes que tengo el culo pelado de andar por ahí… Fui el agente artístico de Caín cuando subió al ring para enfrentarse con Abel, y he visto cómo las cosas salían bien mil veces entre otras mil. Eso es automático. Si atacas primero, siempre llevarás ventaja. Eso es automático. Me agradaría que en este momento tomaras la decisión de actuar con energía.

—No me gusta nada en absoluto eso de atacar el primero —dijo Corky.

—Bien, veamos. Dejemos de hablar en galimatías, hace dos años nadie te hubiese hecho el menor caso, artísticamente quiero decir. Dentro de dos años, a partir de ahora, puedes tenerlo todo. He convencido la «CBS» para que te conceda un piloto especial. Como puedes suponer, ésta es la razón de que te haya llamado para reunimos aquí.

Corky, muy rápidamente, preguntó: —¿Qué es un piloto especial?

—¿Cuántos años tienes?

—Poco más de treinta.

—¿Cómo puedes ser tan viejo y tan estúpido? Cuando yo tenía tu edad, ya había alcanzado a Jean Harlow como cliente.

Corky apoyó sus manos sobre los muslos intentando no moverlas de allí.

—Un piloto especial —explicó el Cartero— es lo que concedieron a Rich Little el año pasado. Cuando alguien les interesa, y créeme si te digo que no compré a nadie en la «CBS», sino que Goldstone te necesita, se representa un «especial» que, si tiene éxito, ya quedas lanzado. Bob Hope está haciendo ahora un especial porque forma parte de un gran contrato. Tantas funciones, tantos años. Contigo será una especie de prueba.

—¿Y ya está todo arreglado y dispuesto?

—Está y no está. A ver si nos entendemos. Todavía hay que hacer notas para la Prensa, otro tipo de publicidad por tu parte y por la de ellos, hay que pasar un examen médico, e incluso estoy dispuesto pedir menos para ti si ellos suben más el presupuesto total del espectáculo, aparte de otros detalles de agencia. Pero la cuestión principal es que si lo queremos, lo tendremos. ¿Qué dices a todo esto? Si deseas besarme la mano, no me importa.

Silencio.

—¿Puedo contar contigo?

Corky comenzó a negar con un movimiento de cabeza.

—¿Qué significa eso?

—No deseo sujetarme a un reconocimiento médico —dijo Corky.

El Cartero se encogió de hombros.

—Está bien. Haré todo lo posible por eliminarlo. ¿Hay alguna razón especial?

—Cuestión de principios.

—No lo entiendo.

—Está bien. No sé si puedo explicar esto, pero no te impacientes. Para empezar, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?

—¿Cómo? Bien… dos años, ¿o un poco más? Entonces trabajabas en aquel lugar de Los Ángeles…

—El «Stardust».

El Cartero hizo un gesto afirmativo.

—Nunca sabrás lo importante que fue para mí aquella noche. Llegaste caminando hacia atrás, de aquella manera tímida que empleas, como diciendo: «No miréis, amigos, pero Dios acaba de entrar…»

—¿Hago yo eso? —preguntó el Cartero—. Yo no hago eso, ¿verdad?

Se encogió de hombros y añadió: —Bueno, de todos modos no es del todo incierto.

—Llegaste por las buenas y dijiste quién eras, que si yo lo sabía, y yo contesté por supuesto que sí, y tú replicaste que estabas a punto de darme la gran oportunidad de mi vida y que me aceptarías como cliente.

Corky guardó silencio repentinamente y miró al anciano durante un minuto.

Acto seguido, le preguntó: —¿Recuerdas lo que respondí?

—¡Claro que lo recuerdo! Dijiste que yo podía representarte, pero que tú no firmarías. Tuve que hacer tragar eso a la agencia.

—Eso fue por mis principios —dijo Corky—. Sabía lo que tú podías significar para mí, pero yo nunca hubiese firmado, porque si tú estás satisfecho conmigo y yo lo estoy contigo, no necesitamos firmar nada. Todo cuanto tenemos es nuestra palabra, y eso es más que suficiente. Al menos para mí.

—Pero, ¿qué tiene que ver con todo eso el reconocimiento médico? ¿Por qué aplicarle también eso que calificas de principios?

—Dicen que a mí me está sucediendo algo, ¿no lo ves? Yo digo que estoy bien, y ellos dicen que no confían en mí… Queremos que nuestros médicos hurguen en ti y ya te diremos si estás bien o no.

—¿Acaso te ocurre algo?

—Por supuesto que no.

El Cartero contempló a Corky en silencio durante un rato. Luego preguntó: —¿Hablas en serio cuando te refieres a esos… principios?

—¿Que si hablo en serio?

—Está bien. ¿Acaso es eso una negativa al compromiso?

—Creo que sí —respondió Corky encogiéndose de hombros.

El Cartero miró a los ocupantes de las demás mesas y dijo: —Amigos, artistas todos… Yo tenía que haber sido un limpiador de pozos negros, como mi madre quería.

Luego extrajo del bolsillo un dólar de plata y lo convirtió en un dólar de oro…

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