Lumen

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Capítulo 3

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jeep Volkswagen tocando el claxon para indicarle que se detuviese a un lado del camino y dejase pasar a los camiones semioruga y los transportes de personal. A lo lejos, unos edificios ardían lentamente, casi sin llamas, elevando al cielo líneas alargadas de humo que parecían dibujadas a lápiz. A través de sus binoculares, Bora divisó las aldeas apiñadas y alguna casa que ardía sin llamas aquí y allá. Los vehículos del SD y las SS seguían sobrepasándolo.

Este sitio no era distinto de los demás. La mujer lloraba y a Bora le dio la impresión de que no había visto más que mujeres de granjeros llorando desde su llegada a Polonia. Lo llevó hasta el huerto de coles, que estaba pisoteado, y le mostró una zona donde las plantas estaban aplastadas.

—Mire la sangre —sollozó—. Mire la sangre.

Bora examinó la sangre.

—¿Se llevaron a su marido estando en casa?

—No, estaba escondido aquí fuera, en el huerto, porque sabía que iban a venir a buscarnos a los alemanes étnicos.

—¿Y la dejó sola en la casa a sabiendas de que iban a pasar por aquí resistentes del ejército polaco? ¿No se le ocurrió que podían haberla matado a usted en vez de a él?

Pero a ella no la habían matado, dijo la mujer, llorando. Después de registrar la casa, salieron al huerto, lo encontraron y lo mataron a él.

—¿A usted le hicieron algo?

—No, pero se llevaron a

Frau Scholz, que vive camino abajo. La oí gritar.

Bora anotó el nombre. Iría a la granja de los Scholz cuando terminase allí.

—«Se la llevaron»: ¿qué quiere decir con «se la llevaron»? ¿La forzaron, la secuestraron?

La mujer empezó a sollozar una vez más. Lo único que consiguió entender Bora de sus frases entrecortadas fue que los rezagados habían matado a los hombres de la familia Scholz y se habían llevado a la mujer para ellos.

—Pero les recé a Dios y a la madre Kazimierza de Cracovia. Así que mataron a mi marido y a los Scholz y se llevaron a

Frau Scholz, pero a mí no me hicieron nada.

16 de noviembre

Nowotny sonrió con suficiencia al oír la pregunta. Frotó con el dedo la cicatriz que Bora tenía en la cabeza, que empezaba a sanar, con más brutalidad de la necesaria, para que este admitiese que le dolía.

—Por supuesto que soy ateo, capitán; así que no espere revelaciones piadosas por mi parte. No creo en ninguna de estas tonterías. ¡Milagros! La mayoría de los supuestos fenómenos espirituales tienen explicación, incluidos los cadáveres incorruptos y estas

hemorragias místicas. Por ejemplo, ¿ha oído hablar alguna vez de la

micrococcus prodigiosus?

—No. Supongo que será una bacteria.

—Es la bacteria que da origen a los puntitos rojos que a veces se ven en las migas de pan, por si alguna vez se ha fijado. Se cree que también desempeña un papel en el trastorno histérico conocido como hematidrosis.

—¿Sangre en el sudor?

—Exactamente. Técnicamente, es un «pseudosudor» o parahidrosis. Por lo visto, se produce un desbordamiento de un suero que contiene unas partículas rojas y las bacterias parasitarias de las que hemos hablado, que contamina las glándulas sudoríparas. Con ello no quiero decir que su monjita no fuese buena, o incluso santa (aunque no sé muy bien en qué consiste ser una santa), pero la «sangre» puede explicarse científicamente. En el caso de aquella muchacha austriaca, la chica Neumann, se sugirieron trucos algo menos edificantes relacionados con las pérdidas de sangre mensuales, mucho más fáciles de conseguir. —Nowotny hablaba con el cigarrillo sin encender colgando de los labios, mientras jugueteaba con el estetoscopio que había sobre su escritorio—. Con eso queda contestada la pregunta número uno. ¿Cuál era la pregunta número dos? ¿El éxtasis, verdad? Desea usted conocer la opinión de un médico sobre los estados de supuesto éxtasis.

—A título personal, sí.

—Bueno, no he presenciado ningún caso con mis propios ojos, pero mi padre era interno en La Salpêtrière, en París, cuando abrió su consulta. Allí estudió la histeria y la hipnosis con Charcot. Yo diría que en el caso de su abadesa, se trata de un éxtasis histérico, un «gran ataque» que culmina en lo que se denominan «posturas pasionales». Dichos ataques pueden estar seguidos o acompañados de una falta de respuesta a los estímulos dolorosos (técnicamente, anestesia autoinducida), rigidez corporal, la interrupción del ritmo respiratorio normal, etcétera. Me imagino que su monja pasaría por esta rutina antes de alcanzar el estado en que realizaba profecías.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe? ¿No lo ha preguntado?

—Nadie vio nunca a la madre Kazimierza en éxtasis.

—Entonces ¿cómo sabemos que lo experimentó?

—En cuanto empezaba a brotarle sudor mezclado con sangre de las manos y la frente o comenzaba a ponerse rígida, ordenaba a todo el mundo que saliese de la habitación.

—¿Y?

—Y, para cuando llamaba a su secretaria, una tal hermana Irenka, la crisis ya había pasado. Supuestamente, le corría sangre por los dedos y la cara, proveniente de heridas que se cerraban a las pocas horas, incluidas una en el pecho y, por supuesto, las de los pies. Les pedí un pedazo de gasa o vendas que hubiesen usado para absorber las emisiones, pero se negaron en redondo. Espero que el padre Malecki se las haya apañado para conseguir una muestra para la investigación que le encargó el Vaticano. Ya veremos si está dispuesto a compartirla con nosotros o no. Dado que no resulta relevante para la investigación del asesinato, doy por hecho que se negará.

—¿Me está diciendo que ninguna de las monjas curioseó jamás a través de la cerradura?

—Bueno, el padre Malecki admitió que una vez se quedó escuchando detrás de la puerta durante uno de los ataques. Según él, la monja dejó escapar un grito sofocado y a continuación oyó el golpe seco de un cuerpo al caer, inerte, en el suelo. Cuando lo dejaron entrar en la habitación, el dibujo que formaban las manchas de sangre sobre las baldosas lo indujo a pensar que la madre Kazimierza había caído boca abajo, con los brazos estirados en forma de cruz.

—Claramente una postura pasional.

—Además, era capaz de pasarse dos días seguidos arrodillada con las manos juntas en oración, unas veces dentro del convento, y otras, en el jardín. Por lo visto, en una ocasión se pasó toda la noche arrodillada junto al pozo del claustro, con temperaturas bajo cero y en plena nevada. Según las notas del padre Malecki, no sufrió ninguna secuela; ni siquiera mostraba signos de congelación.

Nowotny por fin se encendió el cigarrillo.

—¿Adónde quiere llegar con todo esto?

—Lo que quiero decir es que es una lástima que no tengamos mejores descripciones de esos fenómenos de éxtasis. No siempre sangraba, pero no puedo evitar preguntarme qué más le ocurriría a nivel físico y mental.

Con una cordial inclinación de la cabeza, Nowotny dejó escapar el humo de la boca.

—La próxima vez que tenga un orgasmo, preste atención. No es muy distinto.

17 de noviembre

—¿Quién anotaba las profecías de la abadesa? ¿Tenemos la última?

Había llegado el momento de contestar a esta pregunta. Todos los argumentos de peso que había planeado alegar el padre Malecki para negarle a Bora acceso al documento parecían intrascendentes.

—La hermana Irenka las anotaba en taquigrafía. ¿Quiere venir a la biblioteca y preguntárselo usted mismo? Habla alemán.

La hermana Irenka medía menos de un metro cincuenta y era una mujer menuda con gafas gruesas y rostro delgado y tímido. Pasaba las cuentas de un rosario con las manos, que le asomaban de las mangas, pequeñas y nerviosas, blancas y como de cera; como las manos de las monjas que Bora había visto anteriormente.

—Hablo muy poco alemán —dijo, con énfasis—. Muy poco alemán. Haga el favor de hablar lento.

Transcurrido un tiempo, sacó de un estante un voluminoso registro cuyas páginas estaban cubiertas de los trazos floridos propios de las notas taquigráficas. En la esquina superior derecha de cada nota, la fecha estaba debidamente marcada. La última en orden cronológico se había recogido el día anterior a la muerte de la abadesa. La hermana Irenka la releyó en silencio e intercambió una mirada nerviosa con el padre Malecki, que estaba sentado junto a la mesa de la biblioteca.

—Nada importante ese día —dijo.

Bora la ignoró y preguntó al sacerdote.

—¿Por qué no quiere decírmelo? ¿Qué pone?

—No sé leer taquigrafía.

—Entonces, pregúntele a ella. Si se niega, le pediré a otra persona que me lo traduzca.

Se produjo una acalorada discusión entre Malecki y la monja. Por su tono de voz, la hermana estaba a la defensiva y se negaba a colaborar. Parecía incluso desdeñosa en su reticencia, aunque era posible que tan solo tuviese miedo.

—Dígale que me da igual si se trata de política —dijo Bora, por fin—. Resumiendo, ¿qué dice?

Malecki escogió con cuidado sus palabras.

—Según la hermana Irenka, profetiza que cinco años menos tres semanas después de la fecha de ese día, la «gran ciudad a orillas del Vístula» será asolada.

Bora se esforzó por reprimir una sonrisa.

—¿Varsovia? Creí que ya la habíamos asolado, y además: ¿dentro de cinco años? ¡Para 1944 la guerra habrá terminado hará ya mucho! ¿Es lo único que dice? ¿Nada sobre su propia muerte?

Una vez más, Malecki consultó a la monja, que, de mala gana, retrocedió algunas páginas en el registro. Cuando hubo encontrado lo que buscaba, le dijo a Bora:

—El día del nacimiento de Dios (¿cómo se dice? En Navidad, las Navidades pasadas), la madre superiora dice: «Dios me llamará por mi nombre». Le pregunto qué quiere decir,

panie kapitanie, y me dice: «Cuando muera, será por mi nombre».

Bora miró al sacerdote.

—¿Qué quiere decir «Kazimierza»? ¿Tiene que ver con la paz, no es así? ¿Y cómo se llamaba antes de hacerse monja?

Malecki negó con la cabeza.

—Yo no le daría demasiada importancia a un mensaje tan vago.

—No tengo mucho más a lo que aferrarme, padre.

—El nombre laico de la abadesa era Maria Zapolyaia. Estaba emparentada con la familia real de los Báthory y tomó su nombre religioso del santo patrón de Polonia, el hijo del rey Casimiro IV. Y no anda usted muy desencaminado: «Kazimierz» en polaco quiere decir «el que predica la paz».

—Bueno, pues no la mataron ni la paz ni la predicación.

Aquella noche, Bora se fue temprano a la cama. Hasta las diez oyó el parloteo de la radio portátil que Retz tenía en su dormitorio, y o bien se había quedado dormido después o alguien había apagado la radio. El apartamento estaba envuelto en silencio cuando se despertó.

Su reloj indicaba la medianoche. Bora se colocó las almohadas bajo la cabeza y abrió los ojos en la oscuridad. ¿Por qué se habría despertado? Estaba muy cansado. Sin darse cuenta, empezó a pasar revista a los acontecimientos del día, comenzando por una sangrienta confrontación en la aldea de Liszki, donde habían encontrado y

despachado (era el término que utilizaba el coronel Schenck) a unos cuantos partisanos al propio Schenck, que quería elaborar una lista de supuestas violaciones a alemanas étnicas organizada por edad, lugar y número de hijos existentes.

Bora se tumbó boca abajo y, al hacerlo, le pareció oír una risa sofocada, pero seguramente solo era Retz, que se giraba sobre los muelles de la cama. Al recordar que Malecki le había dicho con toda seriedad que había ganado varios campeonatos de boxeo para aficionados en Chicago, sonrió para sus adentros. Cuando se lo mencionó, no pudo reprimir la risa. «Vaya, padre —le dijo—; ¿acaso quiere hacerme entrar en razón a puñetazos?».

Oyó otra vez el sonido amortiguado y esta vez se le tensó el cuello. Esta vez, supo qué era. «

Otra vez no», pensó. Pero se mantuvo a la escucha, conteniendo el aliento.

Su dormitorio compartía una de las paredes con el de Retz. A través del tabique, Bora oyó más claramente cómo Retz hablaba en voz baja. Le respondió el susurro de una mujer que intentaba reprimir la risa.

Bora se sintió tentado de creer que Ewa Kowalska había llegado mientras él dormía. No podía identificar su voz con seguridad porque apenas la había oído hablar y, además, resultaba difícil reconocerla a partir de unas risitas y unos susurros. Aun así, no creía que Ewa fuese la clase de mujer que se dedicaba a soltar risitas tontas, así que debía de ser una de las otras.

De repente, se sintió acalorado e incómodo. Se incorporó, completamente alerta. Inconfundibles, le llegaron los gruñidos de Retz, acompañados del crujido rítmico de los muelles, y, aunque Bora intentó enfadarse, no pudo evitar sentirse excitado.

Se levantó de la cama sin hacer ruido. Buscó a tientas los pantalones en la oscuridad del dormitorio, se los puso, cogió la camisa sin cuello y se la abotonó. Los repetidos golpes de la mesilla de noche contra la pared de la habitación de al lado empezaban a hacerlo sudar. Abrió la puerta con cuidado y salió. Bajó por el pasillo hasta la biblioteca, donde encendió la luz y cerró con llave.

Con las manos metidas en los bolsillos, anduvo de acá para allá durante un rato. Sus pies descalzos se encontraban ahora con la frialdad del suelo de parqué, ahora con las suaves cerdas de la alfombra. No pensar era la mejor opción, así que se esforzó por no hacerlo. Ni siquiera quería recordar los tiempos en que también él, después de todo… se llamaba Inés y lanzaba grititos agudos cuando le hacía cosquillas. Pero España era otra cosa, y las guerras civiles permiten otro tipo de libertades. A su alrededor, las paredes estaban recubiertas de estanterías que se curvaban bajo el peso de incontables libros con títulos en alemán, polaco y alguno que otro en yiddish. Poco a poco, Bora fue aflojando el paso. Había visto varios títulos conocidos: clásicos, ficción contemporánea, libros sobre arte y geografía. Hasta reconoció una serie de estudios sobre el renacimiento que había publicado la empresa de su abuelo a finales del siglo pasado.

Entre dos estantes, una acuarela enmarcada mostraba un paisaje de montaña accidentado y boscoso. Un rótulo escrito a lápiz la identificaba como «En las montañas Pieniny». Dos siluetas, una de Heine y otra de Felix Mendelssohn, colgaban una frente a otra de sendos marcos negros y ovalados bajo la acuarela. Entre otras dos estanterías se encontraba un marco que contenía una triple fila de insectos bajo un cristal.

Le resultaba imposible no pensar. La mente de Bora no dejaba de volver a Retz y a quienquiera que fuese que había traído a casa por tercera vez en las últimas tres noches. Pensaba también en lo que haría al día siguiente y se debatía entre hablar con él o simplemente irse al trabajo. Inquieto, se acercó al marco con los escarabajos ensartados en alfileres que había en la pared de enfrente y volvió al punto de partida.

No todo era cuestión de mojigatería. En absoluto. No es que fuese puritano en cuanto al sexo; de hecho, si se comportaba así era porque no lo era… no. Era cuestión de decoro, y por supuesto le preocupaba su propia seguridad. O tal vez sintiese algo de resentimiento, ya que no tenía a su esposa allí, consigo. Benedikta, que había borrado todas las demás experiencias, que era la amante ideal. No, no. Le preocupaba su seguridad, eso era todo.

Y además, ¿cómo habían permitido subir a la mujer a estas horas? Tendría que preguntárselo a la portera al día siguiente. Bora miró fijamente los estudios sobre el renacimiento, pero de nada le sirvió. Se le vino a la mente la imagen de su mujer quitándose las braguitas debajo de él, deseosa de que le hiciera el amor, húmeda y deseosa. «

¡Dios! ¡No me dejes pensar en Dikta ahora mismo!». Bora tenía la boca demasiado seca como para tragar saliva.

En la estantería que tenía justo delante, los versos de García Lorca, goteantes de sangre de mujer y de un dulce sudor, estaban prohibidos. Más le valía buscar los clásicos griegos, que estaban alineados junto a la poesía latina o la ficción contemporánea alemana. Bora sabía que Thomas Mann era un autor prohibido, pero cogió una de sus novelas del anaquel y, con ella en la mano, se dejó caer sobre el sillón. La primera línea rezaba: «Era un joven sin pretensiones…».

18 de noviembre

El día amaneció cubierto, era posible que nevara. El padre Malecki hacía ejercicio frente a la ventana abierta, sintiendo la frialdad reparadora del amanecer. Al levantar las pesas se le estiraron los tendones y se le abultaron los músculos. No estaba mal para un hombre de cincuenta y seis. Desde hacía ya muchos años recitaba el rosario mientras hacía ejercicio todas las mañanas, sin perder la cuenta de las setenta flexiones y levantamientos de pesas que había realizado, ni tampoco de las letanías. «

Gloria Patri (uno)

et Filio (dos)

et Spiritui Sancto (tres).

Gloria Patri…».

Cuando llegase el momento, pensó, procuraría estar presente durante el interrogatorio que Bora iba a realizar a las monjas. Habían retrasado la elección de una nueva abadesa debido a las circunstancias y ahora dependían de él, el sacerdote americano, para poder tomar una decisión.

Malecki tenía que admitir que nunca había tenido tanta influencia en Chicago, donde su parroquia de St. Stanislaus, inmensa, húmeda, fría y negra como el tizón, parecía una viuda entre las casas de los trabajadores y las fábricas del barrio. Si había conseguido llegar tan lejos, había sido gracias a grandes dosis de estudio y aplicación. ¿Quién sabe? Tal vez acabase viajando a Roma para hablarle al Papa de la abadesa santa de Cracovia.

Respirando con dificultad, bajó por última vez las pesas («¡A-mén!») y empezó a correr sin moverse del sitio.

En la biblioteca, Bora dedicó los primeros segundos después de despertar a preguntarse cómo había acabado en un sillón con el libro de Mann en el regazo. Había leído hasta el capítulo titulado «Políticamente sospechosa» y, después, debía de haberse quedado dormido.

Lo que más le preocupaba era llegar al baño antes que Retz, que siempre tardaba una eternidad. Cuando pasó junto al dormitorio del mayor, no escuchó ningún ruido. En el pasillo, una gabardina de mujer colgaba del perchero, y, debajo de esta, unas botas impermeables de goma parecían dos ratones dormidos.

Bora no se esforzó demasiado por no hacer ruido a esas horas. Se duchó y afeitó con toda tranquilidad. Estaba secándose la cara con la toalla cuando oyó el repiqueteo de unos tacones de mujer en el pasillo. Después de una pausa, la puerta del apartamento se abrió y volvió a cerrarse.

Menos de un minuto más tarde, le llegó la voz somnolienta de Retz a través de la puerta.

—¿Le queda mucho, Bora?

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