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Retales madrileños » 28. Madrid y sus parques y jardines

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28 Madrid y sus parques y jardines

Mientras Madrid fue una ciudad de doscientos mil habitantes (pongamos que en 1800) no le hicieron falta ni parques ni pensiles: tenía el campo a golpe de vista, bastaba con ponerse en medio de una calle o subirse a una azotea y la sierra del Guadarrama, La Mancha y Extremadura le entraban a la ciudad por cualquier parte. No se sabe, por lo demás, que Madrid contara en tiempos de la dominación musulmana, como otras ciudades árabes, con jardines famosos como los de la Alhambra. Si hubo en el Renacimiento «jardines abiertos para todos, paraíso cerrado para muchos», debieron de ser pequeños y encajonados entre las casas, como el de Lope. La ciudad tuvo que esperar a la Revolución francesa, que decidió abrir a los plebeyos y burgueses los parques y jardines reales y entronizarlos en el corazón de las ciudades, en plazas, glorietas y bulevares. El primero que quiso hacerlo en Madrid de forma metódica fue José I Bonaparte.

Hasta entonces Madrid había tenido unos cuantos espacios ajardinados. Unos para uso real (Casa de Campo, el Retiro, Campo del Moro), otro al servicio de la ciencia (el Botánico, desde tiempos de Carlos III) y otro, público, de moda desde Felipe IV: el paseo del Prado.

El Botánico, un jardín políglota, lo concibió Carlos III «para salud y recreo de sus vasallos», como se lee en el dintel de la puerta, y el Prado reunió durante tres siglos al «todo Madrid», sin distinción de clases, sexos ni edades. Los reyes lo cuidaron y ornaron con fuentes y ordenanzas que regulaban su uso, porque a partir del siglo XVIII el Prado fue el gigantesco mentidero de la Villa. Hasta finales del siglo XIX y la desaparición de los jardines del Buen Retiro (donde hoy se encuentra el edificio de Correos, en la plaza de Cibeles), el paseo del Prado fue una mezcla de feria perpetua, salón galante, parque de atracciones con teatros, quioscos de música y aguaduchos, y un sinfín de reclamos y entretenimientos.

A medida que la ciudad crecía, se vio que el Prado no era suficiente. Tras José I, Fernando VII abrió al pueblo de Madrid, tras restaurarlos, parte de los jardines del Retiro, que las tropas francesas habían arrasado durante la francesada, y después, en el reinado de Isabel II, el marqués de Pontejos, un afrancesado y gran alcalde, y su mano derecha Mesonero Romanos, concejal y cronista de la Villa, emprendieron la gran tarea: ni un Madrid sin plazas (apenas las tenía) ni una plaza sin estatua y algunos árboles. Ningún alcalde hizo tanto en dos años, que fue lo que duró.

En 1860 Madrid tenía ya trescientos mil habitantes, y a medida que crecían sus barrios, el campo iba quedando más y más lejos, y a él empezaba a irse solo en fechas señaladas: a la pradera de San Isidro y a los prados de San Antonio de la Florida únicamente con ocasión de sus verbenas respectivas. La revolución de 1868 abrió al fin sin restricciones el Retiro y la Casa de Campo…

El triunfo de las ideas krausistas entre los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza lanzó a aquellos ilustres patriarcas a la conquista de la naturaleza, y los escritores del 98 asumieron el amor a lo agreste, árboles y pájaros, e incorporaron a sus vidas los largos paseos por los arrabales de Madrid (Machado, Baroja, Azorín) o el Retiro (Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez). Javier de Winthuysen, el amigo de JRJ., publicó por esos años su gran libro sobre los jardines de España y en el ánimo de los madrileños fue inculcándose la cultura del jardín no solo como un lugar de expansión festiva, sino como el marco ideal de sus meditaciones y ensimismamientos. Tras el de Winthuysen vinieron los trabajos de Fernando García Mercadal, Fernando Chueca, Carmen Ariza y Leandro Silva, todos ellos compendiados por uno reciente, Jardinería tradicional en Madrid , de Luciano Labajos y Luis Ramón-Laca; y los canónicos de Carmen Añón y Mónica Luengo, mis preferidos.

356. El estanque del parque del Retiro, postal, h. 1950.

Desde finales del siglo XIX la historia de Madrid ha ido unida a la conquista de espacios arbolados o restauración de los antiguos: los jardines de Sabatini (en realidad «jardines republicanos», porque los hicieron tirando en los años treinta las caballerizas y cocheras, que sí eran del arquitecto italiano) y los del Campo del Moro, el parque del Oeste (destruido durante la guerra, como también la Casa de Campo o los jardines de la Moncloa), la Quinta de los Molinos y la de la duquesa de Osuna…

Pocas cosas menos naturales que los jardines. Los buenos, como el Retiro, aspiran, al igual que las obras de arte, a no parecer artificiales, y a ellos acuden aquellos a los que Madrid, por un momento, les resulta excesivamente urbano y necesitan algo más que ciudad.

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