Magic

Magic


Parte III. El trabajo está hecho » Capítulo 5

Página 21 de 33

5

Ocurrió que Peg en aquel preciso instante estaba consultando su reloj, y así supo que precisamente a las 3,35 de la tarde siguiente fue cuando Corky comenzó a comportarse demencialmente, por no hallar otra palabra mejor que ésta.

«Comenzó» tampoco es exacto. Su comportamiento ya había sido un tanto errático mucho antes, pero ella prefirió no darle importancia.

Craso error.

Pero el día había empezado muy bien. El primer contacto había llegado a media mañana cuando había sonado una llamada en la puerta principal. Peggy había preguntado: «¿Quién es?», sabiendo durante todo el tiempo que se trataba de Corky. Pero no hubo respuesta. Una vez más había preguntado: «¿Quién?», y otra vez silencio.

Entonces se puso un poco nerviosa. Había en la puerta un diminuto agujero, dispositivo protector a través del cual se podía ver quién había fuera sin tener que abrir la puerta. Atisbo por el pequeño agujero.

No había nadie. Nadie en absoluto.

Sin embargo, alguien estaba llamando de nuevo en la puerta.

Si hubiera sido medianoche, Peggy hubiera sentido pánico. La luz del día le prestaba valor, y así comentó: —No tiene gracia.

Y abrió la puerta.

Fats se hallaba sentado en uno de los escalones sosteniendo entre las manos un ramillete de hierbas recién arrancadas. Sus labios no se movieron, pero una voz llegó desde la esquina de la casa diciendo: —Son para ti, querida mía. Rosas.

Corky hizo su aparición.

—Insistió en dártelas… Cree que son rosas.

Corky, después de haber pronunciado sus últimas palabras, recogió a Fats.

—Son rosas, como hay Dios en el cielo.

—Gástale alguna broma —musitó Corky—. Por la mañana, antes de tomar café, siempre se muestra malhumorado. Muy quisquilloso.

—Gracias, muchachito —dijo Peggy cogiendo las hierbas de manos de Fats.

—Antes de mi café de la mañana —dijo Fats con inequívoco énfasis.

—Lo lamento. Algunas veces no caigo en lo que me dicen. ¿Quieres uno, aunque sea instantáneo?

—Hasta ahora no había pensado en ello —dijo Fats—. Pero, ¿por qué no? ¿Por qué no?

Siguieron a la muchacha al interior de la casa.

—¿Sabes una cosa? —preguntó Fats—. Si plantas esas rosas cuidadosamente se convertirán en robles…

—Tonterías. Estás pensando en bellotas —dijo Corky.

Fats movió la cabeza dubitativamente y comentó: —La vida no es tan simple en el campo.

Tú eres simple en el campo —comentó Corky.

—Buen chiste con ese juego de palabras. Quiere decir que las maravillas se acaban.

Entraron en la cocina y Peg se las compuso para hervir el agua sin quemarse ni una sola vez.

Todas las señales de un buen día.

Charlaron mucho tomando el café, en su mayor parte ella y Corky, aunque de vez en cuando Fats mediaba en la conversación con alguna disparatada observación de las suyas. Pero Corky estaba mostrándose muy agudo, con una labia perfecta, y no necesitaba para nada la ayuda de Fats.

Se separaron cuando el café de la cafetera fue enfriándose. Corky llevó a Fats al bungalow, pero no antes de que Peggy le invitara a almorzar. Corky no se negó.

Pero aquella invitación significaba realizar un viaje a Normandy. Peggy compró carne para el almuerzo, la rechazó y en su lugar eligió carne asada en frío. Pero también la rechazó y finalmente prefirió arriesgarse con una ensalada de fiambres. Por si Corky deseaba comer mejor, no estaría mal comprar un par de chuletas, guisantes congelados y patatas fritas como guarnición. Luego se detuvo en Baskin-Robbins con objeto de servir pasteles y tarta como postre de moda y siempre en el caso de que a Corky le agradara y contando, naturalmente, con que fuera a comer.

Una vez adquiridas las vituallas para el almuerzo y la cena, Peggy retrocedió en su camino, trazando con el coche una U (ilegalmente con respecto a las normas de tráfico) y se dirigió al almacén de licores. Allí compró una botella de whisky escocés y tres de buen vino francés. Esta última compra le dio la idea de adquirir pan francés y así volvió al mercado y compró una barra que medía un metro de longitud, un despilfarro. Pero si Corky tenía apetito, aquel pan no estaría nada mal, suponiendo, como es lógico, que le agradara el pan francés.

Entre una cosa y otra invirtió bastante tiempo en las compras y no regresó a los bungalows hasta la una menos cuarto. Hasta la una y media no llamó a Corky. El almuerzo fue un éxito y lo mismo ocurrió con el vino. Antes de las tres de la tarde habían bebido una botella entera.

Poco antes de las tres fue cuando se inició la magia.

Fue ella quien la inició. Peggy ya no recordaba el tiempo que había pasado desde aquellos días en los que tanto le agradaban los trucos de magia. Preguntó a Corky si había llevado alguno.

—Yo no hago trucos.

—Pero eres mago…

—Sí, pero… no sé. Los trucos están siempre presentes cuando monto algún número, como por ejemplo un falso mazo de naipes o una caja con falsa cubierta. Significa llevar a cabo alguna especie de preparación secreta que se supone que nadie conoce. Yo no trabajo de esa manera.

—Entonces, ¿empleas lo que tienes a mano?

Corky afirmó con un movimiento de cabeza.

—En un club tengo que usar mi propio material, porque la gente no anda por ahí con mazos de naipes en los bolsillos.

—Entonces… monedas. Todo el mundo las tiene.

—Eso creo.

—¿Puedes hacer magia con monedas?

Corky hizo un gesto con la mano y replicó: —Yo no soy Leipzig.

La muchacha puso cara de asombro y él añadió: —Era un auténtico maestro con las monedas.

—No sabía que eso era una especialidad.

—Escucha, hay muchos cretinos por ahí… Unos individuos se pasan la vida haciendo eso solamente. O haciendo trucos con cigarrillos. Es preciso ser un poco siniestro para ser mago… Siniestro y a la vez misterioso.

Peg cogió su bolso y sacó la cartera.

—Está bien. Haz algo para mí —dijo.

Corky encendió un cigarrillo e inhaló la primera bocanada de humo con enorme placer. Luego dijo: —No sabía que tenía que actuar en pago del almuerzo. —Se acercó al diván de la sala de estar, se sentó, cogió un cenicero y lo puso en una pequeña mesita de café.

Peg se sentó a su lado.

—Aquí tienes una moneda de veinticinco centavos. Haz algo que sea bonito.

—¿Eso es todo? Gracias.

Peg lo contempló durante unos segundos. Corky dudó sosteniendo en la mano la moneda de veinticinco centavos. Peggy cogió uno de los cigarrillos de Corky y lo encendió, esperando.

—Estoy pensando en lo que sería mejor para empezar —dijo Corky.

Peggy permaneció inmóvil inhalando el humo del cigarrillo. Después del vino tenía un sabor extraordinariamente bueno. Algunas veces el tabaco sabía a hierbas secas, pero el que estaba fumando era tan bueno que valía la pena de exponerse al cáncer. Peggy inhaló una nueva bocanada de humo y luego miró a su alrededor porque Corky hacía unos segundos estaba fumando y en aquel instante ya no, el cenicero estaba vacío y la muchacha no deseaba que su mejor pieza de mobiliario se quemara dejando un cigarrillo sobre alguno de sus bordes.

—Está bien —dijo Corky—. Ya lo tengo. ¿Podrías darme una moneda?

—Acabo de darte una de veinticinco centavos.

—No, has dicho que me la darías, pero no me la has dado.

Peggy miró la mano derecha de Corky. No la había movido de donde estaba ni hecho nada con ella. Pero la moneda había desaparecido. Peg vio cómo Corky daba una chupada a su cigarrillo. Curioso, se dijo, está fumando otra vez.

—¿Ya has empezado a hacer cosas?

—No podré empezar a hacer nada hasta que tenga algo para hacerlas. Dame ese cuarto de dólar, ¿eh?

Peggy lo hizo así.

El cigarrillo de Corky desapareció una vez más. Peggy miró el cenicero.

—Si no tienes un cuarto de dólar, dame una moneda de diez centavos.

Peggy miró. La moneda de cuarto también había desaparecido. Y Corky seguía fumando.

—¡Oh, bastardo, ya has empezado otra vez!

—¿Cómo? —interrogó Corky con una expresión inocente.

Peg se echó a reír.

—Si tú me dieras una moneda y yo la lanzara hasta el techo de este cuarto y luego la hiciera caer en el borde de la mesita de café, sería cosa increíble, ¿no?

—¡Hazlo, hazlo!

—No sé cómo hacerlo —dijo Corky—. Te he dicho que no era un experto con monedas. Creo que estás sentada sobre los dos cuartos de dólar.

Peg se levantó. Las dos monedas estaban sobre un almohadón del sofá. La muchacha las recogió y se las entregó. Una vez más, Corky estaba fumando.

—¡Oh, eso es una maravilla!

—Si alguna vez me decido a hacer algo por el estilo es posible que llegue a serlo.

Corky dejó el cigarrillo en el cenicero, se inclinó hacia un lado y sacó un cuarto de dólar de una oreja de la muchacha. Luego encontró otra moneda sobre su cabeza. Reunió las dos monedas en una mano, cerró el puño, sopló sobre él y pidió a la muchacha que se pusiera otra vez de pie. Las monedas estaban nuevamente sobre el almohadón.

Entonces, Corky comenzó realmente a hacer magia. Peg no se movió de su asiento porque desde que era una niña le había gustado la magia, le había gustado que la engañaran porque sabía que más pronto o más tarde todo se aclaraba si se tenía suficiente paciencia para esperar. Al cabo de un rato, se levantó para ir a buscar más vino, abrió la segunda botella y llenó un vaso grande para cada uno de ellos. Luego depositó todo el cambio que tenía en el bolso sobre la mesa, monedas de diez y de veinticinco centavos. Corky las recogió con un ademán perezoso hablando del tiempo o de si intentaría realizar o no la estratagema de la Moneda Simpática; o quizás otro truco que se llamaba Ladrones y Ovejas que sería mucho más fácil. Cada vez que sugería algo, discutía consigo mismo sobre el tema ya que no estaba realmente seguro de todos los movimientos, y mientras hablaba las monedas parecían volar, apareciendo y desapareciendo, saltando de un lugar a otro como si lo hiciesen por su propia cuenta ya que Corky no parecía hacer nada para ayudarlas, sino que seguía sin moverse de su sitio tratando de imaginar lo que haría y siempre decidiendo en contra de todos los trucos, decidiendo no hacer nada, porque si probaba hacer el Cambio Tenkia… Seguro, cualquier principiante podía hacerlo, pero también cualquier principiante podía fallar, de manera que no… Probablemente sería mejor recurrir al truco llamado la Propina del Camarero que impresionaría mucho más a Peggy, pero no sería así si la muchacha se fijaba demasiado en su dedo pulgar, cosa que muy bien podía ocurrir. Lo mejor era, pues, no hacer nada, porque él realmente nunca había sido un hombre hábil con las monedas. Sin embargo, al mismo tiempo que recurría a esta última disculpa realizó el doble rodaje y Peg vio cómo los dos cuartos de dólar rodaban sobre el dorso de las manos de Corky, o parecían hacerlo, caminando, como si tuviesen imán, de un dedo a otro, rodeando rápidamente cada uno de ellos, por delante, por detrás, dándose caza uno a otro, hasta que Corky se cansó del juego.

Peg no se movió de su sitio.

Corky se levantó y se acercó a la ventana que daba al lago para mirar hacia su bungalow.

—¿No has pensado nunca en hacer de la magia una verdadera carrera? —preguntó Peg.

Corky la miró y sonrió.

Peg guardó silencio contemplándole. En aquel instante, Corky, miraba de nuevo hacia su bungalow.

—¿Se está haciendo tarde otra vez? ¿Tienes que irte?

—Por supuesto que no.

—Entonces, dime… Sé que los magos no cuentan cómo hacen sus trucos, pero ¿cómo haces todas estas cosas?

—Si realmente lo pensaras un poco, caerías en ello. La gente no quiere saber la verdad. Si no fuera así, todos nos moriríamos de hambre.

—No sé cómo has hecho eso del cigarrillo… Unas veces estabas fumando y otras había desaparecido el cigarrillo y nunca te has llevado las manos a la boca.

—Si te digo eso, ¿cambiaremos de tema?

Peg esperó.

Corky redujo ligeramente el tono de su voz.

—Eso… parecía un cigarrillo real, pero no era más que un papel enrollado, una clase de papel especial que desaparece. Si inhalas de cierta manera se hace invisible… No lo hago a menudo porque el papel cuesta una verdadera fortuna. Hay que prepararlo adecuadamente unas semanas hasta que llegue a desaparecer como es debido. Si compras otra clase de papel de inferior calidad, en vez de desaparecer se vuelve verde.

—Eres un embustero.

—¿De verdad?

—Vamos, Corky, has dicho que me lo dirías.

—He cambiado de idea. Eres tú quien ha de decírmelo a mí. Si no es invisible y no uso mis manos, ¿a dónde puede ir a parar el cigarrillo?

—¿A tu boca? Lo introduces en la boca y allí lo dejas ardiendo y todo. Eso tiene que ser.

—Se llama… Bueno, es una técnica más del campo de la magia —dijo Corky—. Como todas las demás cosas relacionadas con ella.

—¡Dios del cielo! ¿Y no te quema?

—Te chamuscas bastante cuando estás aprendiendo a hacerlo. En efecto, eso lo admito.

—Cuando hablas de «las demás cosas» no te referirás a todas, ¿verdad? Es como esos individuos que se tragan espadas y que en realidad no se las tragan. ¿No enferman del estómago?

—También ocurre eso. Si no se ponen bien y su malestar se prolonga mucho tiempo, entonces se dedican a otra cosa.

—¡Pero eso es terrible!

—Esto no debe preocuparte. Has sido tú quien me ha preguntado secretos de la profesión.

—¿Puedes explicarlo todo?

—Bastante.

—Bueno… Bastante no es todo… ¿Qué es lo que no puedes explicar?

—¿Te refieres a lo que sé de lo que se llama magia? ¿A lo que muchos creen imposible, pero que ocurre?

Peg asintió con la cabeza y sorbió un poco de vino.

—La verdad es que preferiría cambiar de tema. Ahora mismo.

—¿Por qué?

—Porque la magia no es más que un arte para entretener al público, para divertirle… No debe tomarse en serio. No hay que buscar en la magia más que lo que hay en ella de verdad.

—¿Y crees que yo estoy haciendo eso?

—Sí.

—Pues estás equivocado. Lo estoy pasando muy bien. Sólo que me he sentido impresionada cuando…

La joven hizo un gesto señalando el exterior donde comenzaba a oscurecer ligeramente. Consultó su reloj y añadió: —Las tres y veinte y ya se están extendiendo las sombras.

Desde algún lugar del bosque llegó hasta ellos otro formidable maullido del gato.

—Probablemente ha cazado un oso —bromeó Corky.

—Dime algo sobre lo que crees imposible, por favor.

Corky volvió al sofá, cogió un par de monedas y comenzó a juguetear con ellas entre los dedos.

—Está bien. Trataré de hacerlo brevemente y nada más. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—Bien, yo en realidad no llegué a ver lo que voy a contarte. No estaba allí para verlo, y desde luego no lo hubiera creído de no habérmelo dicho Merlín.

—¿Quién?

—Merlín, hijo. Fue mi profesor. Creo que llegué a idolatrarle si la palabra no te suena a poco viril.

—¿Cuál era esa cosa imposible?

—Primero —dijo Corky trazando un gracioso floreo en el aire con una de sus manos—, el misterio de la Moneda del Alquimista.

—Haz eso más tarde, vamos. ¿Por qué intentas cambiar de tema?

Corky hizo girar las dos monedas sobre la mesa —Porque no sé a dónde va esto a parar y es malo para los magos cuando no… cuando no se controlan.

—No te preocupes por esto.

Corky comenzó a hablar rápidamente.

—Merlín era un gran artista, tan bueno como el mismo juego, aunque te parezca extraña esta comparación. Sé que no has oído hablar de él porque nunca tuvo el éxito, no porque careciera de capacidad, sino porque era feo, ¿comprendes? Con su aspecto adusto, enorme, poderoso, atemorizaba a la gente. Sobre todo a los niños. Toda su vida anduvo arañando aquí y allá, recogiendo migajas, y esto lo convirtió en un hombre duro. Realmente era duro. Cuando me contó esto, aunque yo sabía que eran tonterías, no estuve tan seguro de que lo fueran.

Peg sostenía en una mano su vaso de vino y miraba fijamente a Corky. Éste añadió, tras una breve pausa: —Yo no conocí a su esposa, a la que él adoraba. La llamaba su muy amada media naranja. No puedes imaginarte lo fantástico que parecía aquel gigante cuando su tono de voz se ablandaba al llamarla así. Vi un retrato de ella. Tenía una cara dulce, muy bonita, al menos para aquellos tiempos, y un cuerpo pequeño y grueso. Supongo que los dos formaban un equipo realmente curioso, un equipo incluso lleno de colorido… Trabajaban juntos, él con su cara de húsar y ella con todo el aspecto de una muñeca como Shirley Temple, sentada sobre una barrica. Bueno, de todos modos, no sé… Los dos eran así.

—Pero dime, ¿qué era esa cosa imposible?

—Merlín aseguraba que podía leer los pensamientos de ella.

Las monedas comenzaron a saltar de acá para allá entre los dedos de Corky nuevamente. Unos segundos de silencio. Después continuó: —No todo el tiempo, por supuesto, y tampoco a menudo. Pero hacia el fin, unos días antes de morir ella, él anunció lo que iba a suceder.

—Y realmente tú lo crees, ¿no?

Corky se encogió de hombros al mismo tiempo que dejaba de manipular las monedas.

—No estoy seguro. Supongo que sí… Deseo creerlo.

Se estremeció y añadió: —Me gustaría calentarme al fuego.

—Acaba. Después lo encenderemos.

—Poco falta para acabar. Merlín y su esposa, cuando presentaban su número, incluían en el espectáculo el detalle de la telepatía que en su mayor parte realizaban con los naipes, todas esas bobadas que tanto éxito tienen en las ciudades y en los pueblos pequeños. Después, al final, en el hospital, los dos comenzaron a pasar el rato haciendo esto y aquello y llegaron a considerar que las cosas eran reales, auténticas. Nunca habían pensado así hasta que el cáncer se apoderó de su mujer. Ocurrió la misma semana de su muerte. Merlín siempre se culpaba a sí mismo de aquello. Nunca había pensado que ocurriese antes. Nunca se había concentrado lo suficiente para captar lo que ella intentaba decirle mentalmente. Pero aquellos últimos días los dos lo desearon más que nada en el mundo. Deseaban tocarse mutuamente mucho… así lo decía él. Anhelaban desesperadamente tener algo que recordar.

Peg acabó su vino y se sirvió más. Luego llenó también el vaso de Corky.

—¿Sabes cómo lo hicieron? Me refiero al procedimiento y a todos los detalles.

—Naturalmente que lo sé.

—¿Cómo fue?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Puro interés.

—Bueno, a mí no me interesa y estoy deseando calentarme ante un buen fuego.

—Tengo muchos naipes.

—Ya te dije que no quiero meterme en eso.

—No nos estamos metiendo en nada, Corky. No somos más que dos viejos amigos que están pasando el rato.

—Eso no es así, y tú lo sabes.

—Déjame que vaya en busca de los naipes… Será divertido.

—Deseas que haga la prueba, ¿eh?

—¿Por qué crees que es terrible?

Porque yo fracasaría.

—No te preocupes ni te enfades. No serías el primero. La gente fracasa muchas veces en su vida.

—No te gustaría.

—¡Oh, Corky! No me importaría en absoluto.

—Puedes creer lo que te digo.

—¿Tienes miedo?

—Naturalmente que tengo miedo.

—¿De qué, querido?

Corky bebió la mitad del vaso de vino, y respondió: —Digamos que no quiero que pienses mal de mí.

—Eso no se me ocurriría nunca.

—Bueno. Eso es lo que dices tú y te creo, pero no sigamos…

—Lo cierto es que no se me ocurriría pensar mal de ti… Francamente, la única cosa que me molestaría es que no hicieras lo que te pido, porque con eso me demostrarías que no crees lo que te he dicho, que lo único que quiero es pasar un buen rato.

—Estoy sufriendo ya suficientes presiones como para soportar ahora ésta. Por eso estoy aquí, Peg, ya te lo dije antes.

—Creo que debemos olvidar todo eso, ¿no?

—No emplees ese tono, por favor, Peg.

—Ya estás leyendo en mi mente, ¿no?

—No emplees ese tono, por favor —repitió Corky.

—Lo único que he dicho es que lo olvidemos.

—Pero no sientes lo que dices.

—Mírenlo —repuso burlonamente Peggy—. Ya está adivinando otra vez mis pensamientos.

Corky terminó el vino de su vaso.

Hubo una larga pausa.

—Bueno, ¿de qué quieres hablar ahora? —preguntó finalmente Peggy.

—Si vas a molestarte, no importa que fracase o no. Ve a buscar esos naipes.

La muchacha se puso de pie inmediatamente, se acercó a un pequeño armario donde guardaba los naipes preguntándose por qué se comportaba de aquella manera obligando a Corky a hacer aquello y por qué era tan pesada.

Normalmente no lo era, o mejor dicho, no lo había sido nunca.

«Pero lo eres ahora», pensó al abrir la puerta del armario.

—¿Naipes de una clase especial, de color o algo así?

—Dos mazos, cualesquiera que sean.

La muchacha sacó dos mazos, uno de color rojo y otro negro, y los dejó sobre la mesita del café.

—¿Cómo hacía eso Merlín? —preguntó.

—Baraja los dos mazos. Deja fuera las sotas si hay alguna.

Las había. Peggy las puso aparte.

—¿Barajo ahora?

—Primero un mazo y después el otro.

Peggy lo hizo así y Corky se sentó a su lado mirando cómo lo hacía. Cuando acabó de barajar, Peggy esperó.

—¿Qué mazo quieres? ¿El rojo o el negro?

La joven, sorprendida por la pregunta, eligió el negro.

—Entonces, el rojo será el mío. Apártalo de ti y déjalo ahí.

Peggy obedeció.

Corky se levantó y se alejó de Peggy dándole la espalda. Luego se detuvo en la misma posición, y dijo: —Está bien, elige una carta de tu mazo.

Ella sacó el diez de corazones.

—Ya está.

—Ahora mírala.

—Ya la he mirado.

-Debes mirarla muy bien.

—Ya lo estoy haciendo. No me vuelvas loca.

Peggy repitió para sí media docena de veces: el diez de corazones, el diez de corazones…

—Bueno… ya está hecho.

—Ahora pon esa carta sobre el mazo y corta.

Peg obedeció nuevamente.

—Corta otra vez, corta media docena de veces si quieres, y luego iguala bien los naipes.

Peggy pensó que tres cortes eran suficientes. Después, igualó los naipes tocando suavemente los bordes con la yema de los dedos.

—Dispuesta a recibir órdenes —dijo acto seguido.

—Ahora coge mi mazo.

Peggy cogió el mazo de color rojo.

—Examínalo y cuando encuentres el mismo naipe apártalo también.

La muchacha encontró pronto el diez de corazones.

—Cuando lo hayas hecho, aparta mi mazo y quédate con ese naipe.

Cuando Peggy lo hubo hecho, quiso saber qué iba a pasar.

—¿Qué va a suceder ahora?

—Dime lo que has hecho hasta ahora.

—Bien. He sacado los naipes, he barajado los dos mazos y he elegido la carta que me ha parecido. Después he elegido el mismo naipe del otro montón, he vuelto a barajar y he cortado otra vez.

—¿Y dónde estaba yo?

—Ahí, de pie, dándome la espalda.

Corky se volvió y miró a Peggy.

—Muy bien, así es. Lo que sucedió entonces fue que Merlín cogió el mazo de su esposa con el naipe en él, mientras ella sostenía el naipe de él junto a su corazón, sin pensar en nada más que en aquel naipe. Entretanto, Merlín, miraba el mazo de su esposa intentando acertar y apartar del suyo el mismo naipe que ella sostenía contra su pecho. Y en aquellos últimos días lo consiguió.

—¿Cuál es mi naipe?

—No lo sé. No tengo más que una oportunidad entre cincuenta y dos de acertar. La razón de que tengas que pasar por toda esta confusión, tus naipes, haciendo toda la labor y yo colocado de espaldas… Esto tendría sentido si saliera bien, pero nadie puede poner en duda…

—Bueno, yo estoy pensando en mi naipe —dijo Peggy.

«Diez de corazones, diez de corazones, diez, diez, diez, diez de corazones, diez de corazones».

Peggy interrogó nuevamente: —¿Sabes cuál es?

Corky parecía violento.

—Lo siento —murmuró—. No lo sé.

—Bueno, probablemente ocurra que no te concentras debidamente. Coge mi mazo y examina todos los naipes, ¿no es así?

Corky cogió el mazo de la muchacha y fue mirando los naipes uno a uno.

Peg colocó el naipe sobre su seno izquierdo y cerró los ojos preguntándose por qué deseaba aquello tanto. No tenía la menor idea de por qué, pero era así. En aquellos momentos lo deseaba más que nada en el mundo.

«El diez, ¡maldita sea!, el diez de corazones. Di diez de corazones, Corky. Estoy pensándolo con todas mis fuerzas, el diez de corazones, el diez de corazones. Por favor, dilo».

Peggy abrió los ojos.

—¡Nada! —murmuró Corky.

Peggy lo miró y apretó aún más el naipe contra su pecho, sin pensar en nada más que en el diez de corazones, en el número diez de color rojo, en el maldito diez de corazones.

Peggy vio cómo su expresión se reflejaba en los ojos de Corky, que murmuró: —¡Jesús…! Es el rojo, ¿verdad?

—Yo… no lo sabría decir. Podría ser. Tal vez no. Continúa…

La muchacha cerró los ojos otra vez.

—No —dijo Corky—. Tenemos que mirarnos el uno al otro. Y tienes que pensar en esto con más fuerza que en cualquier otra cosa que se te haya ocurrido. Deseo que suceda, Peggy, y sucederá. Sé que es el color rojo, he visto el color en mi mente… Ahora mírame, por favor, y piensa.

Peg pensó: «Diez, diez, no pienses en nada más. Ha de ser el diez de corazones. Si no es el diez de corazones, elimínalo. Hazle ver el diez de corazones…»

—No estás pensando.

—¡Sí pienso!

—Entonces piensa con toda tu fuerza.

Corky empezaba a sudar.

Peg miró sus ojos. Eran unos ojos realmente bellos. «Seguro que son castaños. Tienen una forma muy bonita y miran de un modo agradable y…»

—¡Más fuerza!

«¡Cielo santo! No estaba pensando en eso ahora. Lo siento, lo siento. Por favor, no quiero que sepas lo que estaba pensando. Tus ojos no tienen importancia. Sólo importa el diez de corazones, el diez, el diez, por favor. ¡Dios mío, el diez de corazones! ESTO ES LO QUE DESEO…»

—Sí.

«El diez de corazones, el diez, el diez, el diez…»

—Sí.

«El diez de corazones, el diez, el diez, el diez de corazones… ¡Dios mío, ya lo tiene!, ¡lo estoy viendo en sus ojos!»

—Dale…

La voz de Corky era ronca.

—Dale… la vuelta al naipe, por favor.

Los dos mostraron sus naipes al mismo tiempo.

Peggy tenía el diez de corazones.

El naipe de Corky era… el dos de diamantes.

Durante un minuto, Peggy se sintió realmente sorprendida. Había estado segura, pero luego se dio cuenta de que aquello era ridículo, todo era ridículo. Sentirse molesto y hasta herido era ridículo y absurdo. Y, decepcionado, Corky, era humano. Aquello le ocurría a todo el mundo, pues eran seres humanos.

—¡Eh, ha sido divertido!

Su tono era convincente. Se puso de pie y añadió: —Voy a buscar leña para la chimenea.

Eran las 3,35.

Y Corky comenzó a actuar demencialmente.

—Eso… —dijo alargando mucho la palabra— ha sido culpa tuya y sólo tuya.

—¿A qué te refieres? —preguntó la muchacha que se hallaba de pie junto al sofá.

—Vuelve a sentarte, Peggy —dijo Corky atropelladamente—. Por favor, vuelve a sentarte.

Hablaba frotándose las sienes nerviosamente.

Su ojo izquierdo empezaba a parpadear.

—Déjame encender el fuego…

—¡Siéntate aquí! —gritó Corky extendiendo una mano para obligar a Peggy a sentarse.

Dureza.

—No has pensado lo suficiente. Has empezado bien y yo he conseguido averiguar el color rojo, pero luego tú no has querido ir más lejos, ¿no es así?

La muchacha contempló cómo Corky paseaba por la estancia trazando pequeños círculos, como si se encontrara encerrado en una celda de reducidas dimensiones. El parpadeo del ojo había aumentado.

—¿Por qué me has hecho eso, Peggy?

—Hacer… ¿qué?

—Me has obligado a probar con los naipes. Yo sabía que no lo conseguiría, pero tú has querido que probara. Y entonces, cuando ya estaba cerca de lograrlo, no has pensado con la fuerza necesaria. Me has humillado, Peg, y quiero saber por qué.

—¡Corky!, si no ha sido nada… sólo un truco…

—Yo no hago trucos. Piensas mal de mí, ¿verdad?

—No, desde luego que…

—Me has decepcionado. Di la verdad. Yo ya la sé, de manera que puedes decirla.

Al cabo de unos segundos de silencio, Peggy asintió inclinando la cabeza.

—Tal vez un poco. Yo deseaba que eso ocurriera, creo yo.

—Tú lo deseabas y no sabes lo que significaba para mí. Si yo hubiera podido hacerlo, habría demostrado que no importaba lo que te dijese cualquiera ni la cantidad de mentiras que te dijeran. Me habrías creído porque te lo hubiese demostrado, como lo hizo Merlín. Si te importa alguien lo suficiente, si deseas algo con verdadero anhelo, puedes hacer que suceda.

—¿Puedo levantarme ya?

—No. Estuve muy mal en Nueva York. Peg.

—Me lo dijiste.

—Terriblemente mal…

La muchacha asintió con un gesto. Corky se frotaba las sienes con fuerza. Ella se estremeció de frío.

—Tenía que huir, pero ¿a dónde vas cuando no tienes a dónde ir? Vas a tu casa, pero yo no tenía un verdadero hogar. Mi padre, como sabes, trabajaba en G y yo pensé que empezaría allí, retrocediendo hasta donde me sintiera mejor y que aquella vez lo conseguiría, pero cuando llegué me di cuenta de que mi padre no era nada para mí. Ni siquiera me había mirado nunca, y por esto me detuve aquí, haciendo que el taxista tomara un atajo. Vine porque deseaba saber qué había sido de ti, dónde vivías, en qué país, en qué mundo, cuántos hijos tenías… Vine porque deseaba tener noticias de Peggy Ann Snow. Te he amado toda mi vida, y tú nunca pensaste nada malo de mí. Cuando yo me estaba haciendo hombre, tú eras la única. Y nunca pensaste mal de mí hasta ahora.

—No pienso mal de ti.

—Decepción. Eso has dicho.

—Está bien. Decepción. Cierto. Pero solamente un poco. Soy terrible, es verdad, pero he estado muy sola. Tú eres la única persona con la que he hablado en muchos días. Siempre tuviste buena opinión de mí y esto resultaba halagador. Eso fue entonces y ahora creo que también lo es, sólo que tú has logrado el éxito en la vida y yo no. Mi matrimonio no dio resultado, no he tenido hijos, y mi vida está destrozada, Corky. Todo fue muy romántico, te lo aseguro, no sé… estar tan cerca y sin necesidad de hablar…

—Esta vez no vas a tener la culpa —dijo Corky.

Peggy lo miró.

—Esta vez vamos a conseguirlo, Peggy. Lo sé.

Corky miraba a la muchacha fijamente, de una manera muy extraña. Hubo un breve silencio y añadió: —Los dos lo deseamos, ¿no? Todo saldrá bien, ya lo verás.

—¿Y si no sale bien?

—Lo sé. Tienes qué confiar en mí. Cuando la gente desea algo hasta la desesperación, algo que tiene que suceder, sucede si la desesperación es lo suficientemente fuerte, y yo me siento desesperado y tú también. Merlín lo consiguió. ¿Por qué no hemos de conseguirlo nosotros? Estamos a punto de lograrlo, Peg, y si no sale bien, bueno, será como una puesta de sol al amanecer. Creo que me entiendes. No tendría sentido que no lo lográramos.

—¿Te molestaría mucho no conseguirlo?

—No.

—Pero, ¿y si te disgustas a pesar de todo?

—Bien, sí me molestaría. Pero no me sucederá. Baraja los naipes, Peg. Hazlo todo igual que antes.

La joven barajó otra vez el mazo negro y esta vez eligió el tres de trébol en la parte de arriba, cortó varias veces y luego igualó los naipes. Después sacó el tres de trébol del mazo de Corky y lo apretó contra su corazón.

Corky se sentó a su lado en el sofá. Había cerrado los ojos antes de que ella eligiese su naipe. Acto seguido examinó el mazo de la muchacha en silencio, naipe por naipe.

Peg pensó en el tres de trébol con todas sus fuerzas. Luego comenzó a reflexionar sobre lo que sucedería si el experimento no tenía éxito. Si no lo tenía, Corky se portaría aún más raramente, tal vez actuaría como un loco, y si lo tenía quizá se pasarían los dos la vida intentando transmitirse naipes de una a otra mente.

—¿Vamos a estar haciendo esto hasta que salga bien? —preguntó Peggy.

—No hables —murmuró Corky mirando a los ojos de la muchacha con terrible fijeza.

—Responde a mi pregunta.

—Ya te lo he dicho. Esta vez saldrá bien. Pero tienes que pensar con fuerza.

—Ya estoy pensando.

—No. Lo veo en tus ojos. No estás pensando.

Era posible que aquellas palabras de Corky no fuesen un modelo de clarividencia o de telepatía, pero al menos se acercaba mucho a la verdad. Sería agradable si él pudiese acertar. Cuando lo consiguiera… Corrección. Sería bonito cuando él lo consiguiera. Le gustaba que él la amara. Esto no le había sucedido desde hacía mucho tiempo. Nunca debió abandonar el Instituto, porque desde aquellos días todo había rodado cuesta abajo para ella. ¿Cuál era el naipe? Exacto, sí el tres de trébol, el tres de trébol, el tres de trébol…

—¿Qué temes? No estás pensando.

En aquel instante los dos se miraban con más fuerza.

—No quiero verte otra vez disgustado.

—No te preocupes ahora de eso. Estoy perfectamente sereno. Peg, tengo confianza y tú también deberías tenerla porque somos unos seres especiales, y los que somos especiales nos pertenecemos unos a otros por entero…

—Sí…

—¿Estás pensando?

—No como debiera.

—Pero ¿lo harás?

—Ahora…

La muchacha asintió sin dejar de mirar los ojos de Corky, contemplando aquellos bellos ojos en un rostro dulce, los ojos de alguien que la amaba, que la amaba, y, deseaba demostrarlo. Esto era lo que importaba, exactamente… tres de trébol… demostrando que alguien se preocupaba de una… tres de trébol… y nada más importaba, exactamente… tres de trébol… tres de trébol… sus ojos, arden, como si me estuvieran atravesando… convirtiéndome… tres de trébol… convirtiéndome en alguien sin amparo, unos ojos que me atraviesan… tres de trébol… tres de trébol… en todo el mundo no hay más que el tres de trébol, el tres de trébol… el tres, el tres, el tres de trébol, color negro, trébol trébol, trébol, trébol… el tres de trébol, el tres de trébol, el tres de trébol, el tres de trébol, el tres de trébol, el tres de trébol…

—El tres de trébol… —murmuró Corky.

Terriblemente aturdida, Peggy puso el naipe boca arriba sobre la mesa haciendo un gesto afirmativo.

Corky se echó hacia atrás en su asiento. Parecía estar a punto de gritar.

No sucedió realmente nada importante hasta las cuatro menos cinco, cuando Ben Greene el Cartero llamó a la puerta.

Ir a la siguiente página

Report Page