Lumen

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Capítulo 1

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Como la mayoría de los hombres de su generación política, era difícil definir a Bora, pero al menos tenía una cierta solidez tradicional, una fiabilidad que poco tenía que ver con la pertenencia al partido. Sabía guardar un secreto. El único problema con Bora, pensó Hofer con melancolía, era que la fortuna lo había tratado bien.

En el campo, el olor de la carne achicharrada emanaba del montón de heno, donde las llamas seguían encendidas y el núcleo fermentado de las balas ardía sin llamas en torno al cuerpo en montones negros y compactos, como turba.

Bora levantó los ojos del mapa y gritó a los soldados que estaban en cuclillas cerca del umbral de la granja.

—¡Por el amor de Dios, sáquenlo de ahí! ¿No se dan cuenta de que el pobre bastardo está empezando a cocerse?

16 de octubre

Bora no volvió a Cracovia hasta el lunes. Se reunió con Retz en el cuartel general del ejército. Retz trabajaba para el servicio de intendencia y en ese momento maldecía por teléfono porque un envío de sábanas se había retrasado. Al final del día volvieron juntos a su apartamento.

Este se encontraba en una casa señorial de tres pisos en la calle Podzamcze, justo debajo del formidable bastión del Castillo de Wawel. Sobre el estuco amarillo claro destacaban las contraventanas y los balcones de hierro colado recién pintados, y, según pudo ver Bora, un estrecho jardín de plantas perennes se extendía a lo largo de la parte trasera del edificio.

Siguió a Retz, que subió dos tramos de escaleras, hasta llegar a una puerta que el mayor abrió para revelar un elegante interior.

—Menuda suerte hemos tenido de que nos hayan alojado aquí —dijo Retz en tono despectivo, mientras retiraba la llave de la cerradura con un tirón malhumorado. De camino a la casa habían estado hablando del coronel Hofer, pero ahora el mero hecho de entrar en el apartamento pareció resucitar el desdén que sentía por el alojamiento que les habían asignado. Retz entró por delante de Bora y añadió:

»¿Ha visto lo que hay fuera, sobre el quicio de la puerta? —Se refería a un pequeño contenedor metálico medio roto que ya había llamado la atención de Bora. Daba la impresión de que alguien lo hubiese abierto con la punta de un cuchillo y en ese momento no parecía más que metal desgarrado—. ¿Sabe qué se supone que es?

Bora le dijo que creía saberlo.

—¿Pero sabe qué quiere decir?

Bora apartó la mirada de la jamba.

—Creo que se llama mezuzá. Normalmente, contiene un texto sagrado.

Retz se quitó el cinturón y la pistolera y los tiró sobre una silla.

—Si no fuera porque el apartamento está tan bien equipado, con ese trasto bastaría para pedir que nos alojasen en otro sitio, como se lo digo.

Bora todavía no había cruzado el umbral. Vio que, aunque habían arrancado la placa de latón con el nombre de la puerta, el apellido que había grabado bajo el timbre eléctrico seguía estando legible. Era un nombre judío.

Retz había entrado en el baño. A través de la puerta entornada se oía el sonido de la orina al caer en la taza. Llamó a Bora por encima del ruido del agua.

—Eche un vistazo: su dormitorio está en la parte de atrás.

Bora se quitó la gorra. A diferencia de Retz, era la primera vez que entraba en su alojamiento. Examinó la habitación que tenía justo delante, un salón con el suelo cubierto de alfombras donde vio el extremo reluciente de un piano de cola. Pronto se encontró de pie ante este, ejercitando sus ágiles dedos sobre las teclas. Retz se unió a él, sin prisas.

—Bueno, lo que le decía de Hofer: ¿se ha pasado una semana llevándolo de acá para allá y no sabía que su hijo tiene prácticamente un pie en la tumba? Padece una enfermedad grave y solo tiene cuatro o cinco años. Se casó tarde, tuvo al hijo tarde… su único hijo. El viejo lleva un año fuera de sí. Los médicos le han dicho que no pueden hacer nada, así que vive al día, como un prisionero en el corredor de la muerte. —Con una sonrisa de suficiencia, Retz se apoyó sobre el reluciente quicio de la puerta del salón—. Bueno, ya veo que

usted no va a tener problema en acostumbrarse a una casa judía. —Observó cómo Bora ojeaba con interés una pila de partituras—. ¿Por qué no toca alguna cosa? ¿Se sabe alguna de las canciones de cabaré de Zarah Leander?

20 de octubre

La voz de la abadesa se oía con claridad a través de la puerta. Sin duda, se dirigía a una de las hermanas, porque Bora reconoció la palabra polaca

Siostra. Hofer estaba de pie a dos pasos de él en el pasillo del convento, con la cara completamente pálida. La temperatura del día de finales de octubre no justificaba la fina capa de sudor que le cubría la frente con entradas. Las paredes exteriores del convento eran macizas y conseguían aislarlo tanto del frío como del calor. Aunque no es que hiciese calor. Cuando Hofer se examinó, nervioso, los botones de la guerrera, Bora vio que le temblaban las manos.

Por ese nerviosismo y porque los días de sol parecían ser escasos en Cracovia, Bora habría preferido estar al aire libre. Esforzándose por no demostrar contrariedad, alzó los ojos hasta el ventanuco más cercano, por el que se veía el cielo y que se recortaba como un retal dorado sobre la pared desnuda. La abadesa los estaba haciendo esperar. Afuera, el aire debía de estar fresco y limpio, con luz de sobra para ir en coche al río tras pasar por la iglesia de Paulina, o más allá del puente en dirección a Wieliczka, algo que hasta el momento no había tenido tiempo de hacer. Se imaginó caminando bajo los tiernos rayos oblicuos del sol, a través de las antiquísimas calles.

Hofer se dirigió a él en tono severo, con una repentina tensión en la voz, como si pudiera mostrarse aún más duro pero hubiese optado por contenerse.

—No tiene usted ni una preocupación en el mundo, ¿no es así?

Sus palabras desconcertaron a Bora. Había intentado disimular que estaba distraído y se sintió avergonzado. Tras apartar la vista de la ventana, un cuadrado verdoso siguió flotando ante sus ojos, después de haber mirado fijamente el ventanuco iluminado.

—Lo siento, coronel.

—No es eso lo que le he preguntado.

—No, señor. —Bora oyó una orden imperiosa de la abadesa más allá de la puerta cerrada, pero no dejó de mirar el rostro resentido de Hofer—. Tengo responsabilidades —dijo—. Y echo de menos mi hogar.

—No tiene responsabilidades. —Hofer lo dijo como si fuese culpa de Bora, con una amargura teñida de envidia. Miró el reloj, dio un paso rígido hacia adelante y volvió a quedarse completamente inmóvil, inmóvil y tenso como un paciente que espera el veredicto en la consulta de un médico—. ¿Cuánto cree que va a durar?

Bora sabía muy bien a qué se refería Hofer.

—No me cabe duda de que la vida nos pone a prueba a todos, antes o después.

—¿Antes o después? Antes de lo que piensa, de eso puede estar seguro. —Sobre la puerta colgaba una litografía enmarcada de Adán y Eva en el jardín del edén y Hofer la señaló con la cabeza—. Ese de ahí arriba es usted.

Cortés, Bora se giró hacia la imagen. Una oportuna rama arqueada ocultaba la desnudez de Adán. Se lo veía imperturbable, con los ojos muy abiertos, un gañán con buena planta al que una Eva seductora presentaba una manzana roja muy pequeña.

—Esta guerra va a ser la Eva que lo tiente con su manzana, capitán.

—Supongo. Aunque sigo pensando que tengo elección…

—Oh, la morderá. No se crea superior: cuando se la ofrezcan, se la tragará de un solo bocado.

El giro silencioso del picaporte se vio seguido por un crujido del hábito blanco y negro y una monja de rostro poco agraciado entreabrió la puerta justo lo suficiente para mirar al exterior.

Pulkownike Hofer. —Invitó a entrar al coronel—. Por favor. La abadesa está dispuesta a recibirlo.

—Espere en la otra habitación. —Hofer le escupió las palabras a Bora. Mientras entraba, por entre el amplio arco que describió la puerta al cerrarse, Bora vio a otra mujer en perfil de tres cuartos: una monja alta, almidonada y majestuosa, cuyos ojos le dedicaron una mirada fría. Entonces, la puerta se cerró, como una negación.

Mientras volvía a la sala de espera escoltado por una monja que parecía haberse materializado de la nada, Bora prestó más atención a las escasas imágenes que había sobre las paredes, que destacaban sobre la claridad proveniente de las ventanas perfectamente limpias y sin cortinas que había a lo largo del pasillo. En un giro del corredor, una colorida estatua de escayola de Nuestra Señora de Lourdes se alzaba sobre un pedestal de madera cubierto con un paño. A pesar de la solidez del edificio, cuando Bora pasó junto a la estatua, los pasos de sus pies, enfundados en las pesadas botas, hicieron temblar y tintinear las estrellas metálicas que tenía en torno a la aureola.

Aunque había venido al convento todos los días que había pasado en Cracovia durante la semana pasada, Bora seguía sin hacerse una idea de dónde estaba cada cosa. Parecía haber habitaciones por todas partes; estrechos pasillos y escalones que llevaban al confundido visitante hacia arriba o hacia abajo, así que uno se sentía agradecido por la presencia silenciosa y deslizante de la monja que guiaba sus pasos.

21 de octubre

—Era el polvo con más clase de toda Polonia —recordó Retz, después del trabajo, por encima del vaso de licor inclinado hacia adelante. Con los ojos fijos en la revista sobre teatro de hacía quince años que había desplegado sobre la mesa de centro de su apartamento, añadió—: Uno no sabe lo que es la clase y la tenacidad hasta que no la ve a

ella. Mire.

Bora miró. Por lo visto, en la década de los años veinte, los críticos estaban locos por Ewa Kowalska. De las palabras impresas que conocía de la revista polaca, Bora entendió que su interpretación de Nora en

Casa de muñecas no tenía rival y que a los hombres les había encantado en

Así es, de Pirandello. Demostraba fuerza, técnica, confianza, encanto, etcétera. Prometía ser una Sarah Bernhardt y una Eleonora Duse polaca, todo en uno.

Por lo que Bora había oído decir en otras partes, menos de veinte años después, parecía que Ewa Kowalska no había sabido cumplir con las expectativas. No se había adaptado bien a los cambios que se habían producido en el estilo y la interpretación y al final se había retirado de la escena teatral de Varsovia. Aunque en los escenarios de provincias seguía representando el papel de

prima donna, seguramente solo volvía a estar en boga en Cracovia por la guerra. Complementaba sus ingresos realizando traducciones del francés como segunda ocupación, pero, en general, los oficiales decían que su piso en Swiety Krzyzka seguía siendo acogedor en invierno y estaba decorado con flores recién cortadas en verano.

Bora escuchó lo que le decía el mayor Retz y sintió verdadera curiosidad por conocerla.

—No creo que se interese demasiado por alguien de su edad. —Retz desechó su interés.

Bora se negó a defenderse. Tras ver el extraño despliegue de frascos y manchas sobre el lavabo, había llegado a la conclusión de que Retz se teñía el pelo para aparentar menos edad, así que decidió no añadir nada que pudiera interpretarse como un deseo de competir con él en cuestión de mujeres.

Retz dijo, sirviéndose otro vaso:

—Voy a verme con

Frau Kowalska aquí en el piso el sábado que viene, Bora, así que asegúrese de volver muy tarde esa noche.

—¿A qué hora, mayor?

—Oh, qué sé yo. A las dos o las tres de la mañana. —Retz le dedicó una sonrisa cómplice—. Hace veintiún años que no la veo.

La falta de respuesta de Bora sugería alguna duda no expresada por parte del hombre más joven. Retz se dio cuenta y añadió:

—Le devolveré el favor, no se preocupe.

—No tengo inconveniente en volver tarde, mayor. Lo que me preocupa es la seguridad.

—¿La seguridad?

—La confraternización.

Retz se echó a reír. Con al menos cuarenta y cinco años, de complexión fuerte, era guapo de una manera tosca y pecaba de exceso de confianza, según comprobó Bora en ese momento.

—¿Por llevarme a la cama a una polaca? Relájese, capitán. Sé lo que es confraternizar, no necesito que me lo recuerde el servicio de inteligencia. —Después de terminarse la copa de un trago, Retz guardó las gafas y volvió a poner el corcho en la botella de

brandy—. Por cierto, ¿qué tal le va con el polaco?

—No muy bien. Solo conozco unas cuantas frases.

—Bueno, pues ya lo habla mejor que yo. Llame a este número y conciérteme una cita con el doctor Franz Margolin. Por supuesto, «sé que es judío», ¿qué se cree? Ahora que han vuelto a traerlos a Polonia a él y a los de su clase, pienso aprovecharme. Judío o no judío, antes era el mejor dentista de Postdam.

—Entonces, ¿no hablará alemán?

—Si lo hablase no se lo pediría, ¿verdad? Lo que habla es polaco. A no ser que hable mejor yidis que polaco, diríjase a él en esa lengua. Dígale que tengo una o dos caries de las que debe encargarse.

Bora no tenía ni idea de cómo se diría «caries» en polaco. Marcó el número de la operadora y se las apañó para preguntar por la consulta del dentista. El teléfono sonó durante largo rato sin que nadie lo cogiese. Bora estaba a punto de colgar cuando, por fin, respondió una voz de mujer.

—Margolin? Jego niema w domu. Kiedy on wraca? Nie, nie moge odpowiedzéc na to pytanie. Nie wiem kiedy.

Nie rozumien —contestó Bora, porque no había entendido ni palabra, excepto que Margolin no estaba en casa. Tras diez minutos de explicaciones mutuas, Bora se dio cuenta de que no iba a volver ni a su casa ni a la consulta. Nunca más.

—Menuda suerte tengo. —Retz se dio una palmada en la rodilla, decepcionado—. Ahora tendré que ir a uno de nuestros matasanos militares. ¿Se da cuenta de lo molesto que es andar por ahí con dos caries?

Bora, que no tenía caries, creyó que no era el momento de mencionarlo.

23 de octubre

En su habitación alquilada de la calle Karmelicka, el padre Malecki se despertó de su siesta de media tarde con la vaga intranquilidad de que no debía haberse quedado dormido. Con el corazón latiéndole con fuerza, abrió los ojos y los fijó sobre el rectángulo verde a rayas de la ventana cubierta por la contraventana y, por la cantidad de luz que se filtraba a través de las láminas, supo que eran más de las cuatro.

Conteniendo la respiración, intentó controlar las palpitaciones que sentía en el pecho. No era propio de él despertarse bañado en sudor frío, sobre todo cuando ni siquiera había tenido una pesadilla. Se incorporó y alargó el brazo en busca de su reloj de pulsera, que estaba sobre la mesita de noche.

Las cuatro y treinta cinco. Bostezó, se deslizó la pulsera de metal en torno a la muñeca y se desperezó. ¿Por qué le daba la impresión de llegar tarde a alguna cita? No tenía gran cosa que hacer hasta última hora de la tarde, cuando pensaba reunirse con las hermanas para las vísperas en el convento.

Esa punzada de nerviosismo no tenía razón de ser. Malecki bebió un sorbo de agua para humedecerse la boca seca. No se sentía tan incómodo desde la llegada de los alemanes a Polonia. Por supuesto, las noticias del día a día lo dejaban triste y horrorizado, impotente ante el exceso de violencia, pero la angustia que sentía no se debía al sufrimiento de terceras personas.

La habitación estaba en silencio. El tictac de un reloj al otro lado de la puerta fue lo único que rompió el silencio hasta que Malecki se levantó de la cama y los muelles gimieron bajo el colchón. Ya no le latía aceleradamente el corazón. Tal vez fuese cuestión de dejar el café o volver a fumar una marca decente de cigarrillos americanos, si los encontraba en el mercado.

Fue a abrir la ventana y observó la callejuela antigua y estrecha. No había tráfico. Un camión del ejército alemán se acercaba lentamente desde el centro de la ciudad. Malecki le dio la espalda al alféizar, con el ceño fruncido. De nada servía echar la culpa al café o a los cigarrillos. La ansiedad seguía ahí, incómodamente alojada en la boca del estómago.

Sobre el sillón, como sobre el regazo de una señora gruesa, yacían, sin vida, sus vestiduras de clérigo. Se las puso y empezó a abotonárselas. Se le vino a la mente la idea de llamar al convento y en seguida la descartó. ¿Cómo se le habría ocurrido siquiera? Allí no había teléfono y, además, no tenía nada que contarles a las hermanas.

Agitadas por el movimiento de las ropas, unas cuantas motas de polvo danzaban a su alrededor en los rayos de luz que seccionaban su habitación.

Se sentó frente al estrecho escritorio que había junto a la cama e intentó leer su breviario. Las palabras saltaban de acá para allá bajo sus ojos y las líneas se confundían, así que cerró el libro. Después empezó a escribirle una carta a su hermana, en Carbondale, pero no llegó ni a la mitad. Por fin, abrió la puerta de su habitación y llamó en voz alta a la casera.

Pana Klara, ¿han dicho algo interesante en las noticias?

Justo en ese momento, en el extremo este del casco antiguo, Bora se dio cuenta de que iba a tener problemas para aparcar frente al convento. Apenas se había detenido junto al bordillo para que Hofer bajara del vehículo cuando un creciente estrépito de motores y cadenas de acero invadió el otro lado de la calle. Con el motor aún en marcha, sacó la cabeza por la ventanilla para echar un vistazo.

Tanques. ¿Quién podía ser tan estúpido como para hacer una cosa así? En esa calle tan estrecha no había espacio para que maniobraran los tanques. Aun así, creando un estruendo sordo y discordante sobre los adoquines, los

panzers se acercaban pesadamente hacia él desde la curva que tenía delante, donde la escalinata frontal de una iglesia jesuita reducía aún más la acera. Como dinosaurios, emergieron envueltos en un hedor a combustible, haciendo estremecerse las farolas y las ventanas y el retrovisor del coche de Bora. Siguiendo el razonamiento necio que les había hecho elegir esa ruta, seguían avanzando, ciegos y sordos como parecen estar todas las máquinas cuando no vemos a sus conductores; aparentemente inconscientes de que la pronunciada esquina que tenían delante iba a plantearles un obstáculo.

Prudente, Bora se subió a la acera con el coche y, durante los siguientes cinco minutos, formó parte, tanto como los propios tanques, de las maniobras ensordecedoras de marcha atrás que realizaron estos para pasar por la estrecha callejuela.

El último y voluminoso vehículo seguía rascando la esquina con su flanco de mamut cuando, inesperadamente, Hofer salió tambaleándose de la puerta del convento. Al verlo vacilar sobre la acera, Bora bajó corriendo del vehículo, seguro de que se había producido un ataque partisano. Para cuando Hofer, con la cara grisácea, consiguió hacer un gesto frenético pidiendo ayuda, Bora ya estaba a su lado. Con la pistola en la mano, separó las piernas, adoptó una postura protectora y se giró hacia la calle como si el peligro invisible proviniese de allí.

—¡Dentro… dentro! —La voz sofocada de Hofer se las apañó por fin para salir de la caverna de su boca. Bruscamente, empujó al joven hacia el vestíbulo en penumbra, haciéndolo pasar en primer lugar.

Por un momento, a Bora le pareció que unos fantasmas etéreos envueltos en largos ropajes que no paraban de gemir se arremolinaban a su alrededor. Entonces se dio cuenta de que eran las monjas, que susurraban y sollozaban en su lenguaje incomprensible.

Hofer no dejaba de empujarlo y, a la carrera, cruzaron las austeras habitaciones, dejando atrás crucifijos negros, mesas alargadas, ropa almidonada, sillas, un pasillo, escalones, hasta percibir un fogonazo verde de luz y el olor de la tierra mojada.

Se encontraban al borde del claustro. Sobre sus cabezas se abría un cielo nublado perfectamente cuadrado, y los distintos verdes de los pequeños árboles y las plantas en sus macetas les dificultaban la vista a todos los lados del cuadrado.

—¡Mire, Bora!

La madre Kazimierza estaba tumbada boca abajo junto al pozo, en el centro pavimentado del jardín, con los brazos extendidos hacia los lados y la cara apartada de los dos hombres. Se le veía parte de la toca blanca. Esta, junto con el hábito negro que le envolvía las piernas, la hacía parecer una golondrina extraña y enorme que hubiese caído desde gran altura.

De debajo de su alto cuerpo, una línea roja, comparable a un hilo, serpenteaba por la lechada que unía las baldosas hasta alcanzar el borde de la zona pavimentada. La cinta larga y sinuosa parecía tender los brazos a los hombres y mujeres que se mantenían a distancia. Más allá del borde de baldosas la había absorbido la tierra húmeda, como un río que desaparece engullido por la tierra porosa.

Bora bajó la pistola.

A su izquierda, cubriéndose la boca con ambas manos, una de las novicias jóvenes empezaba a temblar violentamente, pero no conseguía romper a llorar. Cuando una ráfaga de viento anormalmente frío para la época del año barrió el claustro, una lluvia de hojas amarillas y redondas, no mayores que monedas, empezó a caer de los árboles que había en el exterior. No se escuchó ningún sonido coherente proveniente del grupo que observaba la escena hasta que Hofer tartamudeó para sí mismo, con los ojos vidriosos:

—Muerta, está muerta… la santa está muerta.

Bora siguió con los ojos el rastro de sangre hasta el borde como de encaje que formaba a sus pies. Lo mismo le había pasado en Aragón, hacía dos veranos. La tierra se la había bebido toda, pero unas diminutas hormigas negras se aproximaban a toda prisa y, caminando hacia adelante y hacia atrás, examinaban la orilla de lo que, para su tamaño infinitesimal, debía ser un río alimenticio que empezaba a secarse.

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