Madrid

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21, El Madrid de Galdós

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EL MADRID DE GALDÓS

En un libro de Madrid ha de haber un capítulo completo sobre Galdós, porque sin Galdós Madrid no se entiende, como no se entiende España sin Velázquez ni Cervantes.

Para Madrid Galdós ha sido más importante que Felipe II, Carlos III y todos los reyes juntos. La España velazqueña y los personajes cervantinos a menudo están tan soterrados bajo la costra del presente, que es necesario buscarlos o esperar que emerjan. Sin embargo Galdós está aún ante nuestros ojos, en muchos rincones y barrios de Madrid. Si la realidad en Cervantes y Velázquez está siempre un poco más abajo o un poco más arriba, la de Galdós está a la altura de nuestros ojos. El suyo es un Madrid que salta a la vista.

Han desaparecido de él el árabe y el medieval, el de los Austrias está tan maquillado como el decorado de un teatro, del neoclásico solo quedan media docena de monumentos fuera de su contexto original, pero el Madrid de Galdós sigue, y los otros los transformó él con su mirada de tal modo, que se diría les dio una buena capa de barniz que interrumpió su descomposición y desaparición definitivas. Además tuvo el acierto (otro milagro) de convertir en galdosianos madriles muy anteriores y posteriores a su muerte. El Madrid árabe se detuvo con Alfonso VIII, el de los Austrias con Felipe V, el borbónico con Isabel II, pero el Madrid de Galdós sigue expandiéndose, hasta el punto de que el Madrid árabe o el austriaco o el borbónico son ya tan galdosianos como el barrio de Argüelles o el de Lavapiés, por los que él tuvo especial predilección, tal vez porque el primero era promesa de un nuevo Madrid, de un futuro Madrid, como lo llamó el gran Fernández de los Ríos, y el segundo, la certeza de que el antiguo Madrid seguía vivo.

¿El Madrid de Galdós, Galdós en Madrid o el Madrid galdosiano? De este modo lo plantea María Zambrano en un breve texto de 1988, con ocasión del centenario de la primera edición de Fortunata y Jacinta . Se celebró en aquella fecha una importante exposición. Colaboraron en ella algunos de los historiadores y galdosistas más relevantes del momento y se publicó un grueso volumen con sus aproximaciones y estudios. Muchos de estos pueden leerse todavía hoy con interés. Pintan bien la época, las costumbres, el comercio, la mendicidad, la historia o la literatura de ese periodo. Hacen otros, capitaneados por el as de los galdosianos, don Pedro Ortiz de Armengol, el repaso de las obras de Galdós, que fatigó las calles, barrios, rondas, iglesias, palacios y corralas donde situar a sus personajes.

Todos estos especialistas aluden, claro, a un hecho tan meridiano y conocido como paradójico: el gran cantor de Madrid (como Balzac y Proust y París, Dickens y Londres, Kafka y Praga, Pessoa y Lisboa, Galdós y Madrid) ni siquiera era madrileño. Llegó desde su Gran Canaria a la capital con diecinueve años, en 1862, y en ella murió (1920) y quiso que le enterraran en su cementerio del Este, conocido como «de la Almudena». Detalle muy galdosiano, por cierto, el de la lápida que cierra su sepultura. Se amontonan en ella, en apretujadas letras de palo seco, seis o siete parientes de don Benito, con sus nombres, apellidos y fechas, haciéndole —como quien dice— la tertulia; y tan pequeña se ha quedado esa cuartilla de mármol, que tiene al lado otra con los dos últimos descendientes de su estirpe que, nunca mejor dicho, han descendido a la fosa recientemente, dejando aún en ella un buen espacio en blanco para aquellos que se vayan animando. Parecen sugerir esas dos tumbas, una al lado de la otra, una tan llena y otra a medio completar, cualquiera de los libros de su autor, abierto de par en par, generoso siempre en personajes y puertas por las que estos van saliendo y entrando. Y más galdosiana aún la historia reciente, de hace unos quince años, cuando la empresa que gestiona ese cementerio amenazó con tirar sus huesos a la fosa común si alguien no pagaba la renovación del alquiler por otros noventa años; solo la amenaza de la familia de llevarse sus restos a Las Palmas, que se ofrecieron a trasladarlos y acogerlos gratis, convenció a los responsables municipales de la estupidez de privar a su cementerio de un muerto tan ilustre (al contrario de lo que sucedió con los del ilustre cronista de Madrid, Pedro de Répide, que esperan en un nicho sin nombre el día en que acaben en la fosa común).

154. Charlatán en los soportales de la plaza Mayor, h. 1910, Archivo Ruiz Vernacci.

155. Alfonso, Vendedora de pavos , 1925. Fortunata trabajaba con sus tíos en la venta de aves y huevos. La ciudad de Madrid permaneció unida al agro y al pasado del que procedía gracias a sus mercados. Galdós lo supo, y nos habló mucho de ellos. Y supo también que el futuro estaba en los escaparates de los comercios de postín y en los mecheros Auer que los iluminaban hasta la noche. El mundo galdosiano ha cambiado de marco, pero la pintura de la realidad permanece viva.

Durante los casi sesenta años en los que fue vecino de Madrid, Galdós se lo pateó de arriba abajo. Todavía existía cuando llegó él la vieja cerca de Felipe IV. A mediados del siglo XIX la ciudad estaba deseando ya, como hemos visto, reventar en ensanches y barrios nuevos. «Deseandito» habría dicho cualquiera de sus personajes. Larra aludió a aquellas apreturas en uno de sus célebres artículos: aunque se derribaran muchos conventos e iglesias con las desamortizaciones, primero de Mendizábal y luego de Olózaga (muerto ya un Fernando VII que reinó pidiendo a gritos el regicidio), los solares resultantes no daban sino para elevar las alturas de las casas, que acababan teniendo, nos cuenta Larra, más balcones que habitaciones.

Los madrileños, Galdós entre ellos (pues madrileño es desde el primer día aquel que viene a vivir aquí sin que por ello se le niegue su patria nativa), se desplazaban a pie. Los primeros tranvías de sangre (tirados por mulas) son precisamente de ese tiempo. La calle era, además, uno de los grandes espectáculos que ofrecía la ciudad, junto con el de los cafés, los toros y el teatro. Pero, a diferencia de estos, el de la calle estaba al alcance de todos, incluidos los pobres. En muy pocos años las calles se llenaron de alicientes. El adelanto en la industria del vidrio posibilitó los primeros escaparates en las tiendas, con sus tentaciones y golosinas, y la fabricación barata del gas, los primeros reverberos del alumbrado público y los célebres mecheros Auer prolongaron la vida y los días. Incluso de noche o en las tardes invernales que entenebrecen prematuramente el aire, no cesa esa magna comedia humana que pulula por las calles madrileñas.

El interés por la realidad se despertó en la mayor parte de los escritores. Y eso ocurrió al mismo tiempo que hacía estragos el romanticismo. Ningún romántico más acendrado que Larra (que cumplió su papel de romántico a las mil maravillas pegándose un tiro), pero nadie tampoco más realista y exigente que él. Romanticismo y costumbrismo son ramas de un tronco común, el de la modernidad incipiente. Los avances de las artes gráficas, con máquinas impresoras cada vez más veloces, facilitaron la profusión de periódicos, necesitados a su vez de quien los llenase con sus artículos. Ese fue el cometido del joven Galdós, en cuanto abandonó sus estudios de Derecho para los que había viajado hasta Madrid. Convertido en reportero, fatigó la ciudad en busca de sucesos o retratos del natural. Incluso aunque los pergeños fuesen esbozos a vuela pluma, bastaba con las costumbres de las gentes y el paisaje moral de sus actos. No se ha mencionado (o uno no lo ha leído en ninguno de los libros que tratan estos asuntos) el paralelismo del descubrimiento del paisaje como género autónomo dentro de la historia de la pintura y el interés por describir, también por vez primera y de forma sistemática, el paisaje moral de las ciudades, los tipos, oficios y actitudes sociales que concurren en ellas. Si hasta entonces los pintores, que solo habían tenido ojos para sus retratados o para las escenas religiosas, reales, mitológicas o cotidianas, empiezan a admirar y celebrar la naturaleza por sí misma y a llevarnos a mil rincones pintorescos y deliciosos, desde Corot a Turner, los escritores hacen lo propio con los paisajes humanos. En paralelo, también los escritores y periodistas empiezan a observar que no es necesario que el comportamiento de las personas (en sus humildes trabajos, en sus relaciones amorosas, en su ociosidad o en el desempeño de los negocios y la política) sea ni sublime ni ejemplar para merecer su estudio, taxonomía y descripción. Al llegar a Madrid Galdós desembarca en esta playa inmensa del cambio de gustos y el consiguiente cambio de costumbres, frente a un continente que empieza a ser conocido y explorado (y explotado): la ciudad.

156. Alfonso, El conductor del simón lee el diario , h. 1920. El mundo de los simones representa como pocos el de las intrigas amorosas de las novelas galdosianas.

Para entonces otros periodistas, maestros del género, estaban haciendo fortuna con la curiosidad y el interés de las clases medias, principales consumidoras de esa nueva literatura y protagonistas muchas veces de ella. Uno, el más conocido de todos, Mesonero Romanos, había popularizado con sus Escenas matritense s esta clase de retratos en los que se buscaban los vecinos de Madrid, lo mismo el aristócrata que vivía en un palacio de la Costanilla de los Ángeles o de la plaza de Santa Cruz que el vecino de los barrios bajos, el comerciante y el menestral, la viuda gastada y decaída y la niña que ponía a puja su palmito. El éxito de Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844) fue tan grande que conoció dos ediciones en menos de diez años, cosa rara en la época. Se trata de una obra colectiva, profusamente ilustrada con vistosos grabados al acero (otra de las novedades tipográficas que causaron furor) e imitada por otros libros parecidos, como Madrid al daguerrotipo (1849) o Las españolas pintadas por los españoles (1871-1872). Galdós, que colaboró en esta última obra, tenía el camino trazado. El Madrid de Galdós era ya el Madrid de muchos otros que habían llegado antes que él, probando que los grandes innovadores en arte no son únicamente aquellos que inventan un género nuevo, sino que además imprimen en los antiguos un acento especial, personal. Que en arte la mayor originalidad acaba siempre en brazos de la tradición. Sucedió con Cervantes, escribiendo su Quijote sobre la falsilla de las novelas de caballería y la picaresca (de Mateo Alemán), y volvió a suceder con Galdós, liberal en política y conservador en la vida, y en arte y literatura conservador en apariencia y más moderno de lo que se piensa, de ahí que su modernidad nos resulte hoy la más difícil de alcanzar, esa que empieza a verse solo pasados cien años.

Pero no se limitó nuestro novelista a permanecer en el Madrid que conoció personalmente al llegar de las Canarias, haciéndole de cronista a la ciudad. En cuanto pudo, o sea, en cuanto empezó a escribir su primer libro, La Fontana de Oro , llevó las peripecias de sus personajes a Madrid, en este caso al Madrid revolucionario del trienio liberal que dio paso a la famosa «década ominosa» del rey felón.

Digamos que Galdós, para explicarse el Madrid que veía con sus propios ojos, necesitó retroceder a épocas anteriores: lo bastante distantes para hacerse una idea de conjunto, pero no tanto como para no indagar, preguntar y entrevistarse con testigos directos de esos años remotos. Lo hizo con Mesonero Romanos, desde luego, quien acaso se decidió a escribir sus Memorias de un setentón al ver cómo su joven amigo sacaba más réditos literarios de sus confidencias sobre su pasado que él mismo.

Así se explica que en muy poco tiempo Galdós incorporase Madrid como el escenario principal de sus novelas más importantes y de un gran número de sus Episodios nacionales (todos los de la segunda serie, bastantes de los otros y la mayor parte de la quinta y última, inconclusa).

Galdós comprende, pues, que su Madrid no es suyo, por lo mismo que Madrid es de cualquiera de los que viven y aun pasan solo temporadas en él: el Madrid de Galdós es igualmente el de Carlos IV, la reina Cristina o Godoy; el de Fernando VII, Riego o Martínez de la Rosa; el de Isabel II y Amadeo de Saboya o el de la restauración canovista; incluso el de Alfonso XIII, cuando, ciego y viejo Galdós, Madrid es únicamente una parte de sus recuerdos. Es decir, el Madrid de Galdós es el Madrid de todos aquellos al tanto de la vida de la ciudad, contemporáneos o no, bien si viven en ella o lejos, en aquel tiempo o en otro (como nos ocurre a nosotros, galdosianos o galdosistas, sabiéndolo o no, ciento cincuenta años después de publicadas sus novelas y episodios ; como les ocurrió a los escritores exiliados de 1939, de Cernuda a Zambrano, que tuvieron en Galdós, en su lengua, la patria que acababan de perder, como tuvo Gaya igualmente su patria en el Prado, en las reproducciones que iban a ser la base de sus homenajes ).

Se ha repetido que las obras de ficción de Galdós han venido a menudo a sacarles las castañas del fuego a los historiadores, quienes, ante pasos angostos de interpretación o vacíos documentales, acuden a las informaciones del novelista, que ellos usan a modo de farol de Diógenes. Porque esa luz ilumina no tanto hechos como conductas, más necesarias para interpretar con sagacidad los mismos hechos que cualquier otra herramienta. «Felizmente aun en aquellos días tan desfavorecidos, [la historia] contiene páginas honrosas aunque algo oscuras, y entre los miles de víctimas del absolutismo, húbolas nobilísimas y altamente merecedoras de cordial compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas su lienzo, se atreverá a asegurar que la ficción verosímil ajustada a la realidad documentada puede ser en ciertos casos más histórica y seguramente es más patriótica que la historia misma», nos dirá en El terror de 1824 .

Cuestionaba Baroja, con ese disimulo suyo un tanto jesuítico que trataba de erosionar el prestigio de Galdós y publicitar el suyo propio, el modo en que el escritor canario se había documentado para escribir algunos de sus Episodios (él, Baroja, que había tratado de emular con los veintidós tomos de sus Memorias de un hombre de acción los casi cincuenta Episodios nacionales ), pidiendo informaciones históricas, topográficas, demográficas, literarias e incluso chismografía a secretarios de ayuntamiento, curas y espontáneos, sobre escenarios bélicos, villas y aun ciudades en las que no había puesto el pie y que él o sus personajes describían luego con una seguridad pasmosa, sugiriendo con ello Baroja que Galdós cometió un reiterado fraude de lesa literatura.

Si las diferencias de los talantes personales entre Galdós y Baroja son muchas y acusadas (Baroja tiende a adornar su pasado, incluso a adulterarlo y ficcionarlo un poco, en tanto Galdós se limita a escamotearlo, guardándoselo para su coleto), las de sus respectivas literaturas son aún mayores. Sin ir más lejos, si alguna vez existió «el Madrid de Baroja» (el de las Injurias y los barrios bajos), ese Madrid ha desaparecido. Solo queda rastro de él en sus libros, y entre ellos en esa obra maravillosa que es La busca . Acaso porque fue siempre un Madrid literario, incluso cuando existía el modelo real de donde Baroja lo tomó. Sin embargo, «el Madrid de Galdós» existe todavía. Real, palpable, reconocible en mil y un rincones de la ciudad. No solo los tipos, sino los escenarios y decorados. Si «barojiano» es alguien que al fin y al cabo tiene que ver con la idiosincrasia del propio Baroja, y los barojianos (los de su tertulia, por ejemplo) parecen clones suyos o de alguno de sus personajes, como Paradox, que a su vez son alteregos también de Baroja, «galdosianos» somos en algún momento (o en muchos) todos los que vivimos en Madrid, sin distinción de clase social, edad o género y sin que ninguno de nosotros nos parezcamos a Galdós. Ni siquiera Galdós se parece a sí mismo. Galdós es nadie, solo aquel a través del cual se manifiesta el ser humano, parecido en esto, cómo no, a Cervantes o Velázquez, creadores desaparecidos detrás de sus criaturas, no ya disimulados, sino borrados de ellas por completo.

Ha necesitado uno bastantes visitaciones y revisitaciones a las obras de Galdós para comprender al fin un par de hechos simples: a Galdós, de verdad de verdad, de la literatura solo le interesaba una cosa, las mujeres. Y de Madrid, la gente. O mejor, como decía Juan Ramón Jiménez: la mujer, y como decía Gaya, las gentes.

Y habla aquí uno del Galdós hombre, bastante enigmático y secreto, y también del escritor. Formulado de otro modo: el tema principal en Galdós es el amor, el misterioso deseo que sienten sus personajes femeninos hacia los masculinos (Fortunata , Tristana , La desheredada , o la Solita de El Grande Oriente vienen a probar que a Galdós le gustaron todas las guapas y casi todas las feas), y al revés, el de los hombres hacia las mujeres, y el que siente Galdós por todos ellos.

Y no es Galdós, que conoce como nadie Madrid, alguien al que le interese la ciudad, como, por ejemplo a Mesonero. A Galdós le importan, sobre todo, las personas, la razón humana de sus vidas. «Más que a Homero o Dante», le escribe a Clarín, «me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer, o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar a un caballo, oír los pregones de la calle…», después de haberle dicho a su amigo que «Fortunata y Jacinta es muy defectuosa. Yo no me he cuidado en ella más que de los caracteres, despreciando la estructura del argumento. Cada día me parecen más pueriles los argumentos, y una de las causas de su puerilidad es la facilidad con la que se hacen».

Ha puesto uno al frente de los tomos del Salón de pasos perdidos , esta frase de Fortunata que habla de la naturaleza azarosa no solo de la vida de un novelista, sino de cualquier persona. «Y sale a relucir aquí la visita del Delfín al anciano servidor y amigo de su casa [Plácido Estupiñá], porque si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita [tropezándose con Fortunata], esta historia no se hubiera escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela». La idea ya la había expuesto en La corte de Carlos IV , uno de sus Episodios : «No hay existencia que no tenga mucho de lo que hemos convenido en llamar novela (no sé por qué) ni libro de este género, por insustancial que sea, que no ofrezca en sus páginas algún acento de la vida real y palpitante».

157. Francesc Catalá-Roca, arco de Cuchilleros. Estando ya este libro en la imprenta, y aprovechando el éxito popular de las celebraciones del centenario de la muerte del novelista, en una de las casas de la Cava de San Miguel acaban de colocar una placa: «Aquí vivió Fortunata». En verdad deberían haberla redactado mejor: «Aquí vive Fortunata».

Y a esto hay que unir lo que le decía Fortunata a Santa Cruz: «Pueblo nací y pueblo soy». Ella, que representa como nadie el alma de Madrid. Y Galdós es fiel a esa idea tan institucionista, en Narváez , y a través de Fajardo, el protagonista de la cuarta serie de los Episodios , vuelve al asunto: «Todo lo que no sea pueblo no es más que una comparsería, figuras de un carnaval […] Volveremos todos a ser pueblo o no seremos nada».

En cuanto a las gentes, recordemos que en tiempos de Galdós solo una quinta parte de sus vecinos de Madrid trabajaba (quince mil obreros y veinticinco mil criados y empleados, de trescientos mil habitantes). Entre ellos, Galdós, como nos recuerda María Zambrano, «no hizo nada para salir de su anonimato, indiferente, como un poeta congénito. ¿Será Galdós acaso el poeta de Madrid? Ese poeta que toda ciudad necesita para existir, para vivir, para verse también?».

Todo lo demás viene a ser un decorado que da credibilidad –verosimilitud diríamos en la jerga escolástica– al hecho en sí. Tanto si se trata de un marco histórico (todos los de los Episodios parecen, al fin y al cabo –por graves que nos resulten, por importantes que hayan sido para los lectores contemporáneos de Galdós la revolución de Riego, las atrocidades carlistas, la sublevación del cuartel de San Gil, la Gloriosa–, solo una excusa para contarnos los amores de Araceli, Monsalud o Calpena, al igual que el minucioso cazcaleo madrileño es condición necesaria para hacernos ver que sus Fortunatas, Ninas o Tristanas son de carne y hueso), tanto, decía, si se trata de un marco histórico, como si hablamos de puras invenciones (Torquemadas, Villaamiles o doñas Lupes), advertimos que todos ellos son, más que entes de ficción, unas crónicas y biografías muy documentadas en «hechos reales».

Hace ya tiempo que sostiene uno la idea de que la fortuna del Quijote no se debe a su condición de ser «la primera novela moderna». A los lectores comunes, esos a los que aspiran todas las grandes obras, tales disquisiciones les dan lo mismo. ¿Qué le importaba a cualquiera de los miles de lectores contemporáneos de Cervantes que celebraron su Quijote que esta fuese o no «la primera novela moderna»? Percibieron, sin embargo, algo que ha permanecido inalterado desde entonces: que ese libro entretiene mucho, y que es más que un libro, pues emociona su humanísima visión de las locuras y miserias de las gentes, y que su protagonista es más real que cualquiera de los personajes literarios a que estamos acostumbrados. Más real incluso que la mayor parte de nuestros parientes y que la mayoría de gentes a las que tratamos a diario. Y más que Cervantes. Siente, sentimos, que don Quijote es una criatura viva (como el Niño de Vallecas está mucho más cerca de la vida que de la pintura) porque fue alguien que nació, vivió y murió como hemos de morir todos. Cuando yo me encontré un día llorando como una Magdalena a aquella mujer frente a la puerta del cuarto (o séptimo) piso de la casa de la Cava de San Miguel, y lanzó un gemido hondísmo, un «aquí vivió Fortunata», antes de salir huyendo escaleras abajo, estaba confirmándose lo mismo: los personajes de Galdós y Cervantes, vivieron , fueron, son, reales. Cervantes y Galdós se limitaron, pues, no tanto a imaginar para ellos una vida y una muerte (un argumento de tantos), como a relatarnos su verdadera vida y su verdadera muerte, siendo al fin y al cabo no sus creadores, sino sus biógrafos.

Galdós es, sí, el biógrafo de Fortunata y de cuantos la acompañan, como lo fue Cervantes de Alonso Quijano, Sancho y todos los demás amigos suyos.

Desde algunas de las cátedras que se ocupan de establecer los podios de la literatura, se le ha reprochado a Galdós su condición de «creador omnisciente», capaz de contarnos los hechos, sí, pero también con la osadía de entrar en la conciencia de cada cual revelándonos sus más secretos pensamientos «a tiempo real». Cuando no se le ha desposeído de la medalla de la modernidad por doparnos a los lectores con sus presuntos abusos de narrador.

Como todo artificio literario, la omnisciencia tiene sus inconvenientes y ventajas. Entre los primeros, el menoscabar la participación del lector en el proceso creativo de la novela, condicionado por las «indiscreciones» del autor… ¿Y entre las ventajas? Si se es Galdós, muchas: tiene este, en efecto, la cortesía de contarnos lo que cada una de sus criaturas piensa hacer o no hacer, escrutando en sus conciencias y condicionando nuestra lectura o restando «suspense», pero también el de suspendernos a todos de vez en cuando con sus «no sé yo ni sabe nadie qué pensó Fortunata de ello» o «por más que se dijeran tal o cuales cosas de aquello, lo cierto es que nadie conoce aún el secreto». Porque el dios Galdós, a diferencia del Otro, sabe lo mismo que cualquiera de nosotros, y hace de cada uno de sus lectores un verdadero autor. Parece decirle: voy a contarte de cada uno de estos personajes todo lo que sé, todo lo que he averiguado de ellos, para que tú, lector, puedas juzgar conmigo y podamos llegar, tú y yo a la vez, a la verdad, hasta donde pueda llegarse. El suspense lo pone no tanto la trama más o menos novelesca (ese argumento que el propio Galdós desprecia), como el devenir misterioso de la realidad. Digámoslo pronto: el genio galdosiano estriba en que su literatura tiene el menor grado posible de… literatura.

Esa es la razón por la que a los lectores de Galdós no familiarizados con Madrid les ocurre lo que nos ocurre a los que no lo estamos del todo con el Londres o París de Dickens o Balzac, incluso con el Moscú o el San Petersburgo de Tolstoi, que desconocemos en absoluto: la ciudad es únicamente el medio para llegar al corazón de las personas. Y lo mismo diríamos de la historia. Galdós reflejó en sus obras todo el embrollo de la política española y madrileña de su tiempo, la lucha de las ideas liberales y conservadoras, los cambios de gobierno y los pronunciamientos revolucionarios o reaccionarios. Tampoco es la historia lo que le importa. Al volver de enterrar a Fortunata, Ballester, su enamorado secreto, le confiesa a su amigo: «Sin olvido no habría hueco para las ideas y los sentimientos nuevos. Si no olvidáramos no podríamos vivir, porque en el trabajo digestivo del espíritu no puede haber ingestión sin que haya también eliminación». Esa es la tarea de Galdós como novelista, lo que ha hecho con Madrid ha sido un trabajo del espíritu.

«Flaubert (un artista indudable pero menos elegido )», nos dice Gaya, «tiene una actitud tan estudiosa ante la realidad que, claro, esta muchas veces huye, huye ofendida a entregarse a otro, a otro que no la observe como un fenómeno , sino que la mire como un amigo, como un hermano; es el secreto de Galdós, tratar a la realidad como a una igual suya, es decir, sin servilismos ni altanería, y, claro, sin objetividad, ni el insulto de la objetividad. Los sucesos más sorprendentes, más monstruosos, más inverosímiles, los ve Galdós con una gran naturalidad, porque, en vez de mantenerse en esa actitud grosera del que asiste a un espectáculo, se presta delicadamente a ser un amigo de esos sucesos, se presta, sencillamente, a ser un semejante de la realidad para que esta no pueda sentirse abandonada ni observada. […] En los grandes novelistas es fácil descubrir dos actitudes, la del impertinente objetivo –Stendhal– y la del generoso náufrago –Dovstoievski–, pero es difícil una actitud piadosa como la de Galdós».

Esa actitud piadosa Galdós la extiende a todos los recursos de que se vale, para hacer verosímiles sus ficciones, para hacer verdadera su realidad, que resumiríamos en su amor por los detalles exactos: el comercio, los bastimentos (que le valieron aquel «garbancero» que hoy casi hemos de tomar como timbre de gloria, viendo la altura que ha adquirido el vuelo de Galdós) y, principalmente, el nomenclátor madrileño. Necesita poner a sus personajes en unas calles y casas concretas y hacerles caminar por determinados itinerarios, que suele describir con minucia poética…

Necesita conocer las casas donde viven sus personajes, así como lo que visten y comen, determinar la condición primera, decisiva a menudo de sus comportamientos en una sociedad de clases. El propio Galdós, como cualquiera de sus personajes, fue variando sus domicilios madrileños conforme los vaivenes de su fortuna se lo permitieron, y se mudó a lo largo de sesenta años no menos de seis o siete veces. En cuanto pudo dejó el viejo Madrid, en el que su estampa empezaba a ser conocida, para buscar los barrios nuevos, algunos, cuando él fue a ellos, puro arrabal. Se diría que, como el simpático y un tanto cínico Evaristo Feijoo (acaso el más claro autorretrato del novelista en una de sus obras), necesita Galdós de la discreción para llevar adelante sus semiclandestinas relaciones amorosas, buscando casas tranquilas donde trabajar y vivir, y entrar y salir sin llamar demasiado la atención (tal y como quiso hacer Juanito Santa Cruz con Fortunata): en la calle Serrano (en el barrio de Salamanca, aquel del que decía un personaje de Fortunata que no le parece Madrid, de lejos que estaba); en la Ronda de Santa Bárbara, frente a la plaza de Colón (plaza en su tiempo rodeada de solares por todas partes) esquina a la Ronda de Santa Bárbara, en el paseo de Areneros (el fin del mundo en un barrio de Argüelles que estaba haciéndose entonces) o en la última en que vivió, el chalecito de Hilarión Eslava que construyó su sobrino y que, cómo no, acabó bajo la piqueta tras haber sobrevivido a las bombas de la guerra civil.

158. Biblioteca Nacional y Fábrica de la Moneda, h. 1900. Galdós, que gustaba del anonimato, vivió unos años en lo que entonces era poco menos que un arrabal de lujo, en la calle Génova. Y esta es la vista que hubiese tenido desde su casa de no haberse mudado a Santa Engracia un año antes de que se terminara de construir la Biblioteca en 1891.

El Madrid de Galdós ha tenido mejor suerte, de momento, que ese chalecito. La cerca de Felipe IV desapareció en 1868, oh, fatalidad, al tiempo que Prim pronunciaba sus famosos jamases e Isabel II se iba camino del exilio, pero buena parte del Madrid que conoció Galdós aquí sigue, agazapado, tal y como hace una liebre a la que los podencos han levantado de su cama y espera una buena coyuntura para ponerse a salvo. Los perros de la especulación, la ignorancia y la gentrificación siguen indecisos de momento y no saben dónde hincarle el diente y acaso no lo logren nunca, porque ese Madrid galdosiano está demasiado extendido por la ciudad para atacarlo por un solo flanco. Por no hablar de lo galdosiano, que, como lo cervantino, es categoría superior, a salvo de las jaurías y cátedras donde se estudia la modernidad de las cosas y al pairo de todos los pactos municipales que tratan de acabar con ella. «Galdosiano: en Madrid se dice de todo aquello que va tirando, hecho de pobretería y locura a partes iguales, y visto con mirada piadosa: penurias y alegrías, hambre y buenas digestiones, sueño y verdad, viejo y nuevo, belleza y fealdad», se dice en el vademécum o bestiario madrileño de este libro.

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