Madrid

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7, Adiós a la Gran Vía

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7,

ADIÓS A LA GRAN VÍA

Era un hombre de unos setenta años, con aspecto enfermizo, de piel muy blanca con un archipiélago de pigmentaciones de color café con leche por toda la cara, calva incluida. Delgado y con esa tripita que se les pone a los que han llevado una vida sedentaria. Olía a algo entre loción de barbería y linimento. Había sido profesor de «cultura general» en una academia, una de esas academias tenebrosas que abundaban en Madrid, metidas en pisos viejos y destartalados, para alumnos variopintos que querían ser policías, taquimecas, inspectores de abastos, y para profesores depurados por la ley de responsabilidades después de la guerra. El hombre había publicado un diccionario de sinónimos. Fue lo primero que me dijo en cuanto desplegué mi surtido de catálogos. Iba siempre con una guayabera blanca en la que no faltaba tampoco alguna mancha original de café con leche, y gastaba sombrero de paja y zapatos que habían conocido mejores tiempos, con la rejilla rota, como el asiento de una silla. Lo conocí en la Gran Vía, como a la mitad de los que conocí entonces. A la otra mitad los conocí en Serrano. Me invitó a una caña como otros van repartiendo caramelos a los niños. Era una persona de pautas y costumbres y se le encontraba siempre a la misma hora (mediodía) en la misma terraza (Manila, en el edificio Capitol), en la misma mesa (a esa hora aún daba allí la sombra) y tomando lo mismo (un Bitter Cinzano rosa pasión y un platito de aceitunas rellenas). Vivía, me dijo, en uno de los pisos de la plaza Mayor, y quiso arrastrarme a él «porque vamos a estar mejor que aquí». Le vi unos años después, más viejo y encogido, con su guayabera, su sombrerito y los zapatos más rotos aún, mirando libros viejos en la Cuesta de Moyano. Se había jibarizado, y su cabeza era solo un poco más grande que el pomo de un bastón. Aunque probablemente no se acordara de mí, tendría que haberle dicho algo, por oírle contar su vida. De vez en cuando me tropiezo en el Rastro con ese diccionario de sinónimos que fue su Escorial y me acuerdo de aquel piso al que nunca me dejé arrastrar, y de que la vida me ha demostrado que no es tan sencillo llegar a ver la plaza Mayor desde uno de sus balcones.

Después de la venta fabulosa de libros en la calle Serrano conocí acaso los días más serenos de aquellos turbulentos meses, pero no los más felices. El amor de mi vida había empezado a buscar por su cuenta un amor de su vida menos provisional y me lo hizo saber de un modo delicado: me invitó a pasar un día de campo con sus seres queridos, padres y hermanos. Comprendí que la pasión había dejado los escarpados cantiles que le son propios para devolvernos a la formalidad de unos emparedados y el tinto de verano de un almuerzo campestre en familia. Por suerte, y educados en los sobreentendidos, jamás hablamos de la ruptura. Como dimos por hecha la fatalidad del alfa, se dio por inevitable la del omega. Jamás supe qué había pasado. Aunque ya era uno entonces aficionado a los cineforun, me tuve que conformar con las fabulaciones, en las que se movió mi juventud como pez en el agua, me refiero a que nunca he sabido por qué el día que le pregunté qué le parecería que yo me fuera a Valladolid a matricularme de Filosofía y Letras, se me quedó mirando sin decir nada. Una expresión seria, de cansancio y tristeza. Era una de esas preguntas para las que uno espera cualquier otra respuesta que la que se le da. No apartó de mí su mirada y al cabo de unos segundos dijo que era una gran idea, y en aquel «es lo mejor» se podía leer, supongo, un «lo siento», pero solo oí un «¿Te apetece venir el domingo a comer a Cercedilla con mis padres?». Dejamos de vernos. Se me vino el mundo encima, pero puedo decir que tampoco el mundo me pesaba mucho. Me veía a un tiempo con fuerzas para cargar con él y cambiar las cosas que me atañían, porque nunca había pensado en serio marcharme de Madrid: claro que tampoco tenía ningún lugar donde quedarme ni, desde luego, adonde volver.

48. Vista aérea del segundo tramo de la Gran Vía, faltaba el tercero, de Callao a plaza de España, aún en construcción.

Empezaba a hacer calor y lo primero que hice instintivamente fue alejarme de Carabanchel, como me había alejado de León. Nunca he vuelto a poner los pies en ese barrio. Dejaba mi pensión por la mañana y no volvía a ella hasta la noche.

Cuando no comía en tascas y baruchos de mala muerte, entraba en una tienda de ultramarinos a prepararme un bocadillo, y bebía de las fuentes de las calles. Todavía había en Madrid muchas.

Las ganancias del corretaje habían sido buenas, pero duraron menos de lo que había calculado y pronto dejaron de alcanzar para las famosas tres comidas. No hubo otra que cargar con los catálogos y volver a los viacrucis de Serrano y de Granvía. Ecce homo y Cómo se filosofa a martillazos en un solo tomo.

El día que cumplí dieciocho años me senté en una terraza de Gran Vía para celebrar mi mayoría de edad, mientras pensaba: «Aquí empecé yo mi gesta hace un mes. Entonces era feliz». Habían pasado apenas cinco semanas y el pasado reciente me parecía tan lejano como la batalla de Waterloo. Me decía, «hace tan solo unos días yo era uno de esos que pasan ahora delante de mí y hoy, sentado en esta terraza, soy ese al que yo abordaba para venderle libros»… Y me abismé en esa fuga irresoluble de meditaciones que contienen meditaciones, como las imágenes de dos espejos enfrentados. Desde mi Edad Media, el 4 de mayo último me parecía ya la Edad de Hierro respecto de aquel 10 de junio. De la Edad Dorada ni siquiera había oído hablar. Eran, sí, dos espejos, pero rotos. Y en cada pedazo de espejo, mi vida por entero, fractal infinito de un todo descompuesto. Nunca, sin embargo, tuve los remordimientos del hijo pródigo ni se me pasaron por la cabeza los corderos del padre; hubiera preferido morirme de hambre (el hambre, por lo demás, al principio te martiriza y hace que te duela el estómago, es verdad, pero cuando quieres darte cuenta, acaba quitándote el apetito y volviéndote un estoico; a mí ese estoicismo, por suerte, no me ha durado nunca más de un día).

El único regalo que tuve ese 10 de junio fue el periódico que alguien se había dejado en una de las sillas de la terraza. Por darme un poco de compañía, lo leí de cabo a rabo. Alguien había olvidado dentro una solicitud sin rellenar para unas oposiciones a auxiliar de museos, archivos y bibliotecas de la provincia de Madrid. Siempre me han fascinado los disfraces discretos del azar. Me sentí a salvo, con un porvenir por delante. Me imaginé trabajando en una tranquila biblioteca (la del Museo Romántico hubiera estado bien), llevando una vida modesta, estudiando por las tardes mi carrera y reconquistando acaso al amor perdido, quien, cansado de buscar inútilmente el suyo en otra parte, se habría dado cuenta al fin de que yo y no otro era quien le convenía, contra lo que pudieran pensar ya ella, sus seres queridos y los míos.

Me tomé mi tiempo. Si estás solo, cualquier consumición puede ser interminable. Hice por mi cumpleaños un dispendio y pedí un café con leche y media ración de churros. Era mi vida la que estaba en el tablero. Las lluvias de mayo habían dado paso a una de las primaveras más bonitas que haya conocido jamás, aunque fuera un visto y no visto. En Madrid no hay primaveras ni otoños, como es sabido. Se va directamente del invierno al verano, y del verano al invierno, con transiciones tan cortas que pasan inadvertidas: «nueve meses de invierno y tres de infierno», se ha dicho aquí. Aquel año igual, aquel año duró la primavera lo que duran las grandes esperanzas, y pude decir también aquello de que «la esperanza es lo último que se perdió». Delante de la terraza, al otro lado de la avenida de José Antonio, estuvo en su día la calle Ceres. Gutiérrez-Solana lamentó que se trazara la Gran Vía, porque al hacerlo se llevaron por delante muchas calles mal cortadas y callejuelas miserables, como parte de Flor Alta y toda la de Ceres, donde estaban los prostíbulos más sórdidos, con mujeres que «habían pegado mucho gálico» a sus parroquianos, y la de los Gitanos, donde hacían la calle «las estucadas ninfas», que decía Galdós.

49. Obras de construcción de la Gran Vía, 1923.

Solana es uno de los mejores pintores de todos los tiempos porque sus cuadros, sacados de escenas y costumbres madrileñas, parecen de todas partes. Sus prostitutas («chicas» las llamaba cariñosamente, y a veces «golfas»), por ejemplo, humanizadas por él son de cualquier pueblo, como el Niño de Vallecas pudo haber nacido en cualquier familia. Solana nunca hubiera sospechado que la trasera de la Gran Vía seguiría siendo como la calle Ceres, y que las chicas de lujo que lucían su palmito a tanto alzado en Chicote, Tánger o la sala de fiestas de Capitol apenas tenían que recorrer unos metros en cuanto su cotización empezaba a resentirse. Por eso dijo: «Así está hecha esta calle moderna que no sirve para nada, a fuerza del sudor de los trabajadores».

Con Ceres desapareció otra de nombre muy bonito, Rosal, donde estuvo el Hospital del Pecado Mortal, dedicado a evitar deshonras públicas, «asistiendo con recato al parto de mujeres solteras».

Después de la Puerta del Sol, la parte de Madrid que cuenta con más libros dedicados a ella es la Gran Vía (y Gran Vía se tituló mi primer suspirillo poético, que apareció con unas litografías de Miguel Ángel Campano, allá por 1979).

Es una calle con joroba y no es ni recta. Fue ancha en su tiempo, pero ya ni eso parece. Está toda ella, salvo el tramo central, en cuesta, primero hacia arriba y luego hacia abajo. Tiene casas bonitas, pero ninguna tanto como para que se recuerde. Ni siquiera el maravilloso oratorio de Caballero de Gracia, que hizo Villanueva, cuyo ábside han disimulado con una coraza que lo sepulta. Está plagada de edificios y casas de una arquitectura rarísima, floripóndica. Tienen pinta de haber sido hechos en una coctelera. Muchos se coronan con copetes pomposos y teatrales, y se parece mucho más a las imitaciones que han hecho de ella en Albacete, Murcia o León que a lo que en ella se trataba de imitar, Chicago y París. Para mí, en cambio, el gran acierto de esa calle es que no se le haya ido aún el pelo de la dehesa (manchega). Me parece una calle preciosa, es la que más veces he recorrido (camino del estudio del tipógrafo Alfonso Meléndez, con el que he trabajado miles de horas). No he llevado nunca cuenta de las tiendas, cafeterías, cines o teatros que han cerrado y abierto, porque nada de eso la perturba. La Gran Vía es la eternidad de lo moderno, ya viejo. En ese sentido la Gran Vía tiene mucho del decorado de unos estudios cinematográficos al aire libre, y en ella a todos, incluso a los de León, se nos pone cara de haber venido de Albacete, y por supuesto también a los que se creen más gatos que nadie. En su adn están y estarán eternamente los rastrojos de donde procede.

50. Enrique Sáenz de San Pedro, Piscina del hotel Emperador , 2002. Uno de los mejores retratos que se le hayan hecho nunca a la Gran Vía. Que esta calle era la más moderna de Madrid, nadie lo ha dudado, de una modernidad de secano, manchega. Sáenz de San Pedro ha sido el primero en descubrir el lado inconfesable, perturbador y secreto de toda ciudad. Aquí Madrid parece Barcelona.

Además tiene un nombre acertadísimo. Se lo pusieron a una zarzuela en cuanto se supo que estaba proyectada. Nietzsche oyó aquella música jovial y se volvió loco de contento, al fin podía enterrar a Richard Wagner, y García Serrano decía que la Gran Vía, además de la zarzuela, tenía aires de «música de Cole Porter». No sé, nunca habría pensado esto, pero igual en los años cincuenta era cierto. Yo recomendaría la lectura del capítulo que le dedicó Solana en su Madrid callejero : puede haber más verdad en algo viejo que en todo lo nuevo, más belleza en lo feo que en lo bonito. Y claro, el ojo infalible que tiene Solana para fijarse en lo que hay que fijarse.

El proyecto de la Gran Vía tardó unos años en hacerse realidad. Se abrió en tres tiempos, y se hizo sobre un plano de la ciudad, alrededor del cual se congregaron banqueros, financieros, comerciantes y, por supuesto, el alcalde, a la sazón el conde de Peñalver, con sus concejales. Dijeron: «Desde la esquina de Alcalá con Caballero de Gracia hacia arriba, hasta la Red de San Luis, el primer tramo; desde la Red de San Luis por Jacometrezzo hasta Callao, el segundo, y el tercero desde Callao, bajando, hasta la plaza de San Pascual [plaza de España], para unir por la plaza de los Afligidos (un poco más allá) el barrio de Pozas [después llamado de Argüelles] al centro, y de ahí a todo el noroeste español».

Las obras del primer tramo empezaron en 1910 y acabaron en 1915, y a esa parte de la avenida le dieron el nombre de Conde de Peñalver, que finó un año después. Las del segundo duraron de 1917 a 1922, y recibió el de Pi y Margall. Había sido presidente de la primera República, y continuó con él la tradición decimonónica de darles las calles también a los perdedores, como sucedió con el tercero, que se llamó de Eduardo Dato, también alcalde de Madrid y a quien habían asesinado tres pistoleros anarquistas. Este último tramo se empezó en 1925 y se dio por concluido en 1929, si bien quedaron algunos solares que solo se edificaron tras la guerra, hasta acabar en 1952. El resultado fue eso que decía Cunqueiro: «parece y no parece una calle […] y que es una monstruosidad como vía –no viene de ninguna parte; no lleva a ningún lado: podían haberla alineado mordiéndose la cola».

Se conservan muchas fotos de las obras. Tres meses antes de empezar la guerra civil, los anarquistas quitaron el nombre a los dos primeros tramos y los llamaron avenida de la Cnt, pero al estallar la guerra se la llamó avenida de Rusia, primero, y al poco avenida de la Unión Soviética, con placa incluida, para que se viera quién mandaba de verdad entonces en Madrid, aunque la gente dio en llamarla con cierta guasa avenida de los Obuses o del Quince y medio, por el calibre de los que lanzaban los artilleros de Franco, enfilándola desde el cerro de Garabitas, tratando de acertarle a la Telefónica. Cernuda vio uno de esos obuses caer sobre un tranvía, al lado de donde él estaba; los cuerpos salieron por los aires como muñecos de trapo, y el poeta se lo contó minutos después a Gaya; recordaba este la risa de su amigo al contarlo, una risa de miedo, de histeria y de terror. Hace unos años publiqué en La Vanguardia unas fotos inéditas de Juan Pando. Se veía la Gran Vía después de uno de esos bombardeos, y en la imagen un cráter y saliendo de él a tres niños. Buscaban la metralla para venderla como chatarra. Un lector se reconoció en uno de aquellos niños y se puso en contacto conmigo. Fui a visitarlo. Vivía en Torrevieja, solo, esperando la muerte. Después de la guerra le pillaron con doce o trece años extorsionando pederastas por los portales. Trabajaba con un socio; este acabó en la cárcel y a él lo llevaron a un correccional. Palizas, hambre, miseria. Acabó de vendedor de relojes y estilográficas en el Rastro. Por las fechas que me dijo, yo tuve que pasar por delante de su tinglado a menudo, pero al no buscar ni relojes ni estilográficas, nunca reparé en él entonces.

51. La Guardia Mora circulando por el tramo de la Gran Vía desde Callao en una fotografía de Bernard Rouget publicada en 1958.

52. Francesc Català-Roca, Edificio Capitol , 1954, uno de los más emblemáticos de la Gran Vía, la puerta por la que Madrid entró definitivamente en la modernidad, que en Madrid ha sido siempre un poco de juguete. La foto se publicó en la Guía de Madrid de Juan Antonio Cabezas, para confirmar una vez más las palabras de Fortunata frente al edificio más moderno de la ciudad: «Pueblo nací y pueblo soy».

Tras la guerra la Gran Vía (y la tentación de escribir Granvía es la misma que la de escribir de una vez por todas Valleinclán ) pasó a ser la avenida de José Antonio, nombre que también perdió con la llegada de la democracia en 1981, junto a otras veintisiete calles, para recuperar el suyo de siempre.

Los promotores de las obras hicieron todo a lo grande: demolieron más de trescientas casas viejas y desaparecieron además otros treinta solares sin edificar y unas treinta calles, total o parcialmente. Madrid no tenía entonces ninguna calle que mereciera el nombre de avenida, de modo que dibujaron en el mapa todo lo que había que derribar, y al mismo tiempo que unos echaban abajo aquellas casuchas, otros iban levantando los imponentes edificios, compitiendo por ponerles cimeras a cuál más delirante: una cuadriga, un efebo, Hermes, Atenea. Allí, posados en pináculos y azoteas, parecen estar dilucidando sobre qué transeúntes precipitar sus cinco toneladas de bronce. Aprovechando, por ejemplo, las salidas de los cines. Había unos cuantos, a imitación de Broadway (Coliseum, Capitol, Actualidades, Callao, Rialto, Palacio de la Prensa, Palacio de la Música, Avenida), imponentes, para mil espectadores o más, con toda clase de plateas y anfiteatros, y acomodadores vestidos con traje de domador, gorra de plato y cordones en el pecho, y mayoretes que pasaban vendiendo tofes, chocolatinas y garrapiñadas en los descansos, y unas arañas con un millón de pinjantes que amenazaban también con precipitarse sobre el patio de butacas causando la consiguiente mortandad. Martín, el carpintero que nos hizo las estanterías para los libros, un hombre bonísimo, había sido aviador republicano, pero tras la guerra tuvo que ganarse la vida de acomodador en uno de esos cines de la Gran Vía. Fue el primero de los perdedores que conocí que no recordaba con amargura su derrota; decía: «Entonces era joven, y lo que no daríamos todos por volver a ser jóvenes, aunque volviéramos a perder». Es una de las cosas más sensatas que yo he oído de aquella guerra. Contaba cosas fabulosas de su trabajo de acomodador, cuando la gente se vestía para ir al cine como si fuera a la ópera, las mujeres con guantes blancos y sombrerito y los hombres con sombrero («Los rojos no usaban sombrero» fue el anuncio que una sombrerería avispada puso en cuanto entraron las tropas de Franco en Madrid). Aún conocimos todo eso, y aún quedan un par de cines dedicados a los musicales. Y hoteles, a los que se dieron nombres también a tono (Nueva York, Roma, Metropolitano, Florida, en el que se alojaron muchos corresponsales extranjeros durante la guerra, entre ellos Hemingway, que disfrutó de la guerra civil como disfrutó luego con Franco de los sanfermines, o sea, desde la barrera), bares con mobiliario tubular y rolaco (Tánger, Chicote) y algunos grandes almacenes a la moda americana. La Gran Vía se llenó entonces de automóviles, neones y letreros luminosos, a cuál más llamativo. Los que amasaban su dinero durante el día en las cien oficinas de lujo de esos edificios solo tenían que bajar a la calle para gastárselo.

Fueron pasando los años, y al esplendor de antes de la guerra siguió el de después de ella, un poco más sombrío y siniestro, con el contrabando de penicilina en alguno de sus locales de alterne, pero el aire de decorado de cine y de muestrario de los estilos y los gustos arquitectónicos más diversos, no todos finos, no se le ha ido jamás. Ocurre cuando la celeridad se confunde con la precipitación.

Detrás de esas fachadas glamurosas siguieron campando la sífilis, la sarna, el herpes. Ahí siguen. Basta asomarse a la calle Desengaño, para mí, con la Costanilla de los Desamparados, el nombre de calle más bonito de Madrid. En ese caso parece que se lo pusieran hace cuatro siglos por una de esas premoniciones ciegas: heroína, prostitución y sida en apenas cincuenta metros, y allí también, la droguería más antigua y fascinante de España, con un nombre no menos significativo, Riesgo, que parece invitar con sus venenos fatales a las desventuradas que allí hacen la calle para que pongan fin a tanta malandanza. En cuanto al nombre también se diría pensado por Galdós, que habló de ella en Miau .

Aunque Ilya Ehrenburg dijera que «la Gran Vía es Nueva York», nunca se parecerá a Nueva York, Buenos Aires o París, al contrario, ya ha pasado tanto tiempo que otras calles de otras ciudades se parecen a ella. En cambio la trasera de Telefónica, uno de sus monumentales edificios, sigue teniendo el encanto indecible de lo que ha sobrevivido desde el siglo XVII , conventos cuyos muros burlaron reyes y donjuanes, academias disimuladas en fachadas anodinas (acaso la más admirable y una de las más antiguas, en la calle Valverde, la dieciochesca de Ciencias Exactas, que fue antes de la Lengua: si dejan visitarla, hay que verla), casas modestas, palacios discretos (como lo fueron casi todos los de la capital), y alguna iglesia vieja que llena de campanadas un barrio que en medio del tráfago resulta bastante silencioso. Por esa rara mecánica de los vasos comunicantes, el edificio mastodóntico de la Telefónica tiene algo de soviético, y también su gracia, con su reloj luminoso e inyectado en sangre como el ojo del cíclope.

La Gran Vía es otra cosa… y es la misma, y tendrá cada año que pase más y más encanto.

La alhaja que confirma la regla de su cosmopolitismo manchego es el edificio donde estuvo el cine Capitol, de Callao, que le ha dado el nombre que tiene. Aproa hacia la Red de San Luis como un buque racionalista. Tiene un neón de Schweppes a modo de mascarón desde hace muchos años. Es muy bonito, encendido gradualmente, como una escala cromática, pero aún lo era más el que había, también de esa agua tónica, un poco más abajo en la proa de otro edificio trasatlántico, Gran Vía esquina San Bernardo, bajando a mano derecha: una botella de cuyo gollete brotaban inagotables las bolitas carbónicas (el «agua con agujeros», según un hallazgo popular que hubiera merecido ser de Gómez de la Serna). Aquella botella era la imagen viva de la corriente infinita, la fuente Castalia de Madrid y la enseña de esa calle y el perpetuo fluir heraclitiano. Lo quitaron. Como se protegió por ley el neón de Tío Pepe de la Puerta del Sol, debieron impedir que se quitara el de aquella botella. Un día aparecerá en el Rastro, para venderlo a trozos, burbuja a burbuja.

Toda esta modernidad un tanto ecléctica tuvo consecuencias, desde luego: no solo contagió de sus colosalismos a la vecina calle de Alcalá en la que Gran Vía se prolonga (con su Círculo de Bellas Artes y media docena de antiguos bancos y entidades financieras que parecen suntuosas logias de un Wall Street de juguete o, según Trotski, hombre de imaginación fértil, ¡templos griegos!), sino que lo exportó a otras capitales de provincia, «al mayor» a Bilbao, Valencia, Oviedo o Barcelona, y «al detalle» a todas las demás, al Oliden de León o al pasaje Lodares de Albacete. De ese «contagio» protestaba Chueca Goitia, pensaba que la Gran Vía había sido tóxica. Que lo dijera él, que hizo la catedral de la Almudena, es de lo más desconcertante. La última y reciente reforma, ensanchando las aceras y restringiendo el tráfico, la ha mejorado y esponjado mucho. Y el haber pintado y restaurado la mayor parte de las fachadas, incluyendo la monumental del edificio España, hace de la calle además de un decorado de cine, el estudio de un fotógrafo, por ejemplo el de Alfonso, que lo tenía en esa calle. Yo estuve una vez allí para preguntar el precio de sus fotos históricas de escritores. Años después compré en el Rastro la famosa que le hizo a Antonio Machado, en una copia antigua. Esa en la que se le ve al poeta en el café de las Salesas, sentado con el bastón entre las manos y el sombrero y el abrigo puestos. La más famosa. En la foto original se le veía al lado de la periodista que le hacía la entrevista, pero como la periodista, la verdad, no era una joven vistosa, el fotógrafo metió la tijera y la suprimió para siempre. Ella se llamaba Rosario del Olmo y pasó tres años en la cárcel después de la guerra por sus actividades como jefa de la censura de la prensa extranjera y colaboradora de periódicos comunistas. Cuando intentó uno averiguar algo más de su vida (murió en 2000), ya era tarde. Nadie se acuerda ya de ella. Todo se olvida. Bueno, no; aquí sigue Rosario del Olmo.

53-54.

Maqueta de León Gil de Palacio, 1830. Es en tres dimensiones lo que el plano de Texeira en dos. De aquel Madrid sólo queda el trazado de las calles y menos de un diez por ciento de las construcciones que figuran en la maqueta, pero, como sucede con las obras de arte, gracias a esta maqueta aquel Madrid sigue vivo bajo el nuestro, como la primitiva escritura de un palimpsesto.

Yo hoy me acuerdo de aquella lejana mañana de hace casi medio siglo, el día que cumplí los dieciocho. La Gran Vía me gusta más ahora, creo, porque el hambre nubla bastante el entendimiento.

Pagué mi café, dejé el periódico en la silla donde lo había encontrado pensando en quien acaso lo necesitara tanto o más que yo, y caminé por Fuencarral hasta el Museo Municipal, la dirección que figuraba en la solicitud. Allí me confirmaron la fecha de la oposición y me mandaron a un estanco cercano a comprar las pólizas. Deposité en las cinco pesetas que me pidieron la misma fe que en un décimo de lotería.

Empecé mi carrera de opositor quedándome aquella mañana en el museo. Yo entonces era como Malte Laurids Brigge sin saberlo, y ponía la fe en mis sueños porque apenas me quedaban fuerzas para ponerla en nada más. Y mi sueño fue esos días convertirme en auxiliar de archivero y bibliotecario en alguna oscura dependencia del Estado, y quedarme en Madrid. Resistir en Madrid a toda costa.

El museo, antiguo hospicio y donde estuvo en tiempos la Hemeroteca Municipal que dirigió Manuel Machado, tiene una fachada, si se ha visto una vez, imposible de olvidar. Todo en ella parece el magmático borboteo de una olla. Es un barroco de derribistas, hecho de granito, a falta de mármol. Los del siglo XVIII encontraron grosera y retorcida esa degeneración del barroco, y se pasaron en tropel al neoclasicismo, que arrojó a Churriguera y sus discípulos a los infiernos abisales, con la ayuda de los del XIX que derribaron cuantas «aberraciones» de aquellas pudieron. Ya da lo mismo. ¿Barroco, churrigueresco, neoclásico, romántico? Pasados cien años lo que no gusta por una cosa, gusta por la contraria. En arte el defecto que ha logrado sobrevivir acaba mirándose como una cualidad. La iglesia de San Cayetano, por ejemplo, que la hizo Ribera, discípulo de Churriguera, es bonita y allí, en la calle Embajadores y en medio de los barrios bajos, parece ya un lujo de pobres. Los anarquistas de 1936 fueron más lejos que los neoclásicos, y la quemaron, y estuvo en ruinas muchos años.

No recuerdo si entonces el edificio del hospicio estaba dedicado todavía a hemeroteca o si esta había pasado a la Casa de la Villa o… Hoy es solo esto, el Museo de Historia de Madrid. Por los cuadros y objetos que se conservan en él, de gran modestia, puede llegar a parecer más una almoneda que un museo… Excepto la portentosa maqueta, o plano relieve, del coronel León Gil de Palacio, que este hizo (lo terminó en 1830) por encargo personal de Fernando VII.

Es muy extensa, y las casas, calles, iglesias y palacios están reproducidos con asombrosa fidelidad y escrupulosa escala. Al verla le entran a uno ganas de reducirse y quedarse en un centímetro, y empezar a corretear por toda ella. Existe en youtube una filmación endoscópica en que se aprecian mucho mejor los detalles que en la propia maqueta al natural.

De los edificios que salen en esa maqueta solo quedan algunas iglesias, los palacios importantes, el trazado de la mayor parte de las calles y algunas casas. El resto ha ido demoliéndose con el paso del tiempo, a veces en grandes atracones: el de la desamortización de Mendizábal fue el primero, el último, el de los años del desarrollismo franquista. Pero la maqueta es el retrato de aquella ciudad de ciento treinta mil habitantes.

Durante el tiempo que permanecí en el museo aquel 10 de junio no recuerdo que entrara nadie, y allí, sentado en un banco y bajo la mirada atenta de un guardia municipal, repasé el sumario de las oposiciones… Al leer ahora una monografía dedicada a ese edificio, veo, sin embargo, que el museo estuvo cerrado por decrepitud desde 1955 a 1979, luego yo no pude ver la maqueta entonces, sino más tarde, ni pedir allí los impresos. ¿Pero dónde entonces? ¿Si no fue aquel vetusto edificio, cuál otro, no menos vetusto, fue? ¿Y por qué lo recuerdo tan vivamente? A pesar de que estuviera cerrado el museo, ¿funcionaban algunas dependencias? De lo que no tengo la menor duda es de que el de mi mayoría de edad fue uno de los cumpleaños más raros y solitarios de mi vida.

En fin, en las oposiciones se pedían, como es natural, conocimientos de la historia, la arquitectura y el arte de Madrid que yo no tenía.

A partir de ese día me propuse convertirme en un modesto funcionario municipal de serie B, experto en la ciudad, sus monumentos y tesoros.

Pensé en matricularme en una de aquellas academias siniestras en las que había dado clase el de la caza sutil, pero me vi con fuerzas suficientes para prepararme por mi cuenta, me fui a la calle Libreros, detrás de Gran Vía, donde había una docena de librerías que vendían libros usados de texto y viejos, compré un par de guías de Madrid, y empecé mis altos estudios madrileños.

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