Madrid

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A MODO DE EPÍLOGO

(CON ALGUNAS COSAS RARAS QUE PASAN EN MADRID Y QUE NO CABÍAN EN OTRA PARTE)

De origen vasco, palentino de adopción y vecino de Madrid, Santiago Amón era un crítico de arte inteligente y mordaz, y su muerte impresionó mucho. Como Quevedo, padecía una ostensible cojera y, como él, era aficionado al humor negro y los sarcasmos. Iba en un helicóptero con algunas autoridades y en otro iba la reina con los suyos, camino todos de Aguilar de Campoo. El de la reina logró pasar los bancos de niebla, pero el del otro helicóptero, donde viajaba el hombre a quien yo debía una beca para escribir un trabajo sobre Julio Romero de Torres, debió de pensar, «no voy a ser menos valiente que mi colega», y decidió seguir; y se estrellaron en un pueblo de nombre tremendo para morir en él, Valdemanco. No sé quién le encargó el diseño de la bandera de la Comunidad, que ejecutó el artista geométrico Cruz Novillo. La letra del himno (Madrid tiene himno, y el himno, letra) se la pidieron al profesor zamorano y poeta ácrata Agustín García Calvo. Parece un poema postista, escrito de broma o fumando un porro: «Yo soy el Ente Autónomo último, / el puro y sincero. / ¡Viva mi dueño, / que solo por ser algo [la primera versión decía: «que para no ser nada»], / soy madrileño! / Y en medio del medio / capital de la esencia y potencia, / garajes, museos, / estudios, semáforos, bancos, / y vivan los muertos: / Madrid, metropol, ideal / del Dios del Progreso! / Lo que pasa por ahí, todo / pasa en mí, y por eso / funcionarios en mí y proletarios / y números y almas y masas / caen por su peso; / y yo soy todos y nadie, / público ensueño. / Y ese es mi anhelo, / que por algo se dice: / “de Madrid al cielo”». Yo no creo que esta letra la recuerde nadie ni nadie la haya cantado nunca, pero tampoco nadie, que yo sepa, se ha molestado en quitarla o ponerle otra. Hace poco se supo que en ella metió mano también el alcalde Tierno Galván, a petición del presidente de la Comunidad, Joaquín Leguina, quien años después, lamentándose de que en mala hora le encargaron la letra, lo resumió así: «Se lo tomó a cachondeo. Y no se dejaba cristianizar… Logramos que quitara versos como este: “Mire, Anacleto, las vueltas que da el mundo para estarse quieto”».

A principios de siglo XX , en medio del fervor de los centenarios quijotescos, apareció el primer retrato de Miguel de Cervantes. La conmoción nacional fue enorme. Los descubridores de la pintura la regalaron a la Real Academia Española, que se apresuró a entronizarla en el principal testero de su salón de actos en 1911, y el director de la institución escribió un estudio de la misma, que leyó en solemne sesión. Yo lo he comprado en el Rastro. Qué elocuencia en las formas, qué tenacidad en las pesquisas, qué donaire en los finales. Se probó que era falso. A los pocos meses se supo que todo era la mixtificación de un anticuario y de un coleccionista, pero para entonces nadie quería hacer ya más el ridículo descolgando el retrato y lo dejaron, pues al fin y al cabo los académicos son también madrileños, y saben encogerse de hombros como los mejores. Hoy todos en la «docta casa» (título que le han usurpado al Ateneo) saben que es falso, pero allí sigue, «porque hace bonito». Cuando un día se demuestre que en realidad es el retrato auténtico de Fernández Avellaneda o de un inquisidor, no sé qué harán.

En 1622, por presumir de picar alto («son mis amores reales»), unos espadachines dan muerte al conde de Villamediana. Todos ven en ese crimen la mano del rey, Felipe IV, el mismo que se aficionó a violar a una novicia de San Plácido, cuyas monjas se la presentaron una noche entre cuatro cirios como difunta, para espanto del burlador, que salió huyendo. Y en 1816 se juramentaron unos cuantos para matar a Fernando VII (se la conoció como «la conspiración del Triángulo») cuando fuera a entrar en el burdel donde le esperaba Pepa la Malagueña. Cinco años después una turba allanó la Cárcel de Corte disgustada por la sentencia clemente para Matías Vinuesa, el absolutista conocido como «el cura de Tamajón», a quien mataron a martillazos, y Pedro Luis de Gálvez, antes de llevar una checa como quien atiende un estanco, se paseaba por las tabernas madrileñas llevando debajo del brazo el cadáver de su hijo.

Madrid acaso no propicie esta clase de desajustes, comunes también en capitales de provincia y villorrios, pero los acumula y colecciona. La vida de los madrileños está constantemente sacudida de sucesos, como en todas partes. Lo que les hace singulares acaso sea la mezcla, que un día se trate de Felipe IV y el otro, de nuestra portera (veló el cadáver de su marido sobre una mesa de comedor, con un gato que cogió la perra de subirse a olisquear al difunto). En Madrid la mezcla lo es todo, y fue lo primero que pensó uno aquella noche cenando en Casa Gades: «Ayer en la Joven Guardia Roja de Valladolid, y hoy junto a Marisol». O puede ser, tal vez, que solo sea la predisposición de uno a fijarse en las extravagancias, en los fenómenos, en la fatalidad.

Por eso encuentra uno de lo más natural que en la calle Princesa haya hoy un «Grupo Cero. Psicoanálisis y poesía», anunciado con dos grandes muestras, en las que figuran un diván y un sillón vacíos, invitando a los transeúntes a entrar allí, ocupar el diván y tratar de entender, poéticamente, lo que le pasa a esta ciudad.

De vez en cuando me dice algún amigo: «Ayer me sucedió algo que tú habrías metido en tu Salón de pasos perdidos » o «te habría gustado estar allí: era una escena como para tus diarios». Casi siempre se trata de historias un poco fuera de quicio, pero también humanas, con mezcla de comicidad y de tristeza. Madrid le ha proporcionado a uno, es verdad, muchas historias y relatos parecidos recogidos en la calle, en el Rastro, en un bar, con amigos o desconocidos, en solemnes ceremonias oficiales o de medio pelo. Muchas más han quedado fuera. Los libros y las ciudades pueden levantarse con materiales nuevos y con derribos. Yo he sido más derribista.

Uno ha tendido a vivir rodeado de cosas viejas y usadas, heredadas o adquiridas en el Rastro. La mayor parte de los libros que he leído y que están hoy en nuestra casa los leyeron antes o pertenecieron a personas para mí desconocidas, casi todas muertas ya cuando yo los compré. A veces más que una biblioteca parece una necrópolis. Y no me importa.

Este libro ha sido el fruto de cuarenta años de vida madrileña y de muchos derribos. Durante los cuatro que ha trabajado uno en él he ido tomando notas de lecturas, paseos e impresiones, y aprovechando las que he ido guardando en unas libretas de hule negro, encontradas, cómo no, en el Rastro y procedentes de viejas papelerías cerradas por defunción o quiebra. Las notas y papeletas son literalmente miles, de las cuales la mayoría no sirven (y tal vez el libro habría que haberlo hecho con estas últimas, como decía Schwitters que había que proceder para fabricar uno de sus collages: «córtense papeles para hacer el schwitters , y con los que sobran, hágase el schwitters »).

Por ejemplo, esta cita del libro de Álvarez Barrientos: aclara muchas cosas y echa por tierra la mayor parte de las películas y seriales españoles que han hecho su agosto con el «¡agua va!» de los bacines que se arrojaban desde las casas a la calle: «Durante mucho tiempo, la porquería en el ambiente y en el propio cuerpo se entendió como algo saludable y natural; del mismo modo que las heces abonaban la tierra, se pensaba que la mugre sobre el cuerpo y en la ropa producía un efecto sanador, pues protegía. Es así como se explica la creencia en que la suciedad de Madrid ayudaba a contener el peligro que el aire demasiado fino significaba para la salud […] El cambio en la percepción de este hecho es un indicio de cómo cambiaba la clase media en la sociedad urbana del siglo XVIII ». Con razón llegó JRJ. a aquel «a todo se llega: he aprendido a ser sucio, y me parece bien».

Yo creo que con el tiempo he aprendido igualmente a hacer cada día los libros más revueltos, y no me parece mal, porque tampoco puedo hacer ya mucho para que me pareciera bien.

María Teresa Gea confeccionó una lista de los edificios desaparecidos en estos últimos treinta años, de la Posada del Segoviano (y otras del siglo XVII ) en la Cava Baja, a La Pagoda de Fisac: el viejo Alcázar, un montón de iglesias monumentales (San Felipe el Real, el Buen Suceso, San Luis) y conventos más grandes que cuarteles (de hecho muchos acabarían albergando a la tropa, casi un centenar a lo largo de cinco siglos: San Francisco, Trinitarios, Agustinos Recoletos, San Francisco, Capuchinos de la Paciencia, Recogidas, Santa Teresa), palacios (empezando por el de los reyes en el Buen Retiro y siguiendo por los de la mayor parte de los nobles de su corte: acabaremos antes diciendo que de los importantes apenas se conserva media docena, de los cien que hubo, Lerma, Medinaceli, Osuna, Casa Riera, Villamediana), hospitales (de la Latina, de Antón Martín, de la Princesa, entre otros), colegios (Noviciado de Jesuitas, Seminario de Nobles), fábricas (de coches, de tapices, de porcelana, las Platerías Martínez, de la Moneda), cuarteles (San Gil, de la Montaña), gasolineras, fuentes (infinitas), teatros (docenas) y circos (varios), mercados (La Cebada, Mostenses, Olavide), casas singulares (la casa donde vivió sus últimos años y murió Cervantes, La Quinta del Sordo de Goya, el palacete neomudéjar de Galdós)…

En cada desaparición se va una novela, sin contar las vidas de cuantos han vivido en Madrid, muchas de las cuales se conservan aún, a modo de fichero, en las lápidas de sus cementerios y sacramentales.

A veces tardamos meses, años, en advertir las faltas y ausencias. ¿No había aquí tal o cual casa, tal o cual comercio, aquel bar? Fulano, Mengano, Beltrano ¿no habían muerto? No acaba uno nunca de conocer todo Madrid ni un libro como este puede terminarse jamás. Lo acabo ahora por extenuación.

A cada casa que se ha ido, le ha sustituido otra, y con comercios, bares y demás, lo mismo. Si nuestro corazón no podría vivir sin olvidar, nuestras ciudades no habrían sobrevivido sin derribar, y unas veces hemos salido perdiendo, y otras muchas ganando, y qué duda cabe: cualquier madrileño tiene hoy eso que llaman mejor calidad de vida que todos los Austrias y Borbones juntos (lo que no hubieran dado Carlos V por un remedio contra la gota o Isabel II por una aspirina para sus jaquecas).

Madrid y las ciudades no son muy diferentes de un libro viejo al que hay que traducir si se quiere que la gente que no domina la lengua en la que fue escrito lo entienda.

En su prólogo a la traducción del Quijote , al que ya me he referido, Vargas Llosa habla de la ciudad como de un libro que puede traducirse.

Recordaba la limpieza del vetusto París en tiempos de André Malraux y la polémica que aquella medida de higiene monumental ocasionó en los puristas y castizos parisinos, partidarios de la pátina. Notre Dame estaba ennegrecida por la polución y las lluvias seculares. Nunca jamás desde su construcción se habían aplicado a sus fachadas y torres el cepillo, el agua a presión, el detergente. Durante unos meses se cubrió la mole gótica de andamios y lonas y los obreros se emplearon pacientes en su delicada labor de dermatólogos, tratando de eliminar la litosarna. Cuando al fin se levantaron los velos y la piedra volvió a esplender con su antiguo fulgor, hasta los más reacios admitieron lo infundado de sus temores. Vargas Llosa decía: lo que ha hecho aquí el traductor con el Quijote es parecido a lo que se hizo en el París de los años sesenta del siglo pasado; lo ideal es leer el Quijote en su lengua original, y quien quiera hacerlo en ella puede seguir haciéndolo, pero a todos aquellos a los que se les ha resistido durante siglos, pueden empezar por esta traducción.

El ejemplo de Vargas Llosa es brillante, pero él mismo apuntó entonces algo igualmente irrebatible: en una traducción esta no destruye el original, al contrario de lo que sucedió en Notre Dame (la limpieza de los años sesenta acabó con ella y apareció una hasta cierto punto nueva Notre Dame).

Todos, creo yo, somos partidarios de los originales y de la pátina, pero conviene distinguir lo que en las cosas hay de pátina y de mugre, porque a menudo vienen tan mezcladas que al tratar de quitar una, destruimos la otra. «El tiempo también pinta», decía Goya, y tenía razón. Hay que dejar en las cosas lo que el tiempo va poniendo en ellas, arrugas, quietud, serenidad. En un libro eso no ofrece ninguna duda. Después de una traducción del Quijote , tenemos dos quijotes y hay tantos quijotes como traducciones haya, más el original, que tampoco es enteramente inamovible, porque el trabajo de los expertos lo modifica cada cierto tiempo, poniendo comas, descubriendo erratas y delatando errores. Sin contar todos esos puntoiapartes, guiones, y las bes, uves, equis, jotas y ges cambiadas… En literatura lo original está muy sobrevalorado.

Las intervenciones en las ciudades exigen un combinado y delicado trabajo de traductor, restaurador y conservador.

El celo extremoso en la aplicación de cualquiera de estas funciones (traducir, restaurar, conservar) supone a la larga el fin de una ciudad.

¿Cuál es el Madrid original? ¿El árabe, el de los Austrias, el neoclásico, el romántico, el moderno? No existe. El Madrid original es el de cada momento, el de cada presente, y todos los presentes son distintos. Hubo uno y aun unos madriles primitivos, pero solo hay un Madrid original, el que conocemos cada día. Y podemos ponernos de acuerdo incluso sobre el pasado (lo que ha dado en llamarse «un relato común»), pero no sobre el presente.

Cada vez que se derriba o se deja caer un edificio, y se acaba sustituyendo por otro, se está traduciendo el pasado a una lengua actual, por razones de comunicación (con el dinero, con la política, con los vecinos), de estética o de uso.

La arquitectura es en sí misma a lo largo de los tiempos una traducción de los órdenes clásicos y tradicionales, del mismo modo que Picasso se fija en las máscaras africanas para su cubismo.

Es frecuente leer u oír lamentos sobre la transformación de las ciudades que van destruyendo parte de su legado para sustituirlo por otro menos afortunado. Seguramente yo mismo los he pronunciado en algún tiempo. Hoy no estoy en absoluto seguro de ello. Quizá porque siendo cada vez más viejo no le importaría a uno que le renovaran aquí y allá algunas partes de su cuerpo cada vez, sí, más nobles, pero también más decrépitas y cargantes.

¿Nostalgia del Madrid de los Austrias? Por nada del mundo querría uno vivir en las casas en las que vivió Cervantes, ni obteniendo por ello el premio de haber escrito el Quijote . ¿Estamos seguros de que nos gustaría ir por la calle con una espada al cinto o privarnos en una taberna de la plaza Mayor de que nos sirvieran una caña bien fría con un bocadillo de calamares fritos, y nos pusieran en su lugar un comistrajo de gallinejas?

Paseando recientemente por la calle de Serrano con mi mujer, pasamos por delante de la casa donde nació, donde vivió, por donde yo pasé tantas veces vendiendo libros y acaso me cruzara un día con ella. Enfrente se encuentra hoy un Corte Inglés y antes estuvieron allí los grandes almacenes de una cadena norteamericana, Sears, y antes aún el palacio Larios, con un parque de árboles centenarios que bajaban hasta la Castellana, y antes el puro monte. ¿Que habría estado bien que este palacio se hubiera conservado, con sus jardines? Ya lo creo, y todos los que hubo en su día en la Castellana, incluso el monte, la madroñera, el oso. Pero las ciudades quitan y ponen, y dan más de lo que quitan porque la gente, por suerte, no es del todo masoquista, y aunque el hombre no ha aprendido aún a crecer sin destruir, acaba conservando más de lo que destruye. Se perdió la biblioteca de Alejandría, pero cualquier móvil encierra un millón de veces más información de la que había en aquellos papiros y tablillas. Hemos visto que a la casa de al lado de la que fue de su familia le han añadido, conservando la fachada del siglo XIX , un copete, tres pisos más, en un estilo arquitectónico posmoderno, hierro negro, grandes vidrios tintados… Lo han retranqueado. Es como si dijéramos una nueva casa a la malicia, porque han multiplicado por dos el valor catastral del inmueble, sin entrar en otras consideraciones funcionales (los nuevos departamentos gozarán de mejores condiciones de habitabilidad que los primitivos y disfrutarán de unas vistas maravillosas sobre la ciudad). ¿Ese lobanillo modifica, transforma, adultera? Desde luego, como el palacio de Carlos V, que no solo impuso a la Alhambra un estilo arquitectónico extraño a ella, sino que le pegó un gran mordisco, llevándose parte de los originales nazaríes. ¿Hubiera sido posible hoy hacer en la Alhambra algo parecido a lo que hizo Carlos V?

Lo único que ha comprobado uno es que muchas cosas se van poniendo más bonitas con el tiempo, incluso las feas, y que la pátina lo mismo que quita, pone. Sucede igual con las personas: «Si no se va a peor, se va a mejor», decía nuestro amigo Gaya (claro que muchos van a peor, pero nuestra tarea es en todo momento tratar de permanecer al lado de los mejores). También le confesaba por carta a un amigo que él había «cedido a los encantos madrileños como cualquiera, pero yo tenía entonces dieciocho años, diecinueve, veinte; no más, porque enseguida comprendí el hermoso peligro que eso implicaba, y me lo sacudí de una vez para siempre». Los últimos años de su larga vida y la mayor parte del tiempo de ellos, vivió en Madrid.

¡Los encantos de Madrid!

Nuestra vida en la capital es bastante tranquila, pero menos solitaria de lo que a veces decimos. Esos «vemos a poca gente», «salimos poco», «no me da el tiempo» en los que todos los madrileños suelen excusar su pusilanimidad para con los amigos no son del todo exactos. Si se vive en Madrid no tiene sentido tampoco quedarse al margen de sus encantos, modestos acaso, pero maravillosos. Ahora, en el campo, sí; allí nuestra vida es de anacoretas. De corte y de cortijo, no hay otra.

Solana, el pintor que representó como ningún otro madrileño la síntesis de la corte y el cortijo, de lo urbano y de lo pueblerino, decía de su propia obra que la veía «a medio conseguir». Madrid está también a medio conseguir, «perfecto e imperfecto, completo». Ese es su mayor encanto, a mi modo de ver, la alianza entre un sueño y la verdad, el sueño de ser y la fatalidad de haber sido. A lo largo de estas páginas se ha perseguido la quimera de completar lo que no tiene fin, de meter en un hoyo de la playa todo el mar de Cartago, o traducido a nuestro lenguaje: de poner a navegar por el Manzanares todos los barcos, todos los deseos, incluso los de mayor calado. Madrid ha sido, es y será esta paradoja colosal: esa tierra de nadie de la que cualquiera puede hacer su patria, sin arrebatársela a ninguno ni estorbarle su condición de puerto franco en el que todos puedan ser libres e iguales.

Ha tratado uno aquí de contar la vida de Madrid en mi propia vida, y la vida de uno en la de Madrid. No es mi autobiografía, desde luego, porque esta la habría contado de otra manera y en otro tono, pero quisiera pensar que esta ciudad no se siente mal retratada del todo en esa vida y en este libro, sin duda también a medio conseguir.

Todas las ciudades son sucesión, pero pocas tan sucesivas y provisionales como Madrid. En todas partes está uno de paso, desde luego, pero en pocas también se habrá visto este hecho de un modo más nítido: muchos de los que son de aquí dicen soñar con irse; y muchos de los que han venido de fuera, dicen también soñar con no quedarse. Y sin embargo aquí seguimos todos, unos y otros, sin perder nuestra alegría, prendidos en los encantos de Madrid.

No sé si Madrid es este cajón de sastre donde he puesto mi vida, o si el cajón de sastre soy yo, con Madrid y todas y cada una de sus criaturas dentro, acomodadas como han ido llegando un poco al azar, sabiendo que «solo vemos lo que nos mira» y diciendo como nuestro amigo ubi bene, ibi patria .

¿Lo habré conseguido? Quién sabe. Los libros acaban siendo no lo que quiere su autor, sino…

Después de tantos años y tampoco sabe uno por qué los libros acaban siendo lo que son.

Emily Dickinson encontró el atajo, la forma oblicua de decirlo:

Hay entre mi país y el de los otros

un mar, pero las flores

negocian por encima de las aguas,

como los diplomáticos.

Madrid, 4 de mayo de 2020

358. Guillermo Trapiello, Atocha , 2020.

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