Luna

Luna


Capítulo 2

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Un chico muy alto, adiviné por sus largas piernas, de hombros anchos, delgado pero parecía que practicaba algún deporte porque se veía de músculos tensos, se encontraba sentado del lado derecho hasta atrás, mirando indolentemente hacia mí. Tenía el cabello más negro que hubiese visto, lo llevaba despeinado y le caía sin orden de forma casual e informal, era un poco ondulado, sin embargo, no parecía descuidado, al contrario. Sus pestañas muy pobladas, al igual que sus cejas, contrastaban fuertemente con el color verde limón de sus ojos.

¡Dios, era impresionante! Tanto que me aturdió, mis palmas sudaron sin razón. Si yo me puse así, no quería imaginarme a Romina.

Desvié la vista, nerviosa, buscando un lugar vacío. Por muy guapo que fuera, no era opción sentarme a su lado. Sonreí al encontrarlo junto a unos compañeros que conocía poco, justo en dirección opuesta. Perfecto.

—Sara, siéntate al lado de él —me indicó la profesora Lucy. La observé y seguí su dedo, desconcertada. Se refería al chico que acababa de ver y que tenía la mirada más fría con la que me había topado.

Tragué saliva, estuve a punto de decir que no. Él nos estudiaba con una helada indiferencia, como si le diera lo mismo que fuese yo o la rama de un árbol la que se acomodara a su lado.

—Es nuevo y no viene preparado. ¿Me imagino que tú traes el material que les pedí? —sugirió con inocencia. Casi le dedico una mortífera mirada, pero me contuve. Claro que lo llevaba, ella lo sabía muy bien. Era mi maestra desde hacía un año y se daba muy bien cuenta de que compensaba mi poca habilidad en la materia con una absoluta responsabilidad. Asentí sin poder objetar, no quería sentarme a su lado, parecía pedante, muy pagado de sí y yo a esa clase de chicos los repelía—. Muy bien, entonces compártelo con él. Te lo tomaré en cuenta. —Me guiñó un ojo y no me quedó más remedio.

Bufé frustrada y caminé refunfuñando hacia su dirección. Me senté en la silla desocupada que estaba a su lado, enseguida fui consciente de que posó su mirada sobre mí unos segundos y luego… nada. En fin, qué más daba, yo necesitaba buenas notas, y ese chico, mi material.

Abrí mi mochila, podía notar a los demás escrutándome, atentos a mis movimientos, a los suyos. Qué ocurría con ellos, me encontré pensando, molesta. Sofía parecía haberse quedado muda, la saludé con los ojos, me devolvió el gesto expectante, era evidente que moría por estar ahí, justo donde yo estaba. Torcí la boca y saqué lo que necesitaríamos.

—Toma… —Le tendí el lápiz número diez que la maestra nos había pedido.

Al ver que no lo agarraba levanté la vista, impaciente. Tenía frío, todos nos miraban, había sido chantajeada para sentarme a su lado y él… él seguía en su postura creída; lo cierto es que al girar quedé suspendida, perdida en su inverosímil mirada.

Su iris era absolutamente impresionante; una variedad de verde se mezclaba logrando crear uno solo que no sabía que existía, sin embargo, su gesto denotaba hostilidad. No me moví, estaba atontada, perturbada, la verdad; y es que no era que yo hubiese mirado fijamente muchos ojos en mi vida, pero ya saben, uno sabe cómo son y éstos no tenían nada de típico.

Unos segundos después lo agarró sin siquiera agradecerme, como si con ese gesto me hiciese un favor. Arqueé una ceja, olvidando lo raro de sus iris. Odioso. Digo, después de todo no era mi culpa que no supiera lo que necesitaría en clase.

Resoplé y arranqué un par de hojas de mi block, esta vez no se las tendí, se las puse justo sobre su mesa de un manotazo que no pretendió sonar fuerte aunque así fue. No sé si fue mi ilusión, pero sentí que retrocedía un poco ante mi acercamiento y que arrugaba la frente con pedantería ante mi acción.

Un «gracias» hubiera estado genial, pero si no comprendía las normas de educación elemental, era su problema; yo tenía que cuidar mis notas, nada más.

Por ello, decidí ignorarlo como él lo hacía conmigo y comencé a copiar con mucho esfuerzo la figura que la maestra ubicó sobre un pedestal frente a toda la clase. Era una especie de escultura prehispánica, que no tenía ni idea de para qué era o qué representaba, lo que sí fue claro es que tenía relieves por todos lados y las luces que le colocó para que la pudiéramos ver hacían un juego de sombras de lo más complicado.

Arrugué la frente intentando pensar cómo podría plasmar aquello en mi hoja. Era una misión imposible para mí, sólo sabía dibujar palitos y círculos, figuras geométricas, vaya, que se unen, o sea, era un fiasco en eso.

Fue un caso perdido tal como lo vaticiné. Entre mi casi nula capacidad para el arte y ese enigmático chico a mi lado, no podía ni comenzar. Hice unos garabatos que borré tantas veces que el papel se manchó y tuve que tomar otro. Por fin, media hora después, me animé a mirarlo. Observaba mi intento de dibujo con una ceja enarcada, parecía impertinente e incrédulo. Idiota. No lo conocía, ni siquiera sabía su nombre y ya me caía mal, muy mal.

Bajé la vista hacia el suyo, esperaba encontrar algo similar o peor que el mío, lo que vi me dejó boquiabierta. Era prácticamente la réplica de… lo que sea que estuviéramos dibujando. Pestañeé varias veces, parecía una fotografía.

—Si quieres quédatelo, puedo hacer otro —propuso. Dejé de respirar por un segundo. Su voz era gruesa y melodiosa a la vez. No entendía cómo, pero embonaba perfectamente con su físico.

Levanté la vista.

Su rostro no mostraba ninguna emoción, parecía no estar pensando nada, no obstante, me veía directamente a los ojos como si los estuviera atravesando; era una sensación abrumadora. Rompí el contacto, tenía las manos sudorosas. Negué, y regresé desconcertada a lo mío.

—Jamás me creería… Gracias —esto último lo susurré sin muchas ganas. Necesitaba controlar las sensaciones que, por alguna extraña razón, se habían disparado, pues no estaba habituada a ello.

No recibí respuesta alguna, así que el resto de la clase me dediqué a hacer una lamentable mala copia de lo que mis ojos veían, aunque ya un poco más tranquila.

En cuanto el timbre sonó, se deslizó por su asiento y salió de ahí sin decir nada. Mi lápiz estaba sobre su mesa y la hoja extra también. Entorné los ojos y tomé las cosas. La tortura había terminado.

—¡Qué suerte tienes! —Era Sofía justo detrás de mí, caminábamos por los pasillos abigarrados. Gael estaba aliviado de ya no ser el foco de su atención, así que se esfumó sin esperarnos, casi rio.

Pronto se posó a mi lado, parecía ansiosa, no era tan raro en ella, pero en ese momento lo noté aún más.

Todavía me encontraba desconcertada. Algo dentro de mí no lograba acomodarse y definitivamente no estaba de humor aunque pretendía que así fuera, es decir, que mi cuerpo entrara en su equilibrio habitual. Odiaba no tener el control de las cosas, desde que ocurrió «aquello», luchaba por ser dueña de mis emociones y sentimientos. Dejarlos aflorar nunca había solucionado nada y sabía, además, que cuando lo hacía se manifestaban como un huracán, así que con el tiempo aprendí a guardarlos en una bóveda blindada dentro de mi cabeza. Pero, para mi descontento, en esos momentos me sentía extrañamente turbada, como si todo aquello bien encerrado estuviese queriendo romper las cerraduras.

Encogí los hombros, indiferente, evidentemente ella no iba a parar ahí, así que tenía que lidiar con eso.

—Anda, ¿qué te dijo? Vi que algo te murmuró. —Resoplé, debería graduarse en espionaje.

—No lo recuerdo. En realidad, preferiría olvidar la experiencia —aseguré.

Frunció el ceño, se quedó de pie en medio del pasillo. Su cabello era igual de largo que el de Romina, pero rubio, aunque era bonita, alta y de buen cuerpo, vivía acomplejada pues no era delgada sino más bien normal. La miré esperando, sabía que no me dejaría ir, no sin que le dijera más. Lo malo es que no tenía idea de nada, salvo de estas emociones descontroladas pujando por emerger.

—Romina tiene razón, vives en otro mundo. Te obligan a sentarte junto al chico más guapo que jamás he visto y lo único que se te ocurre decir es «preferiría olvidar la experiencia» —repitió rencorosa.

Llené mis pulmones de aire, necesitaba a la paciencia de aliada, pero tal parecía que había huido. ¡Perfecto!

—Sofía, la próxima vez hazme un favor y siéntate tú a su lado, probablemente le caigas mejor que yo y puedas conversar todo lo que quieres —le propuse. Me miró molesta, sin embargo, un segundo después asintió y se le iluminó el rostro.

—Tienes razón, eso haré —expresó entusiasmada. Sonreí más tranquila.

—Genial, lleva material extra para que no te agarre desprevenida, y suerte. En lo personal preferiría no volver a topármelo, es de lo más pedante. —No le di tiempo de contestar y subí de prisa para tomar mi segunda clase. Entré al salón, estaba relajada y cuando me senté, sentí cómo mi paz interior regresaba. Unos minutos después, Gael y Eduardo ingresaron, iban carcajeándose. Me miraron y se acercaron con su desgarbo habitual.

—¿Qué tal el nuevo? —me preguntó Gael levantando las cejas, burlón. Resoplé apoyando la barbilla sobre mi mano, harta del tema.

—Insoportable —rezongué. Ambos se carcajearon por el tono de mi voz. Desvié la vista, estaba cansada de hablar de lo mismo; entonces, lo vi entrar. ¡Agh!

Todos los observaron anonadados. Otro chico, igual de alto, iba a su lado, sólo que su cabello era color avellana, muy corto, sus ojos azules, por lo que alcancé a ver, también muy peculiares. Sus facciones y complexión eran iguales a las de su amigo. Ambos se mostraban impasibles respecto a lo que ocurría a su alrededor.

Después de permitirme examinarlos como el resto, pues era algo inevitable, giré los ojos y decidí mirar hacia otro lado. Ese día pretendía ser de esos en que todo sale mal, la buena noticia es que no se sentaría a mi lado y podía fingir que no existía, tal como lo hacían ellos.

El salón comenzó a hervir en murmullos, supuse que era por su presencia. No podía negar que eran guapos, y mucho, podría decir que irreales si me lo preguntaran, sin embargo, me parecía insoportable que fueran tan arrogantes y que emanaran ese desinterés tan claro respecto a todo lo que pasaba a su alrededor, porque si algo era evidente al verlos era eso: ustedes me importan poco y les hacemos un favor estando aquí. Insoportables.

Al entrar el maestro, reinó el silencio. Pasó lista prácticamente antes de siquiera sentarse, acallando el aula.

—Luca Bourlot. —Nadie dijo nada, no sé qué número en la lista ocupaba, pero evidentemente era de los primeros. No pude evitar girar como el resto en busca de la persona que respondía a ese nombre, que supuse era italiano. Él estaba a dos sillas de mí, una fila atrás. Levantó la mano, de forma seria y desganada, como si le diera flojera. Torcí el gesto y comencé a garabatear en mi libreta.

Su compañero se llamaba Hugo, compartían el mismo apellido y no había contestado, al igual que el otro, sin embargo, esta vez ni siquiera volteé. Mi turno llegó varios nombres después y respondí un cansado «presente».

Cuando al fin sonó el timbre, ya ni siquiera recordaba lo que hacía unos momentos me tenía tan molesta, mi cuerpo estaba de nuevo en calma y yo, lista para continuar el día. Guardé todo tarareando una canción de uno de mis grupos preferidos y giré para salir junto con mis compañeros. Un sándwich de salami me rogaba que fuese por él a la cafetería.

Sin más, choqué con algo tan duro como una pared. Gemí ante el impacto. Varias bancas se movieron detrás de mí cuando mi cuerpo salió proyectado hacia atrás. Levanté la vista, aturdida; era él.

¡Era en serio! Mi mal humor regresó de inmediato. Lo miré ahora sí desbordada en enojo por cruzarse así en mi camino, casi termino en el piso.

Luca me observó un segundo como quien ve una mosca insignificante, torció sus delineados y carnosos labios para después salir como si nada hubiese pasado.

¡Idiota! Quise gritarle, pero me contuve.

En mi rostro ya se encontraban alojadas la impotencia y la furia. Gael y Eduardo se acercaron a mí, muertos de risa. Los fulminé con la mirada, no estaba para sus tonterías, y se callaron enseguida. Volví a acomodarme la mochila en el hombro y salí sin esperarlos. Ellos eran más idiotas todavía.

—Sara, no te enfades, fue muy cómico. Acéptalo —me gritaron desde lejos.

No les contesté y seguí. Gael obstaculizó mi camino de pronto, serio, deteniéndome con una mano sobre mi hombro.

—Lo siento, no te enojes —rogó. Me zafé dándome cuenta de que estaba exagerando.

—No lo estoy, es sólo que es un patán, torpe, odioso —rugí con un murmullo. Frunció el ceño desconcertado.

—No le des tanta importancia, mándalo a volar como a todos. Eres buena para eso. —Esto último me lo dijo guiñándome un ojo. Me caía bien, definitivamente. No era mi tipo y dudaba que yo fuera el de él, pero tenía que aceptar que era el típico chico galán, no como esos dos chicos nuevos, sino como un chico común, de una escuela común, que era simplemente muy guapo y bien torneado. El clásico por el que más de una suspiraba.

—Lo sé… —acepté más tranquila—. Pero en serio qué le costaba un «perdón».

—Tú tampoco se lo pediste. —Me hizo ver, sereno. Ya iba a refutar aquello, pero me di cuenta de que tenía razón.

—Lo que sí es que parecen fuera de lugar, ¿no? —dijo Eduardo mientras caminábamos a la cafetería, yo iba a su lado ya un poco más templada. De nuevo esa parte mía amenazó con salir y todo en un transcurso de dos horas. No sabía qué era lo que más me molestaba, si él o eso que ocurría en mí.

—Sí, pero es que todos los miramos como si fueran protagonistas de Hollywood —argumentó el otro. Asentí, riendo.

—¡Bah! La verdad es que me parecieron un poco alzados —prosiguió Eduardo. Yo compartía esa visión, pero parecía que Gael quería darles una oportunidad.

En cuanto entramos a la cafetería fue imposible no verlos. Todos los escrutaban, ya sea de forma descarada o discreta. Por un momento los compadecí, recordé como había sido mi entrada en la secundaria justo en el último año y cómo, de no haber sido por Romina que se identificó conmigo casi al instante, me hubiera sentido aún más fuera de lugar e indudablemente más deprimida de lo que ya estaba.

Una chica estaba sentada con ellos. Decidí no estudiarla detenidamente, pero lo que había alcanzado a ver era igual de espectacular que su par de… hermanos, supuse.

Los tres nos dirigimos a los diferentes locales de comida. Mis amigos me acompañaron en la fila. Reímos por tonterías, como era común. Cuando los tres tuvimos nuestra comida, nos dirigimos a la mesa donde estaban Romina y las demás.

No la había visto desde el día anterior. Me dio una bienvenida sobreactuada, como era su costumbre, y me hizo espacio a su lado. Todas tenían sus refrescos de dieta y me evaluaban expectantes. Miré a Eduardo y Gael buscando su apoyo moral, pero ellos ya atacaban sus respectivas baguetes sin siquiera fijarse en ellas. ¡Agh!

—¿Pasa algo? —aunque incómoda, me animé a preguntar después de haberle dado dos mordidas a mi almuerzo.

—Termina tranquila, para que nos hables sobre… —Romina elevó las cejas a algún punto de la abarrotada cafetería. Seguí su mirada y por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser? Se refería a «los nuevos».

—Lorena y yo tuvimos clase con la chica, se llama Florencia, en las dos materias de la mañana. Es extraña, ¿verdad? Y parece hecha a mano —apuntó excitada. Romina estaba asombrada y más emocionada de lo que jamás la había visto—. Pero ya supe que tú no sólo tuviste la oportunidad de sentarte con uno en Artes, sino que en otra clase te tocaron los dos… Te odio —lo dijo burlándose.

—Están «bien» indudablemente, pero tranquilas, parecen demasiado desesperadas. —La observación de Gael las dejó en silencio. Una carcajada quiso escapar de mi garganta, logré controlarla al tiempo que mordía más tranquila mi almuerzo—. Yo también estoy con Sara en esas dos clases y, créanme, no son nada del otro mundo, pero si tanto desean conocerlos, ¿por qué no se presentan? Parece que todos quieren saber sobre ellos, pero nadie ha hecho nada por acercárseles.

Las tres giraron en dirección a la mesa de los aludidos. Yo decidí continuar disfrutando de mis segundos de calma y aprovechar para terminar mi lunch.

—Es verdad, supongo que nadie les ha dado la bienvenida… —susurró Sofía, con tono perspicaz.

Mientras los demás llegaban al aula, Romina logró convencerme de ir a la fiesta del sábado. Cuando el maestro pasó asistencia, escuché su nombre. Abrí los ojos de par en par, resoplando.

—¿Qué te pasa? —preguntó Romina en susurros. Sacudí la cabeza sin responderle. El salón era de los más grandes y tenía alrededor de cuarenta computadoras acomodadas en varias filas. No lo había visto entrar, por lo que no tenía idea de dónde se encontraba y al parecer Romina tampoco. El ensordecedor silencio se volvió a hacer presente y ella giró en busca del porqué—. No inventes, uno de ellos está aquí —dijo sonriente. Admití mirándola derrotada—. ¿Él es Luca Bourlot? —Asentí de nuevo sin molestarme en seguir su mirada—. Tiene un nombre lindo, ¿no te parece? —afirmé por tercera vez mientras movía el mouse, dispersa por todo el monitor—. Se van a morir Lorena y Sofía.

—Seguro que sí.

De pronto dejó de parlotear y sentí sus ojos clavados en mí.

—Espera, espera, espera.

La miré sin comprender qué le ocurría ahora.

—Si él está en esta clase, esto quiere decir que has estado viéndolo toda la mañana. —Comprendió. Entorné los ojos, aceptándolo—. Dios, ¿por qué la vida es tan injusta? Tú que ni siquiera sabes apreciarlos, tienes la oportunidad que las demás estamos buscando.

—Es un grosero —espeté al fin.

—Lo dudo, ya te conozco y eres lo suficientemente despistada y penosa como para que puedas hacer esa afirmación —declaró. Abrí la boca asombrada al escucharla—. No me veas así, sabes que te adoro, Sara, pero es la verdad. Acéptalo —me instó. Le regalé una mirada asesina y me giré indignada—. No te molestes. —Sacudió mi brazo, logrando que le pusiera atención, aunque estaba herida en mi orgullo.

—Entonces deja de criticarme —le recriminé.

—No es crítica, es sólo que dudo que le hayas dado siquiera la oportunidad de intentar ser educado.

—En eso te equivocas. —Le narré todo el episodio de la clase de dibujo, o lo que fuera, me escuchaba como si estuviera dando la noticia del día. Una vez que terminé, la desafié alzando las cejas. Caviló unos minutos, yo no le quitaba los ojos de encima.

—De acuerdo, a lo mejor fue un poco descortés.

—¿Un poco? ¡Agh! Eres imposible, con gusto te daba mi horario. Mientras se siente lejos, por mí genial. Hay algo en él que no me agrada.

—A menos que sea ese monumento de hermana que tiene, no puedo pensar qué pueda ser eso —soltó sin titubear. En otro momento hubiera reído, no pude y giré los ojos fastidiada, me di cuenta de que nunca le ganaría.

Llegué a la siguiente clase más relajada. El salón estaba vacío, al parecer nadie tenía prisa por llegar. ¡Excelente! Un poco de silencio no me venía mal, menos después de una hora entera al lado de mi mejor amiga. Me senté justo en medio, casi hasta atrás. Mi celular sonó. Lo saqué de mi mochila y prendió la pantalla. Era un mensaje de Romina.

«No te enojes, ya sabes que te quiero. Juro no volver a criticarte. ¿Amigas?».

Logró sacarme una pequeña sonrisa. Jamás dejaríamos de serlo, nos adorábamos a pesar de nuestras enormes diferencias y entre nosotras podíamos acabarnos, pero sabía muy bien que no permitía que nadie más me dijera lo que ella sentía que podía decirme.

«Está bien. Pero, por favor, termina de una vez con esta obsesión».

Un segundo después llegó la respuesta.

«Jajaja. Ni de loca, pero ya no te fastidiaré».

Guardé el celular en la bolsa lateral de mi mochila y levanté la vista. Él estaba de pie justo en la entrada.

Debía ser una broma.

Su mirada se topó con la mía en ese mismo instante y alcancé a ver una casi imperceptible sonrisa. Mi corazón dio un vuelco que incluso me asustó. ¿Qué carajos? Las palmas de las manos me comenzaron a sudar y enseguida desvié mi atención. ¿Por qué me ponía tan nerviosa, tan alerta?

No escuché cuando entró, pero de reojo noté que se sentaba a varios lugares de mí. Perfecto.

Continúe intentando leer mis apuntes, ignorándolo por completo. Un segundo después el salón comenzó a llenarse. El maestro, al saber que él se integraba, decidió darle la bienvenida pidiéndole al grupo que diéramos nuestros nombres. Eso era como de preescolar, pero no había remedio.

Luca prestó atención educadamente a cada uno, cuando fue mi turno sentí su mirada clavada en mí, expectante y desafiante. Parecía como si supiera que me caía mal o que él sentía lo mismo y disfrutaba de ello.

—Sara Patterson —dije. Asintió varias veces tan imperceptiblemente que tuve la duda de que fuera una alucinación, pero era como si estuviera tomando nota. Continúe sin prestarle mucha atención a esa ridícula dinámica, intenté sacar de mi cabeza a ese par de ojos que me mantenían completamente atrapada, y es que por alguna absurda manera sentía que se adentraban en mí, envolviéndome.

¡Ya, basta! Estaba peor que Romina y eso era mucho decir. El tipo era guapo, mucho en realidad, pero nada más, no debía dejarme llevar de esa forma tan infantil.

El resto de la clase no lo miré ni una sola vez, no quería volver a tener un accidente o toparme con esos ojos verdes tan… extraños.

—No lo vas a creer —Era mi amiga. Negué mientras guardaba mi ropa en la maleta. Estábamos en los vestidores, y me había terminado de poner el pants del colegio—. Luca está en los vestidores de hombres y esa chica, Florencia, se está cambiando aquí —señaló la parte interna del lugar. Suspiré de forma cansina—. ¿Qué?

—Creo que lo tengo en todas las clases —espeté mal humorada.

—Eso es bueno, ¿no?

—¿Por qué habría de serlo? —contradije. Se sentó a mi lado sonriendo y rodeó mis hombros atrayéndome hacia ella, cariñosa.

—No seas tan dura, Sara, recuerda que los errores son eso, errores, y si él se equivocó contigo en Artes no quiere decir que sea un ser insufrible y un patán. No debe ser fácil cambiarse de escuela a estas alturas, además, parece que no son de aquí. Recuerda cómo fue cuando llegaste a Guadalajara —rebatió. Tenía razón, no entendía por qué sentía ese rechazo tan intenso, tampoco era como que hubiésemos conversado o cruzado varias palabras.

Debía ignorarlo y fingir que no existía, probablemente eso me ayudaría a no sentir ese deseo de huir o de golpearlo cada vez que estaba cerca, lo cual para mi mala suerte había sucedido todo el día.

Asentí, suspirando. Eso era lo que nos mantenía unidas, siempre parecía banal y superficial, pero en el fondo era una chica reflexiva y muy sensible.

Los equipos de vóleibol los hizo el entrenador Rodríguez. Éramos tres chicas y tres chicos; asignaron a Florencia al mío y, ahora sí, pude observarla con mayor libertad. Su cabello era una cascada casi del mismo color que el de Luca, sólo que tenía tintes rojizos en ciertos lugares. Sus ojos grandes, aunque no tanto como los de él, sin embargo, estaban igual de adornados y eran de color ámbar líquido. Su tez más bronceada que la de sus otros dos… No sabía en realidad qué relación tenían, pero en mi cabeza decidí que eran hermanos, aunque no se parecían mucho, ya que bien podían ser primos o amigos, pues únicamente se asemejaban en lo perfectos y en esos colores de ojos tan extraordinariamente anormales. Su cuerpo no le pedía nada al de la actriz mejor pagada del cine, al igual que el resto de sus gráciles movimientos. Todo se resumía a una palabra: atípico.

Para suerte de Romina, Luca quedó en su equipo. Le sonreí, ya que sabía que por dentro ella reventaba de felicidad.

El juego comenzó y, como siempre, no tuve problemas para defender mi posición. Florencia también jugaba bien, al igual que los otros tres chicos de mi equipo, sólo Laura, una compañera de bajo perfil, era la que solía perder los balones dejando que el equipo contrario anotara más puntos.

Noté que la habilidad de Luca para ese deporte no era menos envidiable que la que mostró en su dibujo por la mañana. Sin embargo, parecía que no se percataba de ello, pues, al igual que Florencia, se limitaba a jugar sin poner mayor esfuerzo.

Intenté no prestarle mucha atención durante el partido, sólo la que requería el juego, no obstante, la tarea resultó extenuante. Lo tenía frente a mí casi en cada posición y, de vez en cuando, posaba su mirada indiferente en mí.

No perdí ni un solo balón y, al final, nuestro equipo ganó. Nos dedicamos una gran sonrisa mientras entraba a la cancha el equipo retador. En esta ocasión pude concentrarme mejor: sabía que los demás nos veían desde las gradas. Noté que Romina estaba sentada cerca de él, pero que a pesar de todos los intentos que hacía por entablar una conversación no lo conseguía, y para cuando terminó el último set y clavaba un punto al equipo contrario con todas mis fuerzas, ella ya se había rendido y se veía frustrada.

Lo celebramos chocando las palmas, riendo. Giré en dirección a mi amiga, alegre, pero me paré en seco al ser consciente de esa mirada irreal que estaba fija sobre mí. Mi mundo se suspendió durante ese breve lapso. No supe descifrar lo que sus ojos irradiaban, sin embargo, logró que nuevamente todo eso que había reprimido pujara por salir, que mis emociones añoraran desbocarse, que el caudal de sensaciones me sometiera. Mi pulso se alteró, y por instinto desvié la mirada, nerviosa.

Volteé hacia mi equipo, turbada; y me di cuenta de cómo Florencia veía en su dirección, enarcando una ceja, estaba seria. Decidí no averiguar qué era todo eso. Me acomodé de nuevo en mi posición de saque, mientras el nuevo equipo se acercaba.

En cuanto la clase concluyó, Romina salió disparada antes que yo. En los vestidores no cruzamos palabra, parecía molesta. Al terminar de cambiarnos, caminamos juntas rumbo a nuestros autos.

—¿Te pasa algo? —le pregunté divertida. Sabía perfectamente qué era lo que tenía.

—Tenías razón, es un jodido pedante. —Ahora sí me carcajeé. Me dio un leve empujón, su ira fue desapareciendo gracias a mi reacción.

—¿Tan mal te fue? —logré preguntar ya casi frente a mi auto.

—Ni siquiera sé cómo suena su voz. Se limitó a asentir o negar… Como un autómata. Odioso.

—Tómalo con calma, recuerda lo que me dijiste hace un rato; son nuevos… hay que comprenderlos —me burlé imitando su voz. Fingió molestia, pero enseguida sonrió levantando las manos.

—Está bien, me lo merezco. No volveré a dudar de tus percepciones.

—Eso me agrada. —Abrí la puerta de mi auto y lo vi pasar. Iba conduciendo una enorme camioneta verde militar de marca costosísima. Pasó justo al lado de nosotras sin mirarnos. Ambas alzamos las cejas, entornando los ojos, para un segundo después reír como un par de tontas.

Esa tarde intenté dormir como cada vez que Bea tenía clases de baile. Sí, podría decirse que era una especie de lirón, pues comía y dormía como ellos, pero me fue imposible. Ese par de ojos de tonalidades verdes tan extraños se colaban en mis pensamientos una y otra vez, descontrolando con tan sólo eso mi pulso e incluso mi respiración.

Vencida me dispuse a hacer los deberes poniéndome los audífonos a todo volumen para intentar hacer a un lado esas imágenes que se apoderaban de mi mente. Algo en él me mantenía en vilo, no entendía qué, pero la pura sensación era aterradora y a la vez totalmente desconocida.

Más tarde ayudé a Bea con su tarea y a la siete salimos rumbo a casa de mis abuelos. Nos habían invitado a cenar gracias a la disculpa que ofrecimos y evidentemente no nos había quedado más opción que aceptar.

Recorrí con calma el camino empedrado del fraccionamiento, tamborileando en el volante el ritmo de una canción que me agradaba y que sonaba en ese momento. Esperaba que el coche de enfrente avanzara, cuando distraída vi al lado contrario, que era el ingreso, y justo en ese instante entró el todoterreno verde.

Abrí los ojos abruptamente, maldiciendo mi mala suerte. ¡No podían vivir ahí! Era demasiado. Arranqué por reflejo. Casi me estampo con el auto de enfrente. Recargué la cabeza en el volante e intenté regular mi respiración, que había enloquecido como una maldita locomotora a la que habían puesto a toda marcha.

—¿Qué pasa, Sara? ¿Te sientes mal? —preguntó Bea. Negué sin levantar el rostro—. ¿Entonces? Si quieres cancelamos a los abuelos, aunque creo que a papá no le gustará. —Estaba preocupada.

—No, Bea, no es nada. Es sólo que no soporto las situaciones que no puedo controlar —expliqué de manera vaga.

Me miró frunciendo el ceño, pero de inmediato dejó volar sus ojos al frente y supuso que me refería al auto que no avanzaba delante de nosotros.

—Sí, la verdad es que no sé qué espera —murmuró haciendo un mohín. Sonreí asintiendo.

Durante el camino se la pasó cambiándole al radio sin cesar, lo que solía exasperarme, pero en esta ocasión ni siquiera me molestó.

Debía poner un alto a mi cabeza. En realidad, él no era nadie para mí y tampoco me había hecho nada grave. Así que más valía que me relajara. Lo cierto es que me abrumaba la sola idea de su presencia.

¿Por qué no podía sacarlo de mis pensamientos? ¿Por qué no podía dejar de sentir que la sangre bombeaba por todo mi cuerpo acaloradamente en cada momento que lo tuve cerca durante ese extraño día? ¿Por qué de repente el verde se había convertido en mi color preferido?

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