Madrid

Madrid


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PRÓLOGO

Madrid es una ciudad estrepitosa y bizarra (por decirlo con dos italianismos) y, si se le pilla el punto, fascinante. No hace falta haber nacido en Madrid, ni vivir aquí, para darse cuenta. Claro que si dijera lo contrario tampoco se molestaría nadie, porque la mayoría de los madrileños que yo he conocido no son narcisistas, y las madrileñas menos aún; presumidos, quizás algo más que en otras partes, pero narcisistas no me lo han parecido. Además, casi nadie es de Madrid, y cuando te encuentras con alguien que nació en la famosa «Villa del oso y el madroño» tampoco te cobra una perra por ello: «haber nacido en Madrid no da derecho a nada» y «en Madrid todo es de todos». Lo primero lo dijo Giménez Caballero, que escribió un libro que se titula Madrid nuestro , y lo segundo, Tomás Borrás, uno de los personajes de La tertulia del Café de Pombo .

A menudo oímos: «No sé cómo podéis vivir en Madrid». Y llevan razón. Yo tampoco me lo explico. Pero si puedo, nunca me iré de esta casa ni de este barrio; cada día los encuentra uno, cómo decirlo, más cercanos, sin que por ello vea que se lo estemos quitando a nadie. Esta ciudad nos sienta a todos como ropa de niño pobre, «corta y larga». Lo que tiene de urbe lo tiene también de «campesino y lugareño», como se encargan de recordar una vez al año los rebaños de merinas que atraviesan la cañada que pasa por la Puerta de Alcalá. «Huele a tomillo y espliego», decía Meléndez Valdés, y Madrid («pueblo grande y revuelto», decía también Galdós) es más rumboso que rico, y más de viejo que de nuevo. Para los que nos gusta lo nuevo tanto como lo viejo, es una ventaja, aunque sin salir de España hay lo menos media docena de ciudades que la superan en todo o en parte, y saliendo, muchas más.

Alguien quería saber el nombre que les dan algunos aborígenes a los que han ido a trabajar a Cataluña o al País Vasco desde otras regiones españolas: charnegos , maquetos … ¿Y en Madrid a los que aquí nos hemos aclimatado? Madrileños , desde el primer día, como también nos lo dicen, por lo general con cierta desconfianza o retintín, allá donde vamos, pese a que, como decía Díaz-Cañabate, «nacer en Madrid no es ser madrileño». Acaso por eso en Madrid nadie te pregunta de dónde eres, y si lo hacen se celebra de donde vienes, dispuestos a creer las maravillas que les cuentes de tu país nativo. Nuestro amigo Félix Ovejero, que vive en Barcelona, abrocha sus correos desde hace años con un «Ubi bene, ibi patria »; él escribe en latín esas palabras de Cicerón solo por delicadeza: «Donde estoy bien, está mi patria».

Ese es parte del enigma de Madrid: desde sus orígenes hasta hoy mismo, pasando por la más misteriosa de sus efemérides, 1561, el año en que Felipe II decidió trasladar aquí la corte. Su historia, nos recuerda Santos Juliá, es la de una ciudad que ha querido ser con Austrias y Borbones la capital de la monarquía; con los liberales del siglo XIX la capital de la nación; en 1931 la capital de la República; en 1939, con Franco, la capital de España, y desde 1978 la capital del Estado. En la actualidad yo creo que apenas es ya nada, solo el buzón donde todo el mundo, principalmente «las provincias», como las llama Ortega y Gasset, dirige sus quejas y reclamaciones. Pero no solo: ha sido, como ninguna otra, la de las ocasiones perdidas. Aunque sin exagerar: tampoco es «un proyecto en ruinas». Es verdad que el horizonte a Madrid se le ha puesto siempre un poco más lejos que a ninguna otra ciudad española y los mimbres de ese proyecto sucesivo han sido casi siempre pocos, malos y rotos. Pero también es la refutación de cualquier nacionalismo: aquí cada cual tiene su propio nido, ni peor ni mejor que el de su vecino, y en él cabemos todos. ¿Cucos que ponen en él sus huevos? Como en todas partes, ni más ni menos. Y el encanto de su destartale, su «ruina», es patente.

Se han escrito mil libros para dilucidar el misterio y busilis de esta ciudad desde puntos de vista históricos, personales, económicos, políticos, religiosos, literarios, filosóficos y artísticos, etnológicos, sociológicos o meramente instrumentales, o sea, para guiar al curioso forastero, poner al día al emigrante, informar a la ciencia o halagar al tipismo local, y yo he leído los que he podido, bastantes (se hizo en 1993 un exposición con un catálogo completo, Mil libros en la historia de Madrid , que a día de hoy serán seguramente el doble).

De su lectura he sacado esta conclusión: si hay uno que no debería llevar prólogo es este mío. Las ciudades no lo tienen. Por mucho que preparemos un viaje, al llegar, la realidad sorprende. Ninguna ciudad es como la imaginábamos; no es que sea peor o mejor; es distinta. En Madrid hay, no obstante, algo que no ha cambiado a lo largo de los siglos: es hospitalario y podemos hablar del «carácter acogedor de los madrileños» porque afortunadamente siempre ha estado a medio hacer, y aquí se reconoce a todo el que viene a arrimar el hombro, para quedarse o de paso, viajeros y estables.

Sé por experiencia que pocos libros sobre una ciudad se leen de principio a fin. La mayor parte cansan y su lectura se interrumpe, porque o no encuentra uno en ellos lo que le falta o sigue sin saber lo que va buscando. Y casi ninguno alcanza la edad de veinte años, mueren antes, casi todos caducan al poco de publicarse y acaban en los montones de saldos o baratillos. Esta evidencia me ha ayudado a no hacerme ilusiones, y me conformo con que llegues al último capítulo.

«La forma de una ciudad cambia más deprisa que el corazón de cualquier mortal», dice Julien Gracq al comienzo del libro que le dedicó a Nantes, citando a Baudelaire. Y sí, no hay ni una sola ciudad que no sea, recordada, una ficción, una novela, como en aquello que escribió Ferlosio «a la manera de Ramón: tan solo el rótulo de la estación dice de veras el nombre de la ciudad; lo demás son citas, más o menos fieles, de ese único documento original».

El argumento de Madrid es bastante parecido al de cualquiera de nosotros. A lo largo de los años esta ciudad ha conocido altos y bajos, vacas gordas y flacas, pero nunca ha perdido de vista su origen. Como Fortunata, repite: «Pueblo nací y pueblo soy». Por serlo se le han perdonado siempre sus muchos defectos, por lo menos los que vivimos aquí no se los tenemos demasiado en cuenta, tal y como nos sucede con aquellas personas a las que queremos de veras y de las que no podríamos vivir alejados mucho tiempo.

Federico Sopeña, el cura musicólogo, afinó mucho al decir que lo característico de esta ciudad es su provisionalidad. El secreto de esta ciudad es que vive y deja vivir, y el nuestro debería ser ver pasar sin esperar ser vistos. Es decir, aceptar con el mejor humor que somos provisionales; y aunque sea un hecho irrelevante para otros, constatar por último que en ninguna ciudad ha sido uno tan feliz como en esta destartalada villa, verdadero salón de pasos perdidos del mundo, hecho a partes iguales de sueño y verdad. Lo digo para que nadie se llame a engaño.

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Epílogo del prólogo . Después de cuatro años de trabajo, a primeros de marzo de 2020 daba por terminado este libro y este prólogo. Quince días después el gobierno decretaba el estado de alarma, y al poco un confinamiento de todos los españoles como consecuencia de la pandemia ocasionada por un coronavirus conocido como SARS-CoV-2 o virus de Wuhan, ciudad china de donde partió. Fue Madrid la ciudad más castigada de España: en apenas noventa días, más de setenta mil contagiados y casi nueve mil muertos (de los trescientos mil contagiados y cuarenta mil muertos en toda España). Durante casi tres meses Madrid fue una ciudad fantasma, con toda su población recluida en sus casas, día y noche, atemorizada y angustiada. Las escenas vividas en algunas residencias de ancianos y hospitales, insuficientes para la magnitud de la pandemia, y las imágenes de morgues improvisadas en las que se amontonaban durante semanas cientos de féretros, sumadas al silencio sepulcral de calles, avenidas y plazas, permanecerán durante mucho tiempo en la memoria de la ciudad y de los madrileños. También el recuerdo de quienes murieron como consecuencia del virus. También el testimonio dramático del personal sanitario, un tercio del cual enfermó (y ochenta murieron) cuidando la salud de los demás. Y también, por último, el silencioso trabajo de la intendencia, desde los agricultores, ganaderos y pescadores a los transportistas, tenderos y comerciantes que velaron con abnegación por nuestra supervivencia. A todos es obligado recordarlos en esta nota.

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AGRADECIMIENTOS . No ha conseguido uno escribir libros «puros», me salen siempre cruzados, contra mi propósito, porque soy un gran partidario de los órdenes clásicos y del canon. Y a este ha acabado pasándole lo mismo, es un cruce de vida, historia y guía.

Los agradecimientos, en cambio, son netos. Quiero recordar en primer lugar a las decenas de historiadores, cronistas y escritores cuyos libros he leído para escribir el mío. Me conmueve el amor que sienten por la ciudad y sus gentes y la tenacidad que demuestran para contar con sus variaciones personales cosas que ya han contado otros, y la alegría con que relatan las propias. Muchos de ellos aparecen citados en estas páginas y otros no, en este caso para no abrumar a los lectores.

Mi gratitud a internet es enorme también. Nuestra vida ha cambiado con ese invento: archivos de todo tipo, bibliográficos, literarios, periodísticos y fotográficos, bancos de datos históricos, planos y callejeros, fuentes originales y derivas azarosas, textos literarios íntegros… Aunque nadie puede escribir nada completo sobre casi nada, y menos sobre una ciudad, sin tales herramientas este libro sería mucho más pobre, al tiempo que me han excusado de repetir infinidad de datos, nombres, direcciones, historias a las que cualquiera puede acceder ya desde su móvil (y recordar de paso que las ilustraciones no son el objeto de este libro, ni este un catálogo de arte o un Coffee table book , lo que me ha permitido a veces relajarme en la afinación de atribuciones, fechas y calidad de las imágenes).

Y, por último, los amigos. A algunos de ellos los he fatigado con peticiones, revisiones y consultas, y sus aportaciones han sido a menudo providenciales: Joaquín Álvarez Barrientos, Pedro Álvarez de Miranda, Ernesto Baltar, Juan Manuel Bonet, Juan Manuel Castro Prieto, Manuel García Fuente, Pedro García Montalvo, Rafael Gil, Manuel Hidalgo, Abelardo Linares, Juan Marqués, Alfonso Meléndez, Miguel Ángel Merodio, José Muñoz Millanes, Antonio Pau, Emili Rosales, Carlos Sambricio, Gabriel Sánchez Espinosa, Anna Soldevila, Isabel Serrano, Miguel Tebar, Jonás Trueba y, claro, mi mujer Miriam Moreno Aguirre, y mis hijos Rafael y Guillermo; los cuatro compartimos un carromato que va dando tumbos por las calles de Madrid y en cuyas tablas figura esta leyenda: «Trapiello Más o Menos S.L. », confirmando así que toda sociedad es limitada.

Y poco más. Este es, al menos de los míos, el libro en que se hace más necesario captar la benevolencia del lector con un sincero «perdonad sus muchas faltas», porque ninguna de ellas las merecía esta ciudad ni mucho menos tú, a cuya inteligencia, discreción y buen gusto… Etcétera.

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