Magic

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Parte II. Preparación » Peg

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PEG

No estaba ni siquiera seguro de que ella conociera su nombre hasta que le dijo «Corky, ¿podemos hablar?». Había terminado la clase del día y bajaba por la escalera. La joven estaba abajo, rodeada, como siempre, de muchachos. Era a principios del mes de abril y el tiempo empezaba a ser más cálido. La muchacha vestía una falda escocesa y un jersey blanco.

No era uno de sus mejores días, pero a pesar de ello, parecía casi perfecta. Con el pelo rubio oscuro, los ojos azules y el increíble esto y el maravilloso aquello podían volverle a uno loco si se pensaba un poco en ello.

No tenía sentido seguir adelante. No se podía. Corky se había dado cuenta hacía ya meses, al principio de su primer año, y había explicado el impacto de Peggy charlando sobre detalles muy específicos.

Solía pasar el tiempo pensando en la mejor manera de impresionarla. La rescataba de edificios ardiendo y de automóviles que intentaban atropellada. Luchaba contra ladrones y violadores, y ni que decir tiene que peleaba valientemente contra numerosos contrabandistas y aquellos espías. Pero así iban las cosas con Peggy Ann. Era una chica que le metía a uno en la cabeza ideas terribles.

Y aquellas ideas no se iban de allí.

—Corky, ¿podemos hablar?

Se detuvo en medio de la escalera, al ver que la joven abandonaba el grupo de muchachos y se acercaba a él apresuradamente.

—Desde luego, no nos conocemos. Soy Peggy Snow…, tú eres Corky.

Corky afirmó moviendo la cabeza y levantó una mano a guisa de saludo.

—He oído decir que tú haces…

Peggy movió los brazos como si tratara de explicar cómo se extraía un conejo del interior de un sombrero y añadió: —…trucos.

Corky movió de nuevo la cabeza afirmativamente.

—Escucha, me enfrento con un verdadero problema y para mí significaría… no sé, lo mejor del mundo si tú me ayudaras.

—Depende.

—Verás. Lucas, mi hermano pequeño, celebrará su octavo cumpleaños dentro de una semana y mamá dice que ya va siendo hora de que yo la ayude algo, y así mientras ella esté guisando debo mantener en paz a todos los chicos. Así que, si yo te pago, ¿serías capaz de montar un espectáculo?

—No lo he hecho nunca.

—Puedo darte dos dólares.

—Bien, ya es hora de que yo debute en público.

No era mucho, pero Peggy sonrió.

Corky se pasó aquellos días ensayando lo que ya sabía hacer. ¿Comenzaba con el truco del material que se encendía o lo dejaría para el final? Si comenzaba con las cosas más interesantes se podía perder el interés antes de llegar a la mitad del espectáculo, y si empezaba con cosas sencillas a lo mejor ni llegaba ni a la mitad. Hizo una lista de sus habilidades. Probablemente los chicos de ocho años serían un público duro, de manera que decidió llevar a cabo solamente cosas que los dejaran asombrados, pero que no tuviesen muchas complicaciones escénicas.

Peg lo presentó.

Corky se hallaba en el sótano de la casa de Peg junto a Lake Melody, detrás de una sábana que hacía de telón de fondo. Se había puesto una capa de mago y se tocaba con un sombrero de copa. En la mano sostenía su varita mágica. Durante unos momentos y tras la sábana estuvo escuchando el jaleo que armaba una docena de críos sentados. De repente se le hizo difícil respirar por la emoción que sentía. Inhaló aire varias veces y se aclaró la garganta. Delante de él y al otro lado de la sábana, Peg estaba diciendo: —Saludad a Corky Withers…

Y después de pronunciar estas últimas palabras apartó la sábana y apareció en escena Corky.

Mademoiselle —dijo inclinándose graciosamente ante la improvisada presentadora.

Luego sonrió a los niños y añadió: —Mes amis…

—¿Por qué habla de esa manera? —preguntó uno de los niños sentados en primera fila.

—Cállate, Lucas —dijo Peggy—. Es un gran mago francés.

—Creí que iba a la escuela de aquí.

—Eso es ahora —añadió Peggy—. Pero ha pasado mucho tiempo en Francia, de manera que cierra la boca, Lucas.

Corky extrajo de su capa dos bolas de billar y las sostuvo en alto. Luego habló: —¿Os gustaría jugar al billar? Es imposible, ¿verdad? Porque se necesitan tres bolas para jugar al billar. Voilà!

Hizo un ampuloso movimiento con su mano izquierda y mientras los niños seguían el movimiento de la mano, Corky, situó en posición la concha que en su parte frontal simulaba ser una bola de billar, de manera que cuando alzó la mano derecha parecía sostener tres bolas.

—¡Formidable! —dijo Peggy aplaudiendo o al menos haciendo lo que podía en tal sentido ya que nadie más aplaudió.

—He visto el truco —dijo Lucas—. Es una concha.

Mais non! —exclamó Corky con su macarrónico francés.

—Entonces danos las tres bolas.

—Se está acercando la hora de merendar —dijo Peggy—. ¿Hay alguien que le interese?

Corky extrajo de un bolsillo el cigarro que desaparecía.

—Cuando alguien intenta fumar en mi presencia, yo soy siempre muy cortés. Digo s’il vous plaît y saco un cigarro, así…

Dio una fuerte palmada alzando la mano derecha a más altura que la izquierda, ya que así se activaba el dispositivo que hacía desaparecer repentinamente en el interior de la manga el cigarro. Tenía que hacerlo muy rápidamente para dar la impresión de una auténtica desaparición. Sin embargo, Corky se dio cuenta de que acababa de hacerlo muy bien. Peggy aplaudió. Corky se inclinó.

Lucas lanzó un fuerte pedo.

Carcajadas entre los niños. Gritos y alaridos cuando Corky intentó hacer el truco del jarro de leche sin fondo. Pero no había manera de ser oído hasta que Lucas eructó y el eructo inició una larga cadena de otros eructos que continuó hasta que Peggy, como un ángel vengador, cogió a Lucas por el cuello y lo arrastró hasta el improvisado escenario.

—Saca eso, Corky —dijo sin que Corky acabara de entenderla—. Saca eso que demostraste en la clase de ciencias, eso que congela la lengua en la boca…

Corky por fin comprendió y dijo: —¡Ah, ese material francés! Está bien.

Pero Lucas ya estaba gritando: —¡No, no hieles mi lengua!

—Sólo durará una hora y estoy segura de que te gustará —aseguró Peggy al pequeño diablo.

—¡No, por favor! Estaré quieto… te lo prometo.

Y así, continuó la función sin más interrupciones.

—Siento que no pudieras hacer más cosas —dijo Peggy al final.

En aquellos momentos el sótano estaba desierto y reinaba el silencio. La muchacha extendió hacia Corky los dos dólares.

Corky negó con la cabeza.

—Vamos, Corky, fue el trato…

—Por favor. La joven lo miró.

—¡Eh…! ¿Lo dices en serio?

—En serio.

—¿Cómo es que eres tan… tan despreocupado?

Corky se encogió de hombros sin decir nada.

—Eres tan terrible como dicen…

—¿Quién dice que soy terrible?

—Bueno, no lo dice nadie. Era una broma. Quería hacerte hablar…

—Ya estoy hablando.

—Repito que eres muy despreocupado, Corky.

—Bien… no hay mucho que decir.

—Está bien —murmuró la muchacha ayudándole a guardar las cosas en una bolsa de compra.

Luego lo acompañó hasta donde él había dejado su bicicleta.

—Adiós, Corky… y gracias.

Corky asintió con la cabeza y puso en marcha la bicicleta.

—¡Eres un gran artista! —le gritó la joven.

—Lo seré —respondió Corky—. Algún día…

Después de esto, siempre se saludaban en los vestíbulos de la escuela, y si había algo que decir, hablaban. Algunas veces él la ayudaba en sus deberes, pues la muchacha escribía terriblemente mal. En todo momento trataba de hacerse imprescindible hasta que Corky llegó a pensar que le gustaba.

En aquel verano, Mutt le consiguió un empleo en un restaurante donde se servían más de mil comidas al día. Su labor consistía en picar lechuga para las ensaladas, y así el verano le resultó muy atareado. Para no volverse loco con aquella labor, Corky escribió su primer poema.

Peggy Ann Snow Déjame seguirte A dondequiera que vayas… Realmente no era un gran poema, pero él no había intentado nunca ser un gran poeta. Aun así, Corky lo consideraba mucho mejor que otros que ya había escrito.

Hermosa Peg Hermosa PegNo te vayas, no me olvides. Te suplico… Por supuesto que P. B. Shelley no tendría que preocuparse mucho…

Era natural que más pronto o más tarde la joven se dejara acompañar por Ronnie Wayne, y en aquel otoño lo hizo así. Corky ni siquiera se mostró celoso, cosa que también era natural. Ronnie Wayne lo tenía todo. Su apodo era Duque, era mayor, y poseía un descapotable. Pero esto no era nada. Su padre dirigía el negocio de bienes inmuebles más próspero de Normandy. Aún más. Ronnie el Duque lograba buenas notas en la escuela sin abrir un libro, vestía mejor que los demás, era el más popular de los alumnos de último año, pero lo mejor de todo, en aquellos días, año del Señor 1959, era que se parecía enormemente a Elvis Presley.

—Withers —dijo un día de otoño—. Lleva esto a la Orgullosa.

—¿A quién?

Se hallaban en la biblioteca de la escuela y en la sala de estudios, ocupando cada uno su propio asiento, sin moverse para nada. Corky trabajaba en la biblioteca para ganar un dinero extra y, además, la señorita Beckmire, la bibliotecaria, le apreciaba mucho, probablemente porque Corky era muy simpático, se mostraba siempre cortés y leía con más rapidez que los demás alumnos de la Normandy High School.

El Duque dio la nota a Corky.

—¡A Snow!

Corky tomó la nota y recorrió la enorme sala para dejarla caer en la mesa de Peggy, al mismo tiempo que musitaba: —De parte de el Duque.

Peggy abrió la nota, la leyó, y luego cogiendo papel y lápiz garrapateó unas líneas. De pronto se detuvo y preguntó a Corky: —¿Cómo se escribe vanidoso… con «b» o con «v»?

Corky se lo dijo, Peggy terminó la nota, la dobló y Corky se la llevó a el Duque.

Hubo tres viajes con notas en aquel mismo período de estudios y otros tres el día siguiente. Después, el Duque se llevó a Peggy a beber refrescos después de la hora de clase. Corky permaneció de pie junto a su bicicleta y vigiló el aparcamiento hasta que el Duque partió hacia la ciudad. La capota del coche aparecía baja. Los rubios cabellos de Peggy flotaban al viento. Corky pensó que todo marchaba bien, que todo iba realmente bien.

«Peggy tiene razón, eres misterioso y horripilante», se dijo a sí mismo.

Durante toda aquella semana continuó pasando notas entre uno y otro, y si la señorita Beckmire sospechó algo, nada dijo. El segundo miércoles, Peggy invitó a Corky a que les acompañara.

Fueron a «La Cabaña», que era el único lugar más grande y más concurrido por los estudiantes de segunda enseñanza, y allí bebieron refrescos y el Duque pidió una fuente de patatas fritas que devoraron tan rápidamente que el Duque tuvo que pedir una segunda fuente.

Corky tomó asiento intentando no exteriorizar su impresión personal. ¡Dios del cielo! ¿Por qué no había de ser así? «Estás sentado entre la chica más bonita y el muchacho más popular, y son ellos los que te han invitado».

Acudieron al mismo lugar varias veces en aquel mismo mes de octubre, y después Corky hizo algunas anotaciones rápidas al irse a casa, porque probablemente no volvería a disfrutar de momentos tan maravillosos y nunca se sabía lo que podría durar aquello.

Antes del Día de Acción de Gracias despidieron a Mutt de su empleo. Se había convertido en un individuo un tanto perezoso desde la muerte de Willie, y un día había golpeado al jefe del gimnasio escolar de Grossinger y había hecho lo mismo con un par de transeúntes que habían intentado intervenir y naturalmente no se podía hacer una cosa así sin tener que pagarla de alguna manera.

Sin embargo, buscó trabajo por todas partes hasta que lo encontró en un club privado de Chicago, cerca de la estación de enlace, y resultó sorprendente comprobar cómo después de vivir muchos años en un lugar, podía abandonarse cuando allí no había nada que le atara a uno.

En su último día de escuela, Corky fue a la casa de Peggy para despedirse y regalarle el corazón de madera que había tallado cuidadosamente, pero aquella tarde ella estaba dedicada a la práctica de vitorear y gritar en favor del equipo local. Corky se dirigió al gimnasio de las chicas y esperó en la calle. Eran poco más de las cuatro cuando llegó allí y poco más de las cinco cuando salió la primera muchacha.

No era Peggy.

Corky esperó. Hacía frío en aquellos momentos. Desde fuera llegaban hasta sus oídos los gritos y los vítores que se multiplicaban constantemente y de una manera tan perfecta que los Tigres de Normandy no tendrían más remedio que vencer a los Linces de Liberty en el partido final de la temporada. El incipiente crepúsculo se llenaba de voces estridentes: ¡Cuidado! (Aplausos) ¡Vamos! ¡Vamos! ¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡Ánimo! ¡Ánimo, muchachos! ¡Cuidado… mucho cuidado! (Más aplausos ejecutados con cierto ritmo) ¡Ra, ra, ra, los Tigres vencerán! ¡Los Tigres! ¡Los Tigres! (Más aplausos) Ra, ra, ra! ¡Los Tigres vencerán! Corky dio unas cuantas vueltas, paseando frente al edificio y mirando la puerta para comprobar que nadie salía aún. El corazón de madera le quemaba la mano. Era estúpido. Haberlo tallado era estúpido, y esperar era más estúpido todavía.

Del gimnasio no salía nadie.

Las cinco y veinte.

A las cinco cuarenta y cinco minutos tiró lejos, con todas sus fuerzas, el corazón de madera. Eran cerca de las seis.

¡Cuidado! (Aplausos) ¡Vamos! ¡Vamos! ¡A por ellos! ¡A por ellos! ¡Ánimo! ¡Ánimo, muchachos! ¡Cuidado… mucho cuidado! (Más aplausos ejecutados con cierto ritmo) ¡Ra, ra, ra, los Tigres vencerán! ¡Los Tigres! ¡Los Tigres! (Más aplausos) ¡Ra, ra, ra! ¡Los Tigres vencerán! —Corky.

—¿Eres tú, Peg?

Corky se sobresaltó en la semioscuridad, sonriendo a la joven.

—Ha sido una suerte encontrarme contigo.

Comenzaron a alejarse del gimnasio.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Corky.

—Prácticas de ánimo a nuestros jugadores. Corky asintió con una inclinación de cabeza.

—Bien, creo… creo que me alegro de tener esta oportunidad.

—¿Oportunidad?

—Sí, mi familia… nos vamos. Han despedido a Mutt y ha conseguido un buen empleo en Chicago.

La chica movió la cabeza.

Corky juzgó que Peggy estaba enterada de lo ocurrido.

—Supongo que habrás oído hablar de lo sucedido.

—¿Sobre lo de Grossinger? Lo siento mucho, Corky.

—Bueno… Es un tipo a veces violento. Tenía que suceder un día u otro.

—Cree que lo lamento mucho.

—Bueno… Ya nos veremos, Peg.

La joven comenzó a alejarse de él. Corky la contempló en silencio. Entonces ella exclamó: — ¡Oh…!

Dio media vuelta y corrió a refugiarse entre, los brazos de Corky al mismo tiempo que decía: —Acabo de darme cuenta de una cosa terrible.

—¿De qué…?

La muchacha le miró a los ojos y musitó: —Que te echaré mucho de menos. Permanecieron abrazados estrechamente durante un buen rato.

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