Madrid

Madrid


II

Página 21 de 26

Madrid gusta las mieles del domingo, seguro del resultado de la batalla. El enemigo se ha lanzado a fondo. Tres días de derrotas han enardecido su ánimo. Ya no puede esperar más. En el territorio fascista están preparadas las banderas, enhiestos los arcos de triunfo, pendientes los retratos de Franco, de Mola, de Yagüe. Los empresarios de la sublevación urgen desde Berlín y Roma; los terratenientes, los banqueros, los obispos, llaman al teléfono, se impacientan, dudan. En el cuartel general bulle la fauna burocrática que debe poblar en seguida las dependencias gubernamentales. Los embajadores de Hitler y Mussolini aprietan, nerviosos, entre los dedos, las cartas de reconocimiento que deben entregar en los salones del Palacio Nacional.

Los señores y las damas que huyeron antes y después de Julio están en los autos, con los motores en marcha, anhelando el momento de partir. Los ordenanzas tienen de las bridas, piafando, el caballo triunfal. Franco ha vestido ya el uniforme de gala. Mola estudia la vía más corta para entrar primero. Los esbirros pasan y repasan las listas de condenados, el plan de matanza. Diez, veinte, treinta mil más. Cada día de retraso aumenta varios millares la cifra de condenados. Calculan la capacidad de las cuatro Plazas de Toros. Madrid tendrá espectáculos más grandiosos que los de Badajoz y Toledo. Los moros afilan las gumías, los legionarios saborean anticipados regustos de mujer y vino.

Es preciso abrir, cueste lo que cueste, la brecha de entrada. Si no es posible por las vías de Carabanchel y la Casa de Campo, por donde sea, como sea. Los generales lanzan el golpe firme, el más duro, el que debe romper como un mazazo ciclópeo las vértebras de la resistencia. Madrid no vacila.

—Hoy han emprendido el ataque por Pozuelo —dicen, apenas iniciado el combate, las informaciones del frente.

Madrid sigue, como el primer día, tenaz en la lucha. Todas las fuerzas del enemigo acometen el asalto. Máquinas y hombres. Filas compactas de tanques, aviación, cañones. Los falangistas que han esperado dos días, en retaguardia, la hora del botín, marchan hoy, desesperados, los primeros. Moros, requetés, legionarios, falangistas, todas las fuerzas, la propia carne del fascismo y la carne mercenaria, en apretados pelotones, se lanzan, voraces, al último ataque, al asalto final. Las bombas destrozan las entrañas de la tierra, los tanques se llevan entre sus engranajes los cuerpos en jirones. Los hombres no ceden. Metidos en la zanja, soportan, al abrigo de la tierra madre, los estragos del cataclismo. Vuelan, hechos trizas, los cuerpos entre la tromba de las explosiones; los tanques los desgarran, los trituran. Pero no ceden. Cuando avanzan los pelotones, de la tierra destrozada, de los huecos, de las piedras, de las entrañas del suelo, salen otra vez los hombres y les cierran el paso.

Intentan de nuevo, con ímpetu más desesperado, y de nuevo caen, segados, racimos de atacantes. Vuelven los tanques, serpeando, con furia de víboras. Pero José Carrasco larvea entre los cangilones y les tira las bombas que los rompe en pedazos. Muy pronto todo el suelo llénase de larvas, de figurillas agazapadas en acecho. Vuelan uno, dos, tres tanques. Los demás sienten el pavor de estas acometidas solapadas que les destrozan el vientre y van retrocediendo, aculándose, dejando el terreno, como una recelosa manada de bisontes.

Al finalizar la jornada, Galán aún está en pie junto a sus hombres. Nuestra línea continúa intacta, invencible, cerrando el horizonte al enemigo.

Otro día más; un día épico. Madrid escucha, tranquilo, el relato de los combates. Los que regresan del frente cuentan detalles de la batalla.

—Hoy ha sido feroz en Pozuelo.

—Pero se les ha contenido.

—Claro.

—Eso es lo importante.

«Mundo Obrero» trae la crónica del acontecimiento. Los hombres que, abstraídos en el trajín de la retaguardia, pierden la noción dramática del día, abren el diario y fijan los ojos, antes que en las informaciones de la lucha, en el anuncio del homenaje a la Unión Soviética. ¿Qué puede parecerles más natural? ¿Qué movimiento colectivo puede ser más lógico en el Madrid de estas horas? Humean todavía los campos de batalla, cuando los grupos de las fábricas, los milicianos libres de servicio, delegaciones de los propios frentes, acuden, presurosos, al gran cinema de Antón Martín. Hablan representantes del Frente Popular, del Frente de Combate y del Frente de Trabajo; nuestra Dolores y, por último, el mismo embajador de la U. R. S. S. La sala inmensa, apretada de corazones acelerados, palpita con la densidad de una caldera. En los silencios de la oratoria óyese, lejano, el estruendo de los cañones. Las palabras del mitin van por la Radio a los frentes, las aldeas, los cuarteles, los hogares, donde millares y millares de obreros, de soldados, de campesinos, de mujeres, de niños, antifascistas de todos los matices, aprenden, transidos de emoción, que esta noche, Madrid, firme ante el acoso del enemigo, levanta, como un alarido de victoria, la voz múltiple de su pueblo en honor del otro gran pueblo de vencedores.

Festejo de ambos triunfos. Los sátrapas de Berlín y de Roma esperaban hoy, sin duda, tirar a la faz de los trabajadores del mundo la derrota de Madrid, los despojos miserables del último baluarte de la libertad. Esperaban que hoy entraran triunfantes, sobre los cadáveres del pueblo, la baraúnda de moros, falangistas, legionarios, aristócratas, clérigos, todos los que aguardan, al otro lado de las trincheras, impacientes y vibrátiles, clavándose las uñas desesperados en la carne de las manos. Esperaban que los pueblos de la U. R. S. S. tuvieran que abatir, llorando, sus banderas victoriosas. Esperaban que la cena del 7 de noviembre tuviera sabores amargos y duros silencios en los hogares proletarios, en todas las casas democráticas del mundo, y aquí está Madrid, lanzando, vivo y fuerte, por encima de las fronteras, sobre las propias cabezas humilladas de los déspotas fascistas, el vítor fraternal a la U. R. S. S.; el saludo a la victoria común, de todos, incluso trabajadores de Alemania, demócratas de Italia, de quienes, como vosotros, si lo conocierais, sólo podríais celebrarlo en el interior de vuestras conciencias.

5. Los fascistas pisan calles de Madrid.

5. Los fascistas pisan calles de Madrid. Esta mañana óyense en Madrid, con mayor abundancia que nunca, todos los acentos del castellano. Las calles están más pobladas. Se ven muchos milicianos que no tienen todavía los desgarrones de los parapetos, que huyen con el ajetreo locuaz de los que aún no han entrado en batalla. El pueblo los sigue con miradas cariñosas.

—Son los vascos.

—Aquéllos, sí; lo sé. Son los que han venido de Irún con Ortega. Pero ésos me parecen catalanes.

—¿Ha llegado también gente de Cataluña?

—Eso creo.

La presencia de los catalanes adquiere relieve propio. Destacan firmemente del conjunto. Al principio nadie sabe quiénes son. Pronto, sin embargo, la noticia recorre el ámbito de la ciudad.

—¡Durruti!

—La columna Durruti, los confederales.

—Vienen de Aragón.

Madrid acoge en seguida al gran jefe anarquista como a hijo propio. Los hombres y las mujeres que desde hace muchos días no levantan los ojos ante ningún acontecimiento, que guiñan al paso a las más dramáticas incidencias de la lucha, viran ahora, rápidos, hacia la figura del heroico luchador.

—Mira, mira —dicen las muchachas—: ése es Durruti.

—Salud, camarada Durruti.

—¿Cuál es Durruti?

—Ése.

—¡Ah!

Durruti apenas percibe el murmullo. Pasa, raudo, en el coche, organizando su participación en el combate. Pero Madrid le adquiere como un nuevo triunfo. ¿Qué representa su persona en la lucha de Madrid? Lo más profundamente sentido por las masas: la unidad, la unión apretada de todos, a una contra el enemigo. Durruti testimonia ante Madrid que ya no hay cantonalismos ideológicos ni territoriales. Ya no son únicamente los anarquistas de Madrid los que combaten, al lado de los comunistas, socialistas y republicanos, en los parapetos. Están también presentes los propios anarquistas catalanes, de la más honda y viva entraña confederal. El suceso conmueve el alma de los trabajadores.

—Que haya venido Durruti a pelear con nosotros —dice, emocionado, un obrero— significa una gran cosa. Ahora podemos decir que no hay división ninguna entre los obreros.

En la Casa del Pueblo, comentando el caso, un viejo militante se improvisa historiador:

—Cuando la primera República, según me lo decía mi padre, los anarquistas de una región no podían intervenir en las luchas de otra región. Los de Barcelona fueron los más intransigentes. Por esto mayormente los obreros no pudieron ganar todo lo que podían haber ganado. Ahora tenemos que aplaudir que estas incomprensiones no existan. Hoy el propio Durruti viene a combatir en Madrid, y yo digo que con tanto derecho y tantos deberes como el primero. Esto vale por una gran victoria.

Chispean las balas sobre los parapetos. En el propio fragor del combate, los milicianos comentan, entusiastas, la nueva.

—Tú, ¿sabes? Durruti está en Madrid.

—¿De verdad?

—Lo he visto ayer. Toda la columna. Ya estará dándoles leña.

—¿Qué dice ése de Durruti? —pregunta, al soslayo, un muchacho anarquista.

—Está en Madrid.

—¡No!

—Ya estará zumbando por ahí…

—¡Me cago en diez! ¡Qué bien está eso! ¡Ahora sí que estamos todos juntos!

Madrid siéntese así, por la unión, más poderoso, más seguro y decidido. No piensa en los refuerzos, en la ayuda física de la columna confederal. Lo que enciende su emoción, lo mismo en la calle que en las trincheras, es ver ahora apretadas, sin fisuras, las filas de sus combatientes. Confianza y entusiasmo de pueblo unido, de grandes masas cuya potencia ha logrado, por la unión, su máximo desarrollo. Los obreros, los combatientes, todos los antifascistas, todos, comprenden que están realizándose sucesos decisivos.

Aquellos voluntarios extranjeros que llegaron, dispersos, los primeros días de la guerra a los batallones del Quinto Regimiento, vuelven hoy a Madrid, desde Albacete, formados, constituidos en brigadas. Desfilan Gran Vía abajo, encuadrados, severos, militares. Un verdadero ejército. Madrid no ha visto nunca tal espectáculo. Las hileras tiradas a cordel, unánimes, rítmicas, movidas instantáneamente por la voz de mando. Todo un cuerpo organizado, disciplinado, férreo. Hombres y mujeres se detienen, estupefactos, al borde de la vereda. Les parece una visión maravillosa. Un hombre estrecha, convulso, el brazo de otro, gritando:

—¡Esto es lo que nosotros necesitamos: un ejército! ¿Lo ves? Si todas nuestras tropas fueran así, en un mes acabábamos con los fascistas. ¿Te convences ahora? ¿No te das cuenta de que si nuestras milicias fueran así no hay fascismo en el mundo que pudiera con ellas? ¡Ésta es la fuerza, el triunfo!

Habla, tembloroso, y engarfia con los dedos el brazo del camarada. Éste, anonadado, oscila sobre sus plantas. El desfile de las Brigadas Internacionales ha deshecho, quizás, de raíz sus viejas ilusiones. En la esquina de la calle de Alcalá milicianos y obreros arremolínanse al paso del desfile. Bosque de puños en alto. Las muchachas, enfervorizadas, aplauden y festejan a los soldados con voces de aliento.

—¡Viva el Ejército del pueblo! —clama, de pronto, alguien.

El vítor incendia los labios. Aquí, allá, desde los balcones, en las veredas, las mujeres, los milicianos, lo repiten, incansables, ardientes.

—¡Viva el Ejército del pueblo!

Es la primera vez que Madrid siente el Ejército, el Ejército regular y formal, como ése; ejército de soldados y jefes. Madrid ha visto ahora plásticamente cómo debe organizar su fuerza, dónde está la victoria definitiva. El ejemplo de las Brigadas Internacionales ha iluminado todas las conciencias. Ya no se trata de una idea, de una proposición teórica. Allí está el ejemplo tangible. Esa estructura, esa disciplina harán invencibles a los héroes de los parapetos. La convicción ha transido el alma del pueblo.

Madrid adensa hoy todas sus fuerzas defensivas. Las trincheras, aunque no tengan más piedras, son hoy más poderosas que nunca. Son las trincheras de la unión, de la disciplina, de la fe y del heroísmo. Importa poco que lluevan los obuses sobre la ciudad. La fortaleza del pueblo no la quebranta ya ningún ataque. Un pelotón falangista ha podido realizar la última audacia de la desesperación. Solapado entre las ramas, ha cogido la cuesta del parque del Oeste y se ha lanzado como una tromba hasta la plaza de la Moncloa; el ímpetu lo ha llevado más allá todavía: hasta la esquina del Bulevar. El hálito caliente de las calles que veían rectas, solas, incitantes, les enardecía hasta el delirio.

—¡Franco, Franco! ¡Arriba España!

Todos los gritos quedaron ahogados en las gargantas, entre borbotones de sangre. El barrio entero iluminóse como un castillo. Cayó fuego de todas partes: de los tejados, de las ventanas, de los portales, de las esquinas. Diez minutos de episodio, al cabo de los cuales el grupo delirante no era más que un montón de carne muerta, silenciosa para siempre.

6. Otra vez, como en el Guadarrama, detenidos.

6. Otra vez, como en el Guadarrama, detenidos. Uno, otro, diez ataques más han quedado rotos ante las líneas de resistencia. Varela, desesperado, envía, como un rodillo, masas enormes, prietas, de marroquíes, falangistas, legionarios, requetés: las ametralladoras y los fusiles milicianos las disuelven implacablemente. No es posible abrir brecha en las líneas populares. Sangre mercenaria empapa la tierra; cúmulos de cadáveres fascistas se pudren a la intemperie. Los tanques huyen como bestias asustadas. Escondidos, rastreantes, los antitanquistas han aprendido a clavarles el terrible aguijón de la bomba y herirlos de muerte. Como en «Los marinos de Cronstadt» las zanjas primitivas, desamparadas, resisten con una tenacidad inextinguible.

Los atacantes intentan nuevas vías; pero los maestros cubren los pasos de Usera. Procuran abrirse camino por Las Rozas, y allí también, con igual decisión, les detienen las brigadas inquebrantables. En la Estación del Norte hay un reducto impertérrito. Desde los días de Julio están allí los fusiles y la ametralladora que batieron la retaguardia del Cuartel de la Montaña, que no han cesado de vigilar alerta, bajo el pulso heroico de los ferroviarios; están asimismo los trenes blindados que barrían las líneas de la sierra. Unos y otros les impiden cruzar la Bombilla o acercarse a la punta de Rosales. Lo mismo en el Puente de los Franceses, en El Pardo, dondequiera lanzan el ánimo desesperado. A veces logran avanzar, meter un pie dentro del lindero de la ciudad, oír cercanos los ruidos de las calles. Poco después, sin embargo, tienen que volver atrás, impotentes ante la dura obstinación de los parapetos.

Ensayan una nueva táctica. Mola recuerda sus esperanzas en la quinta columna. Cuando la cárcel queda a espaldas de las trincheras, los cañones fascistas lanzan, intempestivamente, cien golpes seguidos contra el muro. Abren, en efecto, la brecha. Pero la cárcel está ya vacía; no existen los batallones de reserva que debían evadirse y atacar desde dentro.

Las legiones fascistas, diezmadas, comienzan a sosegarse. Acampan al raso, quietas, hundidas en sus zanjas, disimuladas entre los árboles o escondidas en los edificios que han logrado ganar extramuros. Los capitanes de la defensa continúan en pie, vigilantes, junto a sus hombres: Líster, Castro, Durruti, Galán, el «Campesino», Mera, Gallo, Bazán, Kléber, Luckas, Wálter, Durand, Netti, Béimler, columna gloriosa de héroes. Madrid queda cerrado otra vez, inaccesible al fascismo.

Dentro de la ciudad hay un soplo de ambiciones nuevas. Todo el mundo advierte que aún no ha terminado la defensa, que la lucha está en sus primeras etapas. Habrá todavía combates más recios. La ambición de enfrentarles un ejército fuerte impulsa el trajín de las masas. Los paseos, las glorietas, las terrazas conviértense en campos de instrucción militar. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes aprenden a combatir. La ciudad íntegra llénase de pasos marciales, de voces de mando, de ajetreos de guerra. Incluso los niños y las muchachas se incorporan en la movilización. Están alerta, como reza el título de su estandarte: alerta a las más remotas probabilidades, la mirada tendida hasta el más lejano horizonte de lucha.

El cuartel adquiere afanes de cátedra. Los comisarios políticos llegan polvorientos de las trincheras, sangrantes algunas veces de las heridas, a dictar la conferencia diaria, a responder a las innumerables preguntas de los milicianos, a demostrar una y otra vez la necesidad del ejército regular, a escribir los periódicos de brigada y atender las mil necesidades de sus hombres. Sobre la enseñanza del comisario, el cuartel debate todos los problemas, cursa las más diversas asignaturas. Los comisarios tienen que cumplir todos los esfuerzos. Ahora encuentran los combatientes la razón íntima, profunda, del Comisariado. El entusiasmo y el cariño de antes era más que nada afección sentimental al delegado político. Ahora, en cambio, según va perfilándose la estructura orgánica del Ejército, el soldado, incipiente todavía, se da cuenta de que el comisario es el hálito vital de su desarrollo, de su propia existencia. Lo ve a su lado en el combate, alentándole, infundiéndole valor con su presencia y su ejemplo; lo tiene a su lado en el cuartel, en la trinchera, en la propia calle, explicándole, paciente, las dudas, los problemas, las distintas circunstancias de la guerra. Todas las mañanas, pocos metros de la línea de fuego, bajo la fronda que roen las balas, los comisarios, reunidos en grupo, estudian el trabajo del día, planifican, reciben las instrucciones de Antón, el primero de ellos. De allí salen las conferencias, los artículos de los periódicos, innumerables iniciativas. Los milicianos lo saben. Después de las reuniones con el inspector de comisarios, los reciben en las trincheras y los cuarteles con sonrisas expectantes.

—¿Qué charla hay esta tarde?

—Hablaremos un poco de la guerra de posiciones. La lucha en Madrid está transformándose en una guerra de posiciones y es preciso prepararse…

—¿Y del Ejército?

—Claro, al hablar de la guerra, tenemos que hablar también del Ejército.

—Porque yo veo que aún no se hace nada para crear el Ejército regular. Todavía seguimos de milicias.

—Lo principal tiene que hacerlo, claro es, el Gobierno. Pero nosotros por nuestra propia iniciativa y nuestro trabajo de educación y reforzamiento de la disciplina podemos hacer mucho.

—Yo veo que el Ejército regular es muy necesario.

—¿En qué lo ves?

—Fíjate en esto: el general Miaja manda todas las tropas de Madrid, puede quitar una columna de aquí y enviarla a otro sitio. Ya sabes tú que esto lo ha hecho y así ha podido contener todos los ataques fascistas. Pero no podría hacerse, si cada columna tuviese un jefe independiente, como antes.

—¿Tú comprendes, entonces, la conveniencia del mando único?

—Naturalmente.

—¿Y del Estado Mayor único?

—Eso no lo comprendo bien.

—Pues es muy sencillo. El teniente coronel Rojo hace los planes de la defensa de Madrid. ¿No lo has visto muchas veces por aquí? Viene a estudiar las posiciones. Luego, en el Estado Mayor, deciden qué sitios deben ocuparse, dónde deben construirse una trinchera, hacia dónde deben tirar los cañones, quiénes deben atacar y quiénes resistir. Si esto lo hace un solo Estado Mayor para toda España, en lugar de que un frente ataque cuando quiera y el otro no ataque cuando deba, ocurrirá como en Madrid: cada cual no hará sino lo que convenga al plan de operaciones que haya hecho el Estado Mayor para toda España. ¿Qué te parece?

—Yo estoy de acuerdo.

—Sencillo, ¿verdad?

—Y tanto. ¿Por qué no se hace?

El comisario elude la respuesta. No quiere decir que Largo Caballero tiene un concepto sobremanera original del mando único. Siempre que le han planteado la cuestión, ha erguido, vehemente, la mirada.

—¿Qué mando único es ése? El mando único ya existe.

—¿Dónde?

—Yo soy el jefe de todo el ejército.

—Sí; pero no se trata del ministro. Todos los ministros de la Guerra son los jefes políticos del ejército. Se trata del mando militar.

—Nada, nada de militares. Yo soy el jefe supremo y todos los militares tienen que estar a mis órdenes. Así están las cosas más seguras.

En Madrid germina una opinión contraria. Las masas ven al enemigo paralizado, impotente, roto. Saben que el único jefe de las tropas es el general Miaja, que los planes de la defensa los traza el Estado Mayor que manda el teniente coronel Rojo. Esto les parece una demostración más firme que el desbarajuste de los meses anteriores.

Ir a la siguiente página

Report Page