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29. Breve repertorio madrileño

29 Breve repertorio madrileño

En la tentación de reescribir diccionarios y componer repertorios como este hemos caído muchos. Si la Gestapo y la policía franquista no hubieran estrechado el cerco hasta conducirle al suicidio y Walter Benjamin hubiera tenido tiempo y paciencia para redondear su célebre Libro de los pasajes, acaso lo habría estropeado. Tiene sentido y gracia como lo dejó, sin terminar. En él los fragmentos y citas, intuiciones, y relámpagos iluminan no solo los pasajes comerciales, no solo París y el siglo XIX vistos a la luz de la filosofía política, sino la ilusión que tenemos todos en ser modernos, quiero decir, en no morirnos nunca. La ventaja de los fragmentos sobre un todo es palpable: el fragmento, cuando va solo, dice por sí una cosa, pero en compañía de otros fragmentos dice esa y otras muchas, tantas como fragmentos. Aquí van algunos retales de retales, que me resistía a meter en el cajón de sastre. Yo sé que cada uno dice algo suyo propio, pero también que juntos son a su manera un todo tan roto como lleno de sentido y compacto.

Acacias. El árbol por excelencia de Madrid desde que empezaron a plantarse árboles en las plazas y calles de las ciudades. Algunas de las primeras las plantó Moratín en el huerto de su casona, y después de él todos los alcaldes. Es un árbol romántico y esquemático de ramas, vestido de hojitas un tanto tímidas. Florece en primavera y sus racimos, «pan y quesillo», fueron durante muchos años la golosina de los niños madrileños. Las pintó como nadie Eduardo Vicente.

Afrancesados (también franchutes y gabachos). En Madrid, tras las jornadas del 2 y 3 de mayo de 1808, se les despreció y luego, con Fernando VII, se les persiguió, encarceló y mandó al exilio (hubo una amnistía, y muchos volvieron para ocupar buenos puestos, pues «era evidente que los franceses tenían sus partidarios que, aunque escasos en número, contaban en sus filas con algunos de los más capaces y no pocos de los más respetables madrileños», como dijo Blanco White). Tras las guerras de guerrillas de la Independencia («una gran escuela de desorden», Galdós), la mayoría de ellos no se aclimató mal con el absolutismo.

Aguael agua de Madrid»). En Madrid fueron las aguas de los diferentes viajes y fuentes tema recurrente de la conversación de sus vecinos hasta la traída de las del Lozoya (1858). Desde entonces estas acabaron con toda discusión. De lo que más presumen los madrileños.

Aire. Después del agua, es el aire de Madrid su mayor timbre de gloria: cuando llega de la sierra del Guadarrama, por puro y saludable, frío y sutil, y cuando llega de Toledo, por tépido y oportuno. En cuanto al cielo, suma de aire y silencio, se le valora mucho por los crepúsculos, que son en Madrid, como en parte ninguna, «un barrido azul y verde de una fina e inefable transparencia» (Gutiérrez-Solana). De ambos, aire y cielo, hay copia en el Museo del Prado, por si un día desaparecieran; en Las meninas de Velázquez y en los cuadros de Goya. «Nada más entrar en las salas de Velázquez me pareció sentir en las mejillas, en las sienes, en los párpados, el roce de un aire frío, como el que sintiera el día anterior en la calle (…) Madrid, a pesar de sus barrios pobres, de sus mendigos, de sus traperos, de sus basureros, no nos parecerá jamás un algo sin redención, pues todo se diría poder salvarse, elevarse, gracias a ese frío tan puro, tan desnudo, del aire de la sierra», decía Gaya, resumiéndolo así: «La esencia de Madrid es el aire». Y lo que Goya pintó sobre todo fue el ambiente, como también lo hicieron luego sus discípulos Sancha, Eduardo Vicente, Redondela, Palencia o Esplandiú. Hay un refrán popular, «aire madrileño, aire sutil, mata a una persona y no apaga un candil» (Madoz lo creía culpable de las pulmonías endémicas de la ciudad), pero también su reverso lírico: «Madrid, con su buen aire, todo es viento» (Hurtado de Mendoza), y en Madrid «la tierra toda es aire» (Lope).

Alcaldes. En Madrid importantísimos y cauce de todo tipo de quejas. Exceptuando a Carlos III, «el mejor alcalde de Madrid», se recuerdan por su nombre de pila muy pocos de los más de doscientos cincuenta que ha habido (Armona, Pontejos, marqués de Vadillo, conde de Peñalver, Alberto Alcocer, Sainz de Baranda, Alberto Aguilera, Pedro Rico, Arias Navarro [el más nefasto de toda la historia de la ciudad, el que más destruyó], Tierno Galván…, recordados la mayor parte de las veces únicamente por la calle que les dieron a su muerte o por lo que hicieron, construyendo o destruyendo). Tierno, que quiso recuperar los simones, las castañeras y los patos para el Manzanares, a punto estuvo de acabar con el Rastro. Al conde de Mayalde, alcalde franquista, se le recordará acaso solo por lo que le dijo a su amigo Baldomero Palomero con ocasión de la tramitación de la Ley para la Reforma Política de 1977: «Yo, Baldomero, con estos follones ya no sé si soy de los nuestros».

Argot. El madrileño, como otras jerigonzas, tiene gracia un tiempo, y cuando la pierde, las palabras se fosilizan, se trate de don Ramón de la Cruz y Arniches o de Umbral, tan celebrados en su tiempo por su salero. Porque el argot es la sal de un idioma (gorda y fina). Algunas de sus palabras, por lo general las fuertes, han logrado pervivir y aun exportarse a otras partes de España: chipén, fetén, ligue, movida, capullo, braguetazo, rollo (por asunto pesado), callo (por mujer fea), rodríguez (el marido que se queda solo, por veraneo de su familia) o gilipollas.

Arrabales. Los de Madrid eran únicos, bellísimos, donde la ciudad y el campo se daban un largo abrazo bajo la atenta mirada de ventas y alquerías, aguaduchos y merenderos. La palabra, de origen árabe, designaba a lo que había fuera de la muralla. Los descubrieron para la literatura y la pintura los del 98 (Baroja, Beruete, Solana, y en tono menor Sancha, Esplandiú y Eduardo Vicente), y para la vanguardia los manchegos (Maroto, Alberto, Palencia). Los había de ricos (las quintas de Carabanchel, la Alameda de Osuna, la Florida, la Zarzuela y Migas Calientes o la Quinta del Sordo), y de pobres (merenderos del Jarama y la Bombilla, Cuatro Caminos, el Canalillo, el Hipódromo y Arturo Soria, y todas las colonias obreras y sus contornos). Eso fue antes de la guerra. Después el desarrollo y la miseria los arrastró más lejos aún de la ciudad y ha vuelto a muchos de ellos broncos, hostiles y al margen de la piedad y de la ley.

Balcones. El elemento constructivo de la arquitectura madrileña, según Chueca Goitia, y por donde les entra y les sale la alegría a las casas de Madrid.

Barrios. Cada cual tiene su barrio, unos mejores y otros peores, y nos morimos sin haberlos conocido todos. Yo no he oído hablar mal a nadie del suyo, como tampoco nadie habla mal de su médico. Todos tienen su aquel, desde el de Salamanca al de La Elipa, de Lavapiés al Viso: la novela de sus vecinos, que ellos llevan «doquiera van», se escribe en cualquier parte.

Bohemios. Madrid ha presumido siempre de los suyos, dignificando con ese nombre su fracaso. De la misma manera que ha habido pobres oficiales, ha habido bohemios oficiales, en nómina de la vida desarreglada. «En Madrid no hay bohemia… El bohemio o no existe como tal bohemio, o es lo que llamaríamos un pobre de postín. La bohemia es un lujo de sociedades ricas, y nosotros estamos muy pobres», escribió Julio Camba; claro que Camba fue toda su vida un bohemio de lujo.

Botica. No es casual que Maximiliano Rubín y don Hilarión (protagonistas de Fortunata y Jacinta y de La verbena de la Paloma, respectivamente) fueran boticarios. En Madrid, una institución mientras se rigieron por el sistema de fórmulas magistrales; de sus célebres msa («mézclese según arte») han obtenido los madrileños el gracejo que caracteriza a tantos de ellos. La ciudad y sus habitantes perdieron mucho cuando se pasó de botica a farmacia, y de boticario a farmacéutico, acabando con una de las principales instituciones madrileñas: la rebotica.

Buñuelos de viento. La gran aportación de la gastronomía a la metafísica, el modo de hacer visible la nada si se reboza en harina y huevo, pasándola luego por la sartén. Con los churros y las rosquillas del santo (listas y tontas), uno de los más sutiles peteretes madrileños.

Callos. Con el cocido madrileño, el plato nacional de Madrid. Ángel Muro, en su célebre diccionario de cocina (1892) los define a lo poeta: «Pedazos de la túnica que contienen las tripas de la vaca, ternera o cordero». «Es un plato que se sirve lo mismo en una taberna que en un restaurante de lujo. Solo se diferencian en el precio: su condimento es el mismo. Popular y a la vez aristocrático. Para el pueblo es un lujo; para el potentado, una concesión», así los definió el sabio Cañabate.

Candil. Se ha dicho del aire de Madrid: «El aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil». Cuando había aire. Cuando había candiles.

Capa (en castizo, la pañosa). Se la tuvo por el indumento característico del aristócrata madrileño, pero acabó defendida únicamente por bohemios y noctívagos. Las últimas desaparecieron de la circulación hace unos años sobre los hombros de notarios, médicos e hidalgos en general, después de cuatro siglos de existencia y avatares famosos (motín de Esquilache). Existe una Asociación de los Amigos de la Capa que se reúne en la iglesia de San Pedro el Viejo (no confundir con la Adoración Nocturna).

Castañeras. Sentadas junto a sus braseros de cisco, traían a los inviernos madrileños, con el olor agreste del otoño, una constatación bastante dolorosa (ninguna castaña asada sabe como las de la infancia) y la esperanza de que un buen día las castañas mutarán en magdalenas de Proust. Todavía existen, y muchas son ya de la nación rumana.

Castizo/a. De casta, lo mejor del pueblo transmitido de generación en generación. Referido a Madrid, todo aquello que conviene usar en pequeñas dosis, como la pimienta. Luis Bello fue más lejos: «A los madrileños del siglo XX lo castizo es lo que nos sobra». Degeneró en los sainetes, que con la excusa de satirizar los defectos y vicios del pueblo, lo degradó: «Los saineteros exageraron, y el pueblo, por humor, al imitarlos, exageró también». No es infrecuente que pudiera admitir esta errata: caspizo.

Cesantes (no confundir con parado o desempleado). En Madrid, una institución. Su existencia marcó el carácter de la capital; se consolaban haciendo vida de café y preparando memorandos y arbitrios, a la espera de que cambiara su suerte. Se extinguieron cuando los propios cesantes dieron al fin con la fórmula magistral que llevaban persiguiendo décadas, y a la que pusieron el nombre de «puertas giratorias».

Chinchón (aguardiente anisado o anís aguardentoso, según el punto de vista). Es el destilado madrileño por antonomasia. Debe su nombre a la duquesa de ídem, que obtuvo licencia de Carlos III para fabricarlo. Se le relaciona con la memoria: no se sabe de nadie que haya olvidado nunca una de sus resacas.

Chipén. Como chachi, fue palabra gitana muy madrileña, como también fetén: lo mejor, «el verdadero espíritu de Madrid. ¿Qué es eso del Madrid chipén?», se preguntaba Azorín en un artículo que Rafael Flórez retomó para título de uno de sus libros. Y el escritor monovero concluía: «El lenguaje es la expresión del espíritu. Para conocer el espíritu de Madrid, sería necesaria una historia del lenguaje de Madrid: tarea ingente».

Chotis. Ni siquiera es de aquí, como la mayor parte de las cosas de Madrid. Llegó desde Bohemia con su nombre en alemán, schottisch (escocés), y se bailó por primera vez en 1850 en el Teatro Real: «Los giros del chotis, los pasos de la habanera, la agitación de la polka, los vaivenes de la mazurca» (Cañabate). Ya solo se oye en los tres organillos que le quedan a Madrid en fechas señaladas: San Isidro, San Antonio y la Virgen de la Paloma. Y los domingos en el Rastro, tocado por una anciana vestida con harapos, tan característica, que está uno tentado de pensar que está allí puesta por el Ayuntamiento, para darle color a la Ribera de Curtidores.

Chulería (y los consiguientes chulo/a, chulapo/chulapona). Quintaesencia del madrileñismo popular referido a personas. Sinónimo de gracia y donosura, entono y valentía, pero también, de engreimiento y jactancia. Lo más bonito es su etimología italiana, fanciullo/a, niño/a, y en un pasaje de los Sueños morales de Torres Villarroel, este requiebro de un joven galán a una chula rubia, «de diecinueve a veinte años» que iba por la calle Postas y de rostro «tan albo» que parecía haberlo «enjalbegado con auroras»: «Ea, mi alma y mi tú». Para Ortega y Gasset el chulo es el habla del «rural madrileño» impuesta a los aristócratas, «que o hablaban en francés o hablaban en chulo». Baroja fue más conciso (en su línea): «El chulo es triste», dijo. Chuleta: un chulo, pero gilipollas.

Churrigueresco. Degeneración del barroco típicamente madrileño que debe su nombre al arquitecto madrileño José Benito de Churriguera, y uno de los pocos casos en que está justificado un juego de palabras: churrogueresco. Si bien Madrid lo padeció y persiguió como una pandemia, resurgió en forma de modernismo, degeneración a su vez del isabelino. D’Ors decía que «Churriguera es un barroco heroico», y Gaya que «el barroco es lo que sobra». Hágase la media.

Churros, combros y porras. Aunque probablemente sea de origen árabe, el churro es la mayor y más original aportación de Madrid a la civilización. No obstante, si un día se demostrara que los churros no se inventaron en Madrid, los madrileños se encogerían de hombros, y dirían: «Y a mí qué me importa». Madrid es la ciudad que mejor se encoge de hombros (Gómez de la Serna decía que el madrileño es el que mejor se mete las manos en los bolsillos antes de ponerse a caminar). Se presentan en forma de lazo, como el vuelo de una golondrina, haciendo lercha y ensartados en un junco, «que evoca las orillas juncales del Manzanares». Y gracioso el uso que le dan los castizos a la palabra: «Le salió un churro», «esa película es un churro» y algunas más obscenas como «mojar el churro» («llevo sin mojar el churro un mes»). El combro es el churro gordo y la porra el final de la espiral de combros; esto no lo sabe casi nadie.

Cielo (ver aire).

Cocido madrileño. Existen parecidas ollas en muchas partes, con y sin garbanzos y demás guarniciones, y sabiendo parecido, pero el adjetivo madrileño es a cocido lo que Napoleón a código o ejército. En Madrid el canónico es «de tres vuelcos» (Galdós dice también «de tres tumbos»): sopa, garbanzos (patatas y verdura) y carnes (gallina, ternera y cerdo). Es un hecho que el adjetivo madrileño le ha llevado a la victoria sobre todos los demás sustanciosos cocidos del mundo.

Colza. Después de la intoxicación en 1981 de miles de españoles por la ingestión de aceite de colza, de los cuales la mitad fueron madrileños, quedó la palabra como sinónimo de basura y fraude.

Coronavirus. Demasiado pronto y demasiado dolor el causado por esa pandemia entre los madrileños para saber aún cómo quedará esta palabra. Pero seguro que quedará.

Corrala. Vivienda popular madrileña con corredores en torno a un patio, como las casas de corredor lo eran de un solo frente. Las hubo a cientos en los barrios bajos, insalubres, ruidosas, míseras, abarrotadas. Se han conservado media docena de ellas, restauradas. ¿Pero cómo conservar la miseria sin querer destruirla, y sin miseria qué sentido tiene conservarlas?

Cosmopolita. Un empeño de los cronistas de la Villa: «Madrid, ciudad cosmopolita y moderna». Está bien, pero eso a Madrid le quita mucho más que le da. En cambio «una ciudad provinciana» o «poblachón manchego» le da mucho más que le quita.

Cursi. Aunque hay una hipótesis para explicar su origen (bastante fantasiosa: un francés gaditano, de nombre Sicour, tenía dos niñas refitoleras, a las que empezaron a decir las de «sicur, sicursi, cursi»), la verdad es que este es incierto, pero es palabra madrileña cien por cien y vino a sustituir a petimetre (que empezó designando a los elegantes), currutaco, gomoso, pollo, pimpollo, lechuguino, tónico y pisaverde. Sinónimo del «quiero y no puedo» y del «medio pelo» y aplicable a las clases medias con sueldo a cargo del Presupuesto, que en Madrid, como capital del Estado y de la Administración, tienen una representación muy amplia; aplicado sobre todo a los hijos e hijas de esa pequeña burguesía. Jacinto Benavente escribió una obrita titulada Lo cursi, y años después Gómez de la Serna un ensayo con ese mismo título más que para atacar a su antiguo amigo JRJ., para congraciarse con los enemigos de este, que se lo llamaban. Francisco Silvela escribió una Filocalia o arte de distinguir a los cursis (que sirve de poco). Madrid no es cursi, pero mi opinión no cuenta porque la cursilería solo la perciben los demás, de ahí que sea importante oír a otros: según el colombiano Héctor Abad, Madrid «es una mezcla de belleza y fealdad que no deja lugar al amaneramiento».

Diminutivos. Sombrerete, Tribulete, Bonetillo, Costanillas, Campillo, Tabernillas. Los que más me gustan, muy madrileños, los que se forman con los gerundios: deseandito, callandito… Y, claro, el madrileño «andandito, que es gerundio».

Dicharachos (o dichos y timos propiamente madrileños). Emanación natural de la chulería entendida en el buen sentido: el deje al hablar, la transformación de algunas eses en jotas (ej que, ajqueroso), la propensión a las hipérboles, a la invención de palabras y al uso extravagante de otras, recursos utilizados todos en el género chico y el sainete, que también ponían en circulación los suyos propios, de modo que desde don Ramón de la Cruz hasta Arniches no se sabe bien si ellos lo sacaban del habla de la gente, o la gente aprendía y circulaba dichos del teatro. Y no es que el madrileño sea más gracioso que el idioma de otras partes. Pasa como con la lotería de doña Manolita: salen más premiados sus números porque vende más que ninguna. Existen algunos libros que recogen estos madrileñismos, como «¡Amos anda!, ¡Que te den!, ¡Que te ondulen / con la permanén!» (de Las Leandras), «¡Maldita sea la! Tararí que te vi». Me gustan especialmente algunos: «Ahí es nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano» (lo usaba mucho Solana); «más chulo que un ocho» (al parecer el 8 era el tranvía que llevaba a la Bombilla, célebre por los bailes donde triunfaban los chulos); «salir echando virutas» (en versión arrabalera, cagando leches); «ni hablar del peluquín»; «agua con agujeros» (agua con gas o sifón); «cambiarle el agua al canario» (por mear); «ser más de derechas que el grifo del agua fría»; «de ahí le viene la tos al gato»; «más terco que un cerrojo»; «más sordo que un gato de escayola»; «dar sopas con honda»; «cerrar la pestaña» (morir); «más estrecho que un silbido»; «coger rosca» (abrirse camino); «antes morir que perder la vida, estar mal de la jícara» (estar mal de la cabeza), «faltarle a alguien un tornillo», «por un tubo» (lo que se reproduce o multiplica con facilidad, «como churros»)… tanto más graciosos cuanto más absurdos. Uno muy poético, precioso: «donde el aire da la vuelta» (para algo que queda lejos); lo usó Torrente Ballester como título de libro. En Madrid gustan mucho los dicharachos con el sonido che, como cheli (cielo y en Umbral idioma castizo moderno), Pichi, Chon, Charo, Michi, Chencho, choni, chucho, chachi (y chachi piruli, pura oralidad), churro, chulo, chocho, chochín (la novia, también chochito), churri (cariñoso, entre novios), chuli, chupe, chupi, chupón, chavala (caló), macho (jo, macho; hola, macho), gachí (una gachí de bandera), pichabrava, pinchaúvas… Yo he llegado a oír esta procacidad que los más jóvenes acaso no entendieran ya: «Chuchi, toma chicha pa’el chichi, que te lo da el Chache». Gustan también mucho en Madrid, por influencia del teatro, las interpelaciones rimadas y remoquetes: «te jodes, Herodes»; «que no te enteras, Contreras»; «de eso nada, monada»; «echa el freno, Magdaleno»; «toma del frasco, Carrasco». Pastor y Molina (Revue Hispanique, 1908), Antonio Velasco Zazo (Frases y modismos, 1951) o Manuel Aznar (Diccionario de madrileñismos, 2011), entre otros, dan por madrileñismos y palabras nacidas en Madrid, entre cientos, estos que me llaman la atención: ¡A mí, plin (A mí, Prim!), el acabose, bocadillo (Carmen Martín Gaite recordaba de una zarzuela esta parrafada de un castizo: «Iba yo y mi novia, y la llevé a las Vistillas, y allí la convidé y nos tomamos sendos bocadillos, y digo sendos, porque eran de jamón»), cabrear y cabreo, cantar la gallina (verse obligado a confesar algo), castaña (aburrido), cine (como apócope de cinematógrafo; en Madrid gusta mucho el apócope: Trini, Sole, Nati, moto, Metro), coña, cursi, cursilería, cursilito, cursilón, chuchería, chupatintas, chupito (sorbito), dar mulé (asesinar), ojalatero (los que se pasan la vida diciendo «¡Ojalá! ¡Ojalá!»), darse pisto, entrenador, farolero, fresco (sinvergüenza), ful (falso), gabrieles (garbanzos), golfo (menor de edad que se da a la mala vida) y golfemia, guasa, guasón, guita (dinero), gusa y gusana (hambre), hacer un feo (una descortesía), hacer un calvo (enseñar las posaderas), intríngulis, la sin hueso (lengua), lata (fastidio), latoso, mamón (gilipollas egoísta, fofo), merluzo, patoso (pesado), percebe (tonto), perra (moneda de cinco céntimos: perra chica; de diez, perra gorda, no tener una perra, no vale una perra gorda), pistonudo (magnífico), pirula (juja, mala pasada, y borrachera), pucherazo (maniobra electoral), rollo, rollazo (inaguantable), sanseacabó (acabose, todo ha terminado; una asistenta que tuvimos variaba, y decía sanfiní, apócope de sanseacabó y c’est fini), la secreta (policía secreta), sicalíptico («que provoca a sensualidad. Palabra ya extraordinariamente generalizada y cuyo origen es desconocido. De ella se deriva el sustantivo sicalipsis»), sinvergüenza, tejemaneje, tomadura de pelo, tostón (pesado, pelma), verse negro (apurado). A esos cabe añadir otros: menda (mi menda), la monda (de traca, la caraba), tuercebotas, fiambre (difunto). Entre los clásicos, estos: la casa de Tócame Roque (escribió de ella don Ramón de la Cruz en La Petra o la Juana o el buen casero, pero el dicho es de origen dudoso, no así su ubicación en la calle Barquillo); «de Madrid al cielo, y allí un agujerito para verlo» (con cuatro o cinco explicaciones, todas fantasiosas) y su contra: «Desde Madrid al cielo, / porque es notorio / que va al cielo el que sale / del purgatorio; el tonto del bote» (este parece que se refiere a un tonto que pedía cerca de la iglesia de San Sebastián con un bote y que se libró de las acometidas de un toro bravo suelto); «aire madrileño, aire sutil, mata a una persona y no apaga un candil»; «más orgulloso que don Rodrigo en la horca» (histórico); «Madrid, nueve meses de invierno y tres de infierno»; «A creí-que y pensé-que los ahorcaron en Madrid»; Larra le dedicó un artículo a la voz calavera (por señorito golfo), que creía moderna y de uso madrileño y desde luego pintiparada como invención para el romanticismo. En el libro de Luis Carandell Vivir en Madrid se incluye un extenso y divertido vocabulario madrileño (ejemplo: «Cabrón: Mala persona. Cabrón con pintas: Uno muy cabrón)».

Exiliados/as. Desde los primeros, en tiempos de Fernando VII hasta los últimos de la guerra civil, Madrid ha tenido en sus exiliados sus más firmes y secretos valedores. Los madrileños lo olvidan a menudo, pero Madrid no se entendería sin la fuerza de su nostalgia, como tampoco se comprendería España sin la de los sefarditas. Solo el vivísimo idioma madrileño de Galdós, que se convirtió para muchos de ellos en autor de cabecera, les consoló de tanta ausencia.

Extintos/as. Las cosas que van desapareciendo y a las que en Madrid guardan un luto a veces de siglos, refiriéndose a ellas como al maná el pueblo elegido: chulos y chulapas, mantones de Manila y peinetas, simones, tranvías y trolebuses, farolas de gas, corralas, agua, azucarillos y aguardiente, cabinas de teléfono… Y entre los tipos, abundantes en otro tiempo: serenos, amas de cría o nodrizas, lavanderas, chisperos, tranviarios, cocheros y caleseros, guindillas, covachuelistas, escribanos y escribientes memorialistas, cesantes, aguadores, indianos, amas de cura, pretendientes, empleados, sacristanes, charranes, horteras, guerrilleros, choriceros, cantineras, alguaciles, dómines, relapsos y exclaustrados, pajilleras y busconas, fondistas, santeros, barateros, traperos y buhoneros, mayorales, comadronas, zurcidoras, pantaloneras, planchadoras, cigarreras, prenderas, paseantes en corte, colilleras… Y sus industrias, cada una de ellas en una calle de Madrid, a veces en tabucos inmundos, de botones, de cera, de coches de caballos, de títeres, de porcelana, de tapices, de vidrio, de abarcas, de aperos, de bastos, aparejos o albardas, de cuero, de pólvora, de organillos, de fuelles, de trallas…

Extrarradio. Una de las palabras modernas más bonitas de Madrid, a la altura de arrabal. No suele estar, sin embargo, a la altura de la palabra lo que esta representa, los barrios extremos de Madrid, los extrabarrios, en los cuales, no lo olvidemos, viven la mayor parte de los madrileños, o la gran novela de Madrid, con sus pequeñas expectativas y sus grandes esperanzas.

Faroles. Los primeros de gas en Madrid son de 1835. La palabra mutó a una de las grandes hipérboles madrileñas: «En el juego, envite falso hecho para desorientar o atemorizar», y de aquí a todos los órdenes de la vida, no solo del juego. Adelante con los faroles, echarle huevos, ser valiente («Los cojones y los millones, para las ocasiones»).

Forastero. A Madrid tanto como sus aborígenes lo han hecho sus forasteros. Hay mil pruebas de que aquí el forastero es uno más, pero nadie lo dijo mejor que el madrileño Pedro Calderón de la Barca en El maestro de danzar: «En Madrid, patria de todos, / pues es su mundo pequeño, / son hijos de igual cariño / naturales y extranjeros». Y esto, vuelto del revés, lo expresó como nadie el también madrileño Ernesto Giménez Caballero en Madrid nuestro: «Haber nacido en Madrid no da derecho a nada».

Franquista. Durante casi cuarenta años se identificó a Madrid con el franquismo, arquitectura escurialense o herreriana, funcionariado adicto al Movimiento y exaltación del «sálvese quien pueda» en pequeña escala y de «la mayoría silenciosa» a cambio de un plato de lentejas. Buena parte de la izquierda española y todos los nacionalistas siguen diciendo que Madrid es de derechas y franquista; un poeta novísimo catalán (miel sobre hojuelas), llegó a escribir negro sobre blanco «el cielo fascista de Madrid»; naturalmente no se le leyó jamás nada, negro sobre blanco, de los lazos amarillos, lo cual, a estas alturas, no pasa ya ni del castaño oscuro.

Fuentes. Por donde surte el mar del que siempre ha tenido nostalgia Madrid. Fueron durante el siglo XIX la única diversión democrática de una ciudad que llevaba padeciendo trescientos años de sed. El primer surtidor, frente a la iglesia de Montserrat, 1858, trasladado luego a Sol, congregó a miles de curiosos. La fuerza de Madrid fueron sus fuentes, como la de Sansón su cabellera. Con la llegada del cine, la gente se olvidó de ellas, y ni las mira. Algunas son preciosas.

Galdosiano. En Madrid se dice de todo aquello que va tirando, hecho de pobretería y locura a partes iguales y visto con mirada piadosa: penurias y alegrías, hambre y buenas digestiones, sueño y verdad, viejo y nuevo, belleza y fealdad. Sinónimo de cervantino.

Gallinejas. Entrañas de cordero fritas en grasa del animal, que gozaron mucha fama entre los paladares de los barrios bajos, y en sainetes y zarzuelas. Con los entresijos, las tiras, las ubres, las taránganas y las negras (variaciones intestinales de lo mismo), forman el gran sexteto, y quienes las han comido aseguran que son la música de cámara de la gastronomía madrileña. Bien podrá ser.

Garbanzos. «¿Que cuál es el ruido más típico de Madrid? Ese sonar los nudillos de los garbanzos cuando caen en el plato en que han de ser remojados». Elucidario, Ramón Gómez de la Serna.

Garbancero. Lo que dicen los tontos de los inteligentes (por glosar aquello que también decía Tolstoi de los críticos literarios).

Gatos, gentilicio y sinónimo de madrileño. Aunque la palabra tiene un origen más o menos documentado que se remonta a Alfonso VI, ese origen es tan nebuloso como todos los bigbang.

Gilipollas. La más popular de las palabras originadas en Madrid, presente en una de cada cinco frases coloquiales. Puede tener equivalentes en otras lenguas, pero es intraducible: matiza como ninguna otra, según el tono con que se pronuncia, los distintos grados de necedad, cortedad, presunción o arrogancia, al tiempo que subraya la insignificancia o nulo respeto que se tiene a quien se le aplica. «Soplapollas: gilipollas en grado sumo» (Luis Carandell). Los cursis se inventaron gilipuertas para evitarla, por lo mismo que dicen pompis o jolines.

Golfo/a. Tan madrileña como la anterior, su uso va en declive. Presenta en uno u otro género matices propios; si en masculino puede tener alguno de estos significados, sinvergüenza, putero, vividor o pícaro, y admite un sesgo de positiva simpatía (golfito, golfillo), en femenino fija siempre y muy negativamente una conducta sexual, añadiendo a la condición de prostituta la de viciosa irredenta. La palabra dio origen a golfería y contaminada por bohemia, a golfemia. De etimología incierta, se sabe que su uso empezó hacia 1888 y en Madrid.

Guita, dinero, la pasta. Cuando había pesetas, pelas. Echar la peseta (vomitar; no se me pregunte por qué).

Hambre. Cuando Madrid, ciudad sin recursos agropecuarios suficientes, ha pasado hambre, ha pasado mucha: entre 1811 y 1812 murieron de hambre veinte mil vecinos, de una población de doscientos mil habitantes. La de 1834 estuvo acompañada de tifus, que se llevó más de setenta frailes asesinados, acusados de envenenar las aguas. A la de 1811 se le dio el nombre de «el año del hambre», sintagma que vuelve periódicamente a la ciudad. El último «año del hambre», después de la guerra civil, en la que Madrid pasó más hambre que ninguna otra ciudad española, fue el de 1940. En el Madrid de Antonio Fernández García hay un capítulo de abastecimientos y consumos que habría hecho las delicias de Galdós.

Hampa/hampón. «Asociación de ladrones y pícaros», dice el diccionario de Calleja que suelo manejar. El de Madrid fascinó a Baroja, que le dedicó páginas estupendas en Vitrina pintoresca, Reportajes y otros ensayos. De bandido a hampón (Luis Candelas y Pedro Luis de Gálvez, respectivamente, los dos bandidos más célebres de Madrid) hay la misma distancia que del marrón al castaño oscuro.

Hilo. Lo que los novelistas vienen a buscar a Madrid, el sentido que tienen las cosas aquí, relacionándose unas con otras, en una combinación irrefutable de fatalidad y azar. Un ejemplo: José I nombró gobernador de Guadalajara a Abel Hugo, general francés y marqués de Cogolludo, título que igual heredó su hijo Victor, autor de Los miserables y a quien su padre colocó en el Colegio de Nobles, mientras vivieron en la ciudad, alojados en la fonda de Geneys, propiedad de Lhardy (el del restaurante), donde vivió también Giacomo Rossini (Reina, 8), enamorado de una mujer casada. Con menos mimbres Galdós hubiera montado uno de sus admirables Episodios.

Ilustres. Tanto se ha repetido que nadie es de Madrid, que es de justicia recordar aquí a algunos madrileños ilustres de nacimiento, al menos los que a uno le gustan, y algunos mucho (entre los que no se incluyen, por no hacer más extensa esta lista, políticos, actores, periodistas, toreros o monarcas o gentes aún vivas): los dos Alfonso fotógrafos, Mauricio Bacarisse, Salvador Bacarisse, Salvador Bartolozzi, Ciro Bayo, José Bergamín, Aureliano de Beruete, Gabriel Bocángel, Tomás Borrás, Carmen Bravo-Villasante, Pedro Calderón de la Barca, Julio Caro Baroja, Emilio Carrere, Corpus Barga, Ramón de la Cruz, Ruperto Chapí, Federico Chueca, Juan José Domenchina, Elena Fortún, Antonio Espina, Fernando Fortún, Agustín de Foxá, Leandro Fernández de Moratín, Ángel Fernández de los Ríos, Augusto Ferrán, Eugenio Florit, Ramón Gómez de la Serna, César González-Ruano, Juan Gris, José Gutiérrez-Solana, Luis Gutiérrez Soto, Ernesto Halffter, Rodolfo Halffter, Juan Hartzenbusch, José Hierro, Enrique Jardiel Poncela, Mariano José de Larra, Enrique de Mesa, Ramón Mesonero Romanos, Tirso de Molina, Edgar Neville, Eugenio Noel, José Ortega y Gasset, Francisco de Quevedo, Pedro de Répide, Eduardo Rosales, Pedro Salinas, Rafael Sánchez Mazas, Eduardo Torroja, Félix Lope de Vega, Eduardo Vicente, Juan de Villanueva, Francisco Umbral…

Inclusa. En Madrid una institución. Llegó a tener a mediados del XIX unos cinco mil niños, de los que morían al año unos mil. Con el tiempo se fueron repartiendo en diferentes colegios, hospicios y centros religiosos y municipales. En 1965 había en la ciudad casi sesenta mil niños sin escolarizar.

Isidro. Se le llama, más bien se le llamaba, en Madrid al pueblerino que viene a la capital, y solo mientras permanece en ella. Cuando retorna al lugar de donde vino, vuelve a ser labrador, ganadero, gente del agro. Al contrario que el paleto o cateto tan despectivos, hay en isidro algo cariñoso, pues al fin y al cabo procede esa palabra de san Isidro, patrono de todos aquellos que soñamos con que un día nos labre los libros un ángel. El paleto en Madrid está en su salsa y Madrid sin isidros, paletos y provincianos sería la mitad de lo que es. En un escrito sobre los paletos Jorge Bustos recordó las palabras del gallego y emigrante Rafael Latorre: «A Madrid se viene a que nos dejen en paz».

Junio. El mes en que todo Madrid, después del invierno, se echa a la calle (el de la Feria del Libro en el Retiro). «A Madrid se le puede discutir mucho: el agua, los gobiernos, las casas de huéspedes, la leche, el piso de asfalto, los candidatos de la Defensa Social, el calor, la grosería de los porteros enlevitados, la pedantería de media generación literaria, el llamado vinillo “de Valdepeñas”, el valor del Gallo, y aun otras divertidas menudencias; pero no discutáis jamás las noches de junio, cuando tienen lumbre mansa y copiosa las estrellas» (Emiliano Ramírez Ángel, Madrid sentimental).

Lamentos. Aunque el madrileño no lo es en absoluto, le gusta fingirse melancólico por parecer normal. «El Rastro ya no es lo que era» y su variante «Madrid ya no es lo que era» son dos frases famosas que se oyen mucho. «Los que hemos asistido a la transformación de Madrid vamos de lamento en lamento», escribió Cañabate. Pero la causa no era Madrid, como se detalló en otra parte: «Apenas nos queda nada de lo que vivimos en nuestra juventud. Ni un rincón, ni un reflejo. Recuerdos, solo recuerdos». Eso sucede en Madrid, en Venecia y en Ponferrada. Si «la queja trae descrédito» (Gracián), el lamento no tiene consecuencias, al contrario que las victimaciones, principal sistema de financiación de los nacionalistas. El madrileño se lamenta solo por gusto, no saca nada de ello.

Lógica. Tal vez de lo que más ha blasonado el madrileño, fundado en la experiencia y mundo que le da el vivir en una gran ciudad. Valle-Inclán, que presumía de no haber bajado nunca al metro ni hablado por teléfono, detestaba la música, sobre todo la interpretada por el cuarteto del Café Nuevo Levante, pese a lo cual la oía resignado cuando interrumpía las conversaciones. En una ocasión (lo cuenta Mateo Hernández Barroso en El oso y el madroño) se le oyó decir oyendo a Mozart: «Esto tiene lógica».

Macho (y tío, y su versión femenina tía). Cariñoso. Las muletillas más habituales del habla popular madrileña: jo, macho, hola, macho: jo, tío, hola, tía; tío, no jodas; una tía increíble, un tío majo. Majete: lo dicen los finos, en vez de macho: hola, majete.

Madrid. Para ser «nada y de nadie», de Madrid todos creen tener algo que decir, y por lo general acaban diciéndolo. Y a Madrid todo le parece bien, porque es donde más y mejor se habla por hablar.

Madrileñismos. Modismos que nacen del pueblo de Madrid y duran, por lo general, lo que un misto. El último diccionario recogió más de seis mil, y aunque la inmensa mayoría resultan ya una jerga incomprensible, es de justicia hacérsela a unas cuantas palabras y expresiones netamente madrileñas y todavía en circulación: De no te menees, ¡No te digo!, Más viejo que la pana, Echarle huevos o ¡Manda cojones! Y entre los últimos, molar y molón, a mogollón, chupatintas o una movida.

Madrileñofobia. Subgénero de la Madritirria. Atavismo secular de «las provincias» (Ortega y Gasset) que creen tener menos que Madrid, mereciendo más, y consumidas en el perpetuo recuento de las ventajas de vivir en la capital, pero no de sus desventajas. Suelen practicarlo gentes que no se han parado a pensar que en la actualidad uno de cada dos madrileños no ha nacido en Madrid, y que de Madrid se entra y se sale sin dar explicaciones porque en Madrid tampoco se las piden a nadie.

Madrileños. No nacieron en Madrid (ni en Cataluña) Velázquez, Cervantes, Goya, Galdós, Bécquer, Chapí, Bretón, Azorín, Baroja, Valle, JRJ., Lorca o Luis Berlanga, por citar unos cuantos. Y sí Lope, Calderón, Larra, Mesonero, Gómez de la Serna, Ortega y Gasset… ¿Se entiende por qué Madrid nunca será independentista?

Madriles, los. La refutación de cualquier nacionalismo y la manera simpática que tienen los castizos de referirse a Madrid. En principio hubo tres canónicos (el centro, los barrios bajos y los barrios extremos), pero siempre hubo tantos madriles como madrileños, nunca hay un solo pueblo, y lo de las naciones, al final un cuento del que sacan tajada los que tienen menos escrúpulos, que suelen coincidir casi siempre con los más necios, del mismo modo que los más necios tienen tendencia siempre a ser los más malos, a poco poder que tengan. En 1970 decía Cañabate que Madrid estaba acabando con los Madriles y que el alma de Madrid se había convertido en el alma de Esteban Garibay de Zamalloa, cronista de Guipúzcoa, vagabunda porque ni en el cielo ni en el infierno la querían. Para consolación de los tremendistas, esto de Tomás Borrás: «El secreto de Madrid es que Madrid no existe […] Madrid no tiene nada tan particular, propio y especial, que su personalidad se haga inimitable y poderosamente infranqueable para los demás».

Majo/a. El origen de la palabra es incierto. Hay quien la cree derivada de mayas, o muchachas que pedían cuartos y golosinas durante las fiestas de las cruces de mayo. De las tres (manola, chulo/a y majo/a), es esta la más simpática, yendo de guapa a buena persona sin parada intermedia.

Manolas (y las consiguientes majas y chulas/chulapas), una manera de ser que pasaba por decir siempre con desparpajo la última palabra en cuestiones domésticas y sentimentales. Traje de manola, traje de chulo: hoy solo un traje que por lo general no se atreven a ponerse mujeres de menos de cincuenta años y ochenta kilos de peso. Al contrario que su versión masculina: pesan todos menos de cincuenta kilos, aun teniendo también no menos de ochenta años.

Mantequerías. Tiendas de ultramarinos de los barrios finos en las que se expedían peteretes exclusivos con grandísima prosopopeya.

Manzanares. ¿Y qué? Hay miles de lugares en el mundo que matarían por tener un río como este. O dicho de otro modo, ¿cuántos ríos más importantes cambiarían su curso por pasar cerca, por ejemplo, del Museo del Prado o nacer de los azules de Velázquez? Pues eso. Los castizos lo aprovechan en todo: «junto al Manzanares», «al otro lado del Manzanares», «pasado el Manzanares», nadie se atreve a llamarle sencillamente río. Soñó, como todos los ríos, en dar un día en la mar, uniéndose al Jarama, primero, y luego al Tajo, hasta Lisboa. Se le frustró ese sueño carolino y de él procede su perpetuo ensimismamiento. Hubo días en que por él remontaban las gabarras desde Cerro Negro con yeso hasta las yeserías de la Puerta de Toledo, y de él dijo Unamuno que «el paisaje es un lenguaje y el lenguaje es un paisaje». El Manzanares todo lo ha dicho siempre en voz baja a quien quiera oírle.

Mendigos, en la puerta de las iglesias: lo único que en Madrid se mantiene igual desde el Siglo de Oro. Desde Misericordia, de Galdós, nadie ha vuelto a ocuparse de ellos como Dios manda.

Mentideros. En Madrid hubo tres célebres (el de representantes o actores, el de las gradas de San Felipe el Real para comerciantes y el de las losas de Palacio para los ociosos), y a ellos iba la gente a ponerse al día, no tanto a engañarse o mentir, sino a licenciar la verdad.

Movida, la. Movimiento cultural y sociológico netamente madrileño, exportado a provincias y apreciado en el extranjero como una versión lorquiana de España en tecnicolor: rocapop, drogas y feísmo voluntario para los años más politizados que siguieron a la muerte de Franco. Elevó la anécdota a categoría. «Una movida»: lío, engorro, novelón.

Organillos. En realidad pianos de manubrio. Un invento importado, como el chotis. Llevó la música a los pobres durante un siglo, arrastrado en un carro por un borrico o con sus ruedas. Su música se le arrancaba a un cilindro de metal, y es engañosa: por alegre que parezca acaba produciendo una gran tristeza, como los circos y las verbenas. Hubo cientos y media docena de talleres que los fabricaban. Hoy solo se oye uno en la Ribera de Curtidores, manejado por una anciana harapienta que no se tiene de pie y ha de darle vueltas al manubrio sentada en una silla. Valle-Inclán le dedicó una memorable cuarteta: «El agrio y desvencijado / organillo se estropea: / viejo chulo enamorado / de una estrella».

Paletos. En Madrid todo el que llega del agro y no lo disimula. Se les nota en que caminan mirando hacia las cornisas con la boca abierta.

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