Magia

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Acto II

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ACTO II

(La misma sala, más iluminada, una hora más tarde. A un lado, una mesa cubierta con barajas de cartas, pirámides, etc., junto a la que el ILUSIONISTA, de pie y vestido con su esmoquin, prepara sus trucos. Algo más alejado se encuentra el DUQUE; y HASTINGS, que sostiene varios papeles.)

HASTINGS: Son sólo unos asuntos sin importancia. Éstos son los programas del espectáculo que Su Excelencia pedía. El señor Carleon ha expresado grandes deseos de verlos.

DUQUE: Gracias, gracias. (Coge los programas.)

HASTINGS: ¿Quiere que los lleve yo, Excelencia?

DUQUE: No, no, no me olvidaré, no me olvidaré. No tiene usted ni idea de lo expeditivo que soy. Tenemos que serlo, ya me entiende. (Impreciso.) Ya sé que es usted un poco socialista; pero le aseguro que queda bastante por hacer… implicarse en el país, y todo eso. ¡Y está lo de recordar las caras! El rey nunca olvida las caras. (Agita los programas.) Yo nunca olvido las caras. (Se fija en el ILUSIONISTA y, ocurrente, lo introduce en la conversación.) Y bien, el profesor actúa para el rey (deja los programas), es algo que se ve anunciado en los carromatos, ya sabe, actúa para el rey casi cada noche, supongo…

ILUSIONISTA: (Sonriendo.) En ocasiones le doy la noche libre a Su Majestad. Y me concentro, cómo no, en la más alta aristocracia. Pero sí, por supuesto, he actuado para todos los soberanos reinantes, blancos y negros. Nunca ha habido un ilusionista que no lo haya hecho.

DUQUE: ¡Muy cierto, muy cierto! ¿Y está de acuerdo conmigo en que la principal labor de un monarca consiste en recordar a la gente?

ILUSIONISTA: Diría que consiste en recordar a qué gente debe recordar.

DUQUE: Bien, bien, y… (mira a su alrededor, bastante inquieto, en busca de algo.) Siendo realmente expeditivo…

HASTINGS: ¿Le llevo los programas, Excelencia?

DUQUE: (Recogiéndolos.) No, no, no me olvidaré. ¿Hay algo más?

HASTINGS: Debo acercarme al pueblo por lo del cable a Stratford. Lo único urgente, además de eso, es lo de los Vegetarianos Militantes.

DUQUE: ¡Ah! ¡Los Vegetarianos Militantes! Habrá oído hablar de ellos, seguro. Se niegan a respetar la ley (al ILUSIONISTA) mientras el gobierno siga sirviendo carne.

ILUSIONISTA: Pues que estén tranquilos. Es mucha la gente que no la come casi nunca.

DUQUE: Bien, bien, me inclino a decir que son grandes entusiastas. Y avanzados… sí, avanzados, sin duda. Como Juana de Arco.

(Silencio breve, durante el que el ILUSIONISTA lo observa.)

ILUSIONISTA: ¿Era vegetariana Juana de Arco?

DUQUE: Eh… bien… en el fondo, es un ideal muy elevado. Eso de que la vida es sagrada, ya saben, la vida es sagrada. (Menea la cabeza.) Pero lo llevan demasiado lejos. Han matado a un policía en Kent.

ILUSIONISTA: ¿Han matado a un policía? ¡Eso sí es vegetariano! Bueno, supongo que lo es, siempre y cuando no se lo coman.

HASTINGS: Piden sólo donativos modestos. En realidad prefieren muchas aportaciones de media corona, porque así demuestran la popularidad de su movimiento. Pero yo aconsejaría…

DUQUE: Oh, entonces deles tres chelines.

HASTINGS: Si me permite sugerirle que…

DUQUE: ¡Qué demonios! A los antivegetarianos les dimos tres chelines. Me parece justo.

HASTINGS: Si me permite sugerírselo, creo que Su Excelencia hará bien en no contribuir en este caso. Los antivegetarianos ya han usado el donativo para constituir bandas con las que protegerse de manera ostensible durante sus reuniones. Y si los vegetarianos usan el suyo para reventar esas reuniones… bien, resultará bastante curioso que hayamos financiado a los delincuentes de los dos bandos. Será bastante difícil explicarlo cuando nos encontremos frente al juez.

DUQUE: Pero es que el juez seré yo. (El ILUSIONISTA vuelve a mirarlo.) El sistema funciona así, querido Hastings, ésa es la ventaja del sistema. No se trata de un sistema lógico —no tiene nada de Rousseau—, pero ¡mire qué bien funciona! Yo seré el mejor de todos los magistrados posibles durante la vista. Todos los demás demostrarían prejuicios, claro. El viejo sir Lawrence es vegetariano, y tal vez cargara las tintas contra los antivegetarianos más duros. El coronel Crashaw, sin ninguna duda, las cargaría contra los vegetarianos más acérrimos. Pero si yo les he pagado a los dos, es evidente que no cargaré las tintas contra ninguno de ellos. De modo que ahí tiene. La imparcialidad perfecta.

HASTINGS: (Domiándose.) ¿Me llevo los programas, Excelencia?

DUQUE: (Convencido.) No, no. No los olvidaré. (HASTINGS sale.) Bien, profesor, ¿qué novedades hay en el mundo de los conjuros?

ILUSIONISTA: Me temo que nunca hay ninguna novedad en el mundo de los conjuros.

DUQUE: ¿No tienen ustedes alguna gaceta, o algo así? Hoy en día todo el mundo tiene su gaceta. El… Diario del Tragasables, o algo por el estilo.

ILUSIONISTA: No. Yo, que he sido periodista, creo que periodismo y magia serán siempre incompatibles.

DUQUE: Incompatibles… En eso discrepo… ¡En eso mis miras son más amplias! Leyes más amplias, como decía el viejo Buffle. No hay nada incompatible, ¿sabe? Excepto el marido y la mujer, etcétera. Tiene que hablar con Morris sobre ello. Es maravilloso ver hasta dónde ha llegado la incompatibilidad en Estados Unidos.

ILUSIONISTA: Sólo me refería a que los dos oficios se basan en principios opuestos. El objeto de la magia es no explicar algo que sucede.

DUQUE: ¿Y el del periodismo?

ILUSIONISTA: Bien, el objeto del periodismo es explicar algo que no sucede.

DUQUE: Pero les hará falta algún espacio para compartir nuevos trucos.

ILUSIONISTA: No hay trucos nuevos. Y si los hubiera, no querríamos hablar de ellos.

DUQUE: Me temo que no son ustedes… tan… avanzados. ¿Les interesa el progreso moderno?

ILUSIONISTA: Sí. Nos interesan todos los trucos que se valen de la ilusión.

DUQUE: Bien, bien. Ahora debo ir a ver cómo se encuentra Morris. Será un placer verlo más tarde.

(El DUQUE sale, olvidando los programas.)

ILUSIONISTA: ¿"Por qué son tan necios los hombres agradables? (Se vuelve para seguir organizando la mesa.) Esto está bien. La baraja de cartas que es una baraja de cartas. Y la baraja de cartas que no es una baraja de cartas. La chistera que parece la chistera de un caballero, pero que en realidad no es la chistera de un caballero. Yo soy sólo un ilusionista, y esto es sólo la chistera de un ilusionista. No podría descubrirme con ella al paso de una dama. Puedo sacar conejos de ella, peces, serpientes. Lo único que no debo sacar de ella es mi propia cabeza. Supongo que soy un animal inferior a un conejo o a una serpiente. De un modo u otro ellos salen del sombrero del ilusionista, pero yo no puedo. Soy un ilusionista y nada más que un ilusionista. A menos que pudiera demostrar que soy algo más, y eso sería peor.

(Empieza a repartir las cartas desordenadamente sobre la mesa. PATRICIA entra.)

PATRICIA: (Fríamente.) Disculpe. He venido a buscar unos programas. Mi tío los necesita.

(Cruza rápidamente el salón y recoge los programas.)

ILUSIONISTA: (Sin dejar de repartir las cartas sobre la mesa.) Señorita Carleon, ¿puedo hablar con usted un momento? (Se mete las manos en los bolsillos, clava la mirada en la mesa, y compone un gesto sardónico.) La pregunta es puramente práctica.

PATRICIA: (Se detiene al llegar a la puerta.) No imagino de qué pregunta puede tratarse.

ILUSIONISTA: La pregunta soy yo.

PATRICIA: ¿Y qué tengo que ver yo con ella?

ILUSIONISTA: Usted tiene todo que ver con ella. La pregunta soy yo, y usted…

PATRICIA: (Airada.) Bien, ¿qué soy yo?

ILUSIONISTA: Usted es la respuesta.

PATRICIA: ¿La respuesta a qué?

ILUSIONISTA: (Se coloca delante de la mesa y se sienta apoyándose en el borde.) La respuesta a mí. Usted cree que soy un mentiroso porque he caminado con usted por el jardín y le he dicho que podía hacer desaparecer las piedras. Pero es que puedo. Soy ilusionista. Ateniéndonos a los hechos, no soy un mentiroso. Pero aunque hubiera sido mentira, se lo habría dicho de todos modos. Le habría dicho veinte mentiras como ésa. Tal vez usted sepa por qué, y tal vez no.

PATRICIA: Yo no sé nada de esas mentiras.

(Acerca la mano al tirador, pero el ILUSIONISTA, que sigue sentado en el borde de la mesa y se mira las puntas de las botas, no se percata de la acción, y sigue hablando, como en un soliloquio sincero.)

ILUSIONISTA: No sé si tiene la menor idea de lo que significa para un hombre como yo hablar con una dama como usted, aunque sea sobre falsas pretensiones. Yo soy un aventurero. Un canalla, si es que a uno le conceden ese título sólo por pertenecer a todas las sociedades de canallas del mundo. Todo se me ha ocurrido a mí solo ya cuando era un golfo en Fleet Street y, peor aún, cuando fui periodista en Fleet Street. Antes de conocerla jamás imaginé que los ricos pensaran siquiera. Bueno, esto es todo lo que tengo que decirle. Hemos compartido buenas conversaciones, ¿no le parece? Soy un mentiroso. Pero le he contado gran parte de la verdad.

(Se vuelve y sigue organizando la mesa.)

PATRICIA: (Pensativa.) Sí, me ha contado gran parte de la verdad. Me ha contado centenares de miles de verdades. Pero no me ha contado la verdad que una quiere saber.

ILUSIONISTA: ¿Y cuál es?

PATRICIA: (Vuelve sobre sus pasos, alejándose de la puerta.) No me contó la verdad sobre sí mismo. No me dijo que sólo era el Ilusionista.

ILUSIONISTA: No se lo dije porque ni siquiera lo sé. No sé si soy sólo el Ilusionista…

PATRICIA: ¿Qué quiere decir?

ILUSIONISTA: A veces me temo que soy algo peor que el Ilusionista.

PATRICIA: (Seria.) No se me ocurre que pueda haber nada peor que un ilusionista que no se llama a sí mismo ilusionista.

ILUSIONISTA: (Triste.) Hay algo peor. (Recomponiéndose.) Pero no es eso lo que quiero decir. ¿De veras le parece tan imperdonable? Vamos, deje que le exponga un caso. No importa que no sea nuestro caso. Un hombre pasa su tiempo, incesante, yendo de un vagón de tercera clase a un alojamiento de quinta categoría. Tiene que inventar nuevos trucos, nuevos diálogos, nuevas tonterías, a veces todas las noches de su vida. En su mayor parte, debe hacerlo en las ciudades brutales y negras de los Midlands y del norte, donde no puede salir a tomar el aire al campo. De tarde en tarde sí lo hace, en la finca de algún caballero, donde sí puede salir a tomar el aire. Bueno, ya sabe que a actores, oradores y gentes de todas clases les gusta ensayar sus efectos al aire libre, siempre que pueden. (Sonríe.) Ya conoce la historia de ese gran estadista al que su jardinero oyó decir, mientras paseaba por sus jardines: «De haber recibido, señor portavoz, el menor indicio de que podrían llamarme para que hablara esta noche…» (PATRICIA reprime una sonrisa y él prosigue con abrumador entusiasmo.) Pues bien, a los ilusionistas nos sucede lo mismo. Nos hace falta algo de tiempo para preparar una improvisación. Un hombre como ése se pasea por el bosque y por el prado practicando sus trucos con antelación y pronunciando todas sus palabras mágicas porque cree que está solo. Y una noche ese hombre descubrió que no estaba solo. Descubrió que una hermosa muchacha lo miraba.

PATRICIA: ¿Una niña?

ILUSIONISTA: Sí, ésa fue su primera impresión. Es un amigo mío muy íntimo. Nos conocemos de toda la vida. Me cuenta que luego descubrió que no era una niña. No se corresponde con esa definición.

PATRICIA: ¿Cuál es la definición de «niña»?

ILUSIONISTA: Alguien con quien puedes jugar.

PATRICIA: (Cortante.) ¿Por qué llevaba esa capa con la capucha puesta?

ILUSIONISTA: (Sonriendo.) Creo que no se dio usted cuenta de que llovía.

PATRICIA: (Sonriendo tímidamente.) ¿Y qué hizo ese amigo suyo?

ILUSIONISTA: Usted misma lo ha explicado ya. Destruyó un cuento de hadas, porque creó un cuento de hadas que iba a destruir. (Se sitúa de pronto tras la mesa.) Pero ¿culpará usted mucho a un hombre, señorita Carleon, si ese hombre disfruta del único cuento de hadas que ha tenido en su vida? Suponga que le dijera que esos círculos absurdos que dibujaba para practicar eran en realidad círculos mágicos. Suponga que le dijera que las palabras mágicas que pronunciaba eran la lengua de los elfos. Recuerde, él ha leído cuentos de hadas tanto como usted. Los cuentos de hadas son las únicas instituciones democráticas. A todas las clases sociales les han contado todos los cuentos de hadas. ¿Le culparía mucho si él también tratara de pasar unas vacaciones en el País de los Duendes?

PATRICIA: (Directamente.) Menos de lo que lo he culpado. Pero sigo diciendo que no hay nada peor que la falsa magia. Y, después de todo, fue él quien trajo la falsa magia.

ILUSIONISTA: (Levantándose de su asiento.) Sí, y fue ella la que trajo la magia verdadera.

(Entra MORRIS con esmoquin. Se va derecho a la mesa del ILUSIONISTA. Sostiene un artículo tras otro y va dejándolos en su sitio tras dedicarles un comentario.)

MORRIS: Éste me lo sé. Éste me lo sé. Veamos, éste es el doble fondo, creo. Éste va con un alambre. Éste me lo sé: se mete por la manga. Éste es el de la baraja de cartas que se cambia…

PATRICIA: Sinceramente, Morris, no hace falta que hables como si lo supieras todo.

ILUSIONISTA: Oh, a mí no me importa que alguien lo sepa todo, señorita Carleon. Hay algo mucho más importante que saber cómo se hacen las cosas.

MORRIS: ¿Y qué es?

ILUSIONISTA: Saber hacerlas.

MORRIS: (Que regresa al tono nasal cuando se enfada.) Ah, sí, ¿eh? Como ya no puede dárselas de duende, ahora se hace pasar por ilusionista solemne.

PATRICIA: (Cruza la estancia y se dirige muy seria a su hermano.) De verdad, Morris, eres un grosero. Y resulta bastante ridículo ser grosero. Este caballero sólo estaba practicando unos trucos en el jardín, para sí mismo. (Con cierta dignidad.) Si ha habido algún error, ha sido sólo mío. Vamos, daos la mano, o haced lo que hacen los hombres cuando se disculpan. No seas tonto, que no va a convertirte en una pecera llena de peces de colores.

MORRIS: (Reacio.) Bien, supongo que ha sido así. (Le extiende la mano.) Chóquela. (Se dan la mano.) Y no va a convertirme en pecera, de eso nada, profesor. Según creo, cuando se saca de la manga una pecera llena de peces de colores, éstos por lo general son tiras de zanahoria, ¿no es así, profesor?

ILUSIONISTA: (Secamente.) Sí. (Saca una pecera llena de peces de colores de la chistera y la acerca mucho a la cara de su interlocutor.) Juzgue usted mismo.

MORRIS: (Entre horrorizado y excitado.) ¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero sé cómo se hace, sé cómo se hace. Hay una gorra de caucho dentro, claro, o un forro…

ILUSIONISTA: Sí.

(Regresa muy serio a su mesa y se sienta en el borde, recoge una baraja de cartas que manipula con una sola mano.)

MORRIS: Oh, la mayoría de los misterios son considerablemente sencillos si conoces los artilugios. (Entran el DOCTOR y SMITH, que conversan con gesto grave pero que guardan silencio al aproximarse al grupo.) Ojalá, supongo, contáramos con todos los viejos artilugios de todos los viejos sacerdotes y profetas que desde el principio del mundo han sido. Supongo que la mayoría de los milagros antiguos que se obraron fueron cuestión de paneles y cables.

ILUSIONISTA: No termino de comprenderle. ¿Cuáles son esos viejos artilugios que tanto añora?

MORRIS: (Que interviene con todo el frenesí de un joven librepensador.) Pues bien, señor, añoro los viejos artilugios que convertían las varas en serpientes. Añoro aquellos sabios mecanismos, señor, que extraían agua de las rocas cuando al viejo Moisés se le antojaba golpearlas. Supongo que es una lástima que hayamos perdido esa maquinaria. Me gustaría que estuvieran aquí aquellos viejos ilusionistas que, en su preciosa Biblia, se hacían llamar patriarcas y profetas…

PATRICIA: Morris, no hables así.

MORRIS: Es que yo no creo en la religión…

DOCTOR: (Aparte.) Silencio, silencio. Sólo las mujeres creen en la religión.

PATRICIA: (Divertida.) Creo que éste es una buen momento para enseñarles otro antiguo truco de magia.

DOCTOR: ¿Cuál?

PATRICIA: ¡El de la mujer que desaparece!

(PATRICIA sale.)

SMITH: De todos aquellos viejos artilugios, lamento sobre todo que se perdiera uno.

MORRIS: (Emocionado.) ¡Sí!

SMITH: El artilugio que sirvió para escribir el Libro de Job.

MORRIS: Vaya, vaya, en aquellos tiempos no lo sabían todo.

SMITH: No, y en aquellos tiempos sabían que no lo sabían. (Inmerso en su ensoñación.) Mas la sabiduría, ¿dónde hallarla? ¿Y cuál es el lugar del entendimiento?[*]

ILUSIONISTA: Un lugar de América, creo.

SMITH: (Todavía en su ensoñación.) No conoce su valor el hombre, ni se halla en la tierra de los vivientes. El Abadón y la Muerte dijeron: su fama hemos oído con nuestros oídos. Dios entiende el camino de ella, y conoce su lugar. Porque Él mira hasta los confines de la Tierra, y ve cuanto hay bajo los cielos. Pero al hombre le dijo: he aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, el entendimiento.[*] (Se vuelve de pronto hacia el DOCTOR.) ¿Qué dice al respecto el agnosticismo, doctor Grimthorpe? ¡Una lástima que se perdieran los artilugios!

MORRIS: Bien, supongo que cada uno puede sonreír como prefiera. Pero lo que yo digo es que el Ilusionista podría ser el hombre más grande de todos los tiempos si lograra mostrarnos cómo se hacían los antiguos trucos sagrados. Debemos reconocer que el viejo Moisés era un adelantado a su tiempo. Cuando él hacía sus viejos trucos, eran nuevos. Atraía la atención del público. Sabía hacer sus trucos ante hombres adultos, grandes luchadores con barba capaces de vencer en batallas y entonar salmos. Pero esta magia moderna va rezagada respecto a su tiempo. Por eso sólo la muestran ante colegiales. No existe un solo truco en esta mesa que yo no conozca. Todo ese oficio está más muerto que un cabrito al horno. Y satisface mucho menos. Pero si (señalando al ILUSIONISTA) acaba de hacer aparecer una pecera… Un truco tan viejo que podría hacerlo cualquiera.

ILUSIONISTA: Ah, estoy bastante de acuerdo. Los artilugios son muy simples. Pero la manera… permítame ver sus peces de colores, si le parece.

MORRIS: (Airado.) Yo no soy un actor al que hayan pagado para que venga aquí a hacer magia. Yo no estoy aquí para presentar trucos rancios. Yo estoy aquí para desenmascararlos. Yo digo que es un viejo truco y…

ILUSIONISTA: Cierto. Pero como ha dicho usted, no los hacemos más que ante colegiales.

MORRIS: Permítame preguntarle, profesor Abracadabra, o como se llame, a quién está llamando colegial.

ILUSIONISTA: Oh, perdóneme usted, se lo ruego. Su hermana le dirá que a veces, con los niños, me confundo.

MORRIS: Le prohíbo que mencione a mi hermana.

ILUSIONISTA: Eso es exactamente lo que haría un colegial.

MORRIS: (Con una calma repentina y peligrosa.) Yo no soy un colegial, profesor. Soy un apacible hombre de negocios. Pero le diré que, en el país de donde vengo, el apacible hombre de negocios se lleva la mano al cinto ante un insulto como ése.

ILUSIONISTA: (Fieramente.) ¿No era al bolsillo? Yo creía que el apacible hombre de negocios metía la mano en el bolsillo de los demás.

MORRIS: Usted…

(Se lleva la mano al cinto. El DOCTOR le posa la suya en el hombro.)

DOCTOR: Caballeros, que se pierden…

ILUSIONISTA: Tal vez. (Su tono denota cansancio repentino.) Me disculpo por lo que he dicho. He ido sin duda más allá de los desiertos de este joven caballero. (Suspira.) Aunque a veces me gustaría perderme.

MORRIS: (Malhumorado, tras una pausa.) Bueno, ahora sí empieza el espectáculo; y a ustedes los ingleses no les gustan nada las escenas. Me temo que yo también tendré que enterrar la dichosa hacha de guerra.

DOCTOR: (Con cierta dignidad, no pudiendo impedir que su clase social se trasluzca más allá de su profesión.) Señor Carleon, habrá de perdonar a un viejo que conoció bien a su padre, si pone en duda que se haga usted justicia al tratarse a sí mismo como indio americano solamente por haber vivido en América. En tiempos de mi viejo amigo Huxley, los que pertenecíamos a las clases medias nos mostrábamos descreídos con la razón y con muchas otras cosas, pero creíamos en las buenas maneras. Es una lástima que la aristocracia no sea capaz de hacerlo. No me gusta oírle decir que es usted un salvaje y que ha enterrado un hacha de guerra. Preferiría oírle decir, como habrían hecho sus antepasados irlandeses, que ha envainado su espada con la dignidad propia de un caballero.

MORRIS: Muy bien. He envainado mi espada con la dignidad de un caballero.

ILUSIONISTA: Y yo he envainado mi espada con la dignidad de un ilusionista.

MORRIS: ¿Cómo envaina su espada un ilusionista?

ILUSIONISTA: Se la traga.

DOCTOR: Entonces todos estamos de acuerdo en que no habrá pelea.

SMITH: ¿Puedo decir algo? A mí me desagradan sobremanera las peleas, por una razón que va más allá del deber de mi hábito.

MORRIS: ¿Y qué razón es ésa?

SMITH: Soy contrario a las peleas porque siempre interrumpen las discusiones. ¿Me permiten que, por un momento, los devuelva a la discusión? Comentaban ustedes que estos trucos de magia modernos son simplemente los viejos milagros una vez descubiertos. Pero sin duda es posible verlo de otro modo. Cuando hablamos de cosas que son fraudulentas, solemos referirnos a que son imitaciones de otras que sí son auténticas. Tomemos a modo de ejemplo ese Reynolds, el del bisabuelo del Duque. (Señala un cuadro de la pared.) Si yo dijera que es una copia…

MORRIS: El Duque es muy simpático, pero creo que se hallaría usted ante lo que ha denominado interrupción de una discusión.

SMITH: Bien, supongamos que lo dijera de todos modos. No creerían ustedes que lo que estaba diciendo era que sir Joshua Reynolds no ha existido nunca. ¿Por qué los milagros fraudulentos han de demostrarnos que los verdaderos santos y profetas no han existido nunca? Puede existir magia fraudulenta, y también magia auténtica.

(El ILUSIONISTA alza la cabeza y escucha con un curioso aire de concentración.)

SMITH: Si puede haber fantasmas tallados en calabazas es precisamente porque existen los fantasmas de verdad. Si puede haber duendes en los teatros es precisamente porque existen los duendes de verdad. Señalar un billete falso no basta para abolir el Banco de Inglaterra.

MORRIS: Espero que al profesor le guste que le llamen billete falso.

ILUSIONISTA: Casi tanto como que me consideren catálogo de presentación de ciertas empresas americanas.

DOCTOR: ¡Caballeros! ¡Caballeros!

ILUSIONISTA: Lo siento.

MORRIS: Bueno, discutamos primero, y supongo que siempre podremos pelearnos después. Limpiaré esta casa de ciertos engorros. Mire, señor Smith, yo no me burlo de su noción de milagro auténtico. Lo que yo digo —y lo dice la ciencia—, es que para todo existe una causa. La ciencia hallará esa causa, y antes o después su viejo milagro parecerá muy poca cosa. Antes o después la ciencia botanizará su fantasma y les dará calabazas a ustedes por haber creído en él. Lo que yo digo…

DOCTOR: (En voz baja, dirigiéndose a SMITH.) No me gusta nada esta pacífica discusión suya. El chico se está alterando demasiado.

MORRIS: Usted dice que el viejo Reynolds existió. Y la ciencia no dice que no. (Se vuelve, muy nervioso, hacia el cuadro.) Pero supongo que ahora está muerto. Y usted no resucitará más a sus santos y a sus profetas que al bisabuelo del Duque para hacerlo bailar en esa pared.

(El cuadro empieza a oscilar ligeramente, de un lado a otro, en la pared.)

DOCTOR: ¡Miren! ¡El cuadro se mueve!

MORRIS: (Volviéndose furioso hacia el ILUSIONISTA.) Usted ya estaba en este salón antes de que llegáramos. ¿Cree que nos va a convencer con algo así? Todo eso puede hacerse con cables.

ILUSIONISTA: (Inmóvil, y sin levantar la vista de la mesa.) Sí. Podría hacer todo eso con cables.

MORRIS: Y a usted le ha parecido que yo no iba a darme cuenta. (Se ríe con carcajadas agudas que son como graznidos.) Así es como los cochinos espiritistas hacen todos sus trucos. Dicen que son capaces de lograr que los muebles se muevan solos. Si se mueven, es porque los mueven ellos. Y nosotros pretendemos saber cómo lo hacen.

(Una silla cae al suelo con ligero estrépito.)

(MORRIS casi da un respingo y, momentáneamente, se queda sin aliento y sin palabras.)

MORRIS: Usted… claro… que… todo el mundo sabe que… una plancha deslizante. Puede hacerse con una plancha deslizante.

ILUSIONISTA: (Sin levantar la vista.) Sí. Puede hacerse con una plancha deslizante.

(El DOCTOR se acerca a MORRIS, que vuelve la cabeza y le habla con gran vehemencia.)

MORRIS: Ha estado usted en lo cierto desde el principio, doctor, al hablar de su lámpara roja. Esa lámpara roja es la luz de la ciencia que apagará todas las que se esconden en el interior de esos fantasmas de calabaza. Se trata de un fuego que se consume, doctor, pero es la luz roja de la mañana. (La señala, exaltado, lleno de entusiasmo.) Sus sacerdotes no pueden impedir que esa luz brille ni cambiarle el color, el destello, más de lo que Josué pudo detener el Sol y la Luna. (Ríe irrefrenablemente). Ya ven, hace una hora o dos, cerca de esa lámpara roja, era un duende auténtico embozado bajo una capa de elfo el que se paseaba. Y la luz lo ha convertido en un payaso vulgar y corriente, con pajarita blanca.

(La lámpara, al fondo del jardín, se vuelve azul. Todos la miran en silencio.)

MORRIS: (Rompe el silencio con un tono alto, forzado.) ¡Un momento! ¡Un momento! ¡Ya lo tengo! ¡Le he pillado…! (Se pasea desbocado por la sala, de un lado a otro, mordiéndose un dedo.) Ha puesto un cable… no, no puede ser eso…

DOCTOR: (Hablándole con voz tranquilizadora.) Bueno, bueno, no tenemos por qué indagar en este momento…

MORRIS: (Volviéndose hacia él, furioso.) Dice usted ser un hombre de ciencia, y se atreve a decirme que no indague…

SMITH: Sólo le sugerimos que, de momento, lo deje pasar.

MORRIS: (Violento.) No, sacerdote, no pienso dejarlo pasar. (Vuelve a caminar de un lado a otro.) ¿Podría hacerse con espejos? (Se lleva la mano a la frente.) Usted tiene un espejo… (De pronto alza mucho la voz.) ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Mezcla de luces! ¿Por qué no? Si mezcla una luz verde con una roja…

(Silencio repentino.)

SMITH: (En voz baja, al DOCTOR.) No sale el azul.

DOCTOR: (Acercándose al ILUSIONISTA.) Si ha sido usted el que ha hecho este truco, deshágalo, por favor.

(Tras un silencio, la luz vuelve al rojo.)

MORRIS: (Se acerca de pronto a los ventanales y los examina.) ¡Son los cristales! ¡Ha hecho algo con los cristales!

(Se interrumpe de pronto y se hace un largo silencio.)

ILUSIONISTA: (Aún sin moverse.) No creo que encuentre nada raro en los cristales.

MORRIS: (Abre las puertas con gran estrépito, rompiendo algunos vidrios.) Entonces averiguaré qué le pasa a esa lámpara.

(Desaparece en el jardín.)

DOCTOR: Me temo que la noche sigue fría.

SMITH: Sí. Y ahora habrá alguien más vagando por el jardín.

(A través de los ventanales rotos se ve que MORRIS camina de un lado a otro, cada vez más deprisa.)

SMITH: Supongo que, en este caso, el crepúsculo celta no le dará catarro.

DOCTOR: Oh, si sólo fuera eso.

(Entra PATRICIA.)

PATRICIA: ¿Dónde está mi hermano?

(Se produce un silencio embarazoso, tras el que el ILUSIONISTA responde.)

ILUSIONISTA: Me temo que está caminando por el País de los Duendes.

PATRICIA: ¡No está bien que salga en una noche como ésta! ¡Es muy peligroso!

ILUSIONISTA: ¡Sí, es muy peligroso! ¡Tal vez se encuentre con un duende!

PATRICIA: ¿Qué quiere decir?

ILUSIONISTA: Usted también ha salido con este mal tiempo y se ha encontrado con una especie de duende que, hasta el momento, sólo le ha traído penas.

PATRICIA: Voy a buscar a mi hermano.

(Sale al jardín a través del ventanal abierto.)

SMITH: (Tras un largo silencio, y repentinamente.) ¿Qué es ese ruido? No le estará cantando esas canciones a él, ¿verdad?

ILUSIONISTA: No. Él no entiende el lenguaje de los elfos.

SMITH: ¿Pero qué son esos gritos y lamentos que oigo?

ILUSIONISTA: Los ruidos normales, creo, de un apacible hombre de negocios.

DOCTOR: Señor, entiendo que esté resentido, pues admito que lo han recibido poco cortésmente; pero hablar así, en momentos como éstos…

(PATRICIA reaparece junto al ventanal, muy pálida.)

PATRICIA: ¿Puedo hablar con el doctor?

DOCTOR: Por supuesto, querida. ¿Voy a buscar al Duque?

PATRICIA: Preferiría al doctor.

SMITH: ¿Puedo ser de alguna ayuda?

PATRICIA: Sólo quiero al doctor.

(Vuelve a salir, seguida del DOCTOR GRIMTHORPE. Los otros dos se miran.)

SMITH: (En voz baja.) Este último truco suyo ha sido magnífico.

ILUSIONISTA: Gracias. Supongo que quiere decir que es el único que no ha descubierto.

SMITH: Algo así, sí, lo confieso. Su último truco ha sido el mejor que he visto en mi vida. Es tan bueno que ojalá no lo hubiera hecho.

ILUSIONISTA: Lo mismo digo.

SMITH: ¿Qué quiere decir? ¿Preferiría no ser ilusionista?

ILUSIONISTA: Preferiría no haber nacido.

(Sale.)

(Silencio. El DOCTOR entra, muy serio.)

DOCTOR: Por el momento está bien. Lo hemos traído de vuelta.

SMITH: (Acercándose a él.) Me ha dicho antes que la joven tenía problemas mentales.

DOCTOR: (Mirándolo fijamente.) No, le he dicho que había problemas mentales en la familia.

SMITH: (Tras una pausa.) ¿Dónde está el señor Morris Carleon?

DOCTOR: Lo he acostado en la cama de la habitación contigua. Su hermana cuida de él.

SMITH: ¡Su hermana! Entonces, ¿cree usted en duendes?

DOCTOR: ¿Que si creo en duendes? ¿A qué se refiere?

SMITH: Al menos deja a una persona que cree en duendes a cargo de la persona que no cree en ellos.

DOCTOR: Supongo que sí.

SMITH: ¿Y no teme que lo tenga despierto toda la noche con sus cuentos?

DOCTOR: Por supuesto que no.

SMITH: ¿No teme que arroje por la ventana el frasco de medicina y le administre un… una gota de rocío, o algo por el estilo? ¿O, digamos, un trébol de cuatro hojas?

DOCTOR: No, claro que no.

SMITH: Sólo se lo pregunto porque ustedes, los científicos, son algo implacables con nosotros, los hombres de iglesia. Usted no cree en el sacerdocio; pero admitirá que yo soy más sacerdote de lo que ese ilusionista es realmente un mago. Ha hablado usted mucho de la Biblia y de crítica bíblica. Pero, incluso para la crítica bíblica, la Biblia es más antigua que el lenguaje de los elfos… que, por lo que intuyo, se ha inventado esta misma tarde. Pero la señorita Carleon creía en el hechicero. La señorita Carleon creía en el lenguaje de los elfos. Y usted va y la deja a cargo de un inválido sin la menor sombra de duda: porque se fía de las mujeres.

DOCTOR: (Muy serio.) Sí, me fío de las mujeres.

SMITH: Usted confía en una mujer para los aspectos prácticos de la vida y la muerte, para una noche en vela durante la que una mano temblorosa, o un gránulo más o menos podrían significar la muerte.

DOCTOR: Sí.

SMITH: Pero si esa mujer se levanta temprano para ir a la primera misa en mi iglesia, dice que es débil de criterio y que sólo las mujeres pueden creer en la religión.

DOCTOR: Yo nunca llamaría a esa mujer débil de criterio. No, Dios mío, ni aunque fuera a la iglesia.

SMITH: Y sin embargo existen muchos hombres resueltos que creen apasionadamente en ir a la iglesia.

DOCTOR: ¿Acaso no había muchos hombres resueltos que creían apasionadamente en Apolo?

SMITH: ¿Y qué daño hacía creer en Apolo? ¿Y qué gran daño habría hecho no creer en Apolo? ¿Nunca se le ha ocurrido que la duda puede ser una locura, lo mismo que la fe? ¿Que formular preguntas puede ser una enfermedad, lo mismo que proclamar doctrinas? ¡Ustedes hablan de manía religiosa! ¿Acaso no existe la manía no religiosa? ¿Acaso no existe ahora mismo, en esta misma casa?

DOCTOR: Entonces usted cree que nadie debería preguntarse nada.

SMITH: (Vehemente, señalando la habitación contigua.) ¡Creo que eso es lo que pasa con las preguntas! ¿Por qué no dejan en paz el universo y le permiten que signifique lo que le dé la gana? ¿Por qué no puede el trueno ser Júpiter? Son muchos los hombres que se han vuelto idiotas de tanto preguntarse qué es, si no es Júpiter.

DOCTOR: (Observándolo.) ¿Cree usted en su propia religión?

SMITH: (Sosteniéndole la mirada.) Imagine que no: seguiría siendo un necio si la cuestionara. El niño que duda de la existencia de santa Claus padece insomnio. El niño que cree en él duerme toda la noche.

DOCTOR: Es usted un pragmático.

(Entra el DUQUE, distraído.)

SMITH: A esto los abogados lo llaman vulgar insulto. Pero sí, apelo a la práctica. Aquí tenemos una familia sobre la que me cuenta que pende una calamidad mental. Aquí tenemos a un muchacho que lo cuestiona todo y a una muchacha que cree en cualquier cosa. ¿Sobre cuál de los dos ha recaído la maldición?

DUQUE: Vaya, me alegra oír que están hablando ustedes de los pragmáticos. ¡Ah, un movimiento muy avanzado! Supongo que Roosevelt, ahora… (Silencio.) Bien, nos movemos, ¿saben? ¡Nos movemos! Primero fue el eslabón perdido. (Silencio.) ¡No! Primero fue el protoplasma… y después, después vino el eslabón perdido. Y la Carta Magna, etcétera. (Silencio.) ¡Echen si no un vistazo a la Ley de Seguros!

DOCTOR: Preferiría no hacerlo.

DUQUE: (Apuntándolo, burlón, con un dedo.) ¡Ah, prejuicios, prejuicios! Ustedes, los doctores, ya se sabe… Yo no he tenido nunca.

(Silencio.)

DOCTOR: (Rompiendo el silencio con desacostumbrada exasperación.) ¿Tenido qué?

DUQUE: (Con firmeza.) Nunca he tenido Marconis. Ni se me ocurriría. (Silencio.) Bien, debo hablar con Hastings.

(Sale sin propósito.)

DOCTOR: (Explota.) Sí, toda la… (Se vuelve hacia SMITH.) Acaba de preguntarme qué miembro de la familia ha heredado la locura familiar.

SMITH: Sí, acabo de hacerlo.

DOCTOR: (En voz baja, con tono comprensivo.) Por mi vida, creo que debe de ser el Duque.

Telón

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