Madrid

Madrid


15, Intermedio musical

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15,

INTERMEDIO MUSICAL

Llama la atención que las iglesias de Madrid sean tan poca cosa. No han estado nunca ni a la altura de la devoción de sus fieles ni del dinero que corrió por la corte.

Exceptuando las dos torres mudéjares de San Pedro el Viejo y San Nicolás, y los Jerónimos, la única iglesia gótica que se conserva, todas son posteriores al siglo XVI .

En el mejor de los casos contrasta su pobre aspecto externo con el interior. No pudiendo ser obras de Bramante o de Bernini, le gustan a uno así, como las mismas casas viejas entre las que están metidas.

Por fuera las iglesias madrileñas apenas llegan a ser algo más que un caserón desvencijado que se distingue mal de otros caserones de alrededor, si no fuera por el mendigo que tienen en la puerta, sentado en el suelo o de pie, sucio, harapiento, con la cabeza ladeada. Cualquier ciudad italiana de tercer orden tiene iglesias más bonitas y en mayor número, grandes y pequeñas, medievales, renacentistas, barrocas o neoclásicas, monumentales o secretas. Allí permanecen todo el día abiertas, y no solo para atender a los turistas; también en Sevilla. Las de Madrid, a excepción de la del Cristo de Medinaceli, concurrida a cualquier hora, y la catedral de la Almudena, que recoge buena parte de los visitantes que le llegan por inercia desde el Palacio Real, abren únicamente un par de horas por la mañana, para la misa, y otro par por la tarde, para rosarios y novenas. Muchas de estas iglesias tienen también una pequeña cúpula y un fino chapitel de pizarra, que le daban al cielo de Madrid sus pinceladas características. La mayor parte resultan un tanto chaparras, acaso porque los edificios que han levantado alrededor las empequeñecen. Sucede con una de las más bonitas de Madrid, la llamada de las Calatravas, en la calle de Alcalá, a dos pasos de la Puerta del Sol.

Esta iglesia no la conoció Cervantes por muy pocos años, ni tampoco San José, en la misma calle, cerca ya de Cibeles, pero sí Lope, que decía misa en ella (y en el atrio una placa recuerda que «allí» se casó Bolívar: sobre ser un gran dato, es falso). La primera, entre edificios que la apabullan un poco con un aspecto neoyorquino a pequeña escala, parece defenderse con su pequeña cúpula.

Sí conoció Cervantes, desde luego, San Ginés, en la calle Arenal, San Andrés (aunque no la de ahora, sino una anterior), y San Sebastián, en la cabecera de la calle de Atocha. Para mí es esta última de la que mejor conserva el espíritu de la época cervantina, y no solo, como ya he dicho, porque Galdós la eligiera como centro de Misericordia , una de sus grandes novelas, o porque fuera una en las que oía sus misas Miguel de Cervantes, al final de su vida. No es grande ni pequeña, y por supuesto no llama demasiado la atención. A Galdós le parecía fea. Claro que tampoco le gustaba mucho la plaza de la Cebada, que seguro tenía un encanto que ya ha perdido. Ahora tiene el suyo, ni mejor ni peor. Son lo primero en caducar, los gustos. Los de nuestros abuelos no dejan de sorprendernos, los nuestros no dejarán de sorprender a nuestros nietos. San Sebastián está como quien dice al lado de la última casa en la que vivió Cervantes. Este, que en sus libros no parece un hombre religioso, lo fue bastante al final de su vida. Se hizo amortajar con el hábito de san Francisco. Sí, en verdad no son un gran qué, pero pocas cosas pueden recordarnos mejor los siglos XVI y XVII que las iglesias.

Si están abiertas y lleva uno tiempo, entro, me siento, y me quedo allí un rato. Es el único lugar de la ciudad donde puedes estar en silencio (si no le ha dado al sacristán por poner un hilo musical con melodías gregorianas o de órgano, para ambientar; en ese caso me largo). Estas son para uno las tres cosas que han logrado conservarse igual que en los siglos XVII y XVIII : los mendigos en la puerta de las iglesias, el silencio y la penumbra de algunas de ellas, y los rincones de la Casa de Campo, del Retiro y del Botánico donde no ha penetrado aún la bombilla eléctrica, ellos entregan cada noche su misteriosa oscuridad a la siempre anémica luna de Madrid, contaminada por los excesos lumínicos de la ciudad.

108. Iglesia de San Sebastián. Tan importante por lo que sucedió en la realidad (allí recibió sepultura Lope de Vega y Cadalso sacó de la suya a su amada, para quererla un poco más) y en la ficción (en esa iglesia pedían limosna los personajes de Misericordia , de Galdós).

A las iglesias, como a las casas y a las ciudades, les pasa con el tiempo lo mismo: se llenan de trastos. La mayor parte de las de Madrid por dentro son aterradoras, atiborradas de santos e imágenes de escayola (hacen colección), confesonarios que parecen cabinas góticas de teléfono, luces de neón que dan una luz mortuoria (para ahorrar) o a medio iluminar, pósteres de colorines con la cara del papa, de las misiones o de una monja en proceso de beatificación, bateas con lamparillas de llama eléctrica, cepos, altares postizos puestos después de la reforma del Vaticano II, hechos por los marmolistas del cementerio…

En una de esas iglesias entré un día, a media tarde, cerca del palacio de Santa Cruz, que fue Cárcel de Corte, pasada también la plaza de Provincia, bajando a mano derecha, en una de las calles que dan a Atocha. La he buscado después, y no he dado con ella (porque se me había olvidado contar que en Madrid se pierden con facilidad calles y casas, que busca uno durante años infructuosamente, sin hallarlas, hasta que un día te las encuentras de frente, y te dices: «Pero si ahí ya había yo buscado, y no estaba…»).

La calle de Atocha es la más desarreglada de Madrid, más incluso que la de Toledo. Se podría hacer, al modo de Gómez de la Serna, un estudio comparativo entre las dos, como él hizo con Hortaleza y Fuencarral, la otra pareja de calles siamesas de Madrid. Él dijo que en una salía el sol una hora antes, no recuerdo en cuál de las dos. Para los que no conocen Madrid: son dos calles que nacen del mismo punto, y empiezan en paralelo, luego se abren como un abanico y acaban extinguiéndose muy lejos una de la otra. En la de Toledo, por lo menos ahora, se pone el sol también una hora antes que en la de Atocha.

Las calles de Atocha y Toledo se parecen bastante, pero no son iguales. No sé por qué razón, a la calle de Atocha se le ha dado mucha más importancia que a la de Toledo, quizá porque esta fue desde su origen la calle de los que entraban a Madrid, casi siempre trajinantes, carreteros, labradores, y Atocha la de los que no tenían que entrar ni salir, porque ya estaban. O sea, que una era la calle de los rústicos y la otra la de los madrileños netos, urbanos, una para los agrarios, la otra para los citadinos. El madrileño en general no se tiene en mucho, pero le gusta, por lucimiento y afición, o sea, hacer de menos a otros, sobre todo a los paletos, sin mofarse nunca de nadie, porque en Madrid todos los madrileños saben que descienden del azadón como el hombre del mono.

109. Calle de Atocha, fotografía de 1857. Uno de los recuerdos más líricos y fidedignos de una ciudad que seguía siendo en tantos aspectos la misma que conoció Isidro el labrador.

Las dos tienen mucho sabor, porque son la refutación del cosmopolitismo madrileño.

En una, Toledo, el comercio preponderaba, y en la otra el hospedaje, aunque en las dos hubiera pensiones y tiendas. Las de la calle de Toledo eran, tal vez, más populares (cererías, boteros, guarnicioneros). En la calle de Toledo ya hemos dicho que Galdós llegó a contar ochentaiocho tabernas y como pasa al lado de la plaza de la Cebada, acabó absorbiendo muchos puestos de venta callejera, tanto de víveres como de enseres, todo a lo largo. La de Toledo se había llamado en tiempos de los primeros cristianos (que diría Maruja Mallo) calle de la Mancebía, y lo mismo algunas de esas tabernas habían sido en su día burdeles: «Atravesamos la plaza Mayor y entramos en la calle de Toledo, arteria de toda la manolería, centro de las bullangas, cátedra de picardías y teatro de todas las barrabasadas madrileñas», dirá Galdós muy cervantinamente en Napoleón en Chamartín . Parece que Galdós lo estuviera viendo, pero el novelista ni siquiera había nacido cuando Napoleón entró en Madrid (conoció, sí, el ahuehuete bajo el cual, según la tradición, puso Bonaparte su cañón; existe aún y le disputa el honor de ser el árbol más antiguo de Madrid al almez del Botánico, gigante conocido como «el Pantalones»).

En cambio en la calle de Atocha no había esa clase de establecimientos, notorios o solapados, o había menos. Hasta 1851, en la calle de Alcalá sí hubo algunos cafés elegantes y fondas de importancia, y las viviendas de funcionarios de nota, como también en la Carrera de San Jerónimo. A la calle de Atocha le salió una hermana pequeña, muy parecida y más tranquila y de menor rango, Santa Isabel: en esta hubo también un buen número de palacios; el de Fernán-Núñez, 1753, empleado hoy por la Renfe, es de los más bonitos de Madrid. Este conde fue el confidente de Carlos III, que mandó levantar en la misma calle el colegio de San Carlos, donde estudió medicina Baroja, a dos pasos del Hospital General, hoy Museo Reina Sofía.

En la de Atocha estuvo en su día la imprenta de Cuesta, donde se imprimió el Quijote , como recuerda una placa de bronce de lo más animada, con escena incluida, a la que ya me he referido. En aquel momento, 1605, la imprenta estaba al final de la calle, y aquello era ya campo. En las fotos que hay de mediados del siglo XIX todavía se la ve medio vacía, con huertos por doquier.

Pero en 1851 se inauguró el ferrocarril que unía Madrid y Aranjuez, y mucha gente empezó a entrar a Madrid también por allí, y perdió la antigua tranquilidad, porque en muy poco tiempo la estación del Este, o sea, la de Atocha, pasó a ser la más importante.

La gente subía por ella desde la estación a la plaza Mayor y entonces las dos calles, Toledo y Atocha, se parecieron aún más, aunque a esta no se le fue nunca el prurito de superioridad, porque los que entraban en la ciudad por aquella parte eran en su mayoría señoritos que podían viajar en tren, entonces caro. Abundaban en la de Atocha casas de comida, pensiones y ferreterías. Una de estas llevaba el poético nombre de «Bombas El Ideal» y otra, esquina con Relatores, muy apreciada de telas y confecciones, «Bobo y Pequeño». Hemos conocido abiertas las dos. Y «Safo. Peluquería de Señoras», y «La Confianza. Compra-Venta», «Electricidad. Por el amperio hacia Dios»…

En una de las calles que sale a Atocha (o en una que desemboca en una calle que sale a Atocha), me encontré, al paso, con una iglesia con la puerta abierta. Tenía un aspecto «tan griste» que hubiera podido ser protestante. Nunca antes había reparado en que hubiera habido allí una iglesia. Entré, no había nadie, excepto un grupo musical, catorce o quince hombres y mujeres, además del organista y el del fagot.

No recuerdo exactamente en qué año fue. Ya había tomado la determinación de escribir Al morir don Quijote , porque estaba por el barrio mirando calles y casas, pero no sabía cómo empezar ni en qué iba a consistir la novela.

Estaban ensayando. Me senté discretamente en un rincón. No me vieron, porque en esos casos te suelen echar. Eran profesionales del asunto, desde luego, y cantaban con un grado de maestría y virtuosismo asombrosos, sin interrupciones. Que disfrutaban de su trabajo, y ponían el alma en él, saltaba a la vista. Estaban con el Stabat Mater de Palestrina y pasaron luego a motetes de Tomás Luis de Victoria, el maestro de capilla del convento de las Descalzas. Los reconocí porque yo los he cantado de chico, en el colegio, con el coro. Esa es una música que no es para oírla todos los años, de sublime que es. En algunos pasajes resulta tan conmovedora, que se pone uno a pensar en la muerte y el más allá, aunque dos minutos antes estuviera de lo más jacarandoso. Al poco tiempo de oírles se me representó el mundo cervantino, y me imaginé al propio Miguel, viejo, pobre, de rodillas en aquella iglesia, sin ganas de volver a su habitación, donde no le esperaba más que miseria, una sopa de menudillos fría y un trozo de pan duro. Me dejé envolver por aquellas melodías, salí de allí medio trastornado con la emoción a flor de piel, y al pobre que pedía en la puerta le di lo que llevaba encima; me miró como si hubiera perdido el seso y supongo que pensaría que aquello más que limosna era una inversión, un depósito a fondo perdido que esperaba cobrármelo el día del Juicio Final. Volví con una agitación extraña, como si se hubiese producido en mí una conversión. Y en cierto modo lo fue, porque comprendí que lo de Dios y todo eso pertenecía al ámbito más profundo de la intimidad, mucho más difícil de compartir que la experiencia de la muerte. Además, de pronto, se me presentó la tarea de continuar el Quijote como una labor hacedera. Las ideas iban ordenándose solas en mi cabeza a una velocidad de big bang. Al llegar a casa, busqué los discos de música de la época de Cervantes y puse los Responsorios de Tinieblas de Victoria. No habían llegado aún ni mi mujer ni mis hijos. Estuve una media hora escuchándolo, ni siquiera encendí las luces. Antes de terminarlo, apagué el tocadiscos (nunca he podido trabajar con música), y me quedé en silencio. Cuando entró mi mujer se llevó un gran susto, al encender la luz y verme allí, en aquel recogimiento, preguntó: «¿Ha sucedido algo?». Al rato abrí el ordenador, y escribí: «El ama, que había ido a la cocina a preparar unos gazpachos, oyó aquel hondísimo suspiro, dejó las sartenes y corrió alarmada adonde estaban todos. Se abrazó a la sobrina y rompió en un penoso llanto». Al morir don Quijote salió sola, de un tirón, fue la novela que menos me ha costado escribir. Cuando desfallecía la inventiva y no sabía por dónde tirar, iba al tocadiscos, ponía unas zarabandas o unas seguidillas (nunca más Victoria, porque la novela no iba de muerte, sino de vida), y los laúdes, fagotes y tiorbas tanto como los cánticos me sacaban del atolladero. Porque la música no solo es el reducto inexpugnable de la memoria, para lo triste y lo alegre, sino el lazarillo que te lleva sin tropiezo alguno hasta la época en que se compuso y te presta sus ojos para ver todas las cosas de aquel tiempo.

110. Luis Marín, Carnaval de Madrid , 1933. A diferencia de otros carnavales célebres, más imaginativos y fantasiosos, el de Madrid, como bien vio el pintor Gutiérrez-Solana, fue siempre un exceso de realidad en la que hasta los entes de ficción, como don Quijote y Sancho, son más reales que el propio Cervantes.

En esta novela se cuentan las aventuras sucedidas a los amigos, criados y parientes de Alonso Quijano. Por ejemplo, la visita de Sancho y el bachiller Sansón Carrasco a Madrid, donde esperaban encontrar a Cervantes para agradecerle cuanto había hecho este por el desdichado caballero de la triste figura. Se dirigieron a la casa del escritor en la calle del León, pero llegaron cuando ya había muerto. Su viuda encaminó sus pasos al librero Robles (su editor, y también al lado) y a la imprenta de Cuesta, que imprimía a la sazón el Persiles . El librero les dejó leer las cuartillas que Cervantes había puesto a ese libro como prólogo días antes de su muerte, las más hermosas y conmovedoras que se hayan escrito en castellano y aun en ninguna otra lengua humana, y se las regaló a Sansón Carrasco. Eran de puño y letra del escritor, y se han perdido.

Bien porque ya se habían compuesto a lo largo de la historia otras variaciones y secuelas del Quijote , bien por lo quijotesco de la empresa, se miró Al morir don Quijote con una benevolencia que no tuvo en principio la traducción del Quijote al castellano actual. Durante los meses en que anduvo uno promocionando Al morir don Quijote , se me acercaban gentes que me confesaban con enorme pesar la frustración que era para ellas no haber conseguido leer la novela de Cervantes, a veces después de varios asaltos. En todos los casos las razones eran las mismas: no la entendían y la lectura de miles de notas no hacían sino desanimarles a proseguirla.

Yo había traducido ya algunas páginas, incluidas en Al morir don Quijote , sin que nadie lo hubiera advertido, de modo que decidí proseguir el trabajo.

Durante catorce años, las tardes de esos catorce años, y en secreto, fui traduciendo el Quijote . Cuando lo terminé lo llevé al editor. El prólogo de Vargas Llosa fue providencial, una especie de «detente, bala» (como providencial fue su Conversación en la catedral , que me libró de la mili en Valladolid; otra historia). No obstante, hubo media docena de personas que se indignaron mucho cuando se publicó, y a los cinco minutos ya tenían el veredicto. Fue como si se les hubiera tocado el nervio de la muela del juicio, del juicio final, por supuesto. No había nada que pudiera hacerles cambiar de opinión. Yo les decía: el original sigue intacto para quienes quieran leerlo, los extranjeros llevan leyendo y entendiendo el Quijote en traducciones renovadas desde hace cuatrocientos años, mientras a los hispanohablantes se les obliga a leerlo en una lengua que ni es la suya ya ni entienden del todo, fosilizada muchas veces… Si cuando argüían «eso es falso, se entiende bien», yo les recitaba de memoria algún pasaje a modo de ejemplo («Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la lengua, vos llevárades el primero en licencias, como llevastes cola»), me miraban con estupor, porque no habían comprendido una sola palabra, y también con furia, por parecerles eso una insolencia mía. Ningún trabajo le ha dado a uno tantas satisfacciones. «Al fin he podido leer el Quijote », me confesó un anciano un día en la Feria del Libro del Retiro. Se echó a llorar, lo había intentado muchas veces y temía morir sin haberlo conseguido: era el libro preferido de su padre, asesinado en la guerra. Le parecía que ya podía ir a reencontrarse con él en el más allá, y con el soldado Miguel de Cervantes, que nos dejó dicho aquello de «¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!».

Cuando se cerró aquel ciclo con El final de Sancho y otras suertes , continuación de Al morir don Quijote , el barrio de las Musas formaba ya parte de mi vida, y cada vez que tiene uno que pasar por él, en cualquiera de los trayectos, es para mí como seguir en casa e ir saludando a los amigos de entonces, los del siglo XVII , todos ellos vivos aún.

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