Lumen

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Capítulo 12

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—Bueno, bueno. —Schenck le mostró una sonrisa tan breve que pareció que le estaba enseñando los dientes—. ¿Qué piensa hacer ahora? ¿Arrestar a la Kowalska con las pruebas que tiene?

—Creo que es lo que hay que hacer.

—Espero que no lo haga por ese canalla de Retz.

—Entonces, por la justicia.

—Ya está otra vez con su manía de respetar la ley. Llévese a dos hombres consigo.

Bora vaciló.

—Creí que, en un primer momento, se me permitiría ir solo.

—No.

El bajo sol invernal parecía cortar la calle en dos. Una línea azul describía sobre la acera nevada los tejados de los edificios frente al apartamento de Ewa. Una colcha azul se estaba aireando sobre el alféizar de su ventana.

El vehículo militar se detuvo al final de la Swiety Marka. Un soldado armado se situó en la esquina. Al otro ya lo habían dejado al otro extremo de la calle. Bora fue el último en apearse, y pronto había franqueado el umbral de su casa.

La escena no se prolongó ni resultó tan incómoda como había esperado Bora.

Ewa metió un camisón en la pequeña maleta, la cerró y la llevó de la cómoda hasta la puerta del dormitorio. Cerró la ventana, dobló la colcha y la levantó por encima de su cabeza para meterla en el armario. Apenas alcanzaba, así que Bora lo hizo por ella.

—Gracias —dijo—. ¿Tengo tiempo de maquillarme?

—No lo creo.

—Entonces, estoy lista.

La mirada de Bora se fijó en la mujer y luego, a espaldas de ella, en la fotografía enmarcada de una Ewa más joven con Helenka en brazos.

Ella siguió su mirada.

—Nunca le caí bien, ¿verdad?

—Todo lo contrario: me gustaba.

—Pues no actuó en consecuencia. —Ese día de verdad parecía mayor, mucho mayor que su madre—. Ah, pero se me olvida que es usted un hombre casado. —Se anudó el pañuelo azul en torno al cuello—. Aunque apuesto a que no tan felizmente casado como dice.

Bora cogió la pequeña maleta.

—Vámonos.

Al salir de Swiety Krzyza, descubrieron que algunas de las calles estaban cortadas. Columnas de blindados transitaban por la ciudad, así que redirigieron el coche de Bora a lo largo del Vístula, en dirección al puente. Como una isla, el macizo de la colina de Wawel, coronado por el castillo y la catedral, parecía girar a su izquierda a medida que se aproximaban al meandro que describía el río.

Ewa no miró por la ventanilla, pero Bora sí. El perfil de ella sobre el trasfondo de la colina no delataba ninguna emoción, únicamente algo de cansancio. Bora se sintió muy solo.

Casi habían llegado a la curva cuando el conductor se vio obligado a frenar hasta detener el vehículo. Bajo la vigilancia de unos ingenieros alemanes, algunos trabajadores descargaban equipamiento pesado de una balsa y dos camiones obstruían la acera. En ese momento estaban cargando uno de los camiones con maquinaria de construcción de carreteras.

Ewa se dio carmín en los labios, sosteniendo el espejo pequeño y redondo con firmeza en la mano.

El conductor de Bora apagó el motor.

—No podemos hacer gran cosa, señor.

—Ya lo veo. —Bora esperó unos minutos y, después, salió del coche para hablar con los ingenieros que supervisaban la operación.

Le explicaron que tenían que sacar todo el equipamiento de las balsas antes de que se helase el río.

—Todavía vamos a tardar un rato,

Herr Hauptmann. —Pero se dieron cuenta de que Bora estaba impaciente y pensaba quedarse allí para que se sintiesen bajo presión—. Lo hacemos todo lo rápido que podemos,

Herr Hauptmann.

Bora no se movió de donde estaba. Un viento brutal se alzó desde el río y a lo largo de la orilla, haciendo que los hombres se tensasen y les llorasen los ojos. Aunque le dio la espalda al viento, Bora se vio obligado a abandonar su intento de encenderse un cigarrillo al aire libre.

En los camiones, las cajas envueltas en lonas se vieron seguidas por la maquinaria de construcción de carreteras. Cuerpos articulados de acero, como insectos gigantescos, potentes engranajes unidos con correas, cadenas recorridas por surcos.

Bora empezaba a plantearse la alternativa de intentar pasar con el vehículo por encima de la abundante nieve congelada que había a un lado de la carretera cuando la reacción de los ingenieros, más que la conmoción de voces que oyó a sus espaldas, lo hizo girarse.

Ewa había escapado del coche y corría, alejándose de este, en dirección a la elevación del terreno que bordeaba el extremo sur del casco antiguo y la colina de Wawel. Los dos soldados que los escoltaban también habían salido del vehículo. La apuntaban con los fusiles levantados y le gritaban que se detuviese.

—¡No disparen! —Bora se alejó corriendo del grupo desconcertado de trabajadores. A largas zancadas, siguió la dirección que había tomado Ewa a través de la nieve alta, hacia la colina de Wawel. A sus espaldas, los soldados corrieron un poco más y después se detuvieron, siguiendo sus órdenes.

Ewa hacía gala de una rapidez asombrosa, la habilidad de un animal asustado de escabullirse. Las manos y las rodillas actuaban al unísono para apartar la nieve. Su carrera era improvisada pero efectiva y, a través de los montones blancos, avanzaba casi en línea recta, sin que la estorbase el corto abrigo de pieles.

Las botas reforzadas de metal de Bora se resbalaron en el hielo que había bajo la nieve. La altura y el peso de un hombre se aliaban en su contra en la carrera. Su abrigo era largo y pesado y le impedía moverse libremente. Perdió el equilibrio y algo de tiempo mientras Ewa empezaba a subir por la ladera, que estaba cubierta de abundante hierba la mayor parte del año pero que ahora aparecía pelada y era de un blanco casi ininterrumpido.

Los guardias estacionados sobre los bastiones de la colina de Wawel habían detectado la fuga y gritaban advertencias guturales desde arriba.

—¡No abran fuego! —les gritó Bora, aunque el viento se llevó su voz y es posible que no lo oyeran.

A Ewa se le cayó el pañuelo que llevaba al cuello y, arrebatado por la corriente como un pájaro azul y zarandeado, el viento lo hizo flotar en el aire a sus espaldas.

A partir de ese punto, su única esperanza era alcanzar la rampa celosamente custodiada que llevaba hacia la puerta del castillo. Bora sabía que lo que buscaba no era seguridad. La furia que sentía lo impulsó a evitar que la mataran; se negaba por rencor a que tuviese esa elección, a formar parte de su muerte.

—¡Tiene que parar! —le gritó—. ¡Le ordeno que pare!

Ewa miró hacia atrás a mitad de la ladera. El terreno era muy empinado en ese punto. La nieve formaba montones muy altos a este lado de la colina, donde se había acumulado por efecto del viento, y Ewa se hundía casi hasta los muslos. Su rostro se veía diminuto y lívido en la distancia. Parecía estar a punto de retomar su carrera, pero dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se quedó quieta.

A Bora le costó esfuerzo llegar hasta donde estaba, pero lo consiguió rápidamente gracias a sus piernas más largas, calzadas con botas. Ewa respiraba agitadamente, y Bora también. Nubes de vapor condensado huían frente a sus labios.

—No quiero que me arresten, capitán.

—No tiene elección. —Bora apartó los ojos de las figuras oscuras de los guardias armados con subfusiles, como marionetas, que había al final de la ladera—. Si le cuenta al juez lo que pasó entre Retz y Helenka, puede que el tribunal se muestre clemente.

Los labios pintados de Ewa eran el único toque de color en su palidez.

—Como si fuera a airear ante un tribunal el incesto que cometió mi amante con su propia hija. Qué alemán por su parte. No, gracias.

—Venga conmigo, entonces. —Bora extendió el brazo hacia ella. Ewa se fijó, sin dejar de sentirse halagada, en que no había abierto la pistolera.

—Mi hijo ha muerto, mi amante ha muerto. ¿Por qué no deja que le golpee? Así, sus hombres tendrían que matarme.

—No.

—Sería más fácil.

Frau Kowalska, no es usted ni Tosca ni Clitemnestra. Esto no es un escenario.

Bora alargó la mano hasta el codo de ella y lo agarró con firmeza. Exceptuando la noche en que se habían besado, era la primera vez que la tocaba. La guio de vuelta al vehículo a través de la nieve removida sin mirarla, con el ángulo juvenil de la cara apartado del rostro de ella, igual que aquella noche, en su camerino.

El coche parecía muy pequeño allá abajo, junto a la cinta lenta y helada del Vístula, donde por fin habían terminado de descargar el equipamiento y la carretera estaba despejada.

12 de enero

Por la mañana, de camino a la estación de tren, Bora iba leyendo una carta que había recibido de casa y en un primer momento no se dio cuenta de que el coche aminoraba la marcha.

—¿Qué pasa, Hannes? —preguntó automáticamente, sin alzar la vista.

—La calle está cortada más adelante, señor.

Tras orientarse rápidamente, Bora vio que se habían acercado bastante a la estación, tras atravesar el barrio obrero que separaba el casco antiguo del cuartel general del ejército. A unos seis metros por delante del coche, un SS con casco y guantes levantaba el brazo derecho. Hannes redujo aún más la velocidad.

Incluso desde donde se encontraban, Bora vio que la calle estaba llena de cadáveres: civiles en ropa de dormir ensangrentada. Las SS tenían alambre de espino, varios coches y un perro. Había un camión aparcado en la calzada, donde la nieve pisoteada se había convertido en barro. Había personas hacinadas bajo la lona y dos filas de rostros, delgados y pálidos, observaban con nerviosismo lo que ocurría en el exterior. Los SS sacaban a familias enteras, según parecía, de las puertas de los edificios.

El soldado con el casco de las SS hizo señales al coche para que se parase, con una lentitud deliberada y autoritaria, y Hannes frenó hasta detenerlo por completo.

Bora bajó la ventanilla.

Justo delante del vehículo los alemanes tiraban muebles y ropa de los balcones de los pisos más altos de los edificios. Una máquina de coser, todavía pegada a la mesa de finas patas, cayó con estrépito, y volaron trozos de metal. En el aire flotaban papeles que acababan por desplomarse como pájaros a los que hubiesen disparado. El coche se detuvo en el límite mismo de un desorden indescriptible de objetos y personas.

Del interior de las casas se oían disparos. Bora reconoció la reverberación cortante de un tiro efectuado entre cuatro paredes. Lo siguieron los ecos de algunos gritos y unas órdenes expresadas a voces. Más tiros.

—¿Qué ocurre?

Tuvo que gritar las palabras para que lo oyesen. El SS le contestó sin moverse de donde estaba, cerca de la acera sobre la que yacían los cadáveres, sin molestarse en acercarse, aunque sin duda sabía que el que se dirigía a él era un oficial.

—¿No se ha enterado? Hemos cogido a los que mataron a la monja católica.

—¿Qué?

—Fueron los cerdos polacos que se escondían en los tejados de los edificios cercanos al convento. El ejército intentó encubrirlo, pero

nosotros los hemos pillado. Ahora solo es cuestión de sacar a sus cómplices de sus escondites. Se han cancelado todos los trenes, así que tendrá que dar media vuelta.

Sin dejar de mirarlo fijamente, Bora dobló la carta de su madre y se la guardó en el puño de la manga.

El SS se había alejado del coche. La sangre proveniente de los cadáveres empezaba a bajar por la calle. Al alcanzar la costra de nieve que flanqueaba la calzada, se abrieron flores rojas en el punto de contacto; un florecimiento transitorio que estalló para en seguida convertirse en una mezcla de sangre y agua helada que teñía de rosa la nieve medio derretida.

—Circule. Gire allí delante —el SS se dio media vuelta para ordenarles.

Hannes arrancó de nuevo a paso de tortuga, dirigiendo con cuidado el coche en un intento de esquivar la basura que caía desde arriba. Llovían fragmentos de cristal y otros escombros.

«A los que mataron a la monja católica. El ejército intentó encubrirlo». Bora sabía lo que significaba, lo que significaba todo aquello, pero, aun así, un paralizante torpor de cuerpo y alma le permitió seguir observando sin mostrar ninguna reacción visible. Hannes conducía encorvado sobre el volante. Sus grandes orejas parecían translúcidas a la luz fría de la mañana, como las de un animal sensible y mudo.

Un segundo control de carretera instalado por varios SS con abrigos largos obstruía la acera más adelante.

—Gire a la izquierda en la esquina —le dijo Bora a Hannes. Y, cuando el coche se disponía a salir del ruido y la confusión de la calle cortada, una gota de sangre (¿de dónde provendría? ¿Cómo habría salpicado o saltado hasta allí?) cayó sobre el parabrisas. Se posó sobre la parte más alta, donde el hielo que recubría el cristal allí donde no alcanzaban los limpiaparabrisas evitó que se deslizase, de forma que la sangre se quedó allí sellada, como una marca o una acusación.

Las calles estaban desiertas a lo largo de todo el camino desde el control hasta Rakowicka, donde el sol, bajo en el horizonte, desplegaba una gélida alfombra de hielo. Sobre la pared de ladrillo que rodeaba el jardín de la antigua Academia habían pegado varios carteles de las SS de un metro de largo, con el mismo texto en alemán y en polaco. Las letras negras sobre la delgada superficie de papel amarillo pálido rezaban: «La investigación en torno a la muerte de Maria Zapolyaia, una religiosa católica, ha tenido como resultado el arresto de varios criminales polacos. Los culpables (seguía una lista de nombres entre los cuales, sin duda, se encontraba el del prisionero maltratado con el que se había reunido Bora) fueron juzgados, declarados culpables y sentenciados a muerte. Se ha ejecutado la sentencia».

«El ejército intentó encubrirlo. Declarados culpables. Se ha ejecutado la sentencia».

Bora descubrió que era capaz de mirar todo aquello, de oír todo aquello, de ser testigo de todo aquello, sin tener nada en absoluto que decir al respecto.

13 de enero

La última persona en venir a confesarse hablaba inglés. A través del ventanuco enrejado, el padre Malecki entendió bien de quién se trataba, aunque no intercambiaron ningún signo de complicidad.

—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.

Amen. Perdóneme, padre, porque he pecado.

—¿Cuánto tiempo hacía que no se confesaba?

Malecki se sorprendió a sí mismo al reclinarse en el hueco de la ornamentada cabina de madera que lo separaba del mundo para escuchar las palabras que le llegaban, en tono serio y en voz baja, a través de la poca privacidad que la reja de metal confería al otro hombre.

—Ahora todo es distinto, padre. El bien y el mal, el honor y el deshonor… no son más que palabras, palabras vagas para mí hasta que consiga volver a ponerlos en orden. Nadie puede hacerlo por mí y me da miedo, me da miedo tener que elegir. Tener que decantarme por uno de los términos opuestos cuando son tan vagos y tener que seguir adelante sin saber si he hecho bien, si mi elección fue sabia, cuando ya ni siquiera distingo los perfiles de la sabiduría. Se ha vaciado ante mis propios ojos el gran recipiente de sabiduría al que aspiraba; me engañaba a mí mismo repitiéndome que iba a conseguirlo o que ya había logrado llenar una pequeña parte. Está vacío.

Está vacío.

—Eso no es pecado.

Bora apoyó la frente contra la celosía.

—Al mundo se le ha caído la máscara, padre Malecki, y detrás no hay rostro alguno. Siento enfermo el corazón.

—¿Así se siente? Es la expulsión del edén. Encontrarse con los «opuestos», como usted los llama. Darse cuenta de que, a diferencia de la perspectiva que se tiene desde dentro del jardín, de verdad hay un bien y un mal y la elección está en sus manos, porque es una criatura temporal con un alma inmortal cuyo bienestar depende de lo que haga

aquí, de lo que decida

aquí. —Malecki se emocionó al notar que Bora se esforzaba en silencio por no llorar—. Le diré algo: independientemente de lo que elija, quedará crucificado a su elección, lo clavarán a ella y sangrará hasta quedarse lívido. Vivirá o morirá por ella; tan seguro como que le estoy hablando en este momento. Y lo que es más: otros vivirán o morirán por ella.

La sombra que había tras la reja se alejó de repente.

—No quiero oírlo.

Pero Malecki se esperaba su reacción. Salió del confesionario e impidió con brusquedad que Bora se marchase. Lo devolvió de un empujón al hueco que había entre el confesionario y la pared, en la penumbra de la iglesia vacía.

—Dígame: ¿cree que la abadesa era una santa? ¿En eso consiste ser santo: una persona envuelta en su egocéntrico amor a Dios hasta el punto de excluir a todos los demás, regocijándose en Dios tras una puerta cerrada? Los santos no son tan celosos de su privacidad, capitán Bora. Soportan las cruces diarias y poco vistosas de su amor al prójimo, su enfado e indignación y la voluntad de infundir esperanza en los demás. En ocasiones llevan túnicas; otras, ropas de civil… o incluso botas con espuelas. Y tienen que ser todo lo prudentes y astutos que les sugiera Dios, serpientes y palomas en manos de los hombres.

¿Lo entiende? Temo por usted: ¡yo, que debería ser enemigo de usted y lo que representa!

15 de enero por la noche

—Nació usted con estrella. Nadie podrá arrebatársela jamás.

Tras enterarse de que habían reasignado a Bora, el doctor Nowotny se había autoinvitado a cenar y a disfrutar de una velada privada de música de Schumann interpretada al piano.

—Vaya, vaya —añadió—. ¡Una escuela especial de inteligencia y, después, la Academia Militar! Eso debería mantenerlo ocupado hasta enero de 1941 por lo menos. ¿Tendrá tiempo de escabullirse a casa entre clase y clase para suministrarle algo de «plasma germinal» a su esposa?

—Eso espero. —Bora se había despedido del padre Malecki aquella misma tarde y, no sabía muy bien por qué, se sentía huérfano tras la separación. Sentado al piano, ponía cuidado en disimular esos sentimientos y su melancolía ante el silencio de Dikta durante las Navidades—. La echo muchísimo de menos.

Nowotny se dejó caer en el sillón, con una copa grande de coñac en la mano.

—Como debe ser, como debe ser. Envíele un telegrama a Schenck en cuanto la deje embarazada para que deje de mandarle recordatorios de sus deberes conyugales. —Se echó a reír—. Resulta fácil decirlo. ¿Quién sabe dónde estaremos todos dentro de dos o tres años? —Escuchó tocar a Bora durante un rato. La música lo conmovió y no pudo evitar ponerse sentimental—. Una cosa sí puedo decirle, Bora. Dejará atrás esto de resolver crímenes y se concentrará en su carrera como militar. Y, si sé lo que me conviene, tarde o temprano dejaré de fumar como un carretero. Nuestro incomparable Schenck seguirá reproduciéndose como un conejo. A ver, ¿qué más?

Eran poco más que castillos en el aire por parte de Nowotny.

Tres años después seguiría fumando tanto como siempre. Schenck moriría a las puertas de Stalingrado antes de ver nacer a su sexto hijo y una granada de los partisanos le arrancaría la mano izquierda a Bora en el norte de Italia. Su esposa Dikta conseguiría la nulidad poco después. Todos, todos perderían una guerra de forma más desastrosa de lo que nadie podía temer. La vida podía arrebatarle a uno la buena estrella, y eso mismo iba a hacer.

Esta noche estaban Schumann, las expectativas moderadas de Nowotny y la clemencia de la ignorancia.

15 de enero por la tarde

—Hay una cosa que me gustaría pedirles a las hermanas: el grabado que hay colgado sobre la puerta del antiguo dormitorio de

Matka Kazimierza.

La hermana Irenka hizo una mueca.

—¿Esa odiosa imagen de Adán y Eva?

—Sí, esa.

—Faltaría más, quédesela. Hermana Jadwiga, haga el favor de traerle el grabado al capitán. ¿Puedo preguntarle por qué ha elegido esa imagen como recuerdo de nosotras?

—Sí, pero no la he escogido como recuerdo de ustedes, madre superiora, sino como recuerdo de mí mismo para mí mismo. —Bora sintió que se sonrojaba y, por una vez, no se resistió a la reacción de su cuerpo—. Después de todo, he fracasado en mi investigación, y necesito algo que me recuerde el orgullo masculino.

El padre Malecki esperaba fuera del convento, fumando un cigarrillo polaco. Vio que Bora metía el grabado en el maletero y se sintió tentado de sonreír.

Pero, en vez de eso, le preguntó:

—¿Las ha convencido de que no consiguió usted dar con la solución?

—No lo sé. Parecen resignadas a todo lo que pueda pasar.

—He oído decir que las SS están exhibiendo el hábito manchado de sangre de la abadesa en una de las salas de la colina de Wawel, junto con la bala Radom como prueba de que el culpable era polaco. Bueno, ¿qué hemos aprendido de todo esto?

Bora invitó al sacerdote a subir al coche.

—Solo puedo hablar por mí mismo, padre Malecki; y lo que he aprendido es filosofía elemental: las cosas no son lo que parecen. Las certezas no son lo que parecen. Tal vez no existan las certezas.

—Ah, pero también está la fe de la madre Kazimierza en una luz interior.

—Sí.

Lumen Christi, Adiuva Nos. Vamos a necesitarla.

—Vamos a necesitarla.

Avanzaron en silencio por las callejuelas del casco antiguo de Cracovia, bajo un cielo nublado que prometía más nieve.

—No llegó a decirme quién era el padre Moczygemba. —Bora se esforzó por sonreír.

—¿El padre Leopold Moczygemba? Un pionero de la emigración polaca a América. Construyó la iglesia de Cyril y Methodius en Bucktown, el barrio polaco de Chicago.

—¿Y después?

—Y después se convirtió en el padre espiritual de los polacos de Texas; pero su rebaño lo expulsó al darse cuenta de que el nuevo mundo no era la tierra prometida.

—No existe ninguna. Me refiero a las tierras prometidas.

—Exactamente. Confíe en la única Tierra Prometida, capitán Bora.

Sabían que no volverían a verse y la sensación estaba teñida de un regusto amargo y penetrante para ambos. Pero prefirieron no hablar de ello.

Pronto se separaron al final de la calle Karmelicka.

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