Madrid

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14, La malandanza

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En las Cavas (los fosos de la muralla árabe) quedaban hace cuarenta años algunas de las antiguas posadas para trajinantes y carreteros. De ellas solo permanece ya el rótulo pintado en la puerta, para ambientar, como en los decorados de teatro: posada del Dragón, del León de Oro, de la Villa, de San Pedro, de San Isidro, Mesón del Segoviano… Resistieron algo más dos o tres comercios que vendían las mismas cosas que pudo usar Cervantes en su vida cotidiana: cedazos y cernederos, fuelles y soplillos, cencerros, campanillos y cascabeles, carracas (para los oficios de Viernes Santo), castañuelas, pitos, flautas de caña teñidas con anilinas, cardadores de lana, batanes de mantequillas, moldes queseros y fresqueras, cayadas, bieldos, damajuanas y garrafones vestidos con camisa de esparto… No había vez que pasara por delante de una de ellas que no me quedara un cuarto de hora extasiado, admirando desde la calle aquellos objetos que superaban a Duchamp en ingenio y en depuración formal a Brancusi, y como si los fuera a necesitar todos.

Quedaban también los rótulos de muchas calles. Las guías tradicionales del nomenclátor recogen las leyendas o historias que se esconden detrás. Hay varios libros dedicados a ellas, hasta llegar al de Répide.

En casi todos encontramos las mismas, y es una lástima no poder recordarlas todas cuando se pasa por allí, porque algunas son de lo más evocadoras.

Y las iglesias. Aunque se hayan destruido muchas, las que quedan son las que mejor dan el tono cervantino de esta ciudad.

Y quizá sea el momento de un intermedio musical.

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