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Retales madrileños » 21. Juan Ramón Jiménez

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21 Juan Ramón Jiménez

(Moguer, Huelva, 1881-Puerto Rico, 1958). Vino a Madrid, 1900, a ponerse a la cola, como tantos. «Su carta refrescó mi frente en este horrible Madrid al que llegué hace dos semanas y del que ya estoy aburrido. Yo aconsejaría a usted como buen compañero que no viniera a esta corte podrida, donde los literatos se dividen en dos ejércitos: uno de canallas y otro de… maricas», le dirá a José Sánchez Rodríguez. Duró poco, y a los cuatro o cinco meses huyó. Dejó dos libros para que se los publicaran, y se volvió al pueblo. Murió su padre, se arruinó su familia y él arruinó su salud. Vuelta a Madrid, a un sanatorio (el del Rosario). Vida (dos años) de convaleciente, sobre la Guindalera y con la sierra del Guadarrama en la ventana, visitado por amigos de la Institución Libre de Enseñanza y poetas que fueron testigos de su sensualista hiperestesia. Y vuelta de nuevo al pueblo. «Madrid desde aquí me hace el efecto de una gusanera», escribirá a Machado, el de las metamorfosis, pero volverá a Madrid en 1913, ya a quedarse. Lo hace un tiempo en la Residencia de Estudiantes (en los Altos del Hipódromo, que bautizó sin necesidad como la Colina de los Chopos: ya se llamaba bonito, casi mejor, el Cerro de los Vientos). Ese Madrid ideal lo encarnó la Residencia de Estudiantes, que fundó y dirigió su amigo Alberto Jiménez Fraud, en la que JR. vivió sus últimos años de soltería, casa de la que nunca se desvinculó: la verdadera aristocracia intelectual madrileña residió allí hasta 1936. Lo primero que desmanteló el franquismo fue, precisamente, la Residencia y todo cuanto representaba: el espíritu de la Ilustración, de nuevo restaurado a partir de 1975 y hasta hoy, en que tiene un puesto capital en la vida cultural de la ciudad, una especie de contrapunto aristocrático (y a veces elitista) al Círculo de Bellas Artes (el Madrid imposible), institución a la que no acaba de írsele el aire de casino de pueblo grande donde se juega al monte. En 1935 JRJ. dirá: «Yo no decidí venir a Madrid. Fue por el sentimiento de universalidad; ese centralismo de España… España posee un centralismo fatal. El que quiera leer, le atraigan los museos, las exposiciones… ha de venir a Madrid. Y eso hice yo: salí de mi tierra para unir el sentimiento mío, andaluz, con lo universal. Porque el que quiera en España oír conciertos, saber cuánto se pinta o ver la bailarina famosa, ha de acudir al centro…». Viviría en Sevilla «si Sevilla fuera, como debiera ser, la capital de España». Madrid fue la ciudad en la que más años pasó, veinticinco.

303. JRJ. y Zenobia Camprubí en la azotea de su casa de la calle Padilla, mayo de 1931.

304. Prospecto publicitario del negocio de casas de alquiler que tenía en Madrid Zenobia Camprubí, h. 1930.

Acaso por ello y como agradecimiento empezó tempranamente a escribir un libro sobre Madrid, a su estilo: retratos, prosas, ambiente. Un «Madrid posible e imposible». El posible: no lo terminó nunca. ¿Hay un Madrid juanramoniano como hay un Madrid galdosiano, solanesco o barojiano? No. O sí y no: «Tengo nostalgia del Madrid de Carlos III», decía. Y enumera el Madrid posible: «Neoclásico, bajo, estendido, ordenado: ladrillo, granito, hierro, verdor perene. Parterre, Obelisco del Dos de Mayo, El Pardo, Guadarrama, Madrid de granito, El Retiro, Rosales, Puerta de Alcalá, Casa de la Moneda, El Prado, el Botánico». ¿Y el Madrid imposible?: «El Montgolfier», el de los barrios bajos, el sucio y amontonado: «Esa jente de los jueves y domingos de Madrid, estrafalaria, corriente y triste», esos «matrimonios casi jóvenes con niños casi viejos», esa «sesajenaria de manteleta de abalorios, sombrero de colorines y sombrilla blanca, todo dado» [de segunda mano, de algún ropero de caridad].

Ya en el exilio pidió a Juan Guerrero un plano de Madrid, para enmarcarlo y tenerlo presente y tratar de que el posible Madrid, imposible ya para él, no acabara borrándosele de la memoria.

Su Madrid es muy fino, raro y serio: de los pocos intentos que ha habido para elevarlo por encima del sainete. Por eso echamos tanto de menos en el Retiro, entre tantas como hay allí que no sirven para nada, la estatua de Juan Ramón. Cerca si se quiere de donde está la Baroja o la de Galdós, por ejemplo, el Madrid imposible. Y la de Baroja yo la llevaría al Campillo del Nuevo Mundo, donde acaso estuviera mucho más en su salsa. Y la de Galdós, que nadie ve, la pondría en la plaza de París, a un paso de donde vivió él tantos años.

A uno le gustan los dos Madrid, el posible y el imposible.

305-306. Folleto publicitario de la Residencia de Estudiantes, 1914. JRJ., alojado entonces en aquella institución, cuidó para su director, y también editor, Alberto Jiménez Fraud, la edición de cinco antologías poéticas, libritos a los que llamó Jardinillos , uno de ellos dedicado a San Isidro. Son un dechado y anuncio de los trabajos poético-tipográficos del poeta, expresión de lo que este llamó «el Madrid posible» y mejor, frente al «Madrid imposible» y plebeyo, que también existe, existió y existirá.

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