Lumen

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Capítulo 7

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—Me ha recordado que confían en nosotros y que están dispuestos a tolerarnos en la misma medida en que nosotros confiemos en ellos y los toleremos.

—Nunca he asociado la confianza y la tolerancia con los rojos. —Schenck sacó el Nuevo Testamento de su maletín—. Gracias por el libro. No es precisamente mi idea de una obra emocionante, pero logré conciliar el sueño leyéndolo. Ah, mire. —El coronel se sacó un mapa grande, impreso en sepia sobre papel amarillo claro, de la camisa y lo desplegó. Bora leyó

XAPbKOB y algo más abajo: «

Voyenno-topograficheskaya Karta Yevropeyskoy Rossii, 1:126 000».

—¿De qué se trata, coronel?

Schenck mostró una sonrisa singularmente fea, que por un momento le dio el aspecto del fantasma de la ópera.

—Je, je. Se lo quité a los rojos en un despiste. Es el mapa de Járkov, en Ucrania. Ucrania, por supuesto. ¿Qué le parece? Nos vendrá bien irnos familiarizando con el próximo teatro de operaciones. ¿Qué pone aquí?

—Estación de ferrocarril de Osnova.

—¿No es ese el ferrocarril que atraviesa Rusia de punta a punta hasta Rostov?

Bora estaba calculando la escala del mapa, convirtiendo las medidas rusas a metros para sus adentros.

—Exactamente —contestó. Cada centímetro indicaba un kilómetro, y el coche en el que estaban sentados se encontraba a mil quinientos kilómetros de distancia de Járkov.

—Quédeselo, Bora. Uno de estos días le resultará útil.

El tiempo seguía estando despejado, pero cada vez hacía más frío. Cuando llegaron a la campiña llena de colinas, empezó a cerrarse el cielo rápidamente. Masas altas de nubes nacaradas avanzaban rápidamente hacia el norte, provenientes de los Cárpatos. A través de la neblina que envolvía la parte del cielo que aún no estaba cubierta de nubes, el sol parecía un disco redondo y deslucido, como una hostia consagrada.

Al ver el brillo apagado del sol, Bora pensó en la palabra

lumen, aunque la noche anterior había llegado a la conclusión de que, según una acepción más reciente, la palabra también quería decir «inteligencia» y «perspicacia». Por mucho que se esforzase por no prestar atención a una pista tan vaga, no podía evitar volver a ella por instinto. Pronto, una multitud moteada de copos infinitesimalmente diminutos que desprendían una luz intensa, como luciérnagas, llegó flotando desde el sur y destacó contra el círculo pálido del sol.

Schenck dijo:

—Su padrastro solo va a pasar dos días en Cracovia. ¿Cree que podrá aprovechar esos dos días si su esposa viene con él?

—Me sentiría muy agradecido de poder ver a mi esposa aunque solo fuese una hora, coronel. Soy consciente de que es un privilegio.

Schenck solo sonrió a medias.

—No le estoy haciendo un favor. Sencillamente, pienso con pragmatismo. Procure mantenerse completamente sobrio, limpio y a su nivel óptimo de rendimiento durante estas tres semanas. Le sugiero que renuncie a los licores fuertes y al tabaco, si es que fuma.

—No fumo ni bebo mucho.

—Buena comida, mucho trabajo y largos paseos es lo que necesita. Su esposa debe dormir mucho y no cansarse lo más mínimo. Ninguno de los dos debe probar ni gota de alcohol la semana antes de la concepción. Le daré una copia de un panfleto científico que explica cómo garantizar la producción de descendencia masculina. El error que cometí la primera vez con mi esposa fue tomar algo de sherry después de la cena. Por eso me dio una hija. Me habrá visto aceptar vodka de los rojos: jamás lo hubiese tomado si hubiese tenido proyectado concebir. Por supuesto, su esposa no ha estado nunca embarazada; así que es imposible saber si habrá algún impedimento por su parte. ¿Tiene menstruaciones regulares?

—Eso creo.

—No se sienta avergonzado, capitán. Es completamente natural que dos hombres responsables hablen de esta clase de temas. Mejor, intente recordar cuándo tuvo su mujer el último periodo. Ojalá no vuelva a tenerlo cuando venga a Cracovia. Sería malgastar el coito.

Bora se preguntó con profunda preocupación qué iba a hacer si, transcurridas esas dos semanas, al final no permitían a Dikta viajar a Polonia.

15 de diciembre

La presencia de vehículos alemanes junto a la puerta del convento hizo que al padre Malecki se le pusiera de punta el pelo, que empezaba a ralearle. No eran camiones de la Wehrmacht, y el coche oficial no era el de Bora. Lanzó una mirada hacia el final de la calle, donde la iglesia jesuita también estaba flanqueada por vehículos de las SS.

Paró a un hombre que pasaba por la calle.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Lo sabe?

El hombre se marchó a toda prisa sin contestar. Los pocos civiles que había empezaban a dispersarse a paso rápido para buscar refugio en las calles laterales y los portales.

Malecki se quedó solo. Sabía que había un teléfono en la esquina, y su primer impulso fue intentar ponerse en contacto con la curia para informar al arzobispo. En ese momento salió un camión de una de las callejuelas y estacionó a todo lo largo de la calle, cortándole el paso hacia la esquina.

Así que Malecki se quedó parado en la acera, palpando con nerviosismo las llaves y las monedas que llevaba en los bolsillos. Empezaban a avanzar más camiones hacia la derecha, más allá de la iglesia jesuita, hacia Stradom y en dirección al gueto.

Las palabras del señor Logan pidiéndole prudencia flotaron en el aire mientras se bajaba de la acera, cruzaba la calle y se acercaba a los guardias adustos y armados con pistolas que había junto a la puerta del convento.

16 de diciembre

—¿De verdad era necesario?

Bora se dio cuenta de que no se sentía escandalizado, ni siquiera furioso, sino simplemente irritado por la estupidez de lo que habían hecho. Uno de sus objetivos de la semana había sido investigar este pequeño asentamiento ucraniano en el extremo oriental de la provincia de Cracovia. Después de dejar a Schenck en Tarnów, Hannes se había unido a él y se habían desplazado juntos hacia el sur, hasta llegar a las montañas. Encontrarse con el SD en la aldea que tenía delante ya había sido lo bastante molesto, y, al ver que llevaban una unidad militar a remolque, decidió acercarse al oficial y preguntarle por la operación conjunta.

El oficial del SD lo examinó de arriba abajo.

—Sí, era necesario. ¿Qué más le da a usted? ¿Es que nunca había visto ahorcar a nadie?

Lo cierto era que no. Bora apartó los ojos de los cadáveres flácidos y descalzos que colgaban de un árbol, describiendo lentos círculos.

—Tenemos el control de este sector. ¿Por qué no informaron a Inteligencia? ¿Quién es el responsable de haberle proporcionado tropas militares?

El oficial del SD le volvió la espalda a Bora y se encaminó a su vehículo.

—Solo está molesto porque ha llegado tarde. Somos tan capaces como usted de interrogar a estos animales, y nuestros métodos hacen maravillas a la hora de convencer a las esposas de que hablen.

—No me ha contestado.

—Mire, capitán: ¿por qué no vuelve a casa e informa a su comandante? Dígale que presente una solicitud para recibir la información que desea y siga los conductos reglamentarios.

—Creo que mejor les preguntaré a sus suboficiales. —Sin esperar respuesta, Bora echó a andar hacia el grupo de soldados, pero lo detuvo un descortés tirón de la manga.

—Yo que usted no lo haría —le advirtió el oficial del SD.

Sin perder la calma, Bora levantó a la fuerza los dedos que le atenazaban el brazo.

—Hágame el favor.

Minutos más tarde, aparcado a la vista de los ahorcados, Bora redactó su informe sobre el incidente en el coche. «Los dos civiles polacos fueron ejecutados sin juicio previo en una comunidad dedicada a la agricultura a tres kilómetros al norte de Ciezkowice, en la zona de Tarnów. No fueron “ahorcados”, según me informó el comandante del SD que se encontraba en el lugar, ya que no existían las instalaciones necesarias para llevar a cabo un ahorcamiento reglamentario. Dado que aparentemente no se produjo una ruptura de las vértebras del cuello, en espera de un informe médico, el método de ejecución parece haber sido la estrangulación. No se extrajo información de valor ni de los hombres antes de su muerte ni de sus esposas, a las que el SD se llevó para volver a interrogarlas después de mi llegada. El suboficial que mandaba el pelotón de la Wehrmacht no pudo proporcionarme información clara sobre cómo se originó la operación conjunta».

Helenka esperaba la visita de Retz después del ensayo, pero no vino. Se llevó otra decepción cuando lo llamó desde el teatro y descubrió que no estaba en casa. Mientras el teléfono sonaba en vano, Kasia esperaba a sus espaldas con una de sus notas con un número de teléfono en la mano. Dijo:

—Hoy lo has hecho muy bien, Helenka. Te las apañarás sin problemas.

—Gracias.

—Tu madre también ha estado muy bien, ¿no te parece? —Helenka se obligó a no apartar la mirada del rostro de Kasia porque sabía que era muy amiga de su madre y era consciente de lo mucho que confiaba en ella.

—Ewa es toda una veterana —contestó, cuando la bilis que tenía en la garganta se suavizó lo suficiente como para pronunciar las palabras con una sonrisa—. Por supuesto que ha estado bien.

—Y además, está muy guapa. Se la ve feliz, quiero decir. Enamorada o algo así. ¿Vas a salir esta noche?

—No lo sé. —Cuando se enfadaba, Helenka ponía una voz petulante propia de una jovencita—. ¿Y tú?

Kasia se encogió de hombros.

—¿Yo? Depende. Si consigo hacer esta llamada de teléfono y encuentro suficiente agua caliente como para lavarme el pelo, supongo que sí.

Envuelto en la temperatura primaveral de la curia, la expresión de irritación perenne del ceño del arzobispo quedó alisada al verse sustituida por una expresión de absoluta sorpresa.

—¿Arrestado? ¿Lo he oído bien?

Incapaz de repetir la palabra, el secretario asintió con la cabeza.

—¿Se ha puesto en contacto con el consulado norteamericano? ¿Se han dado los pasos necesarios?

—Acabamos de enterarnos de su arresto. Una de las hermanas vino a informarnos hace diez minutos. ¿Desea verla Su Eminencia?

—No, no. Encárguese usted. No hay nada que pueda decirme que no pueda explicarle a usted.

—Por supuesto, no es lo mismo un arresto que una detención. Llamé por teléfono a la residencia del padre Malecki inmediatamente. Dado que no lo esperaban en casa hasta esta noche, no podemos dar por hecho que de verdad lo tengan detenido los alemanes. Intentaré volver a ponerme en contacto con él después de las siete de la tarde.

—Aun así, deberíamos informar al cónsul americano.

La figura alargada y envuelta en faldas del secretario se balanceó discretamente.

—No estoy seguro de que ese sea el deseo del padre Malecki. Una intervención prematura por parte de las autoridades norteamericanas podría reducir sus probabilidades de quedarse en Polonia. Su Eminencia recordará que la Santa Sede le dio instrucciones expresas de permanecer en el país durante el tiempo que durase la investigación.

—Pero ¿no lo expulsarán los alemanes de Polonia cuando descubran que es americano?

—En ese caso, Su Eminencia, conseguir que se quede estará fuera del alcance de Su Eminencia. Según tengo entendido, la partida del padre Malecki era una de las prioridades de Su Eminencia.

El arzobispo se acomodó en su sillón. Se pasó un dedo, cargado con un pesado anillo, por la frente arrugada.

—¿Por qué entraron los alemanes por la fuerza en una propiedad eclesiástica hoy? A

eso pienso responder de inmediato.

—Buscaban judíos, Su Eminencia. Se rumoreaba que algunos de los habitantes del gueto de Kazimierz habían buscado refugio en instituciones religiosas después de la redada que llevó a cabo el SD en negocios judíos anoche.

—¿Es eso cierto?

—Estamos intentando averiguarlo. Cierto o no, los alemanes decidieron entrar por la fuerza en unos cuantos conventos y otras propiedades eclesiásticas. Aquí tiene una lista preliminar de los casos de los que hemos tenido noticia. Por suerte, no encontraron a ningún refugiado. No obstante, los que entorpecieron la operación fueron arrestados. El padre Malecki es uno de siete clérigos en la misma situación. Aquí tengo sus nombres.

Preocupado, el arzobispo se frotó la frente con el dedo.

—Si se producen más malas noticias, quiero que se me informe de inmediato.

Un folleto impreso en papel barato apareció en la mano del secretario.

—Anoche se encontraron varios de estos pegados en las paredes. Como ve, la noticia de que la muerte de la madre Kazimierza no se debió a causas naturales ha llegado a suficientes oídos como para justificar esta respuesta.

—¡Por el amor de Dios, el panfleto acusa directamente a los alemanes!

—Me he tomado la libertad de organizar una partida para retirar todos los que podamos antes de que los alemanes tomen represalias.

El arzobispo se mostró de acuerdo en que era un primer paso necesario.

—Y ahora, póngase en contacto con el oficial de Inteligencia que está llevando a cabo la investigación del asesinato y déjele clara nuestra postura en cuanto a los folletos.

—¿Negamos todo conocimiento, Su Eminencia?

—Negamos todo conocimiento.

Minutos después, el secretario volvió al despacho del arzobispo para decirle que el capitán Bora no estaba disponible y que no se esperaba su regreso hasta la mañana siguiente. A las nueve de la noche, el secretario informó de que la casera del padre Malecki había confirmado la ausencia del sacerdote.

—No ha vuelto a casa para la cena y la señora empieza a preocuparse. Creí que sería mejor no informarla. A lo que tenemos que enfrentarnos ahora es a esto, Su Eminencia.

Un tenso comunicado de Hans Frank, el gobernador general, amenazaba con tomar medidas contra la Iglesia en Cracovia, a no ser que la identidad de la persona o personas que habían filtrado información sobre el asesinato se comunicase rápidamente a las autoridades alemanas.

El arzobispo gimió.

—¿Cómo esperan que duerma por las noches si no dejan de darnos un golpe tras otro?

Bora pasó la noche en una pequeña aldea al pie de las montañas, donde también había estacionado un destacamento de reconocimiento.

Se había levantado viento, y aunque la nieve se había derretido, hacía mucho frío. La luna llena navegaba sobre unas nubes finas como hebras de un color enfermizo. «El color y la textura coagulada de la leche cortada», pensó Bora. Antes de retirarse, dio un paseo por la calle principal llena de surcos para poder estar solo y pensar, para liberar la mente de las escenas del día. Recortados contra el cielo gris y harapiento, vio los camiones semioruga del ejército, como un rebaño lleno de cantos angulosos, estacionados a un extremo. En pocas casas brillaban luces, que se hacían visibles en forma de líneas que parpadeaban en torno a las ventanas y por debajo de las puertas.

Igual que el día en que había identificado a sus compañeros muertos en la escuela, se sintió invadido por una repentina sensación de sorpresa por encontrarse allí. Fue como un despertar. Todo lo que no perteneciese al momento presente le parecía un sueño. Por unos breves instantes, el coronel Schenck y el padre Malecki no fueron más que fantasmas para su mente. Se preguntó a sí mismo si de verdad había visto a la monja muerta en el claustro, si de verdad le había dado un puñetazo al sacerdote y discutido con un comisario del ejército rojo.

La luna parecía avanzar rápidamente hacia adelante, dejando atrás las nubes finas como hebras de leche cortada. Cortante y desprovisto de olor, el viento empujaba con fuerza la luna.

Bora se giró al final de la calle y desanduvo sus pasos. Otro horizonte gris y harapiento, limitado por las greñudas partes traseras de las casas con tejado de paja. De una cosa podía estar seguro: iba a tener que seguir soportando al mayor Retz, que en pocas semanas se había convertido en una parte desagradable e inevitable de su vida.

En fin. Iría directamente al trabajo por la mañana y así, al menos, evitaría toparse con alguna de las amiguitas del mayor.

18 de diciembre

El lunes, Bora se quedó paralizado mientras se quitaba el abrigo, con los dedos de una mano todavía cerrados en torno al botón.

—¿Que el mayor está

qué?

—Muerto, señor. —El ordenanza sacó de debajo del escritorio una caja con efectos personales que, según Bora reconoció, habían pertenecido a Retz.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—El domingo por la mañana, señor. Lo encontraron muerto en su casa. El coronel Schenck pensó que querría llevárselos.

Bora bajó la vista hasta la caja. Le costó un esfuerzo ímprobo relacionar las palabras del ordenanza con Retz y, dejando a un lado el resto de preguntas que lo abrumaban (cómo, por qué), decidió no formularlas, sino que cogió la caja mecánicamente y la llevó a su despacho.

Un colega estaba sacándole punta a un lápiz cuando entró. Le dijo a bocajarro:

—Uno jamás hubiera esperado que fuese a suicidarse, ¿verdad?

—¿Eso fue lo que pasó?

—Metió la cabeza en el horno y aspiró. Es un milagro que no haya saltado por los aires todo el edificio. La mujer de la limpieza olió gas por debajo de la puerta del apartamento de ustedes dos y tuvo el sentido común de pedir ayuda. Había saturado el piso y habría bastado con que la señora hubiese entrado y pulsado el interruptor de la luz.

—Pero ¿por qué? ¿Ha dejado una nota o algo?

—Que yo sepa, nada. Salle-Weber lo sabrá, seguramente. Ayer lo andaba buscando a usted. —El lápiz salió del sacapuntas con una punta limpia y alargada que el colega de Bora lamió con la lengua—. Era

usted el que vivía con Retz. ¿No tiene ninguna pista?

Bora fue a ver a Salle-Weber. Visiblemente frío o indiferente ante la noticia, el oficial de las SS se mostró complaciente para variar.

—De todos los oficiales de Cracovia, Bora, es usted el que pasaba más tiempo con Retz después del trabajo. Y es un chico observador. ¿Le dijo algo Retz que pudiese indicar que tenía problemas personales? ¿Se comportó de forma fuera de lo común justo antes de marcharse usted?

—No. En absoluto. Lo único es que… los fines de semana bebía un poco.

—Bebía

mucho. —Lo corrigió Salle-Weber—. Pero los borrachos suelen suicidarse con la botella. No, me refiero a problemas de mujeres, alguna aventura, asuntos de dinero. Temas

políticos.

Bora se preguntó si debía mencionar a Ewa Kowalska, pero Salle-Weber se le adelantó.

—Sabemos que tenía una o dos novias que le gustaban más que el resto. —Echó una ojeada al expediente que tenía sobre el escritorio—. Una tal Ewa Kowalska, una tal Basia Plutinska y también había una mujer más joven, Helena o Helenka Sokora. Sabemos que se las llevaba a casa, así que debe haberlas visto, aunque no sepa nada más.

—Sí, las he visto. Y no sé nada más.

Salle-Weber sonrió con afectación ante la respuesta.

—Entonces, ¿se llevaba bien con todas?

—Eso parecía.

—Bueno, no sé ni por qué le pregunto. Hemos investigado a las mujeres por puro trámite y todas parecían apenadas, sobre todo esa chica, la Sokora. Se portaba bien con todas ellas, según sus declaraciones, y me dio la impresión de que van a echar de menos a su amante adinerado. Tendremos que investigar en otra parte si queremos llevarnos la satisfacción de resolver este misterio. Lo único que me interesa es que nos aseguremos de que no se trataba de un tema político.

—No creo que la política fuese la debilidad del mayor. Era completamente ortodoxo. Como sabrá, dos de sus hermanos pertenecen a las SS.

Salle-Weber cerró la carpeta y la guardó.

—¿Se ha puesto el coronel Schenck en contacto con usted para pedirle que escriba una carta a la esposa de Retz?

—Sí. —Bora se dio cuenta de que Salle-Weber quería darle instrucciones acerca de la carta, así que añadió—: No sé muy bien qué decir.

—Dígale que el mayor Retz murió en un accidente mientras cumplía con su deber como militar.

—Muy bien.

La conversación continuó durante casi una hora. Cuando Bora estaba a punto de marcharse, sintió que le picaba una curiosidad personal.

—¿Qué les ha dicho a las mujeres del mayor?

—Que fue un accidente, pero estoy seguro de que le habrán sonsacado la verdad a la mujer de la limpieza o habrán oído rumores en el edificio. —Salle-Weber dedicó a Bora una mirada perspicaz y burlona—. Por si decide retomar las cosas donde las dejó el mayor con alguna de ellas, cíñase a la versión del accidente.

—La chica a la que ha llamado Sokora… creí que se apellidaba Kowalska.

—Sokora es su nombre artístico. Supongo que no quiere que la confundan con la otra.

Nevaba con fuerza cuando Bora salió a la calle después de hablar con Salle-Weber. En la lejanía, la colina de Wawel y el casco antiguo parecían un dibujo navideño de sí mismos: helados, convencionales y elegantes. Pronto oscurecería. Las agujas, las paredes y los edificios, tanto antiguos como nuevos, quedarían engullidos por la noche, y otras imágenes, esta vez mentales y menos elegantes, ocuparían su lugar.

Bora tenía que presentarse en el campo a primera hora de la mañana, pero esa noche iba a tener que volver a casa.

Esperaba oler gas nada más entrar, pero, por supuesto, habían ventilado cuidadosamente el apartamento. Todo parecía estar igual. Bora pasó del vestíbulo al salón y después al pasillo. Una vez allí se dio cuenta de que, en realidad, se encaminaba hacia la cocina. Tenía que ver la cocina.

Miró el horno como si lo viese por primera vez y como si no se pareciese en nada al objeto que era porque había servido para otro propósito. No sintió asco al verlo; simplemente, le pareció extraño y siniestro.

Habían «peinado a conciencia» el dormitorio de Retz, en palabras de Salle-Weber. Ahora, todo volvía a estar en su lugar. Los uniformes estaban colgados; las revistas, apiladas; sus artículos de aseo, en orden sobre la cómoda. Bora se dio cuenta de que era la primera vez que entraba en la habitación. Una o dos veces se había parado en el umbral, charlando, pero… bueno, había oído más que suficiente de lo que sucedía en el dormitorio por las noches.

Los ojos de Bora buscaron la cama con algo de envidia y mucho de expectación. Cuando viniera Dikta, si venía, haría lo mismo que Retz les había hecho a sus mujeres, solo que más y más fuerte. Mejor. Durante más tiempo. Entonces se contuvo, sonrojándose: no sabía por qué, le pareció sacrílego pensar en su esposa en ese lugar. Salió y cerró la puerta.

La perspectiva de dormir en una casa donde se había suicidado un hombre no le quitaba el sueño, aunque sí se sentía culpable por no lamentar la muerte de Retz. Después de pasarse una hora intentando leer sin conseguirlo, admitió que no iba a quedarse dormido con facilidad.

Cerca de la medianoche, cuando por fin fue a lavarse los dientes antes de irse a la cama, observó con nuevos ojos los frascos de ungüentos y tintes para el pelo de Retz. Reflexionó sobre cómo los objetos que no están hechos para sobrevivir a sus dueños siempre se las apañan para hacerlo. Un tubo de pasta de dientes, un cortaúñas, una maquinilla de afeitar. La ausencia de Retz equivalía a estos objetos y a la cerveza y el vino que hubiese dejado intactos en la nevera.

¿A qué equivaldría su ausencia?

En el espejo, vio que su rostro también había cambiado. Se veía a sí mismo más serio y más joven de lo que se sentía. Ewa Kowalska debió de pensar que era un inmaduro por la falta de desgaste que evidenciaban sus rasgos. Puede que de verdad fuese un inmaduro.

Qué raro que Retz se hubiese dejado la cuchilla en la maquinilla. ¿Sería eso lo que hacían los hombres antes de suicidarse: romper sus propias reglas, como la de no dejar nunca una cuchilla húmeda en la maquinilla de afeitar?

Al amanecer, antes de salir de camino al campo, Bora separó los objetos que quería enviar a la esposa de Retz de los inservibles. Estos últimos los tiró: botellas, cigarrillos, profilácticos y suplementos de vitaminas. La cuchilla de Retz se la olvidó en su vaso.

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