Mafia

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Primera parte » 1

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Kathia

Valentino capturó el brazo de la que creía su amante con un disimulo tan extraordinario como violento. Un instante más tarde, mostrando una sonrisa dulce en los labios, se acercó a su oído y le murmuró algo que hizo que el rostro de Giovanna cambiara por completo.

Nadie allí se percató del pequeño arrebato de la Carusso al estar completamente concentrados en mí. Pero sé lo que vi. Sé que Giovanna había pretendido huir… Conmigo. Que aquel tierno susurro había sido una amenaza. Y por eso empecé a temer.

Miré a mi alrededor.

Deslizándose del brazo de Angelo por aquel pasillo enmoquetado, mi presencia era el foco absoluto de atención de todas aquellas personas. Ninguno de ellos se dio cuenta de la forma en la que Angelo me sujetaba. Me hizo mantener un ritmo acorde al suyo, creyéndome capaz de escapar. Pero aparte de su estúpido empeño en fingirse un padre orgulloso, me preocupaba algo mucho más importante: las armas. Había guardias por todos lados. Si alguno de ellos daba con Cristianno…

Pero ni a él ni a mi hermano parecía importarles que su seguridad pendiera de un hilo. Probablemente porque sabían algo que yo ignoraba.

A medida que el tiempo pasaba, mi corazón latía diferente, mucho más lánguido y pronunciado. Lo sentía atronándome en los oídos, me oprimía. Una extraña fuerza me engullía… Quizás provocada por esa parte envenenada de mí que insistía en que aquella era la única realidad que debía creer. Una cruel batalla que no estaba destinada a ganar. Ciertamente, me lo habían dicho y yo les había ignorado creyéndome capaz de vencerles. No parecía que hubiera otra opción más que dejarse atrapar por el momento.

Iba a ser devorada por la mafia. Lo sabía, ya lo había imaginado, pero no creí que sucedería de una forma tan violenta. Sin embargo, aunque todo parecía perdido, no quise asumirlo. Tal vez porque Enrico me miró desde su asiento, encargándose de que sus ojos hicieran desaparecer todo lo demás. O quizá porque Cristianno estaba allí, caminando conmigo, entre las sombras, sabiendo que su presencia sostenía mi resistencia.

Él era aquella poderosa parte de mí que insistía en arder y que no se resignaba, la misma que le pertenecía desde el momento en que decidió entregarse a mí. Me provocaba un sentimiento infinito. Pero, al parecer, incluso el infinito tiene un límite.

Me estaba asfixiando en la ambigüedad. Confiaba con todas mis fuerzas, pero temía casi con la misma energía. Era insoportable.

<<Esto se acaba…>> Me había dicho Cristianno.

Lo más lógico hubiera sido sentirse desesperada y desprovista de esperanza, era inútil pensar en que todavía nos quedaba una opción. Pero si Cristianno creía y confiaba, entonces no era tan estúpido sentirme rebelde.

Alcé el mentón y tragué saliva.

Todos mis sentidos codiciaron la mirada de Cristianno, pero me contuve y me concentré en la corrosiva satisfacción que me producía saber que, aunque no pudiera verlo, sus ojos me seguían.

Cristianno

No solía sentir turbación en una situación que parecía tener controlada. Pero cuando vi a Valentino evitando que Giovanna abandonara su posición en el altar y a Enrico incomodarse en su asiento, noté como una amarga sensación se enredaba en mis entrañas.

Una estrategia requiere silencio, habilidad y delicadeza. Calcular cada movimiento, evaluar todas las opciones y nunca olvidar las posibles respuestas que pueden darnos nuestros enemigos, porque no hay margen para imprevistos.

Cuando se reflexiona sobre todo eso, se establece el tablero.

Y comienza el juego.

Sin reglas, sin límite.

Unos podían llamarlo deshonestidad o maldad. Yo, sin embargo, lo llamaba mafia en estado puro. Ese tipo de mafia que solo la razón puede manejar. Nadie había contado con la posibilidad de reacción de un Gabbana. Y ahora venía la mejor parte: las consecuencias.

Pero eso no nos ahorraba estar en peligro. No, en peligro no. Era el pase ganador a una muerte asegurada y muy dolorosa.

<<Porque probablemente no conocemos a todos nuestros enemigos.>>

Mi padre ya había empezado a prevenir un hipotético desastre. No descartaba que algo impensable pudiera suceder. Y, aunque yo lo creyera innecesario, jamás se me hubiera ocurrido contradecirle.

Tal vez por pensar en ello tan de repente, dudé. Un poco.

Tragué saliva mientras acariciaba el filo de mi arma. Jugué con las yemas de mis dedos. Calculaban la distancia y el tiempo que tardarían en desenfundar y disparar, en el caso de que fuera necesario hacerlo. Pero aun notando esa extraña suspicacia, estaba tranquilo, demasiado quizás. No me había apoderado de todos los rincones de aquella maldita iglesia para llevar a cabo una masacre, por mucho que me incitara la idea. Todavía no había llegado el momento, y, de hecho, la prudencia también podía ser excitante.

Avancé con pausa.

Kathia marcaba mi ritmo.

Ella permanecía ajena a mi posición, seguramente más concentrada en su inminente llegada al altar que en cualquier otra cosa. Pero su cuerpo me buscaba. A mis ojos no pasaba desapercibido su lenguaje corporal. Kathia temía que pudieran descubrirme, pero no debía hacerlo. Tenía perfectamente controlados a los esbirros más poderosos que había en aquella iglesia.

No era consciente de lo fundamental que era su intervención en aquel plan. Sólo había confiado ciegamente en Enrico y en mí, abandonándose a nuestras decisiones y tragándose su temor porque creía en nuestras palabras. Yo sabía el desenlace que tendría aquella ceremonia y también lo mucho que nos lo merecíamos, pero siendo asquerosamente sincero no estaba orgulloso. En cierto modo, me sentía un traficante de su amor.

Me consolaba que, después de ese día, ya no hubiera mentiras, y podría entregarle el mejor de los regalos: una vida como ella quisiera vivirla.

Estiré los músculos de mi cuello y me permití observar a la mujer de mi vida con detenimiento. Que estaba extraordinariamente hermosa era un hecho para todo el mundo, parecía una auténtica diosa dentro de aquel impresionante vestido. Pero para mí, Kathia era perfecta en todas sus versiones.

Suspiré.

De pronto aquella corta distancia que me separaba de ella, me pareció kilométrica. La necesitaba pegada a mí cuanto antes.

Analicé a Angelo. Parecía satisfecho. Estaba llevando al altar a la que creía hija de mi tío Fabio y ni siquiera se había planteado verificarlo. Su absoluta confianza nos había regalado la mejor de las ventajas.

Sonreí con disimulo. Todavía era muy pronto para vanagloriarse, pero era inevitable disfrutar. Hasta que Valentino cogió la mano de Kathia que Angelo le ofrecía. Ella se movió por inercia y se colocó junto al Bianchi. Ese instante también era indispensable para la prensa invitada, que lanzaron sus flashes casi desquiciados por capturar el momento. Aquella ceremonia poco a poco parecía el enlace de unos monarcas.

El cardenal comenzó su discurso. Pero ni Kathia ni yo le prestamos atención. Nos ahogamos en una mirada que nadie percibió.

Kathia

No hay opción en el fracaso. Se pierden todas las reservas de resistencia y valor, dejándote a la deriva en unas aguas que terminaran por devorarte sin aviso, en cualquier momento. Pero, puestos a caer en ese abismo, preferí hacerlo mirándole a los ojos.

Cristianno respondió. En silencio, en la lejanía, me abrazó y dejó que el recuerdo de su voz me dijera en un susurro que no debía temer, que él estaba allí conmigo y el tiempo no jugaba en nuestra contra.

Yo le respondí del mismo modo. Le dije que no estaba hecha para la mentira ni la falsedad, pero, si debía actuar, me enorgullecía que fuera por ese motivo; por él y por su vida. Sin embargo fue imposible disimularle lo mucho que me hubiera gustado que él fuera a quien le entregara mi vida en aquel altar. No en ese momento, pero sí después de haber vivido nuestro romance sin restricciones.

—¿Señorita Carusso? —Me alertó el Cardenal. Al parecer no era el primer aviso.

—Kathia, por favor —masculló Valentino fingiendo entereza.

Había llegado a esa parte del ritual y yo ni siquiera me había dado cuenta. Tuve que abandonar mi refugio en la mirada de Cristianno y prestar atención.

—Sí… —murmuré sin estar muy segura de sí correspondía esa respuesta—. Acepto. —No sé por qué, pero llegados a ese punto todo me importó una mierda.

El Cardenal asintió con la cabeza y me regaló una mueca cariñosa y bastante confusa antes de continuar con la ceremonia.

La entrega de las alianzas hubiera corrido a cargo de Marzia Carusso si esta hubiera estado viva. Pero como no era el caso (y a la gran mayoría no parecía importarle), se lo encargaron a una niñita de unos diez años sobrina de Danilo Pirlo, el cuñado de Olimpia. A la gente le tentaba aplaudir en cuanto vieron a la chiquilla darnos los anillos.

—Bendice, Señor, y santifica el amor de estos hijos tuyos, y que estos anillos, signo de la fidelidad que se deben, sirvan para recordarles el amor que los une. Por Jesucristo Nuestro Señor. —Más palabrería. Pocos allí sabían que aquel anillo era una maldita parafernalia—. Valentino, entrega esta alianza a tu esposa, Kathia, y recuerda que es signo de tu amor y fidelidad.

Se me contrajo el vientre y me concentré en la profunda lentitud con la que el aire entraba en mis pulmones. Se suponía que era una maniobra sencilla y fisiológica, algo que llevaba toda la vida haciendo. No debería haber parecido que aprendía a respirar ni que estaba al borde de desplomarme. Maldita sea, sabía que todo aquello era una mentira.

—Kathia, entrega esta alianza a tu esposo, Valentino, y recuerda que es signo de tu amor y fidelidad.

Miré a Enrico. Estaba sentado junto a Olimpia, cruzado de piernas en una pose tan insinuante como insolente. Derrochaba una tranquilidad tan férrea que apenas dejaba lugar a dudas. Y me vigorizó, tanto que por poco me echo a reír.

Me mordí el labio antes de colocar el anillo en uno de los dedos de Valentino. Los invitados contuvieron un murmullo de alegría.

—El señor confirme el consentimiento que habéis manifestado delante de la iglesia y realice en vosotros lo que su bendición os promete. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido —sentenció el Cardenal.

Valentino se acercó lentamente.

Iba a besarme.

Cristianno

El Bianchi ya había cerrado los ojos cuando Kathia desvió su mirada hacia la mía. Hubiera preferido que imitara el gesto de su maldito esposo y me ahorrara la inquietud de saber que iba a besarle pensando en mis labios. Pero ella insistía en mí, segura de que yo no apartaría la mirada siquiera cuando recibiera el beso de mi peor enemigo.

El amor y la sensatez nunca fueron buenos compañeros. Al menos no en todo el mundo. Sin embargo, aun sabiendo lo importante que era prolongar mi sensatez por el bien de la integridad de mi familia, en ese preciso instante, no me hubiera importado exponerme y mandarlo todo a la mierda. Pero, como casi siempre, la suprema energía de Enrico me detuvo. Aquel hombre no solo era extraordinario sino que también sabía leer el puto pensamiento. Y si a él le molestaba todo aquello y se mantenía firme, ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo? Llevaba toda la ceremonia soportándolo, solo tenía que hacerlo un poco más.

Ese maldito beso desencadenó la dicha de todos los invitados. Comenzaron a aplaudir y vitorear, ajenos a mí, a todas las intenciones que guardaba.

—¿Cristianno? —La voz de Thiago surgió del dispositivo que llevaba en la oreja. Me instaba con serenidad.

Tragué saliva, agaché la cabeza, apretando con fuerza los ojos, y me acerqué la muñeca a la boca para poder responderle.

—Sí, lo sé… —repuse muy bajito.

Debía salir de inmediato si quería llegar a tiempo. Y también debía iniciar la cuenta atrás.

Miré el reloj. 18:47 p.m.

Pulsé el botón. El temporizador se puso en marcha.

Con ese gesto, empezaba la venganza.

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