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Retales madrileños » 22. Clara Campoamor

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22 Clara Campoamor

(Madrid, 1888-Lausana, 1972). Una de las personas más esclarecidas del siglo XX, con quien la ciudad de Madrid y España entera contrajo una deuda que solo recientemente ha empezado a saldársele.

Nació en una familia de escasos recursos. A los trece años trabajaba de modista, primero, y luego, de dependienta. Con veinte años ganó una oposición de auxiliar en el Cuerpo de Telégrafos, para la que no era necesario tener el bachillerato. Años después, con treintaicuatro, Clara Campoamor se examinó y aprobó en cuatro meses los seis cursos que lo componían sin abandonar su trabajo de mecanógrafa en el Ministerio de Instrucción Pública y se vinculó al movimiento feminista que encabezaban María de Maeztu, Elisa Soriano y María Lejárraga-Martínez Sierra, en compañía de Zenobia Camprubí, Carmen Baroja, Elena Fortún y demás integrantes del Lyceum Club, cuya presidencia honorífica detentaban la reina y la duquesa de Alba. Finalmente a los treintaicinco años, y después de haberse licenciado en Derecho, pudo inscribirse en el Colegio de Abogados, la segunda mujer en Madrid tras Victoria Kent. Antes de 1924 era ya una conocida y prestigiosa dirigente del movimiento feminista y miembro destacado del Ateneo y de la masonería. En 1929 se afilió a Acción Republicana, de Azaña, y por ser contrario este partido a que las mujeres se presentaran a diputadas en las Constituyentes, lo abandonó en 1931 para pasarse al Partido Radical, también republicano, de Lerroux, buscando siempre el mejor lugar para defender su propósito: conseguir que las mujeres pudiesen votar. Obtuvo su acta de diputada y seis meses después, enfrentándose a buena parte de las izquierdas y a quienes como Victoria Kent o Margarita Nelken subordinaron sus convicciones personales a la disciplina de partido, logró, con el apoyo de las derechas, que se aprobara el derecho de la mujer al sufragio. Paradójicamente, cuando al fin las mujeres pudieron votar por primera vez en la historia, en 1933, Campoamor no fue reelegida, y llegó a la guerra sin partido político: ninguno la quería en sus filas. A estas siguieron otras conquistas, como el divorcio, que estuvieron a un tris de costarle la vida, cuando años después, ya en plena guerra, cuatro falangistas que viajaban con ella en el barco que la llevaba al exilio quisieron asesinarla.

307-308. Sólo muy tardíamente se ha reconocido el trabajo de Clara Campoamor, la persona que logró que las mujeres en España pudieran votar, frente al Partido Socialista y otras fuerzas llamadas progresistas que se negaban a ello. Fue su sentencia de muerte política: la echaron del Parlamento y aun de la vida civil, cuando publicó su libro La revolución española vista por una republicana . Los de Franco trataron de convertirla en delatora. Murió en el exilio, olvidada, más bien sepultada en el olvido por «hunos y hotros».

Clara Campoamor era, por tanto, una mujer de sólidas ideas republicanas, que no abandonó ni siquiera cuando asistió atónita al desarrollo de los acontecimientos: «Dejándose arrastrar por los socialistas [que pusieron las armas en manos del pueblo], el Gobierno entregó la España gubernamental a la anarquía», reconocerá amargamente, después de haber analizado pormenorizadamente la actuación de los partidos que integraron el Frente Popular: «[El Gobierno] no ha iniciado el alzamiento, por supuesto que no, pero, aparte de haberlo provocado, podía haberlo detenido cuando se presentó la ocasión».

Esta denuncia la hizo en un libro, La Revolución española vista por una republicana (1937), y le granjeó el odio y el desprecio de las dos Españas, la franquista (que la chantajeó) y la republicana (que la sepultó en la insignificancia). Como consecuencia de ello su libro, originariamente publicado en Francia, tardó más de sesenta años en traducirse y aparecer en España.

Del Madrid de la guerra dejó esta estampa aterradora: «Ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando puño en alto y gritando a todas horas el saludo comunista para no convertirse en sospechosos; hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir. […] Desde los primeros días de lucha, un indecible terror reinaba en Madrid. La opinión pública tuvo al principio la tentación de atribuir a los anarquistas las violencias sufridas por los civiles, y en particular en Madrid. La historia dirá algún día si fueron justos quienes los consideraron responsables de esos hechos. En todo caso debieran ser todos los gubernamentales, sin distinción, quienes asumieran su responsabilidad».

Tras vivir diez años en Buenos Aires, regresó a España en 1948. Obligada por el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo a elegir entre delatar a sus antiguos hermanos de logia o sufrir quince años de prisión, volvió al exilio a los pocos días, del que regresaría otras dos veces, siempre con idénticos desenlaces. Ante la imposibilidad de normalizar su situación y derrotada por la burocracia represiva franquista, se instaló definitivamente en Lausana, de donde jamás volvió. Días después de su muerte, una ahijada llevó sus cenizas al cementerio de Polloe, en San Sebastián, donde siguen. Su libro, que debería ocupar un lugar destacado en las historias de la guerra civil, junto al de Chaves, al de Castillejo o al de Morla Lynch, solo ahora empieza a ser leído. Según su editor, la edición de 2002, primera en España y en español, no tuvo en los periódicos españoles ni una sola reseña.

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