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Parte III. El trabajo está hecho » Capítulo 6

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Corky estaba en la parte posterior de la cocina reuniendo leña para la chimenea y no oyó los primeros golpes en la puerta. Peg preguntó: —¿Quién es?

Como la respuesta de «Greene» le sonó amistosa abrió la puerta.

—Tenemos esto cerrado —dijo al pequeño hombre calvo que vestía un abrigo al parecer de cachemira.

—Próspera no sería la palabra que yo aplicaría a su empresa. Querrá usted decir al señor Withers que el Cartero, yo soy su representante, ha venido a buscarle.

Peg no hizo más que mirarle.

Fräulein, me parece que no me ha comprendido. ¿Es cuestión de cerrazón mental por su parte o es que no he hecho bien la pregunta?

—Es usted un tipo gracioso —dijo Peg.

—Algún día le enseñaré mis espectáculos arrevistados: bulliciosos, desenfrenados, sediciosos, como dice Atkinson en Times. Vaya a buscar a Corky, eh. Aparte de esto, nada más se me ha perdido aquí.

—Fui al Instituto de Segunda Enseñanza con Corky Withers —dijo Peg—. ¿Qué le hace pensar que está aquí?

que está aquí.

—No ha contestado a mi pregunta.

—Porque, signorina, un joven taxista, codicioso y corrompido, me ha llamado y me ha preguntado si yo era el agente de Corky. A mi vez le he preguntado cómo había averiguado esto y él me ha dicho que había actuado en el «Mery Griffin». «He llamado allí, he preguntado quién era su agente artístico y me han dicho que era usted».

—Estoy segura de que todo esto es muy interesante, señor Greene, pero yo estoy preparando este lugar para venderlo…

—Se equivoca usted, paloma, lo que he explicado hasta ahora no es interesante, pero puede serlo. Así que un poco de paciencia. Ese joven taxista me dijo: «Puede usted estar tranquilo que él está seguro». «¿Seguro? —pregunté yo—. ¿Seguro dónde?», y él replicó: «Me sobornó para que no dijera nada de nada y la verdad es que no puedo dejar de hacer honor a mi palabra, sobre todo cuando un cliente me regala un billete de cien dólares». Bueno, a estas alturas y puesto que he tratado a muchos charlatanes desde mis primeros tiempos en este mundillo del espectáculo, incluso desde cuando dirigí a Rasputín en sus galas por Rusia, sé cómo hacer las cosas bien. Dupliqué el soborno de Corky, salvé la conciencia del taxista con buenas palabras explicándole que todo se hacía en beneficio de todo el mundo, lo hice esperar frente a mi apartamento y entonces le dije que me llevara a dar un paseo interesante. El paseo interesante me ha traído hasta aquí.

—¡Vaya, pues lo siento mucho! —dijo Peg—. Pero no he visto a Corky desde hace por lo menos quince años.

El Cartero asintió con la cabeza.

—Si lo veo tenga la seguridad de que le diré que le está usted buscando, señor Greene.

El Cartero se echó a reír.

—Me parece que su razonamiento no es válido. Si no ha venido por aquí en quince años, ¿por qué habría de cambiar ahora de hábitos?

Peg se encogió de hombros.

El Cartero no se retiró. Permaneció inmóvil mirando a la joven.

—Probablemente ese taxista mentía —comentó Peggy.

El Cartero replicó: —No lo creo.

—Bien, entonces, lo que usted guste —dijo Peg—. Adiós.

—Sería más lógico decir hasta la vista —dijo el Cartero.

Acto seguido se volvió como si hubiera cesado su incredulidad. Cuando ya había dado unos pasos alejándose de la casa, Peg preguntó: —¿Era usted amigo de él o algo así?

—¿Qué importa eso?

—Esta vez es usted quien no contesta a mi pregunta.

—Nos conocíamos muy bien, pero mi pregunta aún sigue en pie.

—Bueno… Corky ha estado sujeto a muchas presiones y yo no quiero que nadie le vea a no ser amigo suyo.

—Entonces, ¿está aquí?

—Estaba. Vino ayer a mediodía, poco antes de oscurecer. Fuimos compañeros de escuela. Me preguntó si podía pasar la noche en uno de los bungalows y yo le alquilé uno aun cuando, repito, tenemos esto cerrado. Anoche lo pasamos bien recordando nuestros viejos tiempos de colegio. Me dijo que sufría presiones, ignoro de qué clase, y me pareció que estaba muy nervioso.

—Hace poco, cuando hablé con él, lo encontré muy bien, pero después desapareció. Tiene un temperamento muy delicado. Eso le ocurre a todos los que tienen talento.

—Escuche… Hablando sobre esas presiones de que es objeto, no creo que quiera ver a nadie si no es un verdadero amigo. No me gustaría que mis palabras parezcan pedantes o hijas de un orgullo mal entendido, pero creo que esa charla que sostuvimos sobre nuestros viejos tiempos le sentó muy bien. Le hizo sentirse mejor.

—Es usted un manjar evidentemente sabroso y no puedo llegar a creer que pueda usted ejercer efectos adversos.

—Sin embargo, le aseguro que su humor no duró mucho. Esta mañana lo vi otra vez nervioso, molesto por lo que está sucediendo en la ciudad.

—¿Cuándo se fue?

—Yo tuve que ir a la ciudad a buscar algunas cosas para mi marido y pregunté a Corky si quería que lo llevara a «Grossinger».

El Cartero asintió con una inclinación de cabeza.

—Siendo como soy agente artístico, inmediatamente supuse que «Grossinger» sería algún local de espectáculos y no un pueblo, aldea o ciudad.

—Corky no tenía mucho equipaje. Nada más que dos maletas. Lo llevé en mi coche. Su padre solía trabajar allí en diferentes cosas. Si quiere usted saber lo que pienso, señor Greene, creo que Corky anda detrás de su pasado. Estuve consultando un libro que tengo sobre análisis de los sueños y…

—¿Le ha contado sus sueños?

—No, pero ésa es la clase de libros que lee cuando se siente vapuleado o simplemente deprimido. Corky está ahora en «Grossinger», pero sospecho que estará de viaje muy pronto, si no está ya.

—¿Por qué?

—Porque dijo algo de su madre. No recuerdo exactamente sus palabras, algo sobre que… nunca había visitado su tumba. Su madre era de la zona de Binghamton.

El viejo Greene hizo una mueca y se frotó la calva con la palma de una mano.

—¡Binghamton, Jesús! ¡Eso es lo que me faltaba!

Inició otra vez la retirada, pero volvió a detenerse para preguntar: —Cuando usted lo dejó en la ciudad, ¿dijo que se pondría en contacto con usted, que le escribiría, llamaría por teléfono o algo por el estilo?

—Nada de eso. No hubo más que las usuales «gracias» y «cuídate mucho», y cuando se apeó del coche, se acercó a mi ventanilla para decirme: «Te diré algo que parece una locura. Toda mi vida he luchado por alcanzar el éxito y ¿sabes qué…? Que el éxito es un auténtico fracaso».

—Artistas, genios, talentos —dijo el Cartero moviendo la cabeza—. ¿Creería usted si le dijera que una vez tuve un metro noventa de estatura y era rubio, y que ahora únicamente tengo treinta años? Pues aquí me ve usted como soy ahora. En este estado me han dejado esos artistas y esos genios de tanto tratar con ellos. Ellos han tenido la culpa.

Peg sonrió.

El Cartero suspiró hondo.

—Bien —murmuró—. Habrá que iniciar otra vez la caza.

Miró a Peg y añadió tras un breve silencio: —¿Puedo decirle algo? Al principio, cuando comenzó usted a hablar, no fue muy convincente. Estaba usted mintiendo formidablemente mal. Ahora me agrada usted mucho más… Bueno, ahora que ha dicho unas cuantas verdades.

—No quería que nadie perjudicara a Corky en ningún sentido.

El Cartero hizo un esfuerzo por inclinarse simulando una reverencia y dijo sonriendo: —Gracias en su nombre y en el mío.

Y tras pronunciar estas últimas palabras se alejó.

Peg no se movió del umbral hasta que el viejo desapareció. Todavía mirando a lo lejos preguntó: —¿Cuánto has escuchado?

Desde el interior Corky dijo: —Creo que todo.

—¿Qué opinas?

—Eso de Binghamton ha sido una verdadera inspiración.

Peg estalló en una sonora carcajada.

—Escucha.

—Dime.

—Me parece que estoy en deuda contigo.

Peg miró a lo lejos, hacia el sol poniente, ensimismada, y murmuró en voz baja: —Algo…, algo recibiré.

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