Madrid

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6, Confesiones de un perro callejero

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CONFESIONES DE UN PERRO CALLEJERO

Para casi todos nosotros una ciudad son las gentes que viven en ella, y lo que más echamos de menos en muchas es no tener quien nos las enseñe, alguien cercano con el que hablar no solo de la ciudad que vamos viendo, sino de todo lo demás que hemos vivido o queremos vivir.

Para mí esos tres palacios de los que acabo de hablar son tres historias con seres reales que conocí, y Madrid es principalmente donde han vivido la mayor parte de las personas a las que he admirado, contemporáneos nuestros o del pasado, y a las que he querido, donde yo mismo he vivido solo o acompañado de aquellos cuya existencia me es tan o más necesaria que la mía.

En la época de la que vengo hablando, la del gran amor que dejó de serlo a los dos o tres meses (aunque no para mí al menos durante un año más), yo llegué a no tener que hacer otra cosa en Madrid que ir de aquí para allá. Como veía Gaya a Galdós: «A Galdós me lo figuro dando vueltas y vueltas por Madrid, sin prisas, claro está, pero no a la manera del paseante o del ocioso, es decir, no con el placer del paseante ni el cinismo del ocioso, sino con ese paso del perro callejero que no es propiamente una lentitud, sino una sapiencia ; porque eso que en los perros callejeros puede parecer vaguedad de objetivo no es más que sabiduría, sabiduría profunda, convencimiento de que no hay lugares absolutos donde ir ».

Así iba yo entonces por aquel segundo Madrid mío, como un perro.

Solo que en uno no había entonces sapiencia alguna, solo candor, fatalidad y soledad, un fondo animal que hacía de mí un animal de fondo, sin saberlo tampoco. No tenía a nadie con quien hablar, no había dejado atrás a nadie tampoco, no tenía tratos con mi familia ni había dejado amigos en ninguna parte. Bueno sí, tenía a los mendigos y las estatuas. En Madrid hay bastantes de las dos cosas. Son los únicos, estatuas y mendigos, a los que no les extraña que hables con ellos.

En la plaza de Oriente había muchos mendigos y bastantes reyes. Como en la plaza de París, que es la nuestra, a dos pasos de Conde de Xiquena. En la de Oriente hay que cruzar un jardincito bastante aparente y te los encuentras a unos y otros. Allí están los mendigos, sentados todo el día en los bancos de piedra, al pie de las estatuas, esos reyes antiguos que estuvieron en la fachada del palacio, serios y rígidos como el convidado de piedra del Tenorio , y también la estatua de Felipe IV a caballo, portento de fundidores. No sé dónde leí que en las estatuas en las que el caballo levanta las dos manos, encalabrinado, se da a entender que su jinete murió en combate, y cuando levantan una solo, a modo de gancho, que murió como consecuencia de las heridas, pero que cuando tiene las cuatro apoyadas en el suelo, el jinete «murió en la cama de su muerte». No sé para que escriben esas cosas que confunden más que aclaran, porque Felipe IV no solo no murió en una batalla, sino que jamás participó en ninguna, y eso que reinó casi cuarenta años mientras sus reinos se desangraban. Para Rodin (se lo contó a Corpus Barga) era lo segundo más valioso de Madrid; lo primero, qué extraño, el cuartel de San Gil (el de los sargentos que se sublevaron contra Isabel II), que ocupaba como un buque viejo y pesado lo que hoy es plaza de España.

La galería de estatuas de la plaza de Oriente es bonita, aunque quizá debieran añadir la de Mohamed I, y la de José Bonaparte, porque hicieron por Madrid más que la mayoría de los que figuran en ella.

Durante aquel tiempo le cobré bastante afición a ese barrio. Quizá porque me sentía bien en la plaza de Oriente, la más aireada de Madrid, y porque estaba cerca el Teatro Real. La música y la poesía eran las dos cosas que más me gustaban, por lo menos las que más me acompañaban. Nadie puede imaginarse lo difícil que le resultaba oír buena música a alguien medio vagabundo, sin aparato de radio, sin tocadiscos y sin dinero, y en una ciudad como Madrid no especialmente melómana. Yo entonces no entré en el Teatro porque estaba cerrado, fuera de temporada, pero la música me llegaba por ósmosis, como decía Juan Ramón que leía Rubén Darío los libros. No se parece mucho a otros grandes teatros de ópera del mundo. Es más pequeño. Tiene acaso más encanto por ello, aunque su planta, en forma de féretro, inquieta cuando lo sabes. No acaba de saberse tampoco cuál de las dos fachadas es la principal, la de la plaza de Oriente o la de la plaza de Isabel II. Se dedicó desde el principio a la ópera, como el del Príncipe se había dedicado desde sus orígenes en 1583, en tiempos de Lope de Rueda, admirado por Cervantes, a la comedia, y el de la Zarzuela (junto a las Cortes, y ya en 1856) a ese género de música española. Hay libros que cuentan la historia del Teatro Real, cantantes, estrenos, éxitos memorables de los que ya nadie se acuerda, autores saludando, reformas… Se inauguró el mismo año (1850) que las Cortes de la Carrera de San Jerónimo, teatro y política a la vez, esas casualidades, igual que fuese allí ese año la primera vez que se bailó en Madrid un chotis. Durante la última guerra civil lo usaron de polvorín, que saltó por los aires, lo cual es como para decir lo que mi amigo de la fábrica de cerillas que se prendió fuego. Después de la guerra estuvo muchos años cerrado, sin que nadie lo echara de menos, aparte del puñado de melómanos, porque el Madrid funcionarial, al contrario que la Barcelona burguesa del Liceo, no necesita la música más que para presentar en sociedad a sus hijas. A mediados de los años sesenta lo reabrió Franco, que en cuestiones musicales y artísticas era indiferente, a pesar incluso de ser él mismo pintor (como Hitler y Churchill), y al poco tiempo volvería a cerrarse por reformas otros cuantos años. Cuando se reabrió, ya en los noventa, vimos que lo habían decorado por dentro a la moda de 1900, para compensar el hecho de que en la inmensa mayoría de las óperas anteriores a 1900 representadas hoy los cantantes salen, ellos, vestidos de cosmonautas, y ellas, en salto de cama, incluidas las de Mozart.

44. Plaza de Oriente. Tarjeta postal de Hauser y Menet, 1897. Ese rincón sigue igual. Las estatuas son en su mayoría reyes godos. Falta entre ellas acaso el que más la mereció, Mohamed I, fundador de la ciudad y el primero de los reyes que vivió en Madrid.

Antes de volver a Carabanchel, solía fondear en la plaza de Oriente, porque me gustaba sorprender allí los atardeceres, pero antes había pasado el día de un lado para otro.

Recuerdo de aquellos meses las tabernas o bares donde comía solo, en un rincón, oyendo las conversaciones de los obreros, y las interminables caminatas callejeando para llegar a casa rendido y dormirme «y no pensar, no pensar, no pensar». Creía que todo se arreglaría. Llegué a conocer aquel Madrid bastante bien, pero cuando ahora miro las fotografías de la gran enciclopedia de Espasa dedicada a Madrid, con fotos de esos años, parece otra ciudad. Incluso a mí mismo me cuesta reconocerme, no puedo creerme que yo con diecisiete años quemara mis naves y viviera en una ciudad en la que solo conocía a una persona que acabó resultándome a los dos o tres meses mucho más extraña que todos los que me rodeaban, y que no me asustara vivir de aquella manera ni desconfiara del futuro ni de mi papel en él.

Creo que si sobreviví entonces fue porque a menudo pensaba que todo lo malo de aquello le estaba sucediendo a otro, reservándole a mi verdadero yo lo más agradable, como pasear y conocer cosas nuevas. Me propuse, por ejemplo, ser un experto en Madrid, a cuenta de unas oposiciones, como contaré luego. Me decía, si alguien, cuando esta etapa concluya, me pregunta qué he hecho este tiempo, le diré: estudiar Madrid. Todas las cosas que voy a contar ahora, por ejemplo, apenas he tenido que contrastarlas en los libros, y cuando lo he hecho, me ha sorprendido que las recordara tan bien después de tantos años.

Ya he dicho que solía haber para mí dos côtés de Madrid, según tirara hacia una parte y otra, partiendo de la plaza de Oriente.

El antiguo Alcázar estaba unido al centro de la ciudad, la Puerta del Sol, por dos calles que discurren casi en paralelo, la calle Arenal y la calle Mayor. Esta se fue haciendo poco a poco, desde la dominación árabe, primero para unir el Alcázar con la plaza del Arrabal (hoy Mayor), y la otra también, pero en ella intervino mucho José Bonaparte, que quería que desde la Puerta del Sol se viera el Palacio.

Carlos III, «el mejor alcalde de Madrid» (tampoco uno es nadie para quitarle ese título, que hoy se le discute), trató, en los treintaitantos años que duró su reinado, de limpiar la ciudad, abrir alcantarillas, poner faroles, ordenarla y ornarla con media docena de edificios. José Bonaparte, el primer monarca en verdad ilustrado, tal y como lo pensó Kant, trató en seis de transformarla, abrir respiraderos (derribando conventos y convirtiendo los solares en plazas), proyectar avenidas al modo de las parisinas, panteones de hombres ilustres, un teatro a la altura de los tiempos modernos y unas verdaderas cortes representativas… Fue también el primero que pensó en levantarle una estatua a Cervantes. El pueblo de Madrid se lo pagó apodándolo «el rey plazuelas», cuando no «Pepe Botellas» (aunque se le impuso ese nombre por incautarse de una partida de vino para su ejército, nunca nadie le vio borracho y hay quien sugiere incluso que fue abstemio).

45. Auto de fe en la plaza Mayor, grabado del siglo XVI .

Una de las explicaciones del atraso secular español pasa por reconocer que de haberse producido aquí una verdadera Revolución francesa, otro gallo nos cantara. ¿Pero cómo iba a tenerla España si el único que hubiera podido emprender las reformas, José I, duró apenas seis años, sustituido por el peor rey de toda nuestra historia, Fernando VII, a quien el pueblo de Madrid y las republicanas Cortes de Cádiz dieron el nombre de El Deseado?

Al final Mayor y Arenal acabaron pareciéndose bastante, una, en edición de lujo; la otra en rústica. A los de pueblo, acaso por esta razón, nos gusta un poco más Arenal (la preferida de Pla), porque parece que desembocará en la plaza de nuestro lugar. Hace muchos años, en otra vida, tuve que ir al estudio del arquitecto Luis Cervera Vera, a hacerle una entrevista. Había unido dos casas, una de la calle Mayor y otra de Arenal, y el resultado era entre tranvía y colmena, unos cubículos interiores donde trabajaban a la luz de los flexos cincuenta delineantes y aparejadores con una aplicación de lo más pessoana. No se oía una mosca, solo el cespitar de los rotrin sobre el papel. En aquel lugar vi la acuarela más bonita que he visto nunca, muy pequeña, un nocturno del monasterio del Escorial, con luna llena, de Eduardo Rosales. Un amigo recuerda que ese estudio estaba en Arenal, frente a San Ginés. ¿Quién tendrá razón de los dos, en qué calle estaría?

La importante, en cambio, fue durante mucho tiempo la calle Mayor, más ancha, más hecha para comitivas reales, carruajes y desfiles, porque en ella se encontraban los palacios de aquellos grandes títulos que servían al rey, incluido el de los Consejos, hoy Capitanía General y sede del Consejo de Estado. Este es uno de los más bonitos de Madrid, pero la gente pasa de largo sin fijarse, como tampoco se fija en el palacio de los duques de Abrantes que está enfrente (hoy sede del Instituto Italiano de Cultura). El de los Consejos se ha quedado por dentro como la mayoría de los palacios, en 1800, y el otro un poco más acá, pero no mucho. Quedan algunos más, hasta llegar a la Casa de la Villa en la plaza de la Villa, donde sigue en pie la torre de los Lujanes, el más venerable de todos.

De esa plaza, llena de turistas la mayor parte del día pero no de la noche, lo mejor que se puede decir también es que es pequeña. Excepto una casa de vecinos, las demás son casas consistoriales (Ayuntamiento incluido, la Casa de la Villa, de estilo escurialense), y han sido reconstruidas tantas veces que hoy parecen el decorado de una película española, ladrillo, piedra y chapiteles de pizarra.

Durante los dos años que estuvo operativo el Comisionado de la Memoria Histórica nos reuníamos en la llamada Casa de Cisneros, una de las del conjunto, la que está al fondo. Era más bonita que hoy; no sé cuándo la estropearon. Esa casa solo la usan para las ocasiones solemnes, así que está siempre en una vía muerta, como el comedor de las casas de pueblo. Nosotros recorríamos un ancho corredor con los retratos de los alcaldes de los últimos cien años a uno y otro lado, y nos encerrábamos en un salón imponente, con cuadros del siglo XIX de temática histórica en los que las figuras son de tamaño natural. En esos cuadros los personajes, con vestidos de época medieval, no saben nunca qué hacer con las manos y las dejan en el aire como revoloteando. Allí nos encerrábamos durante tres o cuatro horas cambiando nombres de calles. En el pasillo, frente a la puerta de ese salón, había una mesa con un ordenanza que rellenaba crucigramas y cuyo único cometido era anotar las veces que salía cada cual al mingitorio.

Apenas se pasa la plaza de la Villa de Madrid se llega a la plaza Mayor, llamada hasta el siglo XV plaza del Arrabal, como ya he dicho. Ese segundo tramo de la calle tiene más encanto, porque empieza a estrecharse algo y a llenarse de casas en las que todavía vive gente. O vivía. Aunque no queda ni una original, ni siquiera esa en la que hay una placa que recuerda que en ella nació Calderón de la Barca. Debe de quedar alguna del XVIII , pero la mayoría son del XIX y de principios del XX . Tampoco hay ninguna especialmente bonita ni extraordinaria en sí misma, pero el conjunto tiene un gran encanto, porque el eclecticismo se mejora a sí mismo, como la sopa juliana, con la variedad de ingredientes, y gana mucho con el tiempo. Bueno, con el tiempo, menos nosotros, gana casi todo. Para los de 1930 esa calle seguramente había perdido su carácter y encanto. Cien años después, los ha vuelto a ganar, encanto y carácter, en parte porque ya la vemos como la precursora de la Gran Vía, la calle que anuncia y prefigura a esta.

Ahora los bajos que en otros tiempos eran tabernas o tabernillas con carácter, o comercios de cosas útiles, como trajes militares y eclesiásticos y su respectiva ferralla distintiva, ostentan rótulos pomposos, «La Catedral de los Callos», «El Museo del Jamón», «La Sixtina del Piñonate», alternándose con cien establecimientos en los que se dispensan platos combinados, hamburguesas y jarras monumentales de cerveza. La última librería de viejo resistió hasta hace unas semanas y cada vez que pasamos por allí comprobamos con angustia si sigue abierta la que nos suministra y repara nuestras estilográficas (con un nombre de lo más galdosiano: Sacristán). Con todo y con ello sigue siendo una calle pueblerina, en tecnicolor y no en blanco y negro, tal vez, pero es la calle por antonomasia donde incluso los turistas que llegan de los lugares más apartados del planeta pierden su cosmopolitismo, y la recorren con la boca abierta y mirando a todas partes con cara de asombro. Porque esta es la cuestión: nos gusta de nuestra ciudad lo que conserva de nuestra infancia y juventud, por feo que sea, ya que la infancia y la juventud ponen eso que llamamos belleza muy en segundo lugar; y de las ciudades a las que viajamos nos gusta lo que las distingue de las nuestras, ayudándonos a compararlas con las nuestras, por contraste. El ser humano es urbocéntrico. Y al final acaba uno buscando en todas, las que se parecen a la nuestra y las que no, las mismas cosas: las historias de amor, todas únicas, como unos ojos, una sonrisa o una confidencia. Amor a una persona, a un barrio, a un museo, a un café, a un pasado, a una esperanza, a una presencia.

La plaza Mayor también está llena de turistas a todas horas. Pero casi ni se notan, como tampoco lo notamos en la plaza de San Marcos de Venecia.

Es el verdadero molde de todas las plazas mayores españolas, desde las monumentales, como la de Salamanca, hasta las más humildes, como la de León. Como si fuera la matriz de España, de donde han salido las demás plazas. Tiene algo especial, acogedor y libre, hacia dentro y hacia afuera al mismo tiempo. No sé dónde reside ese misterio. La ha cruzado uno cientos de veces, pero jamás he dado con la clave de su secreto.

Hasta hace cuarenta años se conservaban la mayor parte de los comercios que había en los soportales, bazares de todo tipo, mercerías, sombrererías y fábricas de gorras, abanicos y mantillas, encurtidos, tabernas, sastrerías de uniformes y tiendas de efectos militares y civiles, así como tiendas que vendían paños para hábitos y ropas talares, colmados agropecuarios (bieldos, esquilas, cedazos), esparterías, bisuterías, platerías y joyerías… Yo he visto los escaparates de todos ellos, y en algunos de esos comercios he entrado sólo por preguntar.

En los meses de mi segundo Madrid, cuando cerraron por vacaciones los comedores del Seu, la comida del día la hacía con un bocadillo de calamares y una caña. Los ponían en todos los bares de la plaza, de la calle de Toledo y de la Cava de San Miguel. Eran la moda. Me recordaban mucho los del bar San Román de León y aunque no fueran una magdalena, aquellos calamares fritos me llevaban de vuelta a casa, pero yo no quería volver a casa, sino a la mañana en que empecé a leer por vez primera La Cartuja de Parma , antes de conocer al amor de mi vida, cuando todo era posible aún.

46-47. Plaza Mayor, h. 1930 y h. 1960. La plaza Mayor ha tenido desde sus sucesivas remodelaciones variopintos cometidos: mercado (sigue el de objetos navideños y el de sellos y monedas), autos de fe (como el de la imagen), corridas de toros, espacio ajardinado, nudo vial… Incluso distintos nombres: plaza del Arrabal, plaza Mayor, plaza Real, plaza de la Constitución, plaza de la República y desde 1939 otra vez plaza Mayor.

Voy a contar la historia de esa plaza. Los que la conozcan, podrán prescindir de estas páginas, pero lo cierto es que es una plaza de la que nunca se sabe todo y de la que puede aprenderse algo.

En la plaza del Arrabal, solo un desmonte despoblado, se celebraban en la Edad Media unos mercados que los primeros regidores regularon con tasas y aranceles. Los cronistas de la época hablan con poco aprecio de eso. Parece que aquello era un muladar, sumido en malos olores y sembrado de piltrafas de todo tipo. El suelo, en los días de lluvia, se convertía en un lodazal, y el género se vendía en cajones. Al poco tiempo, Felipe II, avergonzado ante embajadores y nobles extranjeros de su propia capital del reino, ordenó que se levantaran allí una Real Casa de la Panadería y otra de la Carnicería, en cuyos bajos se vendían esos artículos conforme a pesos y medidas, normas y privilegios. A su resguardo fueron levantándose otras soportaladas, siguiendo los planos de Juan de Herrera, arquitecto del rey.

Se empezó la plaza en 1590 y Felipe III la terminó en 1619: 136 casas, y un aforo de cuarenta mil personas. Las cifras he visto que de unos libros a otros oscilan, igual que las que se dan de las manifestaciones políticas. Todo lo que no pudo disfrutarla Felipe III, porque se murió a los dos años de terminada, la disfrutó su hijo, Felipe IV.

El conjunto con sus cinco pisos era, con ser más alto, menos esbelto que el de ahora, con tres, y quedó regulado el uso de la explanada, dispuestos por un lado los días y horas de mercado y por otro los de los espectáculos (taurinos y humanos).

En 1622 se celebró en ella la canonización de santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Felipe Neri, san Francisco Javier y el patrono de Madrid, san Isidro, cantado para la ocasión por Lope de Vega, y fueron también frecuentes allí los de autos de fe y, cuando no los mandaban degollar y descuartizar, ahorcar, agarrotar o quemar en otros arrabales (en Santa Cruz, en San Ginés, en San Miguel o en la plaza Mayor, respectivamente), allí mismo podían ejecutar todas las sentencias: el garrote lo daban frente a la Casa de la Panadería, la horca la ponían en el Portal de Paños y dejaban los degüellos, como corresponde, para la Casa de la Carnicería. Cuando se trataba de brasero, en el centro, para evitar incendios (sufrió tres devastadores: 1631, 1672 y 1790, y de todos se rehízo, incluso mejorada, porque después del último de ellos, el más voraz de los tres, se encomendó su reforma a Juan de Villanueva, el arquitecto del Museo del Prado, que redujo los cinco pisos a tres y le dio un entono neoclásico admirable, el actual). Fue muy comentado el hecho de que Felipe IV, su mujer y la corte presenciaran en 1624 desde el balcón de la Panadería (que disponía también de aposentos para alojamiento de nobles) uno de los autos de fe más famosos: duró todo el día, desde la mañana a la noche, entretenido con tentempiés y refrescos, mientras iban desfilando los reconciliados, unos a casa y otros a sus respectivas muertes, ejecutadas en las afueras.

El erudito José Simón Díaz, autor de una muy útil obra sobre las fuentes literarias de Madrid, protestaba de que se hayan equiparado las corridas de toros y los autos de fe que tuvieron lugar en la plaza Mayor, sugiriendo así que los madrileños eran un pueblo bárbaro y cínico, al que todo le daba lo mismo con tal de pasar el rato. Asegura incluso que en la plaza murieron más hombres por asta de toro que desgraciados en las llamas de la Inquisición. El primer ejecutado allí fue uno que pisoteó una hostia y se mostró desafiante por ello: hoguera. El segundo, uno que perdió la fe y también ultrajó la sagrada forma y no recuerdo si, de paso, el Cristo de la Paciencia. Más humilde este que el otro o más cauto, se arrepintió, y el tribunal de la Fe fue benevolente con él, le libró de las llamas y se lo entregó a un verdugo, que lo degolló. Y de todos, quizá el proceso más injusto, a mi modo de ver, fuese contra la reverenda madre sor no me acuerdo, «por volar y otros excesos». Alguien con ese don, no sé, me parece que hubiera merecido ser elevada a los altares, y ya sabemos que «volar», era «untarse» con alucinógenos. A Felipe III aún le dio tiempo antes de morir de traer a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, y ejecutarlo. Pagó este hombre así su propia codicia y los excesos de su protector, el duque de Lerma, valido del rey. Calderón mostró tal donosura en el cadalso que la posteridad y el pueblo de Madrid, satisfecho por su comportamiento, se lo premiaron con una frase («tener más orgullo que don Rodrigo en la horca») que tampoco recuerda ya nadie.

¿Es bonita la plaza Mayor de Madrid? Cuando eres joven es muy bonita, a los jóvenes les encanta, beben, se sientan en el suelo, cantan y tocan la guitarra y por mucho que griten, no molestan sus voces, acuden los malabaristas, hay tribus de mendigos, carteristas y gitanos rumanos que la colorean adecuadamente y caricaturistas callejeros, que hacen el reclamo con retratos de distinguidos actores y actrices de cine. Tiene, en fin, todo lo que ambicionan los jóvenes. También gusta mucho al turismo. Pero a medida que vas cumpliendo años, no sabe uno si la plaza está bien o no, si estaba mejor antes, cuando había en ella árboles o ahora que has de pagar por estar sentado, porque han quitado todos los bancos públicos, si tenían que preservar por ley en los soportales un número de comercios tradicionales, como se protege al lince ibérico o las sardanas, o dejarlo todo en manos de los depredadores del comercio y la hostelería.

¿Es entonces o no bonita esa plaza? Pues claro, aunque podría serlo incluso más, pero no va a pasarse uno la vida quejándose. Los jueves que toca presentación de credenciales de embajadores, la atraviesan las carrozas con una guardia a caballo bastante numerosa que va escoltándolas, y salen a la calle Mayor. Es una escena preciosa, unos con sus casacas rojas y otros con sus fracs y bicornios, de lo más imbuidos en su papel. A veces te cruzas por la calle con alguno de estos diplomáticos, uniformados, entorchados y condecorados de los pies a la cabeza. Se ve que no les compensa lo de la carroza o que han perdido la comitiva y marchan a pie (a veces con paso apresurado, casi a la carrera) desde el cercano palacio de Santa Cruz (donde estuvo la Cárcel de Corte o de Villa, y luego la Sala de Alcaldes y la Audiencia, que dio paso al Ministerio de Ultramar, hoy de Asuntos Exteriores), hasta el Palacio Real, y parecen actores que se hayan escapado del rodaje de una película y sin tiempo de cambiarse de ropa para desayunar.

Cuando yo llegué a mi tercer Madrid muchas de esas tiendas de la plaza habían desaparecido ya, en solo cuatro años. Fue entonces cuando comprendí que iba a ir todo más deprisa de lo que nadie hubiera imaginado, el progreso como metástasis.

La primitiva disposición, que dedicaba las arcadas de levante a los comercios de paños, otra al cáñamo, otra a la quincalla y a las zapaterías y la septentrional a los hilos y sedas, eso ya había desaparecido, pero quedaban aún bastantes comercios de sombreros, de paños para hábitos, galones y abanicos, de cáñamo y esparto, de efectos militares y religiosos… La tienda más fascinante de encurtidos estaba en el arco de San Miguel, arenques en tina, bacaladas, berenjenas en tarros y treinta clases de aceitunas de todos los colores y tamaños, igual que abalorios, y la hemos conocido abierta, pequeñita y ordenada como una caja de Cornell. Venía la gente de los pueblos vecinos y de los barrios a mercar las mismas cosas que sus antepasados habían comprado en la plaza y en la calle de Toledo, que parte de la plaza hacia los barrios bajos. Tenía mucho encanto, diferente del de ahora.

El peligro que se corre escribiendo de Madrid lo resumió muy bien Díaz-Cañabate: «Los que hemos asistido a la transformación de Madrid, vamos de lamento en lamento». Porque añoramos del pasado sobre todo nuestro pasado. No sé, yo encuentro en todos esos desbarajustes de la ciudad una garantía de que sigue siendo real. Estamos viendo cómo el fenómeno mundial del turismo está convirtiendo las llamadas ciudades monumentales en parques temáticos y decorados de cine, cierto. La gentrificación está haciendo con ellas el trabajo de los taxidermistas y lo característico de Madrid, como lo característico y pintoresco de muchos otros lugares, ha dado un bajón, que diría Baroja. Si resucitara Pontejos exclamaría: «¿Pero qué han hecho de Madrid? Está pavimentada e iluminada, y el servicio de basuras funciona admirablemente, ¿pero ha merecido la pena?». «El aspecto externo de las ciudades se ha modificado profundamente. Se han derribado calles típicas, se han echado abajo las murallas, se han abierto avenidas y plazas, no siempre con mucho sentido […] El cemento armado es una musa honesta y útil, y quizá en manos de un arquitecto genial sería admirable; pero cuando se desmanda y se siente atrevida, como una cocinera lanzada a cupletista, hace tales horrores que habría que sujetarla y llevarla a la cárcel», escribía Baroja en 1935. Figúrese lo que no diría hoy. Y es verdad también que desde entonces la musa del hormigón ha inspirado obras magníficas a «arquitectos partidarios de lo cúbico», pero… A mí la plaza Mayor me gustaba en 1971 y me sigue gustando ahora. Echa uno de menos, sí, aquella tienda de encurtidos, pero tampoco se pasa uno la vida comiendo pepinillos en vinagre y berenjenas de Almagro, de modo que en vez de mirar escaparates se dedica uno a observar a la gente, y esta sigue siendo ahora poco más o menos la de 1971 y, supongo, la misma de 1622 o de 2100, dentro de ochenta años, cifra muy stendhaliana, y siempre habrá gentes a las que les parecerá bonita. Eso no va a cambiar.

Y lo mismo que para ver una ciudad se llega a un punto en que hay que elegir entre la izquierda y la derecha, en la vida ha de tomar uno la decisión: celebración o elegía. La inclinación natural del ser humano es la elegía, en cambio la celebración solo está a la altura de los happy few . La mayor parte de los costumbristas madrileños han encontrado, no obstante, una tercera vía: celebrar añorando o la alegría de estar tristes (opuesta a la tristeza de estar alegres).

Y me gusta también porque la plaza Mayor ha sobrevivido a muchas pasiones. Durante el XIX de llamarse Mayor pasó a ser de la Constitución cada vez que llegaban los liberales al poder y aprobaban una constitución nueva (y sucedió así cuatro o cinco veces, desde 1812), recuperando su antiguo nombre cuando llegaban los absolutistas o conservadores. Nicolás María Rivero, alcalde demócrata en la Gloriosa y un hombre hecho a sí mismo (venía de la Inclusa), le puso a la Puerta del Sol el nombre de la plaza del Pueblo y les dio en 1868 las calles de la Reina a Prim, y Barquillo a Serrano, vivos los dos entonces. Con el tiempo Serrano, «el general bonito», perdió la suya, pero le compensaron con la del barrio de Salamanca (salió ganando), y a Prim, tras llevar su nombre a una calle de las afueras unos años, se lo trajeron a la calle que aún lo lleva (lo comido por lo servido). Igual sucedió en 1931 con la plaza Mayor: pasó a ser plaza de la República y en 1939 volvió a ser plaza Mayor, al tiempo que se les dieron a José Antonio, Calvo Sotelo o Generalísimo calles y avenidas que la gente siguió llamando Gran Vía, Recoletos y Castellana.

Esos cambios de nombre de la plaza solían ir parejos a diferentes remodelaci0nes. La estatua de Felipe III a caballo, que hoy está en el centro, la puso Isabel II en 1848, siguiendo el consejo de Mesonero Romanos, para quien no podía haber en Madrid un barrio sin plaza y ni una plaza sin estatua. Esa había estado hasta entonces frente al palacete real de la Casa de Campo. Se ha dicho que no es una gran estatua. A mí las estatuas ecuestres de las plazas me parecen todas bonitas, sean de libertadores o de conspiradores, de Marco Aurelio, de Bolívar o de Martínez Campos, por lo mismo que en el museo arqueológico saludamos igual el busto de Nerón y el de Séneca. Lo más gracioso que se ha dicho de la estatua de Felipe III lo dijo Gómez de la Serna: que el caballo, de abultadísima panza, parecía preñado de «un potranco de bronce». También es probable que haya perdido ese potro en alguna de las dos veces que fue derribada, en 1873 o en 1936, con ocasión de la proclamación de nuestras dos repúblicas. Es un hecho que las revoluciones empiezan por los reyes y acaban por sus caballos. Del último de estos vandalismos quedó tan descuartizada que hubo que repararla y llevarla de nuevo a la fundición, o sea que lo que queda en ella del rey original es tanto como lo que quedó de la casa de Austria.

La plaza Mayor ha tenido a lo largo de la historia muchos aspectos. Ha conocido árboles y parterres, de ella entraban y salían coches de caballos, tranvías y automóviles, y tuvo tierra pisada, asfalto y cuñas de granito o adoquines de pórfido (los que ahora tiene son de eso, creo), y fue incluso en los años cincuenta del siglo pasado un parquin tan apretado que parecía el estocaje de un fabricante de automóviles. Hoy está al gusto de estos tiempos: despejada de todo, excepto de la estatua y de las mesas y sillas de plástico blanco de doscientas terrazas, destinadas a las hinchadas europeas que periódicamente vuelan de los lugares más remotos de Europa con el único propósito de ver a su equipo local de fútbol o baloncesto, y beber cerveza por hectolitros. En algunas tardes y noches de invierno lluviosas es posible aún descubrir algo de su primitivo aspecto, cuando se la ve completamente vacía y en silencio, sin mesas y sin gente. Solo la estatua en medio, a la intemperie, como la metafísica. Y para mí la plaza Mayor, aunque se parezca ya poco a la de hace ciento cincuenta años, es, principalmente, donde vivió y murió la Fortunata de Galdós, una casa que tenía su entrada por la Cava de San Miguel, pero también desde la misma plaza, siete pisos si se hacía desde el baluarte de la cava, tres menos si era desde la plaza. Junto al arco de Cuchilleros. Es uno de los rincones más característicos de la ciudad. «La casa de Fortunata» la compró don Pedro Ortiz Armengol, embajador y biógrafo de Galdós, por amor al personaje de ficción, quiero decir, por hacerlo real, y para llevar a sus alumnos de la escuela diplomática a visitarla. Por la misma razón yo subí también un día a aquel cubículo por una escalera estrecha mal iluminada que olía a brecolera hervida. Al llegar arriba me encontré llorando como una Magdalena frente a la puerta a una joven; se asustó al verme y para justificar su llanto solo acertó a proclamar en un sollozo desgarrador, «¡Aquí vivió Fortunata!», antes de huir escaleras abajo, muy apurada, como una poseída.

Tiene que ser bonito mirar a los ojos a Felipe III y decirle las cosas que se le dicen a las estatuas. Incluso a las ancas del caballo. Fue de las últimas cosas que vio Fortunata antes de pasar a mejor vida, quiero decir a la inmortalidad. Mariano de Cavia propuso sustituir el caballo por un túmulo con la tumba de Galdós. Por suerte la idea no prosperó y puede uno tomarse allí una cerveza con calamares fritos (siguen siendo los mejores de España) sin tener que pensar en la muerte o en que cada año que pasa le queda a uno menos tiempo para escribir algo que mereciera la aprobación de don Benito.

Yo no he visto aún cumplido mi sueño de asomarme a uno de los estrechos balcones de la plaza. Quienes los han contado dicen que son doscientos treintaisiete. Ni conozco a nadie tampoco que viva o que haya vivido en ella. Bueno, sí, a un hombre al que conocí en aquellos meses en los que yo sólo quería parecerme a Fabrizio del Dongo, ser un digno lector de La Cartuja y adentrarme en mi batalla de Waterloo con las únicas armas entonces a mi alcance, las de la venta ambulante. En la Edad Media.

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