Lumen

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Capítulo 11

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—No. Porque tiene la propensión de una cerda de rebuscar con el hocico entre el estiércol.

—No sé de qué me habla.

—No olvide que es la época del año en que se mata y cuelga a los cerdos.

Bora sintió una leve punzada en los hombros cuando intentó tensarse una vez más. Tenía los músculos doloridos. Necesitaba lavarse y dormir, y puede que no fueran a permitirle ni lo uno ni lo otro. Dijo, impaciente:

—Por desgracia, parece que mi trabajo se empeña en llevarme a las pocilgas día sí, día también.

Salle-Weber lo cogió bruscamente del brazo y le obligó a girarse.

—Tenga cuidado, Bora. No me gusta el humor.

—Y yo no entiendo su metáfora. Dígamelo a las claras.

La nieve crujía bajo sus pies como vocecillas chillonas. Se oía un chasquido cada vez que rompían la superficie de un charco helado o una lámina de hielo.

Cuando llegaron al círculo amarillento de luz que creaba la farola sobre la nieve sucia, Salle-Weber se detuvo y Bora hizo lo mismo. Empezaba a nevar otra vez. Como polillas heladas o pavesas traídas por el viento, unos cuantos copos penetraron en el círculo de luz, describiendo lentas espirales. Salle-Weber le quitó una mota inexistente del abrigo a Bora.

—¿Sabe, Bora? Huelo a los de su clase, y si me molesto en dirigirme a usted, lo hago solo por la energía y las expectativas que ha demostrado hasta ahora. Escúcheme bien.

Si sale vivo, aún está a tiempo de tener una carrera prometedora. Tenemos guerra de sobra por delante para ponerlo a prueba. No tiene experiencia, así que no sea presuntuoso. No eche a perder todo lo que promete. Entierre su arrogancia o que no le quepa la menor duda: lo enterrarán con ella.

—¿Me está amenazando?

—Las amenazas presuponen que existe una opción. Solo le informo.

Bora oyó cómo se le escapaban las palabras. Puede que la nota de Dikta tuviese todo que ver con ello o nada en absoluto. Se encaró a Salle-Weber, de forma que la luz lo hizo completamente visible para el oficial de las SS, a solo un paso de distancia.

—Bueno,

Standartenführer, la calle está desierta. Estamos a solas. Me parece un momento perfecto para solucionar su problema.

Puede que a Salle-Weber se le hubiera pasado por la cabeza esta posibilidad, porque la sugerencia lo inquietó un momento.

—No —dijo después, mientras retomaba el paseo saliendo del círculo de luz—. Cuando llegue el momento, Bora, no será así de fácil. Ni llegará cuando esté preparado.

2 de enero

Una lanza de luz sutil y limpia transfiguró la habitación, haciendo que la oscuridad se volviese más densa, como un líquido que se agolpa en torno a un filamento de oro.

El padre Malecki estaba en la cama, saliendo de un descanso reparador y sin sueños, como hacía meses que no disfrutaba. Admiró la lanza de luz y vio cómo esta se extendía desde una fisura en la contraventana hasta el corazón mismo de la oscuridad, a través de los párpados medio cerrados.

Se le vinieron a la mente las palabras favoritas de la madre Kazimierza: «Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?».

El misterio en torno al significado de la palabra

lumen bien podía referirse a una luz que brillase a través de la oscuridad de los crímenes por resolver y la hostilidad encubierta. Malecki pensó que, aunque no llegasen a encontrar una solución, al menos habría aprendido que las monjas, los santos, los patriotas y los oficiales alemanes tenían más de una cara.

Con menos de nueve días hasta la fecha límite, la curia empezaba a plantearse aceptar a la hermana Irenka como nueva abadesa de Nuestra Señora de los Dolores. Malecki había oído decir al secretario del arzobispo que lo último que necesitaba el convento en esos momentos era una mística.

Pero el tema de la madre Kazimierza no estaba cerrado, al menos no del todo: el arzobispo quería que él, Malecki, la recomendase. Pronto, la Iglesia polaca empezaría a presionar para recomendar su beatificación y se necesitarían algunos milagros demostrados. Malecki iba a tener que expresar por escrito si los estigmas y las profecías cumplidas podían considerarse tales.

A medida que se desplazaba el sol de la mañana, la lanza de luz cambió de ángulo y empezó a ensancharse, aplanarse y esfumarse. Malecki se incorporó, rascándose el cuello y bostezando, con la vaga idea de abrir la ventana y hacer sus ejercicios.

Cuando bajó a desayunar,

Pana Klara primero lamentó en tono de disculpa que no hubiese leche y el pan estuviese duro y luego le señaló un sobre sellado sobre el mantel de encaje.

—Un ordenanza alemán lo dejó aquí hace una hora. Estaba usted tan profundamente dormido, padre, que no quise despertarlo.

La nota estaba escrita a mano y era de Bora.

«Debemos continuar con la investigación. Lo veré el jueves en el convento a las dieciocho horas en punto».

3 de enero

Habían reunido al grupo de soldados polacos en la habitación de al lado. Bora había dormido mal y fumaba un cigarrillo detrás de otro mientras se preparaba para interrogarlos. No había logrado sacarse las palabras de Salle-Weber de la cabeza ni por un momento pero, por lo visto, no lo habían impactado lo suficiente como para evitar que tuviese sueño esa mañana.

Así que fumaba y la habitación empezaba a oler como su apartamento después de que Retz y Ewa hubiesen pasado una noche en él, un tufo rancio a cigarrillos. Bora abrió la ventana para que el aire cargado saliese del despacho.

Como si no bastase con haber dormido mal, hasta había soñado con Retz al acercarse la mañana. «La forma en que murió», había dicho el padre Malecki. Bora se despertó con la odiosa duda de que la muerte de Retz lo inquietaba porque no la entendía. Quería hablar otra vez del tema con Malecki y, si todo iba bien, el jueves por la tarde tendría la oportunidad de volver a hablar con la mujer de la limpieza y con uno de los enfermeros que se habían hecho cargo del cadáver de Retz.

Su padrastro se marchó a última hora de la tarde. Como era de esperar, insistió en ir a pie a la estación desde el Francuski, así que Bora y él pasaron bajo la puerta de San Florián, donde había un altar lateral tallado en la pared, protegido por dos portezuelas que en ese momento estaban abiertas. Una monja rezaba frente al altar.

—¿Qué le digo a tu esposa?

Bora observó la cortina gris de edificios del gobierno que se extendían a lo largo de la otra acera, más allá del anillo redondo de ladrillo rojo que era la muralla con la Barbican.

—Le he escrito una carta.

—¿Se la has enviado o quieres que se la entregue en mano?

—Le agradecería que se la diese usted.

Junto con el sobre, del bolsillo de Bora salió un pequeño paquete.

—¡Qué demonios! ¿Le envías un regalo? —Escupió Sickingen—. Harías mejor en mandarle un regalo a tu madre.

—También tengo uno para ella. Tome.

Sickingen insistió en que pasasen por la plaza donde habían dinamitado el monumento a la victoria contra los alemanes en Grünwald, que ahora yacía en el suelo en un montón desparramado de bloques de piedra.

—Quiero que le saques una foto y me la envíes —le dijo a Bora—. Me recordará lo estúpido de tu elección política. Porque tienes cámara, ¿verdad?

Bora se limitó a decir que le enviaría la fotografía.

Después de despedir el tren del general, fue en coche al hospital. El doctor Nowotny no estaba de servicio, pero en la sala de urgencias encontró a uno de los enfermeros que habían ido a buscar el cadáver de Retz.

El enfermero no tuvo inconveniente en hablar.

—Lo recuerdo bien… fue mi primer suicidio. El mayor estaba de rodillas en el suelo de la cocina con la cabeza metida en el horno de gas, desplomado hacia adelante. ¿Que qué llevaba puesto? Los pantalones, las botas y la camisa del uniforme. No llevaba guerrera. Si hubiese habido una toalla tirada en la cocina, la habría utilizado, porque me manché la mano con el interior del horno. Pero no había ninguna toalla, así que acabé usando un trapo.

—¿Notó si algo estaba fuera de sitio en la cocina?

—No sé lo ordenada que estaría por lo general, capitán. No había comida a la vista, si es a eso a lo que se refiere el capitán; ni tampoco nada de beber, nada. Daba la impresión de que hubiese entrado en la cocina y hubiese metido directamente la cabeza en el horno.

4 de enero

Por la mañana, Schenck citó a Bora en su despacho.

Tenía una expresión de desprecio indefinible en la curtida cara y, por un momento de estrés, Bora pensó que Salle-Weber le había contado algo.

Schenck dijo:

—Siéntese.

Bora obedeció.

—Tengo entendido que su esposa no ha venido a visitarlo. ¿Qué medidas piensa tomar?

Bora se contuvo.

—No puedo hacer gran cosa, coronel.

—Bueno, seguro que tiene intención de hacer algo con todo el plasma germinal que ha acumulado mientras la esperaba.

Bora prefirió no decirle que en ese mismo momento los empleados de la lavandería estaban sacándole el plasma germinal a su ropa.

Schenck añadió, con rostro inexpresivo:

—Hay mujeres alemanas en Cracovia.

—Dudo que fuesen el receptáculo adecuado.

—¿Y por qué no?

—Porque no las amo.

—¿Amor? —El desprecio que sentía Schenck le llegó hasta la boca y le giró las comisuras hacia abajo hasta formar una mueca—. Creía que estábamos de acuerdo en que el amor es una expresión burguesa que nada tiene que ver con la propagación de la raza. Ya que, naturalmente, me opongo al derroche que representa la masturbación, no puedo imaginar qué debe hacer un hombre alemán en sus circunstancias si no es buscarse a una hembra racialmente compatible. Está claro que su esposa no es consciente de las necesidades demográficas del país. —Schenck levantó de su escritorio un folio escrito a máquina y se lo pasó a Bora—. Aquí tiene los nombres de las mujeres racialmente certificadas que viven en la ciudad. Le aconsejo que elija a una de esta lista lo más pronto posible. Como hombres de mente abierta, sabemos distinguir entre el libertinaje y la salud sexual, ¿verdad?

Bora recorrió la lista con los ojos. Antes de marcharse, su padrastro le había dado un mazazo del que aún no se había recuperado.

—Dicen —lo informó, sacando el cuerpo por la ventanilla del tren— que tuvo un aborto antes de conocerte.

Un velo rojo se extendió frente a los ojos de Bora en ese momento, igual que cuando las SS estuvieron a punto de dispararle.

¡Es una mentira descarada! —recordaba haber gritado. Golpeó el exterior del tren con el puño enguantado—. ¡Retírelo ahora mismo, es una mentira descarada!

—No pierdas los papeles —se limitó a añadir su padrastro—. Viniendo de las chicas Coennewitz, no me sorprendería nada.

El entumecimiento que sentía tras esta conversación fue lo único que evitó que reaccionase de forma exagerada ante el consejo de Schenck. Bora se sorprendió a sí mismo buscando, no sin cierto sentimiento de culpa, los nombres de Ewa y Helenka en la lista, pero por supuesto no estaban.

Sentado en el banco de la sala de espera junto a la gorra militar de Bora, el padre Malecki parecía decepcionado.

—¿Así que la señora Hofer no le dijo nada más?

—No. —Bora estaba intranquilo, pero era consciente de lo irritante que resulta ver a alguien andando de acá para allá, así que se obligó a quedarse de pie en el sitio—. La conexión telefónica era bastante mala. Me dijo que su hijo ha muerto y que no desea hablarle de Polonia a su marido en este momento. Ha estado muy enfermo y sigue en una casa de convalecencia. Espera que regrese dentro de una semana y entonces le informará de mi llamada. Así que volveré a llamar dentro de siete días. Entre tanto, seguiremos buscando al albañil desaparecido aquí, en Cracovia. El contratista nos ha proporcionado una descripción exacta y tengo muchas esperanzas de encontrarlo.

—Pero ¿y si el coronel no tiene nada que añadir y no da usted con el albañil desaparecido?

—Los milagros no son mi especialidad, padre. Sabe perfectamente que no tengo ni siquiera un casquillo por el que guiarme. Usted y yo no estábamos en el convento cuando murió la abadesa, así que ninguno de los dos la matamos. El resto son sueños y profecías de tres al cuarto.

—Nada de lo que pueda usted informar a su comandante.

—A no ser que descubramos la verdad entre ahora y la semana que viene, de eso es exactamente de lo que le informaré. —Bora cogió la gorra del banco—. ¿Tiene tiempo para ir a cenar al Wierzynek esta noche? —Cuando Malecki vaciló, no pudo evitar añadir—: Es decir, si el consulado norteamericano se lo permite.

Malecki se echó a reír.

—Iré.

Cuando Bora llegó a casa para refrescarse antes de la cena, la mujer de la limpieza estaba fregando el suelo.

Se lo quedó mirando y Bora supo qué tenía en mente.

—Olvídese de la toalla —dijo, antes de que pudiera decir nada—. Les prometí que la pagaría yo. Pero dígame otra cosa. —Le hizo un gesto de que dejase a un lado la fregona y se acercase—. Siéntese. —Señaló a una silla lujosa, lo cual no hizo más que acrecentar su confusión—. Dígame en qué estado se encontraba el apartamento cuando le pidieron que lo limpiase después de la muerte del mayor. Sí, por supuesto que olía a gas. ¿Y qué más? ¿Había algo fuera de sitio, o estaba todo como siempre? Piénselo bien.

La mujer estaba sentada, inquieta, con el cuello estirado hacia delante.

—Estaba como siempre,

panie kapitanie.

—De acuerdo. ¿Qué hay de la cama? ¿Estaba… daba la impresión de que alguien hubiese hecho el amor en ella?

El miedo de la mujer creció y volvió a calmarse bajo la mirada impasible de Bora.

—No, señor.

—¿Qué hay del baño? ¿Había signos de que el mayor se estuviese afeitando?

—Se había dado un baño. La toalla aún estaba húmeda.

—¿El lavabo estaba limpio o había restos de jabón de afeitar?

—Lo habían enjuagado.

—Ahora, hábleme de la cocina. ¿Había algo fuera de sitio?

—No, señor. Lo único es que alguien había lavado dos copas. El mayor siempre dejaba los platos y los vasos en el fregadero.

Seguramente, Retz había tomado algo con Ewa la noche anterior y ella había fregado las copas. La información de la mujer de la limpieza no le pareció útil, así que la despidió. Tomándose su tiempo, se afeitó, se cambió y, aunque aún era temprano, le pidió a Hannes que lo llevase al restaurante antiguo y refinado de la plaza, en el que había quedado para cenar con el padre Malecki. Hannes, que acababa de toparse con otro veterano de la campaña española, tenía ganas de charlar. Parloteó durante todo el camino al restaurante y le pidió permiso a Bora para tomarse la tarde libre.

—¡Menudo país, España! ¡Y menuda aventura! ¡Qué jóvenes éramos todos! ¿Quién sabe cuántos buenos recuerdos se habrá traído de vuelta el capitán, eh? —Bora se quedó pensativo al recordarlo y Hannes tuvo que pedirle permiso para retirarse dos veces.

Una vez sentados a la mesa, el padre Malecki lo dejó hablar todo lo que quiso sobre Retz. Tanto lo escuchó que Bora se excusó torpemente.

—¿No lo aburro, padre?

—No, no. Siga hablando.

Detrás de la cabeza de Bora, un cuadro de gran tamaño con una escena de montaña bañada por el sol parecía una ventana que se abriese a un mundo remoto. Mientras bebía el vino a sorbos, Malecki escuchó con atención todo lo que Bora tenía que decir: que le había preguntado a Helenka si creía estar embarazada de Retz (por suerte, no era así), pero que no había tenido tiempo de preguntarle a Ewa por toda la información que creía que podía proporcionarle; que le molestaba no ser capaz de dejar descansar la muerte de Retz. A continuación, comentó:

—Es curioso.

—¿Qué le parece tan curioso?

—Que se fije usted en los detalles con tanta lucidez y, aun así, tenga un punto ciego.

Bora le dijo que no lo entendía.

—Bueno, dice que desapareció una de las toallas el día en que murió su compañero. ¿Cómo sabe que no se la llevaron los enfermeros?

—Se lo pregunté a uno de ellos. Me dijo que no encontraron ninguna toalla en la cocina y que no habían utilizado ninguna. Y, de todas formas, ¿por qué iba nadie a robar una toalla de la estantería del baño cuando había una colgada del toallero? —Bora dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, impaciente—. ¿Por qué ha dicho que tengo un punto ciego?

—Porque, en su corazón, no cree que Retz se suicidase; pero hay algo que no le permite dar el paso de admitir que piensa que alguien lo asesinó.

Bora sintió que se le venía la sangre a la cara, como la noche en que había cenado con su padrastro y este lo había calado sin dificultad.

—Después de todo, capitán, Retz ya se había alojado en Cracovia hace años y puede que tuviese viejos enemigos. ¿Le parece muy descabellado?

Bora se preguntó dónde estaría el primer marido de Ewa. Solo por seguir el argumento del padre Malecki, contestó:

—Las únicas personas con las que puedo relacionarlo con alguna certeza estaban ocupadas y en otro sitio la mañana en que murió.

—Se refiere a su amiguita y a la hija de esta.

—Sí. Ambas estaban ensayando.

—Ya veo —dijo Malecki, en tono amistoso—. ¿De qué obra se trata?

Las Euménides, de Esquilo. Aunque eso no cambia nada.

—¿Ha ido a verla?

—No.

—¿La ha leído, por lo menos?

—No.

Malecki asintió con la cabeza en dirección al camarero, que se había acercado para volver a llenarle la copa.

—Pues debería.

Después de la cena, Bora se sintió aliviado cuando Malecki le dijo que volvería a pie a casa y al recordar que Hannes se había marchado. Le apetecía estar solo.

Aunque no le cogía en absoluto de camino, dio un gran rodeo hasta Swiety Krzyza, al norte del casco antiguo, donde la ventana iluminada de Ewa sobre la fachada de estuco gris se distinguía del resto por estar enmarcada con cortinas de encaje.

Detuvo el coche en la esquina. Tardaría menos de un minuto en acercarse al umbral de su casa y decirle a la portera que venía a ver a

Frau Kowalska. Ella lo recibiría, por supuesto.

Su angustia se debía a un deseo casi insoportable de pedirle a Ewa que lo besase y le hiciese el amor. Aunque su deseo lo avergonzaba, no por ello lo anhelaba menos. En la brutal oscuridad, ¿qué diferencia podía haber entre su cuerpo y el de Dikta, exceptuando que Dikta era más joven?

Recordó haberse quitado el uniforme al pie de la cama del hotel en su noche de bodas, cuando cada botón y cada lazada representaban un enemigo para sus prisas. Lo compensaron al no molestarse en levantarse a la mañana siguiente. Al final del día tuvo que llamar a sus padres para decirles que se había casado. Ahora Ewa haría lo mismo con él. Era rubia, igual que Dikta, pero más sabia; sabría apreciar mejor la valía de un hombre joven, sabría apreciar cómo respondería el hombre que había besado en el teatro con una hembra racialmente compatible.

Las palabras necias de Schenck habían sido como una ducha fría. Bora maldijo en voz baja, pero no pudo evitar aplaudir aquellas nociones políticas de «salud sexual» que destruían todas las imágenes bellas como el giro de un caleidoscopio. Desanimado, se quedó sentado en el coche casi una hora, intentando volver a componerlas mientras estas se empeñaban en desdibujarse hasta formar un borrón de purpurina. No servía de nada. «No sirve de nada, Bora». Poseído por una furia gélida, arrancó el coche, dio marcha atrás y condujo por las callejuelas estrechas hasta su casa, bajo la colina de Wawel.

5 de enero

El joven polaco alargó la mano hacia el paquete de cigarrillos intacto que Bora había dejado sobre la mesa. Tenía moratones frescos en la cara y le faltaban los incisivos delanteros. Bora vio cómo se metía un cigarro en la mella rodeada de sangre y, expectante, estiraba el torso hacia adelante, buscando la llama del encendedor.

—Espero que consigan sacarle algo —dijo.

—No lo conseguirán.

—Si sigue así, le pegarán un tiro uno de estos días.

—Lo sé.

—Allá usted.

El prisionero aspiró el humo con avidez.

—Son cigarrillos de los buenos.

Bora se había quitado los guantes sin pensarlo, pero volvió a ponérselos. Últimamente, se había sorprendido a sí mismo acariciándose con nerviosismo la alianza de oro que llevaba en la mano izquierda y había decidido cortar con la costumbre antes de que se fijase alguien más. Dijo:

—Tal vez deba hablar. Le ahorraría molestias a todo el mundo.

Con visible dificultad, el prisionero intentó echarse a reír. Al abrir la boca, le salió humo de la mella que tenía entre los dientes.

—Lo último que pretendo es ahorrarles molestias. —Ya fuese porque el ofrecimiento de los cigarrillos lo hubiese envalentonado o porque había recorrido un tramo más de la carretera de la desesperación, se comportó de manera alegremente imprudente—. Si fuese yo el que lo tuviese prisionero a usted, capitán, ¿hablaría?

—No me tendría prisionero. —Bora alargó el brazo hasta el paquete y lo cogió. Bajo la mirada alarmada del polaco, lo sostuvo en la mano enguantada como si se preguntase qué hacer con él, si aplastarlo o no—. El otro día me dijo que había visto a la monja en el jardín. ¿Estaba sentada, caminaba? ¿Estaba de pie, quieta?

—Estaba tumbada en el suelo.

—Después de que le disparasen, por supuesto…

—No, no. Llevaba tendida allí buena parte de la mañana. —El prisionero, sentado al borde de su silla, vigilaba atento cualquier ademán de aplastar el paquete de cigarrillos—. Ya se lo he dicho: estaba allí tirada.

—Entonces, ¿cómo sabe que estaba viva?

—La había visto hacer el mismo truco otros días. Ya no le prestaba atención, solo que, después, vi la sangre. Me giré para echar un vistazo a la calle a través de los prismáticos, por casualidad vi la sangre y eso es todo. No puedo decirle si estaba tumbada cuando le dispararon, porque no vi cómo pasó.

Bora se metió un cigarrillo en la boca y tiró el paquete sobre la mesa. Antes de marcharse, dijo:

—Uno de los suyos está a punto de cantar. Se les ha acabado el juego a todos, así que acepte un consejo: hable.

Kasia recorrió con los ojos la plaza del mercado y los detuvo frente al edificio achaparrado del antiguo Sukiennice. Varios vehículos del ejército alemán estaban estacionados a lo largo de la fachada, detrás de los árboles, y se veían hombres uniformados debajo de cada uno de los arcos. Se encaminó hacia el teatro bajo un cielo nublado e inmenso. Apretó el paso.

Ewa la esperaba en un zaguán en la esquina de la calle Swiety Anny, donde no penetraba el cortante viento. Daba la impresión de que quería preguntarle algo, pero Kasia no le dio oportunidad.

—¡No se ha marchado! —Tomó la iniciativa—. Dijiste que se iría por la mañana, pero tu hijo no se ha marchado.

Los hombros de Ewa se elevaron y volvieron a caer bajo el viejo abrigo de pieles.

—Se irá, de eso no te quepa duda. Es un hombre prudente.

—Ya. ¡Ha pasado una semana! Si tan prudente es, ¿cómo es que tiene que esconderse de los alemanes y cómo es que no se queda en tu piso?

—Ya lo hemos hablado, Kasia, cariño. En mi casa lo verían, y ya sabes lo abarrotado que está el apartamento de Helenka. Si ha dicho que iba a marcharse, lo hará. Solo son las nueve.

—Bueno, pues me debes un favor, y de los gordos. Una vez se largue con viento fresco, quiero que me pagues. Que me pagues y que me presentes al compañero de piso de Richard. Prométemelo.

—¿No confías en mí?

—Prométemelo. —En el rostro pecoso de Kasia, que estaba lívido por el frío, se formó una mueca severa y malhumorada—. Tu hijo sigue en mi casa y hay coches alemanes por todo Rynek Glówny. Me debes una. Una de las buenas. Si vuelvo a casa y descubro que se ha marchado, espero que llames al amigo de Richard esta misma noche y me lo presentes. ¿Por qué? Porque me da la gana, por eso.

Ewa puso los ojos en blanco.

—Muy bien. ¿Te ha dado algún mensaje para mí?

—No. Se ha pasado casi todo el tiempo durmiendo y he tenido que despertarlo dos veces porque roncaba. —Kasia se alejó de la puerta cuando un vehículo alemán se deslizó a paso lento por delante de las dos mujeres. Los neumáticos chapotearon en la nieve blanda—. Conociéndote, mejor será que no me cuentes en qué lío anda metido tu hijo o me haría pis en los pantalones de la preocupación.

Bora entendió de lo que le dijo

Pana Klara que el padre Malecki estaba en la curia y tuvo el sentido común de no ir a esperarlo allí.

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