Mafia

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Segunda parte » 39

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Mauro

Me estremecí con tanta violencia que creí que me caería de la cama. Dolía muchísimo el modo en que el desinfectante estaba penetrando en las heridas de mi espalda. Joder, preferí que me pegaran una paliza.

Ni siquiera recuerdo el trayecto. Ni siquiera sabía dónde estábamos o quién demonios había en aquella habitación. Solo era consciente del terrible escozor, del aroma a hospital y de la mirada increíblemente azul de Cristianno clavada en mí.

Contuve un quejido. Escuchaba a los sanitarios parlotear mientras trabajaban sobre mi piel, pero no quise entender lo que decían, quizá porque la presencia de Cristianno me tenía completamente atrapado.

Se había arrodillado junto a la cama apretando mi mano con la suya cada pocos segundos, transmitiéndome todas las emociones que se paseaban por su cabeza. Aquello fue lo único que evitó que me volviera loco. Estaba de vuelta junto a mi compañero, junto a mi familia.

El escenario me dio igual, estar bajo tierra o miles de kilómetros de todo lo que conocía, solo me importaba estar junto a mi primo y todo lo que este conllevaba.

—Sarah… —gemí pensando que podía estar en peligro. Lo última imagen que tenía de ella era cómo se la llevaban de mi lado en el aeródromo—. ¿Dónde…está? —Me hubiera gustado poder hablar con más normalidad, poder vocalizar un poco más—. Y mi madre…

—En ese instante el dolor fue un poco menos soportable.

—Tranquilo, Mauro, todo está controlado. —Si quizás mentía, no le guardaría rencor por ello.

Cristianno no iba a decirme en un momento como ese toda la verdad de cuatro días. Y muy probablemente yo habría hecho lo mismo de estar en su lugar. Pero no podía quedarme tranquilo si alguna de las mujeres de mi familia estaba en peligro por culpa de la envidia de un hombre falso.

—Mi madre… —insistí apretando su mano y notando de nuevo un escozor, esa vez en la comisura de mis ojos—. Alessio dijo que sabía la verdad… Que Fabio…

Cristianno acarició mi cabello y optó por dejar sus dedos enredados en él en vez de convertir su gesto en una caricia furtiva. Por un instante pude ver todo el miedo que había pasado al pensar que podía perderme. Creo que toparme con esa realidad fue lo que más me hirió.

—Shhh, no digas nada más, ¿de acuerdo? —susurró Cristianno en un tono cariñoso—. Todo está bien. Todo saldrá bien, ¿me oyes?

Llegados a ese punto, llorar se había convertido en una necesidad imperativa que tomó las riendas. Noté como las lágrimas se derramaban una tras otra.

—Vas a quedarte conmigo esta noche, ¿verdad? —sollocé muy bajito, y Cristianno se acercó un poco más a mí hasta apoyar su frente en la mía—. Quédate conmigo. —Cerré los ojos.

Ahora no concebía la distancia entre nosotros, por muy corta que fuera.

—No pienso separarme de ti —afirmó Cristianno—. Nunca.

Sarah

Algo de mí se rompió cuando escuché a Mauro nombrarme de aquella manera. Era él quien estaba siendo sometido a una cura verdaderamente irritante y sin embargo le preocupaba más el hecho de saber si yo estaba a salvo.

Aun así, bajo todo el dolor que eso me produjo, hubo algo incuestionable: el extraordinario sentimiento que transmitían Mauro y Cristianno juntos. En el hall de espera que había en aquella zona habilitada para emergencias médicas, todos éramos conscientes de la magia que había entre los dos. Nadie pudo huir de ella, ni tampoco del dolor que eso nos produjo.

Probablemente Alex era quien mejor lo soportaba, quizás porque se había convertido en el sostén de Daniela. La abrazaba mientras ella se deshacía en pequeños temblores y jadeos. Junto a la puerta, Kathia no estaba segura de qué hacer: si continuar observando a su novio y a su amigo o preocuparse un poco más por una Giovanna que dudaba mientras las lágrimas se le derramaban sin control. Ella sabía que en ese momento Mauro no necesitaba a nadie más que a Cristianno.

Me froté el rostro, queriendo despejarme un poco, pero no lo conseguí. Y miré a mi alrededor. No tenía ni idea de cómo había ido el rescate, pero desde luego los rostros de Ben y Thiago lo dejaban todo bien claro.

Me moví por pura inercia. Lentamente, noté como mis pasos me alejaban de aquella habitación y me adentraban en la pasarela sin saber muy bien hacia donde iba.

Estaban siendo las noches más duras y largas de mi vida. Toda aquella carga física y emocional empezaba a pasar factura, poco a poco nos desgarraba.

Con las manos en el vientre me detuve frente a una sala. Era una especie de saloncito bastante coqueto que probablemente había sido creado para buscar el descanso sin llegar a dormir. Habría pasado de largo si no hubiera sido porque vi a Valerio sentado en el sofá con los codos apoyados en las rodillas y el rostro enterrado entre las manos. No me parecía que estuviera excesivamente triste, pero si algo perdido y extrañado. No era el hombre que solía ser.

Di unos toquecitos en la madera antes de entrar y Valerio me observó como si acabara de ver a un fantasma. Sus pupilas se tornaron oscuras en cuanto concibió quién era y me asombró que fuera capaz de mirarme de aquella forma tan distante e incluso molesta. Pero eso no fue lo que más me impresionó, siquiera le di importancia al descubrir que había llorado.

—¿Qué me has hecho? —jadeó sin aliento, reprendiéndome por algo que no sabía.

Enseguida me acerqué y me acuclillé frente a él intentando mirar su rostro de cerca. No necesitaba confirmar sus lágrimas, pero algo de mí no podía creer que Valerio estuviera llorando.

—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? —Le exigí saber retirando sus manos cuando quiso esconderse. Valerio se resignó a mi cercanía y resopló mirando al techo.

—Cuando la he mirado a los ojos… —suspiró, casi me pareció un pensamiento suyo, y no una confesión—. Cuando la he visto ahí… —Ying. Hablaba de Ying.

Y entonces lo entendí todo.

Yo le había enviado a su rescate sin saber que terminaría quedando atrapado en ella.

—Dios mío… —jadeé antes de darle un abrazo. Valerio se dejó llevar, no me rechazó como en el fondo esperaba. Todavía le confortaba mi calor y eso borró por completo la pequeña tirantez que me había mostrado.

Esperaría a que pudiera hablar, a que pudiera expresarse con normalidad, a que entendiera lo que sentía. Esperaría a que me mirara a los ojos y me contara la verdad. El porqué de sus lágrimas. Pero de pronto todos aquellos pensamientos enmudecieron. Solo pude escuchar el sonido de una vida que se escapaba convertido en un pitido continuo que se perdía en la distancia.

Empalidecí al tiempo en que miraba hacia la puerta y notaba como mi pulso se detenía. Mis mejillas se helaron, no sentí que la sangre fluyera por ellas. Siquiera cuando Valerio apretó mi mano.

Le miré. No había querido mencionar lo que imaginaba porque algo de mí se obstinaba en negarlo, pero al ver los ojos de Valerio ese pensamiento cobró demasiada fuerza.

Me levanté tambaleante, no creí ser capaz de moverme con normalidad hasta que vi como mi amigo imitaba mi gesto. Él también se estaba esperando lo peor.

Eché a correr. Fue un impulso desmedido. Ni siquiera tuve tiempo de prepararme para ello, por eso tropecé. Y continué haciéndolo un par de metros más hasta que mi corazón se desbocó y comprendió que me dirigía vertiginosamente rápido hacia el final de mi vida.

Giré al final de la pasarela y me detuve de súbito. En aquella zona el pitido era más insistente, una nota larga sin descanso. Señal de que ya nada se podía hacer.

Y provenía de la habitación de Enrico.

Pero todo cobró demasiado realismo cuando vi como un grupo de médicos apartaba a mis compañeros, que se habían aglutinado en la puerta para poder entrar.

Primero sentí unos calambres en las piernas, y enseguida fui consciente de que mi cuerpo ya no resistía.

Noté como me desplomaba muy lentamente.

Kathia

Yo fui la primera en oírlo. Fui la primera en creer que Enrico ya no despertaría.

Pero todo empezó con retorcida calma. Al compás de mi respiración, tan tranquila como precipitada.

Un ligero pitido intermitente llamó mi atención. No miré de inmediato, ni siquiera puse atención porque estaba demasiado pendiente de Mauro y tampoco creí que la gravedad pudiera azotarnos de nuevo. Por eso quizás fue tan desconcertante.

Poco a poco el sonido fue cobrando protagonismo. Tragué saliva y tuve un escalofrío cuando empecé a caminar hacia la habitación de Enrico. Recordé perfectamente las palabras del doctor. Enrico no corría peligro, no iba a morir. Entonces, ¿por qué era lo que me parecía? ¿Por qué siquiera había podido despedirme de él?

Alguien me empujó y le vi correr hacía la habitación. Reconocí a Thiago cuando se quedó paralizado y, aunque temí lo indecible pensando que acababa de toparse con el cuerpo sin vida de mi hermano, precisamente ese gesto fue lo que me obligó a correr.

Entré allí sin saber que Cristianno y Alex me seguirían. Y se me cortó el aliento. Quizás los reveses que habíamos recibido en las últimas semanas me habían hecho incrédula ante la posibilidad de obtener algo bueno. Pero resultó que podía pasar.

Enrico me miró como si súbitamente su vida hubiera cobrado sentido al verme. Era su mirada, era la sensación de eternidad que esta desprendía lo que hizo que me hincara de rodillas en el suelo y rompiera a llorar.

Mi hermano estaba vivo. Ese sonido, producido por la maldita máquina de las constantes, se había dado porque Enrico se había quitado los cables del pecho.

—Kathia… —Su voz… En un gemido tierno y dulce.

Le necesité con exigencia. Y por eso me levanté del suelo y me lancé a por él. Lo primero que sentí al abrazarle fue su corazón estrellándose contra mi pecho. Enrico se quejó. El movimiento le había hecho daño, pero no se apartó, sino que me apretó junto a él obligándome a subirme a horcajadas sobre su regazo.

Me quedé allí, notando el balanceo de su cuerpo, hasta que ya no tuve fuerzas para llorar.

—¡¿Qué demonios…?! —Exclamó Terracota, cuando entró en la habitación seguido de cuatro enfermeros—. ¿Sabes el maldito susto que nos has dado?

Enrico sonrió. Bueno, más bien fue una especie de ronquido gracioso.

—Lo siento —murmuró risueño sabiendo que todo el mundo allí sonreía fascinado—. Necesitaba estirar las piernas. Además tengo un calor terrible.

Le miré al tiempo en que me apartaba de él. No sé cómo demonios lo hacía, pero estaba guapo incluso en esa situación. Deslicé mis dedos por la clavícula herida y acaricié la zona muy despacio.

Enrico capturó mi mano y se la llevó a los labios.

—Mi niña… —me sonrió y mis lágrimas se hicieron un poco más profundas.

—Sea como sea, te haremos un chequeo —intervino el doctor—. Vamos, todo el mundo fuera.

—Enrico… —susurré en su cuello.

—Estaré bien, cariño. Lo prometo. —Y esta vez sí era de verdad. Sí dependía de él.

—Más te vale.

Me despedí de él sabiendo que no tardaría en sentir las manos de Cristianno rodeando mi cintura.

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