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Retales madrileños » 1. Madrid y la historia

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1 Madrid y la Historia

Si se puede encerrar el pasado en el aleph, también la Historia de Madrid en dos cuartillas, empezando por decir que toda España pasa por Madrid desde 1561, año en que Felipe II decidió traer su corte a lo que entonces no pasaba de ser una pequeña villa. Y sí, contra lo que se diga en Barcelona, Bilbao o Cartagena, de Madrid sale España, la idea de España y lo que sea España: ese largo camino que va de la monarquía católica a la parlamentaria, pasando por absolutismos, liberalismos, repúblicas, dictaduras y demás estaciones del vía crucis.

La decisión de Felipe II marcó definitivamente el carácter de la ciudad, convirtiéndola en la metrópoli del funcionariado. Los funcionarios y su credo («el pan del Estado es poco, pero muy blanco») han hecho de Madrid desde el siglo XVI una ciudad de pretendientes y cesantes arbitrados por reyes, validos y camarillas, y en definitiva algo entre una tómbola y la Audiencia.

Hasta hace cien años todavía había historiadores que creían que Madrid la habían fundado los griegos en tierras de los carpetanos, ricas en madroños y osos, y en honor de Mantua, madre de su fundador, de la cual recibió el nombre de Mantua Carpetana. Hubo, claro, asentamientos paleolíticos, pero como en todas partes, y unos cuantos yacimientos celtíberos y romanos que surten de puntas de sílex, tabas de mamuts y trocitos de botijos las vitrinas de diferentes museos locales. Pero lo que cuenta es el primer asentamiento árabe del siglo IX que conquistó hacia 1083 Alfonso VI, y que aseguraron los sucesores de este en los cien años siguientes. Durante cinco siglos fue un Alcázar, una muralla, un puñado de casas modestas que acogían a unos ocho mil habitantes y un río, el Manzanares, que nadie jamás se ha tomado en serio. Aunque Felipe II la nombrara corte, tampoco mostró por la ciudad mayor aprecio que su padre, sus abuelos y sus bisabuelos (los Reyes Católicos), y solo dejó como recuerdo en ella el puente de Segovia. Madrid creció pronto y mucho hasta casi los cien mil habitantes, la mitad de los cuales vivían del rey y del Estado. Felipe IV amplió el recinto que la cercaba (1625) y la metió en un puño (y eso duró hasta 1868, en que se vino abajo el muro). Desde el siglo XVII la ciudad se convirtió ya para siempre en el lugar en que todos tenían que vivir amontonados: palacios y casas humildes, ricos y pobres, nobles y plebeyos, iglesias y teatros, conventos y mancebías, mendigos y paseantes, devotos y réprobos, duquesas y toreros, condes y actrices. Tal mezcolanza ha influido acaso en «el carácter de Madrid» o, si se prefiere, en «el carácter de los madrileños»: extrovertidos e hiperbólicos, y con una suficiencia (chulería) que ha dado mucho juego siempre en las comedias de capa y espada y en los entremeses, sainetes y zarzuelas. Mientras al otro lado del océano se llevaba a cabo en las Indias la gesta humana más asombrosa y admirable desde que Roma romanizara Europa, Asia y el norte de África, en Madrid los reyes se divertían, los nobles robaban o dilapidaban sus fortunas y el pueblo de Madrid hacía lo que podía: unos trabajaban, puteaban y mendigaban muchos, y rezaban casi todos. En apenas doscientos años España se quedó sin recursos y sin dinastía, dando paso a una nueva, los Borbones (1700), tras unas escabechinas civiles que duraron catorce años. Vino con ellos el esprit francés, ligero y escotado. Los madrileños recibieron a los nuevos reyes con impar entusiasmo, el mismo con el que llegado el caso los mandarían al exilio por dos veces (Isabel II y Alfonso XIII).

El incendio fortuito del Alcázar en 1734 dio origen al nuevo Palacio Real y en unos años, con Carlos III, Madrid conoció providenciales mejoras: se construyeron unos cuantos edificios (la Casa de Correos en la Puerta del Sol, el Museo del Prado y la Aduana), se adoquinaron las calles y pusieron en ellas los primeros faroles. Cuando su hijo, Carlos IV, hombre de escasas luces, se las prometía felices, estalló la Revolución francesa que mandó a la guillotina a sus primos Luis XVI y María Antonieta. Lo que sucedió a continuación fue una gran tragedia para España, y Madrid se puso del lado equivocado. Con la excusa de salvar la patria de los franceses, que representaban la Ilustración, la mayor parte de los españoles se puso del lado de la carcundia absolutista y la roña católica. Cientos de madrileños lo pagaron con su vida en las célebres matanzas del 2 y 3 de mayo (1808) y la efeméride aún se celebra como fiesta de la comunidad autónoma. A cuenta de aquella gesta popular España tardó más de ciento cincuenta años en asumir plenamente los principios de la Ilustración. Lo que sucedió entonces es que los agitadores patriotas, que recibieron al absolutista Fernando VII al grito de «¡Vivan las cadenas!» (1814), clausuraron la ejemplaridad política de las Cortes de Cádiz (1812), versión moderada de «Libertad, Igualdad y Fraternidad» durante unos años.

174. «Napoleón ordena a los diputados de la Villa de Madrid le entreguen la sumisión del pueblo». Cosa, naturalmente, que hicieron sin mayor resistencia después de los sucesos del 2 de mayo de 1808, iniciándose entonces el reinado de su hermano José Bonaparte.

175. Puerta de Alcalá, en la antigua cañada real.

A lo largo del siglo XIX se sucedieron toda clase de gobiernos, progresistas, moderados, liberales, conservadores, tutelados o combatidos por un número ingente de militares aficionados a los golpes de Estado y asonadas, al tiempo que tuvieron lugar tres guerras civiles promovidas por los partidarios de llevar al trono la rama más reaccionaria de los Borbones (carlistas) y libradas principalmente en las provincias vascongadas, Cataluña y Valencia. Derrotados sucesivamente, los herederos de los antiguos carlistas son hoy los distintos nacionalistas de esas regiones españolas, cepas víricas a las que Madrid ha ofrecido siempre resistencia. Tras una revolución de juguete (1868) y un breve paréntesis republicano (1873-1874), España volvió a reponer a los Borbones en su trono y Madrid fue de nuevo corte hasta 1931, año en que se proclamó la segunda República. Esta vez el pueblo de Madrid, excepto los monárquicos, se lanzaron a las calles para celebrar su llegada, sin distinción de credos políticos. La euforia duró poco, y se apoderó de la ciudad una fiebre revolucionaria que desembocó en la guerra civil. Durante tres años se sucedieron en la capital los asesinatos políticos, casi diarios, y las quemas de iglesias y conventos que dieron lugar a tres golpes contra la República, dos fallidos (uno promovido por un militar y otro por la cúpula del Partido Socialista), y el tercero con éxito (capitaneado por el general Franco y apoyado por el movimiento fascista de la Falange, la Iglesia y las élites económicas), origen de la guerra civil más cruel de toda su historia. Solo en los primeros tres meses de ella fueron asesinadas en la capital entre ocho y doce mil personas por sus ideas políticas y religiosas y durante tres años Madrid fue sitiada, acosada y bombardeada desde el exterior por las tropas franquistas y desde el interior sometida al terror policial de los revolucionarios, y víctima igualmente de las delaciones y del hambre. La victoria de los rebeldes franquistas (1939) dio paso a una dictadura personal de Franco, que fijó su residencia fuera de la ciudad en el palacio del Pardo, uno de los sitios reales que él tiñó con hábitos cuarteleros. Se pasó de la brutalidad represiva de los primeros años (unos tres mil ejecutados hasta 1945, algunos de ellos antiguos chequistas) y la euforia de la mitad de los madrileños (los vencedores), a la autarquía de todos (sálvese quien pueda, siempre, eso sí, con la boca cerrada) y, finalmente, a partir de 1959, al desarrollismo que dio origen a un tiempo a la destrucción urbanística de Madrid y a una prosperidad desconocida hasta entonces: Madrid volvió a ser la ciudad de los funcionarios y de las clases medias (la clase obrera se quedó a las afueras, en los barrios, aisladas de la ciudad cuidadosamente por Franco). Fue la época dorada de los toros y del fútbol, que, combinados, se mostraron más eficaces que las brigadas político-sociales, entretenidas en perseguir (y de vez en cuando torturar y encarcelar) a minorías estudiantiles y sindicales.

176. Avión franquista derribado en Madrid, 1936.

Cuando Franco murió, las colas para rendirle el último tributo (en la plaza de Oriente) llegaban a la Puerta del Sol. El «atado y bien atado» (la restauración monárquica del rey Juan Carlos I) dio paso vertiginosamente a un periodo constituyente conocido con el nombre de Transición, posible por el acuerdo del nuevo Rey, del antiguo secretario general del Movimiento y los principales partidos de izquierda, hasta entonces ilegales y en la clandestinidad, principalmente el Partido Comunista de España. Una vez más lo que sucedía en Madrid era observado con atención desde todos los rincones españoles, y este era el empeño: cerrar de una vez la guerra civil, y lo hicieron quienes podían hacerlo, quienes la pelearon y sufrieron, con la única verdad posible en estos: el olvido, condición necesaria de la paz, la piedad y el perdón, así como la memoria es condición necesaria de la justicia.

Quienes protagonizaron la reconciliación nacional, de uno y otro bando, encontraron al fin el difícil equilibrio entre el olvido y la memoria, y la transición salió adelante, no sin antes afrontar un intento de golpe de Estado (1981) encabezado por dos generales y unos oficiales de la Guardia Civil que creyeron contar con el plácet del monarca.

El olvido posibilitó en parte la llamada movida madrileña , lo más parecido a la espuma que viene detrás del corcho en la botella de champán. Hasta hoy, cuarenta años en los que Madrid ha vivido su más esplendorosa época: se detuvo la sistemática destrucción urbanística, la entrada de España en la Comunidad Europea sufragó en parte la restauración y limpieza de sus edificios, se modernizaron sus transportes públicos y hospitales, se potenció el disfrute de sus espacios públicos, y hoy recibe a millones de visitantes al año que ven en ella excelencias y bellezas locales que a menudo olvidan sus vecinos. Únicamente el asesinato de cinco abogados laboralistas a manos de pistoleros fascistas y el terrorismo de Eta (sanguinaria banda nacionalista vasca: más de ciento cincuenta asesinatos en la capital, perpetrados durante más de treinta años y muchos de ellos de forma indiscriminada, coches bomba) ensombrecieron los logros de la Transición y amenazaron el Estado de derecho, ya consolidado cuando el terrorismo islamista llevó a cabo en unos trenes de cercanías la mayor matanza de civiles desde el bombardeo de Guernica (cerca de doscientos muertos y miles de heridos) en los conocidos como «atentados de Atocha». Madrid, que convivió con el terror etarra tanto tiempo, y se sobrepuso al golpe de Atocha, se transformó al fin en algo, que dejó de ser corte por deseo expreso de Juan Carlos I, y después de haber sido la capital de la República y la capital de España, parece más que nunca una de esas barcas del Retiro a la que muchos que pretenden ver naufragar, quieren también, y al mismo tiempo, subirse.

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