Lumen

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Capítulo 12

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5 de enero

En la sala de espera del convento, el padre Malecki ahogó una expresión de asombro. Apoyó la espalda contra la pared que había detrás del banco, intentando aparentar menos sorpresa de la que sentía.

—¿Es eso lo que cree que pasó?

—Eso mismo —dijo Bora—. Estaba dispuesto a darme por vencido y, para que vea hasta qué punto, me habría dado por satisfecho con decir que había sido un caso fortuito. O incluso que, dada la cantidad de disparos que seguían efectuándose de forma ocasional en octubre, una bala perdida tirada al aire había bajado hasta el claustro y matado a la abadesa mientras estaba tumbada, en trance. Pero ahora tengo una explicación mejor. Es lo único que encaja, y llevo tiempo suficiente dándole vueltas al asunto. Pero, a no ser que mi comandante me dé permiso para hacer un viaje rápido a Alemania, no dejarán de ser meras especulaciones.

—Perdone que se lo diga, pero es una perspectiva escalofriante.

—Sí, y sin pruebas sólidas, a no ser que consiga echarle mano a la pistola. Entienda que fueron las palabras de mi intérprete las que me hicieron pensar en esta posibilidad, así que no se debió a un razonamiento especialmente inteligente por mi parte. Me guste o no, las armas que encontramos en el tejado del convento, independientemente de cómo llegasen hasta allí, en realidad no tuvieron nada que ver con el asesinato. —En este punto, Bora miró a Malecki a los ojos—. Hemos arrestado al albañil que estaba desaparecido, padre.

Malecki le mantuvo la mirada, impasible.

—Ya veo. ¿Ha…?

—Lo único que pienso decirle es que sabemos quién es y lo que hizo, cosa que no es de su incumbencia. Es cierto: se unió a la cuadrilla. Y también es cierto que se ausentó a las cuatro y cuarto para recuperar las armas que estaban en el tejado. Pero no disparó a la abadesa. De haberlo hecho, se habría oído la detonación desde la capilla, la iglesia o la cocina; sobre todo si el tiro se hubiese efectuado en un lugar con una acústica resonante como es el claustro. El asesinato tuvo lugar diez o quince minutos más tarde, cuando las hermanas estaban cantando en la iglesia, los albañiles habían vuelto al trabajo y los tanques formaban estrépito al lado mismo de las paredes del convento. Y, si fue «su nombre y nada más que su nombre» lo que mató a la abadesa, como en el sueño de la hermana Barbara, ahora sabemos que se refería al nombre de su expediente; ya que, como acabo de contarle, la palabra

lumen se relaciona de manera indirecta con esta teoría.

Malecki, que estaba mirando hacia otro lado, vio por el rabillo del ojo que Bora relajaba los hombros, en un gesto muy poco típico de él.

—¿Y si tiene razón? —preguntó.

—Si tengo razón, la verdad saldrá a la luz.

La tarde estaba ya muy avanzada y Bora parecía cansado. Malecki intuía que había motivos para su agotamiento que nada tenían que ver con el asunto que se traían entre manos. Motivos personales, sospechaba, demasiado íntimos como para que Bora quisiese compartirlos con otras personas; demasiado íntimos incluso como para poder justificarlos ante sí mismo.

—Si eso fuese cierto, capitán, dudo que consigamos evitar que el escándalo se propague más allá del círculo de las hermanas o del personal de la curia.

—Eso no me preocupa, y menos en este momento. Recuerde: por ahora no tenemos pruebas, y no podré volver a verlo hasta dentro de un par de días. Esperemos verle la lógica a la posibilidad que le he mencionado cuando volvamos a encontrarnos. —Bora se levantó el cuello del abrigo y se dispuso a marcharse—. ¿Lo llevo a casa?

—No le digo que no.

Afuera, el viento había amainado y el frío se había vuelto más soportable.

Bora esperó a que el sacerdote subiese al coche y arrancó el motor. Mientras aguardaba a que este se calentase, dijo:

—El comentario que hizo sobre mi punto ciego, padre Malecki… no puedo negarle que tenía razón. Creía que era porque no me caía bien mi compañero de piso, pero puede que existan otras razones. Razones más incómodas y menos honestas. Soy consciente de que tengo que librarme de ese punto ciego.

Malecki sonrió a medias en la oscuridad.

—Es usted muy duro consigo mismo, capitán.

—¿Eso cree? Tal vez. Habría sido buen sacerdote si no hubiese elegido ser buen soldado. —El coche comenzó a avanzar lentamente por la calle helada—. Por supuesto, ser soldado permite una cierta debilidad de la carne que quizá explique mi elección.

—Todos somos débiles. Lo que varía es dónde se encuentra el límite de nuestras fuerzas, eso es todo.

Mientras Bora llevaba al sacerdote a la calle Karmelicka, Ewa llegó al teatro presa del pánico, después de haberse pasado por casa de Kasia. Apenas quedaba nadie en el edificio. Helenka y su costurera la oyeron gritar desde el pasillo y fueron a reunirse con ella.

—¿Qué ha pasado?

—Se han llevado a Kasia… ¡los alemanes se han llevado a Kasia!

Helenka entendió en seguida cuáles eran las implicaciones.

—¿Cuándo?

—Después de volver a casa esta mañana, no sé exactamente cuándo. Los vecinos vieron que se la llevaban unos soldados.

Helenka envió a la costurera a buscar un vaso de agua y condujo a su madre hasta el camerino. Cerró la puerta.

—¿Qué hay de él?

—No lo sé, no lo sé. No sé ni palabra de él. Estoy segura de que los alemanes se lo han llevado también. —Ewa intentaba recuperar el aliento mientras se apartaba el pelo desordenado del rostro con ambas manos—. Ahora mismo tenemos que pensar en nosotras, Helenka.

Helenka le dedicó una mirada de asombro.

—¡No lo dirá en serio! Acaban de arrestar a su hijo y…

—No podemos hacer nada por él. Ni por Kasia.

—¿No? Vaya, ¡muy propio de usted, Madre! Nunca lo quiso, ¡y ahora no le importa un comino!

Ewa iba recuperando el control al mismo tiempo que Helenka lo perdía.

—No te hagas la inocente. Te negaste a esconderlo en tu casa, igual que yo. Seamos francas: tu hermano no ha dado señales de vida en tres años, ni siquiera teníamos noticias de él hasta que se metió en líos y vino pidiendo ayuda. Lo hice lo mejor que pude: le encontré un escondite.

—Sí, ¡y ahora Kasia ha pagado por ello! ¿Cómo puede ser tan egoísta?

Ewa espació las respiraciones con la habilidad de una actriz, completamente serena.

—Es cuestión de pragmatismo, Helenka. ¿De verdad crees que acudir a los alemanes ayudaría a tu hermano o a Kasia? Si Richard estuviese vivo…

—¡Ni lo mencione! ¡No quiero que lo mencione!

—Si Richard estuviese vivo, puede que nos escuchase, a ti o a mí. No hay nadie más a quien podamos pedir ayuda.

—Bueno, el capitán Bora ha venido a verla, Madre.

—Y a ti. —Por un momento, enfrentaron las miradas, cada una esperando que la otra bajase los ojos, pero ninguna de las dos estaba dispuesta a hacerlo. Por fin, Ewa dijo—: El capitán Bora no tiene ningún interés en mí.

—¡Por lo menos, podría intentarlo!

—No pienso acudir a los alemanes, Helenka. No me lo pidas porque me niego. Ni por tu hermano ni por Kasia.

Helenka levantó las manos y dio unos cuantos pasos hacia atrás, en dirección a la mesa del camerino.

—No puedo creer lo que está diciendo. ¿Ni siquiera está dispuesta a intentarlo?

—No serviría de nada.

—Bueno, pues yo voy a intentarlo.

Instintivamente, Ewa alargó la mano hacia ella y, aunque Helenka la rehuyó, su madre no le mostró rencor.

—No seas tonta. Puede que los alemanes ni siquiera sepan que es tu hermano y mi hijo, ni que conocemos a Kasia.

—¿Y no cree que Kasia estará hablando, ya que fue usted la que la convenció de que se metiese en este asunto? Iré por la mañana, antes de que los alemanes vengan a por mí.

Bora cerró la puerta de la biblioteca como si alguien fuera a molestarlo en el piso vacío. Se acercó a la estantería donde estaban los clásicos y buscó las obras de teatro en alemán. Sacó un tomo de una caja que contenía varias tragedias en edición bilingüe, en griego y en alemán.

Las Euménides ocupaba las setenta últimas páginas. Empezó a leer, primero en un idioma y después en el otro, para captar plenamente el sentido de las palabras.

Porque durmiendo,

el alma se ilumina con los ojos,

mientras que de día es incapaz de prever la suerte de los mortales…

Cuanto más se sumergía en la obra, más lo invadía la tristeza, y no solo por su contenido. Las páginas rezumaban dolor y arrepentimiento, ya fuese porque la historia sacaba de su interior una pena compartida por la muerte de Retz o porque hacía que se sintiese culpable de su muerte o de haber dejado que Ewa lo besase.

¿Qué? ¿Y la mujer que se deshace del marido?

Y…

A veces el temor es bueno…

Más tarde, con el libro en el regazo, se quedó sentado contemplando las filas siniestras de insectos secos en el marco, cuyos brillantes esqueletos externos relucían a la luz de la lámpara. «A veces el temor es bueno». Tal vez. Las cosas ya no eran fáciles. Septiembre había sido el último mes fácil de su vida. Se sentía atrapado y furioso por haberse atado a más responsabilidades y elecciones equivocadas, como si no tuviera ya bastante por lo que preocuparse. ¿Qué más le daba a él cómo hubiese muerto Retz? Retz había muerto igual que había vivido.

Su muerte no cambiaba nada.

—Tengo que hacerlo —se dijo en voz baja, mientras se levantaba para volver a dejar el libro en la estantería—. Tengo que conseguir que me importe.

El padre Malecki tenía razón: era duro consigo mismo, pero solo porque le daba miedo demostrar la más mínima debilidad en cualquier momento. No tenía ningún mérito. Así que se obligaría a interesarse por la manera en que había muerto Retz, igual que se había obligado a escribir a Dikta para darle la enhorabuena por su habilidad como amazona y desearle lo mejor en la próxima competición, en vez de decirle que la necesitaba.

Salió de la biblioteca, se preparó un baño y, mientras esperaba a que se llenase la bañera, metió una cuchilla nueva en la maquinilla de afeitar de Retz y se rasuró con esta, como si fuese a llegarle una solución por contacto o por arte de magia, al pensar como Richard Retz por una noche.

Después del baño se dirigió a su dormitorio, pero en el pasillo cambió de opinión. Se acercó a la puerta de Retz y, sin encender la luz, se tumbó sobre su cama; primero encima de la colcha y, luego, debajo. En la oscuridad no había puntos ciegos y los prejuicios perdían fuerza. Solo la sospecha era lo suficientemente aguda como para proyectar sombras en su mente.

Bora sabía que jamás se quedaría dormido en esa cama y se rindió de buena gana al juego de lógica que, saltando de un pensamiento a otro, de una posibilidad a la siguiente, hacía girar las sombras de la sospecha ante sus ojos como una linterna mágica.

6 de enero

Bora no había bebido ni un solo sorbo de la taza de café caliente que tenía sobre el escritorio del despacho. Escuchó, manteniendo la silla en equilibrio sobre las patas traseras. Con el extremo recubierto de goma de un lápiz que sostenía en la mano derecha tamborileaba un ritmo silencioso sobre la madera del escritorio.

—¿Por qué no ha venido su madre en persona?

Helenka había evitado mirarlo directamente hasta ese momento, pero por fin tuvo que enfrentarse a él. El aspecto de Bora le pareció menos arrogante que el tono en el que había pronunciado las palabras y los posibles motivos de su pregunta eran demasiado numerosos como para que Helenka pudiese desentrañarlos en ese momento. Bora cogió la taza y se la acercó a los labios.

—No lo sé —dijo ella—. He decidido venir yo sola.

Bora asintió con la cabeza cuando entró un ordenanza, aceptó el expediente que le ofrecía y lo dejó a un lado, donde otras carpetas formaban una pila ordenada.

—Qué curioso que haya venido a interceder por su hermano, cuando nuestros informes indican que tanto usted como su madre se negaron a darle asilo. ¿No están muy unidos?

Al ver que Helenka no contestaba, Bora bebió algo más de café y rodeó la taza con las manos.

—Hicieron lo correcto al decirle que no, por supuesto. Solo que me resulta extraño. —Levantó el último expediente que le habían entregado, le echó una ojeada y lo devolvió a la pila—. Si hubiéramos pensado que usted o su madre se encontraban implicadas en un intento de ocultarlo a nuestras autoridades, ahora estaría contestando unas preguntas bien distintas. Esa mujer, Kasia, la amiga de su madre, dijo que actuaba por voluntad propia. Lo dudo, aunque mis dudas no signifiquen gran cosa a estas alturas. Pero sigo interesado en saber por qué su madre no ha venido en persona.

—¿Hubiese servido de algo? —Bora la miró fijamente y Helenka empezó a ponerse nerviosa—. Quizá pensó que no estaría dispuesto a escucharla.

—Estoy escuchándola a usted, ¿no es así?

—Pero todavía no ha dicho si puede hacer algo al respecto.

Bora dejó a un lado la taza, aunque no la había vaciado.

—Tendría que ser Dios todopoderoso para poder hacer algo por su hermano. Está muerto.

Como esperaba, tuvo que esperar a que Helenka se tragase las lágrimas. Su llanto lo incomodó, pero no quiso demostrarlo. Le ofreció su pañuelo y se levantó para indicar que la reunión había llegado a su fin.

—Tampoco puedo hacer nada por la chica. —Su voz se fue apagando—. Dígale a su madre que quiero verla.

Minutos después de despedir a Helenka, Bora salió para pasar dos días en el campo, durante los cuales haría también una visita al general Blaskowitz. No tenía ni un solo memorando para el general. Guardaba los datos y los informes completos en la cabeza, donde estaba aprendiendo a almacenarlos, a salvo de posibles manipulaciones y destrucciones.

No podía decirse lo mismo del padre Malecki, que llevó numerosas notas a la curia sobre el caso de la abadesa. Y, aunque se guardó para sí la teoría más reciente de Bora, mencionó la posibilidad de que el caso fuera a resolverse a lo largo de los próximos días.

—Si encontramos pruebas —añadió.

El arzobispo ojeó el papeleo sin leerlo, mientras lo escuchaba a medias, impaciente.

—Sí, sí. Me parece todo perfecto, padre. «Por sus frutos los conoceremos», eso es lo que pienso.

Malecki se esperaba su reacción, pero aun así le pareció injusta.

—Si se refiere al capitán Bora, Su Eminencia, hace todo lo que puede dadas las difíciles circunstancias.

—Ese «todo lo que puede» no cambia nada: del campo siguen llegándonos informes de sueños y visiones de la abadesa y de curaciones milagrosas por su intercesión. Sea mártir o no, intuyo que Polonia pronto tendrá una nueva santa. Y, hablando de eso mismo, padre: ya va siendo hora de que ponga sus observaciones en manos de la Santa Sede, ¿no cree?

Malecki bajó la cabeza.

—Creo que Su Eminencia está deseando verme de vuelta en Chicago.

—O en Roma, padre Malecki. ¿No le gustaría pasar una temporadita en Roma?

Helenka no encontró a su madre ni en casa ni en el teatro. Solo la costurera estaba sentada en el camerino de Ewa, cosiendo el dobladillo del vestido largo que llevaba sobre el escenario. El satén negro recordaba a una cascada de aguas oscuras sobre su regazo.

—Madre de Dios,

Panienka, ¿qué le ha pasado? ¡Está blanca como el papel!

Helenka tragó saliva, demasiado furiosa como para llorar. Se sentía demasiado furiosa como para hablar. Las palabras se le entrelazaban y enredaban en la boca. Se acercó a la mesa de Ewa y bajó la vista hasta la multitud de objetos que la cubrían. Cosméticos y cajitas, bolas de algodón, sobres, tarjetas, fotografías. Monedas. Horquillas. Tosca y Richard. Las cuentas rojas de un collar. Un pañito bordado. Le temblaba todo el cuerpo y se balanceaba como si fuese a caerse al suelo antes de conseguir sentarse en el taburete de su madre.

Pero ni se cayó ni se sentó. Flexionó el brazo derecho y barrió los numerosos objetos de la mesa. Estos se rompieron, rodaron, flotaron, pero ella siguió sacudiendo la mano abierta hacia adelante y hacia atrás hasta no dejar nada sobre la mesa. La costurera la observaba con la boca abierta y la aguja suspendida sobre la tela.

Los temblores de Helenka empezaban a dar paso a las lágrimas.

—Dígale a

Pana Kowalska que su hijo está muerto. Dígale que a Kasia puede darla por muerta. —Cogió la vieja fotografía de Richard de detrás del marco del espejo y, arrugándola en la mano, salió corriendo a ciegas del camerino.

8 de enero

Con el mapa desplegado frente a sí, el general Blaskowitz estaba de pie junto a la ventana, cuya luz difusa recortaba la figura de Bora sobre el fondo del día invernal.

Bora casi había terminado de hablar.

—No pude volver a Swiety Bór hasta ayer. Vi que han sellado toda la zona con campos de minas. El área se encuentra bajo control directo del SD.

Abatido, Blaskowitz tiró el mapa sobre su escritorio. Cayó al suelo, pero el general indicó a Bora que no lo recogiese con una seca negativa. Bora dio un paso atrás.

Blaskowitz se mantuvo en silencio durante varios minutos difíciles, de forma que solo el zumbido del reloj eléctrico llenaba el silencio reinante en su despacho.

Al final, dijo:

—No pudo haber hecho más dadas las circunstancias, capitán, y el coronel Nowotny actuó sabiamente. Empieza usted a darse cuenta de lo que implica permitir que su carrera dependa de un sobre de papel manila. ¿Tuvo miedo?

—¿En la linde del bosque? Mi cuerpo tuvo mucho miedo, general.

—Entonces, la lección sirvió de algo.

—Intimidó a mi cuerpo, pero no es él quien me gobierna.

Blaskowitz meneó lentamente el índice de un lado a otro, negando las palabras de Bora.

—Una mente y un alma sin cuerpo no le servirán de mucho, así que debe mantenerlos unidos a la carne, como todos los demás. ¿Que «no es el cuerpo el que lo gobierna»? Deben haberlo gobernado la mente, el alma y el cuerpo para hacer lo que hizo. ¡Todos en la misma medida! Y ahora vuelva a Cracovia. Cumpla con sus deberes, obsérvelo todo, tome notas mentales. Y, por encima de todo, tome notas con el corazón, porque ese es su sitio. Desde el punto de vista práctico, esta parte de la guerra polaca ha terminado. Pronto llegará el momento de reasignar al que hasta su estricto comandante denomina un «oficial prometedor», una solución provisional inmejorable.

Menos mal que Blaskowitz no repitió lo que le había dicho a Nowotny en privado hacía una semana: que se preguntaba cuánto tiempo iría a durar en su propio puesto en Polonia, por elevado que fuese.

9 de enero

Lo primero que Schenck le dijo a Bora cuando volvió al trabajo fue:

—Ha venido una mujer polaca buscándolo. Creí haberle dado instrucciones.

Bora entendió que había sido Ewa Kowalska, pero optó por no explicarlo.

—Es racialmente compatible, señor.

—¿Ah, sí? Bueno, pues es demasiado mayor para usted.

—No pienso llevármela a la cama. Es la madre del fugitivo que arrestamos por matar a un suboficial en Katowice.

El desprecio de Schenck cedió un tanto.

—Ya veo. Seguramente volverá esta tarde. Su sacerdote acaba de pasarse por aquí. Me dijo que se le ha ocurrido una teoría bastante imaginativa sobre la muerte de la monja. Lástima que no pueda probarla.

—¿Dejó algún mensaje el padre Malecki, coronel?

—Pregúntele al ordenanza. Por lo visto, va a abandonar Polonia a finales de esta semana. —Schenck ignoró la nube de frustración que cruzó el rostro de Bora—. Veo que ha solicitado interrogar a la mujer que acogió al fugitivo. Las SS se están ocupando de ella. Solo les prestamos un par de soldados para traerla hasta aquí: ¿qué interés tiene en esa mujer?

Bora empezó a desabotonarse el abrigo.

—No es nada militar. Simplemente, todavía tengo esperanzas de llegar a entender lo que le ocurrió al mayor Retz.

Durante la hora del almuerzo, Bora fue al puesto de mando de las SS, donde Salle-Weber lo miró con recelo, pero no se opuso a que se viese con Kasia.

Mientras tanto, en el convento, el padre Malecki era el huésped de honor en la modesta recepción que se estaba celebrando para festejar la elección de la hermana Irenka como nueva abadesa.

—Ahora tendremos que llamarla

Matka, hermana Irenka —le dijo, en tono de broma—. Se nos ha puesto a todos por delante al conseguir una maternidad instantánea.

La monja arrugó la nariz.

—Los motivos a los que debo mi nuevo puesto son tales que no caeré en el poco aconsejable orgullo, padre Malecki. Estoy segura de que todos hubiésemos preferido tener a

Matka Kazimierza con nosotros. Ahora que usted también va a dejarnos, puede que nunca descubramos lo que le ocurrió a la mejor de todas nosotras.

—Estoy seguro de que el capitán Bora continuará con la investigación.

—No si Su Eminencia consigue llevar a buen término su petición de prohibir el acceso a las propiedades eclesiásticas al personal militar. Teniendo en cuenta todo lo que ganaríamos si pudiésemos mantener a distancia a los alemanes, hasta el dolor de no resolver este triste asesinato se hace soportable. Se hará la voluntad del señor.

Malecki no sabía cuál era la voluntad del Señor, pero sí sabía bien que tenía que intentar reunirse con Bora tan pronto como fuese posible.

En ese mismo momento, Bora salía del puesto de mando de las SS para volver a su despacho, al otro extremo del casco antiguo.

Ewa Kowalska lo estaba esperando.

Acompañada de un ordenanza, iba vestida de negro, y cuando se quitó el chal, Bora vio que el ajustado vestido le sentaba como un guante. El capitán se fijó en cómo la observaba el ordenanza y lo despidió, malhumorado.

Ewa tomó asiento. Si había llorado los días pasados, ahora supo aparentar autocontrol. Bora le ofreció un cigarrillo y ella lo rechazó. El capitán guardó el paquete y el encendedor.

—Anoche fui a ver la obra. Estuvo usted muy bien.

—Gracias.

—¿Me vio entre el público?

—No. —En acusado contraste con el negro de su vestido, un pañuelo de un azul intenso le rodeaba el cuello y, en ese momento, se lo aflojó—. Me temo que no presté demasiada atención al público.

—Su hija también estuvo muy bien.

—No lo hizo mal, no.

—Sobre todo teniendo en cuenta que tiene un papel muy exigente.

Ewa se quitó los guantes. Sus gestos eran deliberados, lentos, y los ojos de Bora seguían cada movimiento de sus muñecas y dedos. Se reclinó en su asiento, igual que el día en que habían quedado en la cafetería, y estiró las piernas bajo su escritorio. Por fin, la mujer terminó de quitarse los guantes.

—¿Me permite que le pregunte por qué me ha mandado venir, capitán?

—Sí. —Al incorporarse, Bora rozó sin darse cuenta el suelo con la espuela, provocando un gemido breve y agudo de metal sobre cemento—. Me gustaría saber dónde se encuentra su exmarido.

—¿Por qué?

—El porqué no importa. ¿Vive en Cracovia?

—No. Estaba en Poznań la última vez que tuve noticias suyas. Hace mucho tiempo que no estamos en contacto.

—Entonces, no es imposible que se encuentre en Cracovia.

Ewa miró a Bora, que la observaba con expresión seria, durante varios segundos. «Está claro que me admira», pensó.

—¿Quién sabe? Todo es posible. A lo mejor está en la ciudad, ¿por qué no? Estuvo celoso mucho tiempo después de que nos separásemos y me seguía a todas partes.

Bora giró su libreta hacia ella y le ofreció una pluma.

—Tenga la amabilidad de anotar su nombre completo y su última dirección conocida.

Cuando terminó de escribir, Ewa dejó que el pañuelo azul intenso se le deslizase de los hombros bajo la mirada atenta de Bora. Como no añadió nada, ella rompió el silencio con una pregunta oportuna.

—La otra noche, en mi camerino, ¿por qué se marchó con tanta prisa?

Bora le puso el capuchón a la pluma, pero no la guardó.

—Creo que sabe por qué. ¿Quiere que lo diga?

—Por favor.

—Porque las mujeres como usted hacen que los hombres como yo tengamos un punto ciego, y no puedo permitirme no ver con claridad. Estoy casado. Y le soy fiel a mi esposa.

—¿Aunque no esté aquí?

Con gesto despreocupado, Bora se dio unos golpecitos sobre el lado izquierdo del pecho de la guerrera.

—Siempre la tengo muy presente aquí,

Frau Kowalska.

—Pero quería que lo besara.

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