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Retales madrileños » 10. Mariano José de Larra

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10 Mariano José de Larra («FÍGARO» )

(Madrid, 1809-1837). «La literatura no puede ser nunca sino la expresión de la época», dijo, y se cumplió en su obra. «Un agudo y doliente pensamiento (sentimiento) negro» de España, decía de él JRJ. Ha sido el suicida más famoso de la literatura española. Como Byron, más recordado por su vida y su franquicia del Werther que leído. Un nihilista en estado puro, víctima de su propia ley: «Para fastidiar al público [escribiendo] siempre hay tiempo», dijo en uno de sus célebres artículos, «El Duende y el librero». Y en otra parte confesó que como otros necesitan una palanca y un punto de apoyo adecuados para mover el mundo, él precisaba «una lente para observar a los hombres, recado de escribir para bosquejarlos y mi mal o buen humor para reírme de los más de ellos». Tampoco le compensó esto último. Mesonero, su amigo, lo retrató en una línea: «Distínguese por su innata mordacidad», y el propio Larra puso al frente de sus obras este verso de Boileau: «Des sottises du temps je compose mon fiel» («con las tonterías de hoy destilo yo mi bilis», o, traduciéndolo libremente, «la estupidez y los idiotas me ponen de muy mala leche; tengo derecho a escribir como lo hago»). ¿Y cómo lo hizo? Con el estilo de Cervantes y el talante de Quevedo, claro y sencillo como Cervantes, y sin piedad ni compasión, como Quevedo. Se diría que le gusta más su literatura (el primer periodista en vivir espléndidamente del fruto de su trabajo) que las criaturas de las que se ocupa, pocas o ninguna de las cuales hacen que se compadezca.

Se vino de Valladolid enamorado de una mujer mucho mayor que él y se fue de este mundo enamorado de otra mucho más libre. La mañana de ese 13 de febrero había estado con Mesonero, que lo recuerda hecho unas castañuelas. O sea, que lo mismo la suya fue una bala que se le fue de las manos: «Celebro que hayas ido al entierro de Larra –le dice a su hermano Antonio el general Fernández de Córdova, autor de unas interesantes memorias–. Su suicidio me ha afectado y afligido mucho. ¡Y por una mujer! ¡En una época como la nuestra! Esto debió ser, en verdad, un verdadero rapto de demencia». No podía entender que un joven de veintisiete años que ganaba cuarenta mil reales al año por doce artículos al mes que enviaba desde Lisboa, Londres o París cometiera esa estupidez en la cúspide de su gloria. «Todo el que se suicida, se suicida por falta de imaginación», decía Stendhal, citado por Bergamín a propósito de Larra. Pero lo cierto es que Larra venía anunciando su suicidio desde la primera línea del primer artículo que publicó, por medio de una cita de Le Barbier de Seville de Beaumarchais: «Ennuyé de moi, dégoûté des autres». Lo fue ampliando con el tiempo: «Solo se puede soportar a las gentes los quince primeros días que se las conoce», («Las casas nuevas»); «Allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Solo los bienes son ilusión», («La sociedad»); y presentando su nuevo nom de guerre Fígaro: «[Fígaro escribirá de costumbres] por supuesto: malas; lo que hay; escribiremos, como otros viven, sobre el país. Fígaro hablará bajo este título, de paciencia, de tinieblas, de mala intención, de atraso, de pereza, de apatía, de egoísmo. En una palabra, de nuestras costumbres», («Un periódico nuevo»). Galdós, más piadoso que el propio Larra, se ocupó de ese pistoletazo en La estafeta romántica .

266. Retrato de Larra.

267. Fígaro, Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres , Imprenta de los hijos de Doña Catalina Piñuela, 1934-1937.

268. Alfonso, Banquete en honor de Larra en el Café de Pombo , 1920.

Como Blanco White, Larra gustó en su tiempo mucho en Inglaterra y Francia, entre españoles afrancesados y anglófilos, abundando en la idea que todos ellos tenían de España como un país bárbaro y atrasado, y porque desde el romanticismo se concede a la sátira más valor que a la piedad (y así se leyó entonces también el Quijote , como una crítica a los poderosos del siglo XVII más que como un acercamiento compasivo y bienhumorado a la siempre descacharrada vida). Pero a diferencia de Blanco, Larra triunfó en España y tuvo formidables contratos y ávidos editores al retortero.

Zorrilla se hizo famoso el día de su entierro y en 1902 los hermanos Baroja, Azorín, Bargiela y dos o tres amigos más visitaron la tumba de Larra, y después de ellos Gómez de la Serna, Camba, Ruano, Giménez Caballero o Umbral, porque en Madrid es lo que hacen los escritores que quieren llegar a algo. Claro que conviene preguntar antes dónde lo tienen, porque en cuanto pueden, cada cincuenta o sesenta años, lo mueven de cementerio: estuvo en el del Norte, de ahí se lo llevaron al de San Nicolás, y ahora está en la Sacramental de San Justo, sobre el Manzanares, en un panteoncito de escritores ilustres bastante deslustrados ya la mayoría de ellos.

Giménez Caballero en «Junto a la tumba de Larra» se dedicó a pensar en cuánto capital dejaba Larra y a quién: «Al hijo mayor, a Unamuno, le deja el gemir, su sentido de la soledad y la imprecación; a Baroja le deja la acritud y el estilo seco, sencillo y tajante; a Benavente, el puñal de dos filos –rebeldía y disciplina–, amoralidad y tradición, y la frase corta, leve, ingeniosa, dañina como picazón de víbora; al solemne Maeztu le manda su afición por las cosas de Inglaterra y la reverencialidad por la economía, así como la España Negra se la cede a Zuloaga; el estro lírico va hacia los Cantos de vida y esperanza de Rubén, pero su fecundación más pura la otorga al recoleto, vernáculo, circunscrito y hondo, hondo sentir de Antonio Machado; en Azorín Larra encontró su San Juan sobre el pecho». Y de ahí pasa a otros herederos: Ortega y Gasset, Juan Ramón, Azaña…

La herencia de Larra no se agota. El consejo de Baroja al joven escritor («vaya a Madrid, y póngase a la cola») puede cambiarse por un más sencillo «vaya usted a ver a Larra». Se ataja mucho.

El primer escritor de verdad de y sobre Madrid, sin proponérselo, solo con mirar lo que veía y contarlo con ese estilo suyo «suelto, fácil, fluido y flexible», que dijo Azorín. Inteligente, mordaz, sarcástico, racional, insolente, con un yo tan grande que bien pudo escribir alguna vez aquello de «Yo soy la materia de mi libro», de Montaigne, a quien se parece mucho. Lo contrario de lo que se entiende por romántico: frío y enemigo de las efusiones, que sustituye con el humor, casi siempre la metadona del sentimiento: «“Señor Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en ese artículo…” ¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que es sin saberlo».

Su vida y la de sus hijos, de novela. Su hija terminó en la trapisonda (inventora del primer timo piramidal), y su hijo, también escritor, llevando a cuestas y con bastante talento y humor el ser hijo de su padre, cosa siempre dificilísima. Hay que releer uno o dos artículos suyos al menos una vez al año. Ayuda a relativizar las cosas: «Ridículo es hablar sin haber quien oiga, pero todavía es peor oír sin haber quien hable». Uno de esos seres, decía de él JRJ., que no acabamos de saber nunca dónde están, pero que están. Como nosotros.

Se podría decir de Larra lo que de La Celestina dijo Cervantes en aquellos versos de cabo roto: «Un autor a mi entender divi-, si no fuera tan huma-».

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