Magic

Magic


Parte II. Preparación » Merlín

Página 14 de 33

MERLÍN

El gigante siguió cayendo en la escalera. Intentaba subir, pero se caía sobre los escalones con fuerza, se sentaba resoplando, y después se levantaba, apoyaba los pies en uno o dos escalones más y volvía a caer. En ningún momento perdía la paciencia y no parecía importarle el tiempo que podría tardar en llegar hasta la segunda planta. Era como si la única manera de conseguirlo fuese levantarse, caer, y volverse a levantar nuevamente.

Un poco atemorizado, Corky lo contemplaba desde las sombras de la segunda planta.

El gigante finalmente logró pisar el último escalón. Allí permaneció jadeante unos segundos. Luego introdujo una mano enorme en el bolsillo de la chaqueta y hurgó unos segundos. La mano salió del bolsillo vacía. Entonces probó con la otra mano en el bolsillo izquierdo. También la sacó vacía. Emitió un gruñido y con la mano izquierda se apoyó en la barandilla de la escalera intentando mantener el equilibrio. Con la mano derecha buscó en el bolsillo del pantalón y esbozando una extraña sonrisa, sacó una llave. Se acercó tambaleándose a la puerta más próxima para introducir la llave en la cerradura, pero falló varias veces seguidas. Algunas de estas veces llegaba cerca del agujero de la cerradura, pero nunca lo suficiente para lograr su propósito. La llave se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo donde rebotó un par de veces. El gigante se inclinó para recogerla. ¡Tremendo error! Cayó de nuevo al suelo y allí permaneció inmóvil, probablemente abandonando la lucha.

—No se preocupe, señor Merlín —dijo Corky saliendo rápidamente de entre las sombras.

Recogió la llave, abrió la puerta, ayudó a Merlín a ponerse de pie, lo condujo al interior del piso, encontró el interruptor de la luz y la encendió, y dejó al gigante en un sofá. Dio media vuelta y apagó la luz nuevamente.

El gigante despertó horas más tarde, envarado. Haciendo un poderoso esfuerzo se puso de pie, se acercó a la cocina, cogió un vaso y bebió un poco de agua. Luego volvió y se tendió otra vez con los ojos cerrados.

—¿Quiere que le haga un poco de café?

Se encendió la lámpara que había junto al sofá.

—¿Cómo has entrado? —preguntó el gigante mirando al muchacho.

—Fui yo quien lo trajo aquí.

—¡Oh…!

—¿Le agradaría un «Alka-Seltzer»? Puedo bajar y traer uno. Alguna farmacia estará abierta.

—¿Quién eres tú? ¿Un ángel caído del cielo?

—No, señor. Me llamo Corky Withers y quiero ser un gran mago como usted.

—Bien, un ángel estúpido —dijo Merlín—. Ésta es mi suerte.

Acto seguido apagó la luz y se durmió.

Cuando volvió a despertar ya había avanzado mucho la mañana y el desayuno estaba preparado. Café y tostadas. Merlín sorbió el negro líquido.

—Está bien. Vamos al grano… ¿Qué significa todo esto? —preguntó.

—Nada. Solamente lo que ya le he dicho. Quiero ser famoso… Quiero que la gente me aplauda y me recuerde siempre.

—¿Dónde has oído esas tonterías? —quiso saber Merlín.

—Usted lo escribió. Los mejores clásicos, primer volumen. Tengo todas las series, los cuatro cuadernos.

—Tenían que ser veinte. Ese marica de editor ha vuelto a engañarme —dijo Merlín moviendo la cabeza—. Ya no escribo para estudiantes privados. Generalmente lo único que se consigue es que los psiquiatras usen mis escritos como terapia.

—No me entiende usted, señor Merlín. Tengo que ser un gran mago. Ahora ya soy bastante bueno. Prácticamente mejor que cualquiera. Pero aún no soy grande. Por eso he venido a verle a usted.

—¿Haces magia… digamos que en primer plano?

—Sí, señor.

—Vamos a ver, haz algo.

Corky cogió una moneda de veinticinco centavos en su mano derecha, la golpeó con el pulgar, cerró las dos manos, las abrió y las mostró vacías.

—Una bobada —comentó Merlín.

—Cuando usted dice que es una bobada quiere decir que no es bueno, ¿verdad?

—Nunca he visto un «palmeo» peor. Eres un aficionado, muchacho. ¿Con qué has estudiado?

—Con libros, en su mayor parte.

—Veamos… Haz ahora una desaparición en caída.

Corky lo hizo.

Merlín lo miró.

—¿Otra bobada?

—Desde luego.

—Bueno… En realidad, mi especialidad son los naipes.

—A verlo, muchacho.

Corky se sacó de un bolsillo su mazo de naipes, y lo ofreció hacia Merlín.

—¿Quiere examinarlos?

—No. Adelante…

—Está bien. ¿Conoce el doble dos de Paul Le Paul?

—He dicho que adelante.

—Se trata de un mazo de naipes corriente. Barajaré…

Corky barajó como en el «golfo», seguido del «Hindú».

—Otra bobada.

—Aún no he hecho el truco.

—Y no lo harás delante de mí. Tengo un estómago muy débil.

—¿Tan malo soy?

—Lo siento, chico, pero sí lo eres.

Corky se guardó los naipes en el bolsillo de la cazadora.

—No recuerdo cómo te llamas —dijo Merlín.

—Corky Withers.

—Withers, mira a tu alrededor. Esta pocilga es mi casa. Los hermanos Collier serían felices aquí, pero yo no.

Corky lanzó una rápida ojeada a su alrededor. Era un apartamento pequeño, sala de estar, dormitorio, cocina diminuta y baño. Y abarrotado de cosas. Corky no había visto en su vida tantos aparatos de magia. Había estanterías llenas de libros, pilas de objetos, muñecas de ventosa, bolsas con huevos, sombreros de copa y cajas, muchas cajas con diferentes utensilios para trabajar en escena, cajas de doble fondo y pañuelos de seda de todos los colores y tamaños.

Corky pensó que todo aquello era terrible.

—La magia está en baja, Withers. Cuando mi ayudante murió el año pasado —dijo Merlín señalando una fotografía de una mujer gorda y sonriente—, teníamos que trabajar diez meses al año para poder vivir. Antes, solamente trabajábamos cuatro meses por temporada. Hubo un tiempo en el que yo no me movía de aquí en Los Ángeles y comía carne cuando se me antojaba. Lo que te digo, muchacho, es que te irá mucho mejor si te dedicas a la venta de juguetes, o de biberones, en fin, a cualquier cosa menos a esto.

Corky movió la cabeza negativamente.

—Te estoy hablando así porque eres un buen chico, porque eres amable y porque me has hecho café. Estoy aplastado, créeme. Yo, Hymie Merlín Júnior, soy tan bueno como el juego mismo. Y esto no es pedantería ni presunción. Llevo trabajando en el campo de la magia cuarenta y dos años. ¿Por qué he fracasado?

—Usted no ha fracasado.

—Puedo regalarte una montaña de talonarios a cero. ¿Sabes por qué he fracasado? A causa de lo que es la magia: entretenimiento. ¿Y por qué no puedo yo entretener o divertir al público? Soy simpático, tenía una buena ayudante, y lo que hago es de primera calidad. ¿Por qué no puedo hacerlo bien entonces?

—No lo sé.

—Echa una ojeada a mi rostro, Withers.

Corky miró a la enorme nariz, los grandes ojos, los cabellos revueltos y la boca mal formada, una de cuyas comisuras constantemente se inclinaba hacia abajo.

—Soy feo, Withers. Tengo morros de conejo o algo por el estilo, no doy bien ante las cámaras de TV, no gusto a los niños y, por consiguiente, vivo a cuenta de un mercado limitado. Y veamos, ¿cómo sabemos que si me imitas, si arrojas por la ventana los mejores años de tu vida, no llegarás a ser tan feo como yo y que incluso carecerás de lo único que a mí me queda que es la simpatía con la gente? ¿Eres simpático, Withers?

—No, señor.

—Entonces, adiós.

—He venido porque todo empezó por usted, pero hay otros muchos magos. Usted no puede detenerme.

—Estoy solamente intentando…

—¡Tengo que conseguirlo!

Merlín miró hacia otro lado y preguntó: —¿Estás loco, muchacho?

—Sí, señor…

—¿Qué edad tienes?

—Pronto cumpliré los diecinueve.

—¿Cuánto dinero tienes? Yo cuesto dinero.

—Tres mil dólares.

—¿De qué…?

—Mi padre ayudó a dirigir uno de esos clubs de salud que hay en San Diego durante los dos últimos años. Ese dinero es el de su póliza de seguro de vida.

—Tendríamos que empezar por arriba. Me refiero a olvidar todas esas tonterías que sabes.

—Soy un buen aprendiz.

—También creías que eras un mago formidable.

—Está bien, soy un mal aprendiz.

El gigante asintió con un movimiento de cabeza.

—Veo que ya empiezas a aprender.

La primera lección consistía en saber sostener los naipes en las manos. Era todo, pero Corky no podía creerlo. Sin embargo, aquéllas eran las instrucciones recibidas del maestro. Había que dormir con un mazo de naipes en cada mano, despertar de la misma manera, y cuando se cogía el autobús llevar también los naipes consigo e incluso en la cafetería. Colocarlos boca abajo mientras se comía, pero esto no era todo, pues en el cine había que tener los naipes en la mano acariciando los bordes con las yemas de los dedos, sintiéndolos, tocándolos una y otra vez. No ir a ningún sitio sin sentirlos, sin tener, no la impresión, sino más bien la seguridad de que formaban parte de uno mismo. Merlín contó el caso de Baker, un muchacho de Princeton, que era el mejor jugador de hockey de su equipo, cómo solía deslizarse por la cancha, en plena oscuridad, guiando con su stick al disco de caucho, porque si tenía que buscarlo con los ojos, si no lo sentía sin verlo, decía que era mejor olvidar aquel deporte.

Merlín vivía en lo que los profesionales de las inmobiliarias y los agentes de ventas de bienes inmuebles llamaban zona «interesante», entre Wilshire y Pico, cerca de Fairfax, pero en realidad el lugar se estaba convirtiendo poco a poco en un barrio bajo, aunque todavía había por allí bastantes judíos viejos, negros ambiciosos, músicos y artistas para hacer que el barrio fuese tolerable. Corky alquiló una habitación en el cruce de calles más cercano y compró un espejo pequeño, una esponja fina y un taburete. Se sentó y se puso a contemplarse las manos en el espejo sosteniendo los naipes, y cuando recibió las lecciones segunda y tercera tuvo que dedicarse a reforzar dos dedos, el anular y el meñique. Era preciso reforzar mucho uno de ellos para que tratara los naipes del fondo y el otro pudiera ejecutar un pase bien hecho. Merlín le dijo que la mayor parte de los magos empleaban el pulgar, aunque era demasiado fuerte, así como el índice y el del corazón. Pero el anular y el meñique eran un problema, especialmente si trabajaba la mano izquierda, y que, en consecuencia, era absolutamente necesario trabajar igualmente con ambas manos si se deseaba llegar a ser famoso. Así, Corky se sentaba frente a su pequeño espejo y realizaba «alzamientos» con el dedo meñique y «tendidos» con el anular, y luego repetía las mismas operaciones en sentido contrario hasta que los dedos comenzaban a sufrir calambres. Merlín decía que aquello era bueno. Los calambres significaban que se trabajaba en serio, pero había que lavarse las manos de vez en cuando y calentarlas para que los músculos olvidaran su rebelión.

Después, otra vez al espejo, sin descansar, había que trabajar al meñique, reforzar al anular, constantemente, horas y más horas, si se deseaba llegar a ser grande.

Merlín era grande. Corky pudo comprobarlo en la segunda semana de su aprendizaje, cuando el gigante lo llevó a un local del Valle donde Merlín ejecutó algunos de sus trucos, una o dos desapariciones y algunos cambios fantásticos con pañuelos de seda, pero el público se divertía más cuando Merlín hablaba al mismo tiempo. Merlín decía unos chistes terribles, refiriéndose siempre a Cary Grant —sus chistes se basaban generalmente en su belleza física diciendo que a veces le confundían con aquel actor— y le valían muchos aplausos antes de que el público volviera a prestar atención a las bebidas que tenían en las mesas. Entonces Merlín recogía sus cincuenta dólares de paga y llevaba a Corky a su habitación preguntándole por el camino qué opinaba sobre aquel chiste de Cary Grant, y Corky respondía que era muy bueno. Merlín decía entonces que siempre era preciso tener algo a mano con que cubrir una equivocación.

—Cuando dije ese chiste, acababa de cometer una equivocación, pero el público no se dio cuenta. Por esta razón siempre has de tener a mano algo que distraiga a la gente en un momento de apuro. Leipzig cometía errores, y yo también los cometo. Recuerda aquella historia del lanzamiento del cuchillo, ¿no la recuerdas?

Merlín decía entonces que había un actor que tenía que lanzar un cuchillo a una pared. Si el cuchillo se clavaba decía: «Soy el mejor de la ciudad», pero si no se clavaba decía «solía ser el mejor de la ciudad».

—Recuerda esto siempre.

Corky aseguraba que siempre lo recordaría. Cuando llegaban a la habitación Merlín le decía que durmiera mucho y que el día siguiente empezarían con la palma de la mano.

Hay palmas para monedas y palmas para naipes. Para monedas había que conocer lo clásico. El borde y el pulgar eran elementos cruciales, pero tampoco se podían ignorar la palma al revés y el pulgar unido a la palma. Para los naipes no se podía ir a ninguna parte sin la palma en diagonal y la palma de giro, la llamada cima, el lanzamiento rápido, el cruce y el fondo.

Cuando se operaba con monedas había que hacerlo todo con mucha rapidez para alcanzar la desaparición. Los naipes pertenecían a otro mundo diferente de estratagemas: alzamientos y barajeo, deslizamientos y, por supuesto, los pases.

Corky al cabo de un año era bueno, bueno, pero nadie necesitaba decirle que todavía no era grande, y todo su dinero había desaparecido. Sin embargo, este detalle no era tan trágico como podía haberlo sido, puesto que Merlín sufrió un pequeño ataque cardíaco en el décimo mes de sus enseñanzas, y Corky se fue a vivir en su compañía. Al principio se pensó que lo haría temporalmente, atendiéndolo, durmiendo en el sofá, hablando de magia, trabajando en magia, leyendo y releyendo los libros de las estanterías, y cuando Merlín se sintió mejor y más activo dijo que le agradaba la compañía, que siempre le había gustado, y que la prueba estaba en que se había casado con su ayudante cuando él aún no había cumplido los veinte años. Y así fue como Corky se quedó con él. Conducía la furgoneta del viejo cuando iba a trabajar, le servía de ayudante en las funciones y cuando llegaba la temporada buena, la de recorrer la costa, Corky hacía de chófer, abría bien los ojos para aprender cada día más, empaquetaba los bártulos del trabajo, y cuando aún no había cumplido los veinte años, ya era asombrosamente listo en la conquista de chicas en los bares. Al principio pensó que todo lo que sucedía era debido a una racha de buena suerte, pero no tardó mucho en darse cuenta de que todo aquello tenía que ver con sus maneras agradables. Esto era lo que decían todos, que él era muy simpático.

Esperaba que los demás estuvieran en lo cierto, y pensaba en que quizás exageraban. Y rezaba fervorosamente para que nunca cambiasen de idea.

Él y Merlín viajaron por todo el Oeste, Nevada, Colorado, deteniéndose en todos aquellos puntos donde había locales de diversión para poder trabajar: «Freemasons», «Lion's Clubs», «Knights of Columbus», etcétera. Estuvieron en cócteles en Seattle, y trabajaron asimismo en funciones benéficas en Ashland y en Oregón, en clubs femeninos y en congresos de vendedores. Entre un trabajo y otro, Corky se sentaba ante su espejo y trabajaba, mejorando sus fuerzas, calculando sus movimientos al milímetro y tratando de introducir movimientos propios. Comenzaba a ejecutar cosas suyas, no mejores pero sí diferentes a las de antes, cosas que jamás habían existido y que florecían en su particular inventiva con suma facilidad.

Iniciada esta etapa, Merlín habló del «Stardust».

—¿Qué es eso? —interrogó Corky.

Se hallaban sentados en la furgoneta, de camino hacia su casa, después de una atareada temporada en Santa Mónica. Merlín iba envejeciendo rápidamente. Los chistes sobre Cary Grant ya no hacían gracia.

—Un club.

—¿Y…?

—Es un club nocturno corriente, quizás un tanto sofisticado, pero especial para ti.

—No creo que me guste…

—Estás mejorando mucho, Corky.

—¿Pero…?

—No. Eres muy bueno y ya va siendo hora de que camines solo.

—Sabía que no iba a gustarme.

—Nunca has trabajado solo.

—No estoy preparado.

—Algún día tendrás que dar la cara. No me refiero a ayudarme a mí. Quiero decir salir sólo a escena. Tú contra todos y ganar el combate. Ya es hora.

—No. Todavía no.

—¿Cuántos años tienes?

—Eso no tiene importancia ahora. No estoy preparado.

—¡Maldita sea! Tienes casi veintiséis años y ya estás bien preparado. Este lugar… —dijo Merlín refiriéndose al «Stardust»— es perfecto para ti. Los lunes cualquiera puede actuar ahí. No hay presiones de ninguna clase. Se firma temprano y las dos primeras docenas de artistas pueden actuar libremente. Cantan, cuentan chistes, hacen música mejor o peor… Apenas actúan magos. Serás, por lo tanto, bien recibido, y al mismo tiempo serás una novedad. Estoy seguro de que te aceptarán.

Corky movió la cabeza dubitativamente.

—Lo cierto es que no me estás haciendo mucho caso, muchacho.

—Estoy aprendiendo.

—Ya has aprendido.

—Vámonos a casa.

Merlín puso el coche en marcha.

—¿Qué es lo que temes?

—No temo nada. Simplemente sucede que aún no soy un gran mago.

—¿Recuerdas lo que te dije el primer día?

—¿Te refieres a… si yo estaba loco?

Merlín hizo un gesto afirmativo.

—No me hagas pensar que yo tenía razón.

En las siguientes semanas el trabajo de Merlín sufrió otro bajón y el viejo gigante ascendió a Corky desde el diez al veinticinco por ciento como socio. Corky no actuaba todavía, pero todo lo demás era de su responsabilidad. Colocar los utensilios para los trucos en los lugares adecuados del traje del mago. Merlín ya no podía ejecutar trucos de «primer plano» aun cuando le quedaba el recurso de trabajar con dispositivos ocultos y realizar imitaciones. Corky llevaba la contabilidad, conducía el coche y montaba los números en toda su extensión y todos sus detalles. Merlín empezó a vivir en el pasado. Hablaba constantemente de cuando había trabajado con Cardini cobrando lo mismo que él, de cómo en cierta ocasión había dejado asombrado al propio Thurston con un truco personal y de cómo durante la última semana de vida de su esposa se había pasado todo el tiempo junto a ella en el hospital para poder captar sus pensamientos.

Corky no sabía lo que había de cierto en todo ello, pero en principio lo creía todo.

Finalmente, y para que el anciano no se enfadara, fueron al «Stardust» un lunes. Se sentaron en un rincón de la sala y desde allí presenciaron los diferentes húmeros que duraron tres horas. El propietario del local, M. C., presentaba a los artistas explicando que ninguno de ellos había actuado en público.

—¡Y si tenemos un poco de suerte, no lo harán más! —gritó una voz de entre el público.

M. C. hizo callar al hombre gritándole: —Creí que te habían internado la semana pasada por retrasado mental.

Hubo algunas carcajadas y muchos aplausos. Entonces se inició la exhibición de noveles. M. C. leía cada nombre, escrito en una tarjeta, y lo que el propio artista había reflejado en ella a guisa de introducción. Entonces M. C. se acercaba a una mesa situada en un rincón, cogía un gran reloj de arena y le daba la vuelta. Cuando el reloj tocaba la superficie de la mesa, M. C. decía: —Ya puedes empezar.

El primer novel saltaba al escenario, saludaba con una leve inclinación de cabeza, daba media vuelta para asegurarse de que funcionaba la cinta grabadora que había detrás de él, se enfrentaba de nuevo al público y decía: —No quiero decir que mi mujer sea una pésima cocinera o algo por el estilo, pero anoche me despertó y dijo: «Herbie, Herbie, creo que hay ladrones en la cocina y sospecho que se están comiendo el asado que hice esta noche», y yo le contesté: «Duérmete otra vez, querida. ¿Qué nos importa eso… con tal de que no mueran en la casa?»

Era el mejor cómico de todos. A continuación actuó un graduado de UCLA, un poco borracho, que se detuvo, como congelado, cuando imitaba a Ronald Reagan. Después se presentaron por este orden un joven que cantó ¿Qué clase de estúpido soy?, dos individuos de mediana edad que tocaban armónicas a dúo, un cómico negro que decía constantemente «puta madre», tres muchachitas de color que trataron de imitar a las Supremes, un pianista-compositor-cómico que cantó una balada suya titulada Charles Manson era un buen bailarín y un numeroso conjunto de artistas que pretendían ser Bob Dylan, Woody Allen y Lenny Bruce.

Cuando todo terminó, Merlín únicamente dijo: —¡No me dirás ahora que no estás preparado!

Corky no hizo ningún comentario.

Pero desde entonces se puso a trabajar más intensamente. Silenciosamente se sentaba en su cuarto horas y horas estudiando sus manos en el espejo, realizando súbitas apariciones de ases, colocando naipes en el medio del mazo para hacerlos aparecer repentinamente en el fondo y en seguida otra vez en el medio de los demás naipes, una vez más en el fondo y finalmente en la parte superior del mazo. Trabajó mucho pasando naipes del fondo hasta la parte superior hasta ejecutar el movimiento con toda perfección. Merlín al contemplarlo una vez —y nadie sabe lo difícil que es ensayar cuando otro mago lo contempla a uno— dijo: —Eres el mejor de todos.

Corky inició la mejora de sus movimientos floreados, enviando todos los naipes desde una mano a otra a cierta distancia en sentido horizontal, luego vertical hasta que los naipes casi alcanzaban el suelo.

Ejecutó centenares de veces con una sola mano el corte, el doble corte, el falso corte y el triple alzamiento que resultaba extraordinariamente difícil, ya que en este último movimiento se simula alzar una carta, la superior del mazo cuando en realidad alza tres sosteniéndolas en el aire como si fuese una sola. Después realizó el alzamiento cuádruple, cuatro cartas en el aire simulando un movimiento aún más difícil ya que los cuatro naipes hacían bulto, y es casi imposible manejarlos como uno solo a menos que las manos sean extraordinariamente suaves.

Así eran las manos de Corky, incluso en los días malos.

Mejoraron los días de Merlín, recuperó parcialmente las fuerzas y los dos realizaron otro viaje por la costa, hasta Portland y regreso, deteniéndose como siempre en todos los clubs y locales de diversión que dispusieran de un buen presupuesto. Cuando volvieron a la casa de Merlín ya se había iniciado la temporada de vacaciones para todo el mundo, la época de fiestas, y el viejo reanudó sus actuaciones de tipo privado, mezclándose algunas veces con los invitados, pero situándose normalmente en el fondo de una u otra estancia, contando sus chistes de Cary Grant, llevando a cabo sus trucos de rutina, como el que había asombrado en otros tiempos al famoso Thurston y que, aparte de ser su truco favorito, consistía en pedir un sombrero al público… y después de demostrar que estaba vacío empezaba a sacar monedas. Milagrosamente llovían seis, ocho, docena y media de dólares, y Merlín ejecutaba su truco con maravillosa perfección valiéndose de las monedas de medio dólar prendidas en el interior de su traje donde Corky las colocaba de cuatro en cuatro, de modo que Merlín pudiera atraer la atención del público hacia el sombrero que trazaba extraños círculos en el aire mientras que una de sus gigantescas manos se movía velozmente hacia el lugar familiar, extraía otras cuatro monedas y así continuaba haciéndolo hasta que, si lo hacía bien, el público aplaudía entusiasmado. Merlín seguía agitando el sombrero en el aire, desorientando al público y a la vez seguía llevando la mano derecha hacia el punto donde se hallaban sujetas las monedas, o al menos donde se suponía que debían estar. La mano se detenía repentinamente y dejaba de trabajar, intentaba hacerlo nuevamente, pero nada, sin resultado, y entonces Corky corría desde su rincón en la estancia antes de que el anciano cayera al suelo a consecuencia del fallo de su pierna derecha. Entonces Merlín decía jocosamente: «Me estoy haciendo viejo, caballeros» y al mismo tiempo hacía un esfuerzo poderoso para seguir manteniéndose en pie.

Merlín terminó su temporada el jueves siguiente, cuando dejó de existir.

—Dispone usted del apartamento hasta últimos de mes —dijo la propietaria a Corky.

Se hallaban delante del apartamento de Merlín el mismo día del entierro. La propietaria añadió: —Si quiere usted seguir disfrutándolo no tengo ningún inconveniente… si paga.

—No tengo dinero.

—Entonces hasta fin de mes —repitió la mujer subiendo hacia su propia vivienda en la misma casa.

Corky la contempló en silencio. Diez días no era mucho tiempo.

Excepto el hecho de que uno de ellos era lunes.

Aquella misma noche se acercó hasta el «Stardust» y preguntó por el propietario. Al cabo de unos minutos salió un individuo. Corky le reconoció de cuando habían estado allí, hacía un año, aunque el hombre mostraba ya una barba un tanto gris.

—Vengo para tratar sobre la noche de los aficionados —dijo Corky.

—Eso es el lunes.

—Lo sé. Pero me gustaría apuntar mi nombre ahora mismo. Me llamo Corky Withers.

—No funcionamos de esta manera. Preséntese el lunes a mediodía, después de las cuatro. Llamamos entonces a las dos primeras docenas de artistas. Todos ellos americanos, ¿comprende?

—¿A qué hora debo estar aquí para conseguir que mi nombre figure en esa lista?

El propietario del «Stardust» se encogió de hombros y respondió: —Depende…

—Bueno… Quiero decir si es mejor salir a escena al principio, en el medio o al final.

—Eso depende.

—¿Hay aquí siempre gente… que le pueda ver a uno? Bien… quiero decir si puede haber entre el público algún agente o manager o algo por el estilo.

Antes de que el propietario se encogiera de hombros o dijese algo, Corky dijo: —Depende, ¿verdad?

El propietario lo miró fijamente y comentó: —No tratará usted de poner nervioso al público…

—¡Oh, yo jamás haría eso!

—¿Sí…? Pues la verdad es que me está usted poniendo nervioso a mí.

—El lunes —dijo Corky.

El propietario estaba a punto de alejarse cuando Corky contempló el local en el que no había mucha gente, y dijo: —Por favor, un último detalle. Si alguien, es un decir, viene aquí un lunes y por ejemplo actúa magníficamente, ¿lo contrataría usted para trabajar aquí regularmente?

—Podría suceder… por una vez —respondió el propietario.

Corky volvió corriendo a sus naipes. Cinco minutos de actuación no era mucho tiempo, de modo que era preciso programarlos correctamente. Comenzar por lo fácil y terminar por lo difícil, dejando siempre algo en reserva. Si deseaban una repetición se hacía necesario disponer de algo grande…

¿Una repetición?

«Procura hacer bien lo que tengas que hacer. Hazlo bien para que nunca te olviden y así siempre te llevarán en sus corazones.

»Hazlo bien.

»Hazlo bien».

Corky dedicó dieciséis horas a ensayar, durante todo el miércoles, antes de rendirse de cansancio, paseó un poco alrededor del bloque de edificios, durmió la siesta, hizo café, y volvió a sus ensayos. Ocho horas más era suficiente. No quería vaciar el depósito de la gasolina antes de que comenzara la carrera. Una vez más durmió un rato, y el viernes otras ocho horas, cuatro de descanso, y luego otras ocho de ensayo. El sábado lo dedicó por entero a mirarse en el espejo, vigilando sus manos, observando con sumo cuidado el menor fallo que pudiera detectar el público.

«Hazlo bien.

»Hazlo bien».

El domingo comenzó a cansarse.

«No abandones la lucha cuando llevas ventaja».

Ya tenía bien ensayada su rutina y en aquellos instantes todo dependía del tiempo que durasen los aplausos, si conseguía aplausos. Pensar en los aplausos quizá le servía de menos ayuda que pensar o preocuparse por las posibles repeticiones, pues calculaba que podrían durar unos segundos. No se podía alargar el espectáculo más allá de los cinco minutos. Si solamente duraba cuatro tampoco se perjudicaba a nadie. Bien, no era necesario darse prisa. Era preciso dejar al público riendo. No se podía lograr menos.

Llegó al «Stardust» a las once de la mañana del lunes.

El local no abría hasta las cuatro. Corky se rió en tono alto. Buena señal. No había sentido pánico ni se había regañado a sí mismo. Iba a volver a su espejo, pero pensó en que ya estaba bien de ensayos. Había ensayado durante ochenta horas aquella semana y era mejor que la mente descansara un poco.

En el barrio daban dos películas de James Bond, y esto le pareció perfecto. Comprobó la hora al entrar en el cine y entendió que si se quedaba allí para ver las dos películas entonces el tiempo sería escaso. Vio la primera y parte de la segunda y a las cuatro menos cuarto volvió al «Stardust».

Treinta personas formando cola.

¡Por favor, no!

Contó de nuevo —treinta— las que esperaban. Unas cuantas charlaban, pues se conocían, apoyo de tipo moral, y había un grupo de cuatro que no parecían pertenecer a la cola en cuestión, la cosa iba a ser divertida, al parecer, muy divertida, y él había trabajado duramente para que no le patearan en aquellos cinco minutos.

Le dieron el número doce. El barbudo propietario le recordó: —No sé si es una buena posición o no.

—Depende, supongo yo —respondió Corky.

Hubo un silencio y Corky interrogó: —¿Qué hay que hacer ahora?

—Rellenar la tarjeta. Nombre, y dirección si usted quiere, agente si es que tiene alguno y cómo quiere que yo le presente. Subraye todo eso. Luego todo queda en sus manos.

Corky asintió con la cabeza, escribió sobre la tarjeta y luego la entregó al propietario. Éste le dio un número. El 12 en plástico de color rojo.

—Yo lo llamaré por su número y usted saldrá a escena. Esté aquí a las ocho y media. El espectáculo se inicia a las nueve.

Corky volvió al piso de Merlín. No le vendría mal dormir un poco, pero podía ser peligroso. Si se dormía profundamente se derrotaría a sí mismo de una manera realmente estúpida.

Finalmente permaneció sentado durante dos horas. Luego se aseó un poco y cambió de ropa. Hacía tiempo que tenía pensado no usar en escena nada que fuera llamativo. Por supuesto no poseía nada que pudiera ser llamativo y así la decisión era más fácil. Pantalón gris, camisa blanca y un jersey. Sencillo.

Nada de cosas chillonas ni llamativas. Un mazo de naipes en cada bolsillo y adelante.

No empezó a sentirse incómodamente nervioso hasta que llegó al «Stardust». Se presentó allí a las ocho y media en punto, pero con objeto de lograr esta puntualidad había necesitado darse un paseo por el barrio. Aun así no era el primero. Los artistas noveles se hallaban formando grupos en la zona del bar. El propietario del local esperaba allí, junto a una mesa, en la misma entrada del club, acompañando a los clientes hasta sus mesas. El local se llenaría con seguridad, según una de las muchachas que iba a actuar.

Lleno o no, Corky se dijo que aquello no importaba. No importaba en absoluto en aquellos instantes.

«Hazlo bien.

»Hazlo bien».

—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó una joven a un muchacho de cabellos rizados.

—Pura nostalgia. Imito a Mort Sahl —fue la respuesta.

«Me pregunto si este muchacho será bueno —pensó Corky—. Si lo es, también me pregunto si actuará antes que yo. Y si es bueno y actúa antes que yo, ¿será eso bueno?»

No importa maldita la cosa. Lo que importa eres . Así es. Todo depende de ti. Nada de excusas. Has ensayado hasta el agotamiento y ya conoces bien todos los movimientos.

—La espera me pone nervioso…

El espectáculo comenzó pronto, detalle que era una verdadera sorpresa. El primer aficionado no compareció. Pánico. Tampoco se presentó el tercero. Pánico igualmente, sin duda alguna. El segundo cantó Época de Acuario, y el cuarto imitó el canto de algunos pájaros.

Corky hubiera querido que aquellos artistas actuaran antes que él.

—Cuando todo esto acabe —se dijo—, voy a contratar a ese pájaro humano y lo haré actuar antes que yo por todo, el país.

La muchacha de color que hacía el número cinco era realmente graciosa.

También lo era el tipo blanco que hacía el número seis.

La séptima persona llevaba consigo a escena una caja grande y durante un minuto de espantoso terror Corky supuso que se trataba de otro mago, pero los nervios lo estaban traicionando. Pura imaginación. El individuo en cuestión era cantante y aquella caja contenía un equipo de grabación.

Número ocho, y a continuación el nueve. Las actuaciones empezaban a cansarle.

El número diez no se presentó.

Ni el número once.

—Saluden a Corky Withers —leyó en alta voz M. C.

Corky atravesó el local dirigiéndose al escenario. Todo lo que llegaba hasta sus oídos eran las voces de las parejas que pedían bebidas a los camareros, pero quizá también esto era pura imaginación suya. Creyó oír a un tipo corpulento pedir un «scotch on the rocks» pero no estaba muy seguro. Subió al escenario. Le rodeaba gente por todas partes, muy cercana a él.

Parpadeó ante las luces. Nunca se le había ocurrido pensar en las luces. Sabía que estaban allí, pero no que eran tan brillantes. Lo mismo le estaba ocurriendo con el calor. Pensó en que el público juzgaría su sudor como consecuencia de los nervios, pero él estaba seguro de que no era por esto.

«Me encuentro perfectamente bien. Fui un estúpido al ponerme este jersey».

—Naipes corrientes —comenzó diciendo—. ¿Los ven?

Tomó un mazo, lo extendió formando abanico y se lo entregó a una bonita muchacha que estaba, en compañía de un grupo de otras personas, en una mesa lateral.

La muchacha enseñó los naipes a un joven que parecía ser su novio.

Alguien tosió en la sala.

Corky recuperó los naipes y los barajó rápidamente.

—Ahora me gustaría que eligiese usted una carta —dijo a la joven.

Empleó la Animación Annemann y la realizó perfectamente, de modo que cuando la muchacha cogió el rey de espadas no tenía la menor idea de que él la había obligado a ello.

—Y usted, señor —añadió dirigiéndose al supuesto novio.

Con el muchacho usó la Animación Can den Bark, de manera que si había alguien cerca, muy cerca, no pudieran descubrirle si repetía el truco anterior. El joven eligió la reina de corazones. Era sorprendente la forma como al coger los naipes, las mujeres elegían reyes y los hombres mujeres. Pero así ocurría siempre.

Había silencio en la sala.

—Por favor, muestren a la sala sus cartas —rogó Corky a la joven.

Ella lo hizo así.

—No la veo —gritó alguien.

—Hay demasiada oscuridad —chilló otra voz más lejana.

—Una es el rey de espadas —dijo Corky— y la otra la reina de corazones.

—Efectivamente —dijo la joven—. Ha acertado.

—También ha acertado la mía —exclamó el supuesto novio.

Corky bajó del escenario y se acercó a las dos mesas siguientes. Allí dejó los dos mazos de naipes, uno en cada mesa y pidió: —Por favor, corten en dos montones. Luego sosténganlas en alto.

Cuando los cuatro montones de naipes estuvieron a la vista de todo el público, Corky se preguntó si habría cometido alguna equivocación. El cálculo era uno de sus fuertes, pero si fallaba aunque sólo fuese un poco, el público le silbaría, y, en cambio, si acertaba, él se metería al público en el bolsillo. Respiró hondo, se concentró y luego señaló por turno los cuatro montones de cartas.

—Diecisiete. Treinta y cinco. Veinte. Y treinta y dos. Por favor, ¿quieren ustedes contar los naipes de cada montón y decirme cuántos tienen? Gracias.

Corky permaneció inmóvil.

—Cinco, seis, siete… —dijo una de las mujeres a media voz.

—Cállate… Ya no me acuerdo por dónde iba —protestó su acompañante.

Corky estaba sudando. ¿Por qué contarían tan despacio?

Silencio.

—Bien —dijo el que terminó de contar antes—. Aquí hay veinte.

—Aquí hay treinta y dos.

—Aquí hay treinta y cinco.

—Aquí diecisiete.

Corky se hizo cargo de los naipes y esperó algún aplauso.

Persistía el silencio.

Se enjugó el sudor de la frente con la manga del jersey.

El público no reaccionaba.

Una muchacha pidió al camarero un refresco. El camarero hizo un gesto afirmativo y se alejó silenciosamente hacia el bar.

—Para mi nuevo truco… —dijo Corky con voz un tanto temblorosa.

«Hazlo bien.

»Hazlo bien.

»¡Lo estoy haciendo bien! ¿Por qué no lo reconocen?»

El propietario musitó: —Ha pasado la mitad de su tiempo.

¿La mitad del tiempo? Corky se enjugó el sudor otra vez. Mala perspectiva. No había duda que hasta entonces no se veía el triunfo, pero esto era culpa suya, y ganarse a la gente también era cosa suya y la mejor forma de hacerlo era prescindir del orden. Había programado el tiempo mal. Los cálculos estaban mal hechos, mal ideados. La gente había empleado demasiado tiempo en contar los naipes, pero aunque era una equivocación, la cosa no era irremediable. En seguida debía sacarse de la manga su bomba número uno, la que podría ser su primera repetición, la bomba con la que podía morir o vivir definitivamente.

—Los ases misteriosos —dijo Corky.

Era una de las estratagemas más difíciles en el campo de la magia, pues implicaba coger cinco naipes a la vez. Nunca lo había hecho en público, ni siquiera ante Merlín, pero sí varias veces delante del espejo. Durante el rápido alzamiento era preciso coger cinco naipes, los de la parte superior del mazo, de modo que sólo pareciese uno. Los dedos tenían que ser tan diestros que simularían tomar únicamente el naipe superior, pero arrastrando consigo cuatro más. Si resbalaba alguno, si las manos estaban húmedas o temblaban, o los dedos no ejecutaban el movimiento con toda perfección, el truco se vería con toda claridad.

Se acercó de nuevo a la muchacha a la que había requerido primero y le entregó un mazo de cartas.

—¿Sería usted tan amable de retirar los cuatro ases, por favor?

La operación llevó un poco más de tiempo.

Silencio. En el ambiente se mascaba el suspense. No estaba nada mal. Al menos había interés. Era necesario hacer creer al público que uno sufría dificultades con los ases. Así que, en consecuencia, tenía que distraer la atención de los espectadores, desorientarlos para que no contemplasen el movimiento con tanta atención.

—Y ahora, ¿qué?

—Colóquelos en la parte superior del mazo.

Así lo hizo la joven.

—Está bien, muy bien. Los cuatro ases están en la parte superior del mazo, unos junto a otros, ¿no es así?

—Sí, señor.

—Ahora tome una carta de abajo y cúbralos con ella.

La muchacha hizo lo que Corky le pedía.

Corky cogió el mazo y lo sostuvo en alto, ante el público. Nada de movimientos rápidos, ningún movimiento en absoluto, sólo mantener el mazo de aquella manera.

—Está bien. En este juego…

Se detuvo, como si le fallase la voz, esta vez intencionadamente. Intentó sonreír.

—Lo he hecho mal… No, no se deben cubrir los ases todavía. Ése es un juego diferente…

Tomó el naipe superior… con un alzamiento de cinco más…

¡Y lo hizo bien! Tenía cinco cartas en una mano y las alzó un segundo moviendo las manos tan graciosamente como si se tratara de un solo naipe, y después hizo un cambio de manos con toda naturalidad. Al hacer esto palmeó los ases perfectamente y trasladó el naipe superior al centro del mazo. Luego devolvió los naipes a la joven diciéndole: —Está bien, ¿qué tenemos ahora? Cuatro ases unos junto a otros en la parte superior, ¿no?

—Así es.

—Muy bien. Lo que deseo hacer es que surjan los ases.

—¿He de hacerlo yo? —preguntó la muchacha.

—¿Por qué no? Diga: «Ases… surgid…»

—Ases, surgid…

No sucedió nada.

—¡Vaya! —exclamó Corky—. Parece que la cosa no funciona.

En aquel momento el sudor cubría su rostro. Sentía la camisa pegada al cuerpo.

Un individuo pidió un coñac con hielo.

Corky se detuvo hasta que se fue el camarero. Tenía a todos los espectadores prendidos y no deseaba dejarlos. Porque todo el público sabía que los cuatro ases estaban en la parte superior del mazo, en las manos de la muchacha, mientras que durante todo aquel tiempo los ases de la baraja se hallaban ocultos en la palma de su mano.

—Bueno, se me hace difícil imaginar por qué no ha salido bien esto —dijo Corky sudando copiosamente—, a menos que a los ases no les guste el frío que hace aquí. ¡Brrrrr!

Al mismo tiempo que fingía temblar de frío, comenzó a frotarse las manos como si tratara de calentarlas. Los ases estaban entre sus manos.

—¡Qué frío! —exclamó Corky nuevamente frotándose las manos con mucha más fuerza a la vez que movía el pulgar con suma rapidez—. ¡Qué barbaridad, qué frío hace!

Y los ases comenzaron a surgir.

—¡Oh… aquí salen por fin! —exclamó Corky—. Miren, miren cómo aparecen…

Continuó frotándose las manos quejándose de frío cuando en realidad estaba sudando copiosamente.

—Dos ases. Tres ases. Los cuatro ases…

Corky miró al público.

El público lo miró a él.

Dos muchachas preguntaron dónde estaba el servicio de las señoras. Un camarero se lo señaló.

Corky permaneció inmóvil. Tenían que aplaudir.

Aquél era su número bomba. No había cinco magos en todo el mundo que hicieran lo que él acababa de hacer. ¿Por qué no le aplaudían?

—Para mi próximo número… —comenzó a decir Corky.

Se detuvo. Y luego, de repente, estalló: —¡Dios mío! —exclamó dirigiéndose a toda la sala—. ¿Saben lo duro que ha sido aprender esto? Mil horas de mi vida, eso es lo que acaban de contemplar.

El propietario del local estaba a su lado.

—Se acabó el tiempo —dijo—. Gracias.

—Lo he hecho bien —gritó Corky.

—¡Magnífico! —aseguró el propietario asintiendo con una inclinación de cabeza.

Corky inició la retirada.

—¿Y sus naipes? —preguntó la muchacha.

Ir a la siguiente página

Report Page